Piel divina
Luis
Martínez (enviado especial) | Cannes
Cannes, tan atento a Twitter como a todas las dolencias de las que es capaz
el hombre, dedicó el día a la más devastadora de todas las epidemias:
la familia. Primero Alexander Payne, en su irrefutable y perfecta 'Nebraska',
recompuso de nuevo los hilos que tejen su filmografía para ofrecer una historia
melancólica, herida y profundamente tierna de eso: del accidente mortal de ser
padre o hijo.
Luego, el director de origen tunecino Abdellatif Kechiche detuvo
literalmente la circulación con la deslumbrante 'La vie d'Adèle', sin duda el
ejercicio de cine más provocador, enérgico, erótico y sincero que ha
visto este año la
Croisette. Y todo ello a vueltas con el calor, el calor
familiar de la carne. Por cierto, pocas veces antes en el cine reciente se ha
rodado de forma tan frontal, tierna y precisa el sexo, el sexo lésbico. Y otra
vez por cierto, ¿hemos mencionado ya la palabra sexo?
[Excurso: piénsese bien, de todas las instituciones sociales,
llamémoslo así, que ha creado el hombre, la única que dispone de especialidad
médica específica es la familia. No existe el médico de los amigos o de los
colegas de trabajo o de los seguidores de Twitter (aunque todo se andará). Es
decir, damos por bueno que, antes que cualquier otra cosa, la familia es una
enfermedad. Mortal.]
Hay películas que, apenas hacen acto de presencia, explotan. Pongamos 'La
vie d'Adèle' (La vida de Adèle). Sobre el papel se trata simplemente del viaje
de una joven desde las dudas de la pubertad a la certeza del desastre que
vendrá después. Es decir, eso que generalmente se diagnostica como madurar. Eso
o crecer.
Pues bien, sobre la pantalla, simplemente un milagro. La cámara de
Abdelatif Kechiche se sitúa a escasos centímetros de la actriz AdèleExarchopoulos (tatuémonos
ese apellido) para literalmente tomar al asalto el cuerpo, el suyo y el de
cualquiera de los que se cruzan con él. Incluida la propia mirada del
espectador. Sin desmayo, sin dejar que sobre ni uno solo de los 179 minutos que
componen la cinta, el director compone la más voluptuosa, cálida e irrefrenable
radiografía de la piel. La piel dulce.
El acierto, en definitiva, consiste en dar vida y, sobre todo, carne, a la
pulsión de los cuerpos. Kachiche quiere que la pantalla se convierta en
casi un ser vivo, que respire, que se empape. La idea no es otra que anular la
sensación de ventana con la que indefectible se tropieza un espectador dentro
del cine. Y la forma de hacerlo es sin ocultar nada, enseñándolo absolutamente
todo; cuestionando los propios límites de la mirada.
No se trata tanto de reproducir la pregunta tranquilizadora de siempre,
"¿qué es pornografía y qué erotismo?" como de anularla. La
cámara se cuela en la esgrima de los muslos electrizados, desnudos e irresistiblemente
vivos, y lo hace como un bisturí a la caza de esa pulsión atávica y milagrosa
que nos hace sentirnos vivos. Ahora sí, es sexo puro porque no puede ser sino
amor. Puro. Amor infatible, pleno y perfectamente húmedo. Ahora, una pausa y
respiramos.
La cuestión que siempre nos ha perseguido, antes incluso de que Freud
escribiera una sola línea, es cómo controlar la revolución de lo más
íntimo, de las hormonas. Y, para ello y por resumirlo mucho, inventamos cosas
como la cultura, la religión o, ya que estamos, la familia. Hemos llegado. Fue
la sanción, la norma, el pecado, el que inventó la pornografía. No al revés.
Pues bien, en esto consiste el crudo, brillante y arriesgadísimo trabajo
del director acompañado de Adèle y de una arrebatadora Léa Seydoux. No sé
si hemos dicho ya que el sexo esta entre ellas.
