jueves, 13 de enero de 2011

relato de ÍTALO CALVINO - Comentario por Cristina Pailos

INVIERNO
Los hijos de Papá Noel

Cuento extraído de Marcovaldo
Ediciones Destino Áncora y Delfin/ Edición 1993
          
           No hay época del año más agradable y buena, para el mundo de la industria y del comercio, que la Navidad y las semanas precedentes. Sube desde las calles el trémulo son de las zampoñas, y las sociedades anónimas, hasta ayer fríamente aplicadas a calcular facturación y dividendos, abren su corazón a los afectos y la sonrisa. La única preocupación de los Consejos de administración a esas alturas estriba en procurar alegrías al prójimo, enviando regalos con sus correspondientes votos de felicidad, así a proveedores como a particulares; cada empresa siente la necesidad de hacer gran acopio de productos de otra empresa para sus regalos a las demás empresas; cuyas empresas a su vez compran a una empresa otros stocks de regalos para las demás; las ventanas de las sociedades quedan encendidas hasta las tantas, en particular las del almacén, donde el personal prosigue en horas extraordinarias embalando paquetes y cajas; al otro lado de los cristales empañados, por las aceras cubiertas de una capa de hielo, avanzan los gaiteros, venidos de oscuras montañas misteriosas, se detienen en las encrucijadas del centro, un poco deslumbrados por la profusión de luces, por los escaparates demasiado adornados, y con la cabeza gacha soplan en sus instrumentos; a este son, entre los hombres de negocios las molestas disputas de intereses se aplacan y ceden el lugar a una nueva porfía: ver quién presenta del modo más bonito el regalo más vistoso y original.
          En la firma Sbav aquel año la sección de Relaciones Públicas propuso que, a las personas de mayor cuenta, los aguinaldos los repartiera a domicilio un hombre vestido de Papá Noel.
          La idea mereció la aprobación unánime de los directivos. Compraron al efecto un equipo completo de Papá Noel: barba blanca, gorro y capote rojos con orla de piel, botas enterizas. Empezaron a probar a qué ordenanza le caían mejor, pero uno era demasiado bajo y la barba le llegaba al suelo, otro era demasiado robusto y no cabía en el capote, el de más allá era demasiado joven, otro en cambio demasiado viejo y no valía la pena disfrazarlo.
          Mientras el jefe de Personal mandaba llamar a otros posibles Papás Noel de las distintas secciones, reunidos los dirigentes trataban de desarrollar la idea: la oficina de Relaciones Humanas quería que también el aguinaldo de los empleados lo entregara un Papá Noel en una ceremonia colectiva; la sección Comercial pretendía que, asimismo, se diera éste una vuelta por las tiendas; la sección de Publicidad se preocupaba de que hiciera resaltar el nombre de la empresa, acaso llevando una guita con cuatro globos marcados con las letras. S.B.A.V.
          Todos habían sido ganados por el clima diligente y cordial que se expandía por la ciudad alegre y productiva; nada hay más hermoso que sentirse inmerso en el flujo de los bienes materiales y del bien que al propio tiempo cada cual desea a los demás; y éste, éste sobre todo– como nos recuerda el son, firulí, firulí , de las zampoñas–, es lo que importa.
          En el almacén, dicho bien –material y espiritual– pasaba por las manos de Marcovaldo bajo forma de mercancías que cargar y descargar. Y no sólo cargando y descargando se sentía partícipe de la fiesta  general , sino también al pensar que en el fondo de aquel  laberinto de centenares y miles de paquetes le esperaba un paquete suyo, preparado para él por la oficina de Relaciones Humanas, y más todavía al echar cuentas de lo que le correspondería entre “gratificación de Navidad” y “horas extraordinarias”. Con esos cuartos podría recorrer también él las tiendas, a comprar, comprar, comprar para regalar, regalar, regalar, según dictaban sus más sinceros sentimientos y los intereses generales de la industria y del comercio.
          El jefe de la sección de Personal entró en el almacén con una barba de imitación en la mano: – ¡Eh, tú! –dijo a Marcovaldo–. Prueba a ver cómo te sienta esta barba. ¡Estupendo! El Noel eres tú. Ven para arriba, date prisa. Tendrás un premio especial si efectúas cincuenta entregas a domicilio diarias.
