costo social de las políticas económicas.
A mediados del siglo XIX y comienzos del XX la sociedad en Buenos Aires fue conmocionada por el impacto que produjo la concreción del proyecto gubernamental de la generación del 80, en miras a la modernización del país. La idea central que articuló dicho proyecto fue la de construir una Nación moderna, y poder ingresar de ese modo al concierto de las relaciones comerciales internacionales. Para llevar a cabo dicho propósito se debió recurrir a la invención simbólica de una identidad nacional, a la construcción simbólica de lazos identificatorios. La idea de “Nación”, señala Oscar Terán 1938-2008 -filósofo y analista del pensamiento argentino y latinoamericano- se hizo evidente en la primera década del siglo XX, filtrándose en todos los discursos, en las manifestaciones populares, en la literatura, etc., y da el ejemplo del libro El Payador, de Leopoldo Lugones, en el que el autor trata de demostrar que el Martín Fierro de José Hernández es un poema épico, y por lo tanto puede funcionar como texto fundante de nuestra nacionalidad.
Una de las consecuencias de esta realidad fue la gestación de un nacionalismo cultural que tuvo diversas manifestaciones y extensas consecuencias en la sociedad argentina. Los nacionalismos son construcciones propias de la Modernidad gestadora de los estados nacionales a partir de decisiones políticas. Para ello se inventan mitos y símbolos a fin de lograr una identificación colectiva. En nuestro país, el fenómeno de la inmigración masiva –que formaba parte del proyecto de modernización- exacerbó la situación. La presencia masiva de inmigrantes en nuestro país, en su mayoría refugiados en centros urbanos, resultado de una política demográfica insuficiente, produjo serios problemas sociales y acentuó una crisis moral ya existente, producto del desarraigo: el inmigrante fue “destroncado” “arrancado” de su raíz; hecho que “estigma” a toda una generación. Quizás esta sea la principal causa de la melancolía propia de la poética porteña: el tango Canzoneta interpretado magistralmente por Jorge Falcón resulta testimonial.
A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX Buenos Aires estaba habitado en su gran mayoría por inmigrantes. Desarraigados, falto de un marco jurídico adecuado, muchos de ellos jóvenes sin familia, hombres solos que habían venido a tentar suerte, escapando de guerras y persecuciones. La gran movilidad social que entonces se produjo, altamente beneficiosa, tuvo sin embargo algunos aspectos negativos, como lo fue el gran quiebre generacional, los testimonios se encuentran en la letra de algunos tangos o en obras de teatro: recordemos a Carlos Gardel y el tango “Giuseppe el zapatero” o a Alberto Vacarezza y su obra “M’hijo el dotor”. Una ciudad con gran demanda habitacional con una infraestructura deficiente da como resultado la aparición del “conventillo”, hoy rodeado de un halo poético, topo mítico, insoslayable para las empresas turísticas, fue en realidad un lamentable lugar en donde se hacinaban las familias. Como contrapartida y consecuencia de la política económica, se produjo un fuerte incremento comercial, foco de atracción para los capitales del mundo. Entre los inversionistas que pusieron sus ojos en la “Nueva Fenicia” –como era llamada la ciudad de Buenos Aires por los viejos criollos, quienes sufrían con nostalgia la transformación de una sociedad que había hecho del dinero la meta de sus aspiraciones- se encontraban los “tratantes de blancas” de la red del mercado internacional, que vieron una situación propicia para el desarrollo de sus actividades: incremento comercial, hombres sin contención familiar y un Estado sin controles efectivos.
El filósofo francés Mixhel Foudault (1926-1984), en su obra Historia de la sexualidad, señala que a partir del siglo XXIII comienza en Occidente el período de la represión sexual propia de las sociedades burguesas, de la que aún no estaríamos liberados. En ese marco, el sexo no debía ser nombrado ni ejercido sino dentro de la legitimidad matrimonial. La familia, considerada el fundamento articulador de la Nación , fue normatizada y estimulada. En dicho núcleo el papel de la mujer, era central, y debía responder al programa cívico nacional como reproductora y educadora de los futuros ciudadanos. Paradójicamente, como parte de las creencias tradicionales de esas mismas sociedades, se justificaba en forma solapada el ejercicio de la prostitución, como “un mal necesario”. Esta ambigüedad instalada en la figura de la mujer, produjo serios desajustes en las relaciones sociales. Foucoult presenta como uno de los objetos privilegiados del conocimiento a lo largo del siglo XIX, a la mujer histérica . Según este autor, la histerización del cuerpo de la mujer sufre un triple proceso: su cuerpo es calificado y descalificado como saturado de sexualidad. Esta situación deviene en una patología que le sería intrínseca, razón por la cual el mismo es integrado a las prácticas médicas. Este proceso es comunicado orgánicamente al cuerpo social en donde el poder cumple funciones biológicas-morales y asegura el espacio familiar. La cosificación del cuerpo femenino, junto con otros objetos del saber, como el niño masturbador y el adulto perverso, constituyen estrategias de poder cuyo ejercicio se da ante situaciones de desigualdad y desde un red compleja de significaciones. Esta manifestación del poder reviste el sexo de hombres, mujeres y niños. La propuesta central en el texto de Foucoult, es que, paralelamente al exacerbado sometimiento de la sexualidad que se dio en las sociedades victorianas, aparece un discurso enfatizado sobre el sexo: se lo analiza, se lo clasifica, se lo recrea, se lo silencia y se lo dice, en un juego perverso. Y este discurso no se ha dado marginalmente, sino desde el mismo poder. Se pone, decir de Foucault, en relieve el secreto.