Exactamente igual que el amor, el desengaño, la pérdida, la desesperación y
la mentira. Pues todo ello es también el sexo.
Lo último que habíamos visto de Abdellatif Kechiche se titulaba la 'Vénus
noire' (Venus negra). Se trataba de la historia de la vida real de Saartjie
Baartman, la mujer sudafricana exhibida como un animal a principios del siglo
XIX. La idea era reflexionar sobre el proceso mismo de exhibición. Primero
vemos a la mujer ofrecida a los académicos en la universidad; más tarde es
entregada a los borrachos en las barracas de feria; posteriormente, a la alta
sociedad de París, y, finalmente, a los clientes de los burdeles. Y siempre era
el propio espectador de la película el que, incluido entre los que contemplan a
la 'Venus hotentota', es cuestionado. Brillante.
Ahora, mucho más depurado y frontal, el ejercicio consiste desnudar
completamente de artificios la propia mirada del espectador hasta confundirla
con la superficie de la piel de las protagonistas. Y de este modo alcanzar el
tacto profundo del amor, del sexo, de la vida.
Todo uno.
Se sale del cine convencido de haber superado un umbral. Nunca antes
se vio todo tan claro, tan feliz, tan limpio. Con la mirada tan limpia. Y aquí
nos paramos que alguno ya está pensando mal.
La herida y las cicatrices
Pocos cineastas tan preocupados por la economía como Alexander Payne. De
nuevo, como en 'Los descendientes', por citar la más cinta más cercana, el
director cuenta en 'Nebraska' la historia de un hombre atrapado entre las cosas
que encarcelan a los hombres en su condición de hombres: las deudas. Y no
hablamos de la crisis. Nos referimos a todo aquello que debemos a la gente que
nos rodea. Nuestra hipoteca con la vida va mucho más allá de lo que el banco
pretende. Que ya es mucho. Nos referimos a nuestros padres, nuestros hijos, el
paisaje de nuestra infancia... todo eso forma parte del pasivo; del debe.
Un hombre, entre la demencia y el miedo (cosas de la vejez), vive
obsesionado por recoger un millón de dólares que cree haber ganado en un
concurso absurdo. Y dicho lo cual, padre e hijo inician la ritual 'road movie'
que preside, fotograma a fotograma, cada segundo de la filmografía del
director.
De la mano de un extraviado gigante llamado Bruce Dern, el director
acierta a pintar con precisión ese espacio de acuerdo, de perdón y de
reconocimiento que configura eso que, a falta de un término más preciso,
podemos llamar amor entre un padre y un hijo. Por mucho que un padre le
reproche a su hijo, nada comparado con lo que el hijo será capaz de echar en
cara al padre. Y eso es así hasta que deja de serlo.
Hasta que el hijo aprende ser hijo, que es, probablemente, la única manera
de ser (padre o lo que sea). Y perdón por la homilía.
Lo que sigue es la puntual descripción de lo que nos hace ser lo que somos.
Entre la comedia triste, el drama majestuoso y el simple desengaño, Payne
guía al espectador por una marea muy parecida a todas las mareas del mundo. Con
gesto de gran cine, la película describe con detalle el punto exacto en el que
estamos y del que, nos pongamos como nos pongamos, jamás nos hemos movido. Emociona
porque nos descubre nuestra desnuda condición de seres desnudos. Y eso emociona
tanto como una película perfecta.
Rodada en blanco y negro, la maniobra consiste en fundir los personajes con
el paisaje hasta transformar el páramo que debe de ser Nebraska en la geografía
de la mismísima alma. Aparentemente la película más sencilla del director y,
sin embargo, la más honda.
Y, ahora, respiremos. Pocas jornadas tan intensas, tan plenas. De cine, de
vida y (no sé si ya lo hemos dicho) de sexo. O eso esperamos, que el día no ha
hecho más que empezar.