          Marcovaldo disfrazado de Papá Noel recorría la ciudad, a lomos del mototriciclo cargado de paquetes envueltos con papel de colores, atados con bonitas cintas y adornados con ramitas de muérdago y de acebo. La barba de algodón blanco le producía cierto picorcillo pero servía para protegerle del aire la garganta.
          El primer viaje lo hizo a su casa, pues no resistía la tentación de dar una sorpresa a sus chicos. “De momento –pensaba–, no me reconocerán. ¡Habrá que ver las risas, después!”
          Los niños estaban jugando en la escalera. Se volvieron apenas. –Hola, papá.
          Marcolvaldo se llevó un chasco. –Pero… ¿Es que no veis como voy vestido?
          –¿Y cómo quieres ir vestido? –dijo Pietruccio–. De Papá Noel, ¿no?
          –¿Y me habéis reconocido al momento?
          –¡No es tan difícil! ¡Hemos reconocido también al señor Sigismondo, que estaba mejor disfrazado que tú!
          –¡Y al cuñado de la portera!
          –Y al padre de los gemelos de ahí enfrente!
          –¡Y al tío de Ernestina, la de las trenzas!
          –¿Vestidos todos de Papá Noel? –preguntó Marcovaldo, y el desencanto en so voz no era sólo por la fallida sorpresa familiar, sino porque sentía afectado en cierto modo el prestigio de su empresa.
          –Claro, lo mismito que tú, ¡uf! –respondieron los niños–, de Papá Noel, como de costumbre, con la barba postiza –y dándole la espalda volvieron a sus juegos.
          Lo sucedido era que a las oficinas de Relaciones Públicas de muchas empresas se les ocurrió contemporáneamente la misma idea; y habían reclutado a una enorme porción de gente, por lo común parados, jubilados, vendedores ambulantes, para vestirlos con el capote rojo y la barba de algodón. Los niños, después de divertirse las primeras veces al reconocer bajo aquel disfraz a conocidos y gente del barrio, al rato ya se habían acostumbrado y no les hacían el menor caso.
          Diríase que el juego a que ahora se dedicaban les apasionaba sobremanera. Se habían reunido en un descansillo, sentados en corro. –¿Se puede saber lo que estáis tramando? –preguntó Marcovaldo.
          –Déjanos en paz, papá, tenemos que preparar los regalos.
          –¿Regalos para quién?
          –Para un niño pobre. Tenemos que buscar un niño pobre y hacerle regalos.
          –¿Pero quién os lo ha dicho?
          –Viene en el libro de lectura.
          Marcovaldo estaba a punto de decir: “¡Vosotros sois los niños pobres!”, pero durante aquella semana a tal punto se había persuadido de hallarse en tierra de Jauja, donde todos compraban y se daban buena vida y se hacían regalos mutuamente , que no le parecía de buena crianza hablar de pobreza, y prefirió declarar: –¡Niños pobres ya no quedan!
          Se levantó Michelino y preguntó: –¿Y por eso, papá no nos traes regalos?
          A Marcovaldo se le encogía el corazón. –Ahora me he de ganar los extraordinarios –enjaretó–y luego os los traeré.
          –¿Los ganas, cómo? –preguntó Filippetto.
          –Llevando regalos  –responde Marcovaldo
          –¿Para nosotros?
          –No, para otros.
          –¿Por qué no a nosotros? Acabarías antes…
          Marcovaldo intentó explicarse: –Porque yo no soy el Papá Noel de las Relaciones Humanas; yo soy el Papá Noel de las Relaciones Públicas. ¿Habéis comprendido?
          –No.
          –Mala suerte. –Mas como quería de algún modo hacerse perdonar el venir sin nada, se le ocurrió tomar consigo a Michelino, y llevárselo en su viaje de reparto–. Si te portas bien puedes venir a ver cómo tu padre lleva los regalos a la gente –dijo, subiendo al sillín del mototriciclo.
          –Vamos, a lo mejor encuentro un niño pobre –dijo Michelino y saltó a su vez, agarrándose a los hombros de su padre.
          Por las calles de la ciudad Marcovaldo no dejaba de encontrar otros Papás Noel rojos y blancos, lo mismito que él, que conducían furgonetas o triciclos o que abrían las puertas de los comercios a los clientes cargados de paquetes o les ayudaban a llevar las compras al automóvil. Y todos esos Papás Noel tenían un aire concentrado y azacanado, como si fueran los encargados del funcionamiento de la enorme maquinaria de las fiestas.
