El día en que la dentista me explicó que mi dentadura, compuesta por veintiocho piezas, tendía a extinguirse, fue un día singular. Dientes y muelas me habían acompañado hasta aquí y de confirmarse el vaticinio los iba a extrañar. Solo una gran disciplina dental podría prolongar la agonía. Padecía una incipiente movilidad y retracción de encías.
Yo la escuchaba perorar con la boca abierta y sin respuestas. Tampoco preguntas. Nadie puede interactuar con estos profesionales que lo obligan a uno al silencio y la inmovilidad. Lo positivo era que, empeñada en escudriñar las profundidades de mi boca refregaba sus tetas por mi hombro y una respiración mentolada se filtraba por su barbijo.
-Lo ideal para estos tratamientos es no fumar y no beber alcohol, enjuáguese.
-No bebo y fumo poco, mentí para desorientarla y agregué,-debe ser un problema genético, mis padres nunca tuvieron dientes propios.
Se rió echando la cabeza hacia atrás y por un instante su cabello quedó suspendido en el aire. Me encantó ese momento, una risa alegre, una postura femenina, un verso de una poesía que jamás escribiría en un consultorio odontológico. Mis dientes y yo amparados en la risa de la dentista.
-Bueno señor Lotriski le voy a dar una receta y las pautas del tratamiento. Cuando sale, tome un turno para el mes próximo.
-No será demasiado un mes.
Me miró sorprendida con dos ojos ambarinos y sin el barbijo que cubría unos labios dibujados. La espalda recta se ahuecaba bajo el guardapolvo a la altura de la cintura.
-Digo, por el riesgo de regresar desdentado.
-Haga lo que le indico y los va a traer de nuevo, respondió enérgica.
Comprendí que se alejaba de todo embate. Tomé mi receta, el instructivo y me fui como quien se desangra.
En la calle todo seguía igual. Era de día, un día cálido de comienzos de otoño con gente que iba y venía, autos que iban y venían, vidas que iban y venían, de dónde y hacia dónde no podía saberse. Yo sabía que iba a tomar una birra para borrar el gusto a dentista que llevaba en mi boca de dientes movedizos que se afanaban por hacerlo sin permiso como si una pierna o un brazo hicieran lo que quisieran. La magia del cuerpo, pensé y recordé al General el pescado se pudre por la cabeza.
Entré en un bar, pedí una cerveza negra y me senté a una mesa. El mozo era un desdentado. Me hubiera gustado preguntarle qué se sentía pero no me atreví por un falso machismo. Como sea, comprendí que debería aprender a chiflar de nuevo y recordé la clase de castellano en primer año, cuarenta minutos de ensayo ajeno a la sintaxis que me permitieron aprender algo para toda la vida: chiflar.
Con los años perfeccioné la técnica, logré hacerlo con todos los dedos y sin ellos. Por suerte, ahora los dedos no estaban en riesgo.
Vacié un vaso en mi garguero. El líquido amargo me refrescó el ánimo y supe de placeres que no abarcaban a mis piezas dentales e intuí que existe la vida sin dientes.
¿Y la dicción qué? Me pregunté con el segundo vaso que arrastró restos de maní triturado por unas muelas que no se daban por vencidas.
Recordé a mi padre y la bronca que le provocaba el evocar los fusilamientos de José León Suárez en donde había caído asesinado un compañero de trabajo y cada vez que lo hacía, los ojos vidriosos en lágrimas, la dentadura intentaba, con una vida artificial, escaparse de la boca como balas rencorosas. Igual sucedía por motivos más profanos, por ejemplo, un mal arbitraje en contra de Boca. Con la salvedad de la ausencia de las lágrimas.
¿Podría yo dominar a las prótesis? Debería aprender lo superfluo a costa de lo necesario y allí tenía todo un desafío a la soledad como cuando aprendí a chiflar.
Mi viejo se puso contento el día que le mostré la distinta gama de chiflidos que podía enhebrar. Él no podía, sin embargo, silbaba bien. Había tangos que los lograba de principio a fin. También usó el silbido como herramienta de resistencia. Silbaba la marcha peronista por la calle . Un recuerdo que me quedó grabado:-Viejo, callate ¡por favor! (mi madre)- Qué, me van a meter preso los hijos de puta, dale nene, hace la ve pe. Y yo con una tiza escribía V P en las paredes.
Terminé la cerveza y terminé con el gusto a dentista. Encendí un cigarrillo. El mozo sin dientes se acercó y me dijo:-Señor, no se puede fumar.
Tampoco se puede robar, matar, mentir, defraudar, escupir, espiar y andar sin dientes pero lo apagué y pedí otra cerveza.
Cuando me la trajo le pregunté:-¿Se debe algo? El tipo se rió con una risa desnuda y después me trajo la cuenta.
Bebí más despacio ¿y besar? ¿cómo será besar sin dientes? Otras preguntas para el mozo. No me preocupé, no tenía a quién besar y como sostiene el adagio Dios proveerá, proveerá una amante sin dientes.
Antes de irme volví a encender un cigarrillo. Pasé por delante del mozo dije chau y salí. En la calle chiflé con todas mis fuerzas e inundé de felicidad a un mundo inviable.