          Y Marcovaldo, al par de ellos, corría de una a otra de las direcciones apuntadas en su lista, se apeaba, pasaba en revista los paquetes del triciclo, tomaba uno, lo presentaba a quien habría la puerta silabeando la frase: –La Sbav les desea felices Pascuas y próspero Año Nuevo–, y recogía la propina.
          Esta propina podía ser incluso generosa y Marcovaldo considerarse verdaderamente afortunado, pero algo echaba en falta. Cada vez, antes de llamar a una puerta, seguido por Michelino, saboreaba de antemano la sorpresa de quien, al  abrir, se encontrara con Papá Noel en persona; se prometía agasajos, curiosidad, gratitud. Y cada vez era recibido, ni más ni menos, como el repartidor que trae el periódico todas las mañanas.
          Llamó a la puerta de una casa lujosa. Le abrió un ama de llaves. –¡Huy, otro paquete!, ¿quién lo manda?
          –La Sbav les desea…
          –Bah, venga conmigo –y precedió a Papá Noel por un pasillo todo tapices, alfombras y jarrones. Michelino, mudo de asombro, seguía los pasos de su padre.
          El ama de llaves abrió una puerta vidriera. Entraron en una sala altísima de techo, tanto que en ella campeaba un abeto descomunal. Era un árbol de Navidad iluminado con bolas de cristal de todos colores, y de sus ramas pendían regalos y dulces de toda suerte. Suspendidas del techo se veían pesadas arañas de cristal, y las ramas más altas del abeto se enredaban en los colgajos centellantes. Sobre una gran mesa aparecían en buen orden cristalería, vajilla y cubiertos de plata, tarros de confituras, botellas en abundancia. Los juguetes, diseminados en una gran alfombra, eran tantos como en una juguetería, en particular mecanismos electrónicos y modelos de astronaves. Sobre la misma alfombra, en un rincón expedito, había un niño, tumbado de bruces, de unos nueve años, con aire entre enfadado y aburrido. Hojeaba un libro ilustrado, como si todo lo que le rodeaba no le importase un bledo.
          –Gianfranco, levanta, Gianfranco –dijo el ama de llaves–, ¿no ves que ha vuelto Papá Noel con otro regalo?
          –Trescientos doce –suspiró el niño, sin alzar del libro los ojos–. Déjelo ahí.
          –Es el trescientos duodécimo regalo que llega–dijo el ama de llaves–. Gianfranco es muy inteligente, lleva la cuenta, sin perder uno; su gran pasión es contar.
          De puntillas Marcovaldo y Michelino abandonaron la casa.
          –Papá, ¿ese niño es un niño pobre? –preguntó Michelino.
          Marcovaldo estaba ordenando la carga del triciclo y no respondió en seguida. Pero acto seguido se apresuró a protestar: –¿Pobre? ¿Qué estás diciendo? ¿Sabes quién es su padre? ¡Es el presidente de la Unión Ventas Navideñas! El comendador…
          Se interrumpió, al no ver a Michelino. –¡Michelino, Michelino! ¿Dónde estás? –Había desaparecido.
          “Igual ha visto pasar a otro Papá Noel, lo ha confundido conmigo y ha seguido en pos de él…”
          Marcovaldo continuó con el reparto, pero estaba un poco preocupado y no veía el momento de volver a casa.
          En casa, encontró a Michelino en unión de sus hermanos, muy formalitos.
          –Oye, tú: ¿dónde te has metido?
          –Vine a casa, a buscar los regalos…Sí, los regalos para aquel niño pobre…
          –¡Eh! ¿Quién?
          –Aquel que estaba tan triste…aquel de la villa con el árbol de Navidad…
          –¿A él? ¿Pero qué regalo le podrías hacer, tú a él?
          –Oh, los habíamos preparado a modo…tres regalos, envueltos en papel de plata.
          Intervinieron los hermanitos. –Hemos ido juntos a llevárselos! ¡Si vieras lo contento que se ha puesto!
          –¡Calcula! –dijo Marcovaldo–, ¡Tenía necesidad precisamente de vuestros regalos, para estar contento!
          –¡Sí, sí de los nuestros…A toda prisa ha arrancado el papel para ver qué eran…
          –¿Y qué eran?
          –El primero un martillo: aquel martillo grande, redondo, de madera…
          –¿Y él?
          –¡Saltaba entusiasmado! ¡Ha tirado de él y venga a usarlo!
          –¿Cómo?
          –Ha machacado todos los juguetes! ¡Y toda la cristalería! Luego ha tomado el segundo regalo..
          –¿Qué era?
          –Un tiragomas. Si hubieras visto, qué alegría…Se ha cargado todas las b olas del árbol de Navidad. Luego ha pasado a las lámparas…
          –¡Basta, basta ya no quiero oír más! ¿Y…el tercer regalo?
          –No teníamos otra cosa que regalar, así que envolvimos en papel de plata una caja de mistos de cocina. Ha sido el regalo que más le gustó. Decía: “¡Los fósforos, que nunca me los dejan tocar!”.Se ha puesto a encenderlos, y…
          –¿Y…?
          –…¡ha pegado fuego a todo!
Marcovaldo se llevaba las manos a la cabeza.
          –¡Estoy perdido!
          Al día siguiente, al presentarse al trabajo, barruntaba la tempestad. Volvió a vestirse de Papá Noel, sin perder momento cargó en el triciclo de reparto los paquetes que quedaban por entregar, y ya se extrañaba de que nadie le hubiera dicho nada, cuando vio venir hacia él a tres jefes de sección, el de Relaciones Públicas, el de Publicidad y el de la Oficina Comercial.
          –¡Alto! –le intimaron–, ¡a descargarlo todo, inmediatamente!
          “Te caíste!”, dijo entre sí Marcovaldo y ya se veía despedido.
          –¡Rápido! ¡Hay que substituir los paquetes! –dijeron los jefes de sección–. ¡La Unión Incremento Ventas Navideñas ha iniciado una campaña para lanzar el Regalo Destructor!
          –Así de pronto…–comentó uno de ellos–. Se les podía haber ocurrido antes.
          –Se trata de un descubrimiento repentino de su presidente –explicó otro–. Según parece han llegado a su hijo unos artículos-regalo modernísimos, creo que japoneses, y por vez primera le han visto divertirse…
          –Lo que de veras importa –añadió el tercero–, es que el Regalo Destructor sirve para destruir artículos de cualquier clase: precisamente lo que conviene para acelerar el ritmo del consumo y devolver la vivacidad al mercado…Todo ello en menos de nada y al alcance de un niño…El presidente de la Unión ve abrirse nuevos horizontes, está como loco de entusiasmo…
          –Pero el crío ese –preguntó Marcovaldo con un hilo de voz–, ¿de verdad ha destruido muchas cosas?
          –Calcularlo, ni que sea por aproximación, resulta difícil, puesto que la casa se incendió…
          Marcovaldo volvió a la calle iluminada como si fuera de noche, llena de mamás y niños y tíos y abuelitos y paquetes y pelotones y caballos de cartón y árboles de Navidad y Papás Noel y pollos y pavos y turrones y botellas y gaiteros y deshollinadores y castañeras que daban vuelta a calderadas de castañas en su redondo hornillo negro ardiente.
          Y la ciudad parecía más chica, recogida bajo una campana luminosa, sepultada en el corazón sombrío de un bosque, entre los troncos centenarios de los castaños y un infinito manto de nieve. Por alguna parte de aquella oscuridad se oía el aullido del lobo; los lebratos tenían una madriguera, sepultada bajo la nieve, en la cálida tierra roja cubierta por una capa de erizos de castaña.
          Surgió un lebrato, blanco, en la nieve, meneó las orejas, corrió bajo la luna, mas era blanco y no se le distinguía, como si no estuviera. Únicamente sus patitas dejaban una ligera huella en la nieve, como hojillas de trébol. Tampoco al lobo se veía, porque era negro y estaba en la negra oscuridad del bosque. Sólo si abría la boca se veían sus colmillos blancos y puntiagudos.
          Había una línea en que concluía el bosque enteramente negro y comenzaba la nieve enteramente blanca. El lebrato corría a este lado y el lobo al de allá.
          El lobo distinguía en la nieve las huellas del lebrato y las iba siguiendo, pero sin salirse de lo negro, para no ser visto. En el punto en que las huellas se detenían debía de estar el lebrato, y el lobo salió de lo negro, abrió de par en par la boca roja y tendió los agudos dientes, pero mordió al viento.
          El lebrato se mantenía allá cerca, invisible; se rascó una oreja con la pata, y escapó brincando.
          ¿Anda por ahí?, ¿está allí?, ¿no, un poco más allá?
          Se veía sólo la extensión de nieve blanca como esta página

 * *  *

El rincón de los libros nuevos o injustamente olvidados

Por Cristina Pailos

Una reflexión después de navidad en compañía de Marcovaldo e Ítalo Calvino.
         
Son veinte relatos y cada uno de ellos está dedicado a una estación del año; el ciclo de las cuatro estaciones se repite, por lo tanto, cinco veces.
El paso de las estaciones debe ser muy significativo para este obrero no calificado cuyo origen rural puede advertirse. La ciudad por supuesto le atrae pero se le presenta demasiado desdeñosa. Y las miserias de Marcovaldo y su familia marcan los relatos. La búsqueda de la naturaleza es una vaga melancolía que hace tiempo quedó bastante sepultada por el asfalto , las luces y el artificio.
        Se publicó en 1963 y se advierte que luego de una larga postguerra hay signos de recuperación , y por sobre todo de consolidación del régimen capitalista. Nos damos cuenta que los relatos se desarrollan en Italia pero podría ser en cualquier otra metrópoli industria del mundo. También indeterminada aparece la empresa en la que trabaja Marcovaldo.No sabemos que vende ni que carga y descarga Marcovaldo durante ocho horas por día. Sólo conocemos la sigla “Sbav” y es que tampoco tiene importancia la empresa, es todas las empresas, las fábricas, las marcas que ya entonces empezaban a regir los destinos de los hombres, de los pueblos, de los países.
          Si bien los relatos están ambientados en la década del 60, los golpes duros de la injustica en este personaje ingenuo y tierno  nos recuerda y mucho al personaje de Charles Chaplin y mucho más aún al cine neorrealista italiano a pesar de ser también anterior.
La contradicción campo-ciudad , la añoranza por la vida natural y al mismo tiempo la trampa de la ciudad con sus atractivos letreros luminosos también podemos recuperarla como actual entre mucha gente que hoy vive la situación de Marcovaldo.
El estilo de fábula, de textos de historietas atrajo mucho a los niños en su momento, pero en el fondo hay una reflexón muy seria de Calvino sobre sí mismo, también de origen campesino pero que encontró en Paris y Nueva York sus lugares en el mundo. Con el tiempo esa reflexión lo llevó a plantearse cierta autocrítica y a su vez , critica a las tendencias de su época fanatizadas en la creencia del progreso indefinido tanto desde el lado del capitalismo como desde el llamado socialismo real. Llegó a admitir cierto tipo de arrepentimiento por haber discutido tanto con sus padres cuando quizás de haberse seguido esa posición que entonces él no comprendía  no estaríamos hoy en un mundo de destrucción de la naturaleza y falta de certezas.


                     

7 comentarios:

  1. Entretenido relato de un gran escritor y excelente el análisis del texto felicito por igual a Cristina Pailos y a Andrés por éstos rescates que enriquecen a la revista y a los lectores, Carlos Arturo Trinelli

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  2. CRISTINA ES MUY BUENA REALIZANDO ANÁLISIS DE TEXTOS Y CALVINO, QUE DECIR. TODO SE CONJUNGA. FELICITACIONES

    EDGAR BUSTOS

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  3. Muy bueno, el análisis y el texto. Y pensaba en la cantidad de películas norteamericanas que tienen esa onda... y que vemos año tras año, tanto que hasta me pareció reconocerlos a todos y me brotó una sonrisa.
    Interesante contribución Cris

    Lily Chavez

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  4. Cristina, gracias por acercarnos a Calvino e iluminarlo con tu mirada lúcida sobre él.
    Hay un libro de Calvino, El Señor Palomar, que con muy poco dice tanto.
    Rescatar la ternura de marcovaldo, en esa orgía de consumos es bienhechor.
    Cristina Villanueva

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  5. Muchas gracias a todos por los comentarios.Mi idea era enviarlo antes de Navidad pero no pude. De todos modos,su publicación no hubiera afectado la enajenación por el consumo ni hubiera modificado la realidad de tanto desocupado disfrazado de Papá Noel .
    Cristina

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  6. El cuento es sensacional. Deberían los mismos niños cosntruir sus juguetes. El análisis de Cristina profundiza sobre el consumismo en las fiestas y las parodias de las fechas de fin de año.Y además, nos da una pequeña semblanza del autor.
    MARITA RAGOZZA

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  7. es bueno pero no lo encuentro del todo completo
    Max Guirao.

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