He citado a este autor, porque consideré que desde su perspectiva es posible leer entrelíneas los discursos legales y literarios que se dieron sobre la prostitución durante el período que nos ocupa, y así lograr una aproximación mayor a la realidad. El poder que se ejerce sobre el sexo a través del discurso, según Foucault, no se da en la prohibición ni en la represión, sino por el contrario, éste (el poder) la incluye en los mismos cuerpos, la incita, la determina, la consolida. Las diferentes sexualidades le ofrecen al poder superficies de intervención, y el poder a su vez, hace que aquellas proliferen. De este modo se produce una relación circular entre el poder y el deseo que penetra en las conductas sexuales. Esta dupla de poder y deseo se fortalece a partir del siglo XIX debido a los grandes beneficios económicos logrados gracias a la mediación de la medicina, de la psiquiatría, de la prostitución y de la pornografía. Los placeres del sexo, son deseados y hostigados.
“(…) esta forma de poder exige, más que las viejas prohibiciones, presencias constantes, atentas, supone proximidades…Placer de ejercer un placer que pregunta, vigila, acecha, espía, excava, palpa, saca a la luz; y del otro lado placer que se enciende al tener que escapar de ese poder, al tener que huirlo, engañarlo o desnaturallizarlo (…)”
la trata de blancas en buenos aires
La prostitución en Buenos Aires comenzó a ser visible a mediados de la década de 1870. El aumento de la población y el incremento de este tipo de comercio, agravado por el desarrollo de las enfermedades venéreas, hizo que se formulen ordenanzas municipales reglamentarias a fin de poder controlar su ejercicio. En 1875 se dictó una disposición por la cual todos los lugares, casas, confiterías, academias de baile, y en general, aquellos lugares donde trabajaban prostitutas, debían registrarse y pagar una patente anual de $10.000 más $100 por cada trabajadora. Dichos lugares no podían estar ubicados a menos de dos cuadras de instituciones como escuelas, templos o lugares de esparcimiento. “Las casas de tolerancia” sólo podían estar regenteadas por mujeres y debían llevar un libro donde se registrasen los datos personales de los que allí trabajaban. Dos veces por semanas las “pupilas” debían ser revisadas por un médico, cuyos diagnósticos se inscribían en el registro, elevándose luego un parte para comunicar los mismos a la Municipalidad. Las que enfermaban debían ser tratadas en el lugar de trabajo y sólo podían ser trasladadas a un hospital en caso de gravedad. El mínimo de edad para ejercer el oficio era de 18 años, salvo que se probara que se habían entregado a la prostitución antes de esa edad (la Constitución establecía la mayoría de edad a los 22 años). No podían mostrarse desde las casas de trabajo, ni siquiera en las ventanas. Dos horas después de la puesta del sol debían guardarse, y siempre llevar encima una foto con sus datos y los de la casa de tolerancia que las albergaba. En caso de querer dejar la prostitución debían quedar bajo vigilancia policial hasta que demostrasen un cambio de vida. La situación se agravaba por una disposición anterior que dictaba severas multas a las familias que dieran trabajo u hospitalidad a prostitutas. .
Estas disposiciones favorecieron la clandestinidad y revelaron la hipocresía de una sociedad que confinaba a la periferia su lado oscuro, sus deseos inconfesables. Una sociedad que oculta, higieniza, ordena, y deja en la mayor desprotección a un sector de sí misma. Los prostíbulos fueron sus cloacas y debían estar alejados. En busca de una mayor eficacia y ante el avance de las enfermedades infecciosas, en 1888 se dispuso la creación de un sifilicomio y un dispensario para la atención de los enfermos de sífilis. Las prostitutas debían presentarse ante estos organismos una vez por semana para ser revisadas. La que no lo hacía era considerada enferma. El control se focalizaba en las mujeres, dejando a los hombres a su libre determinación. En el decir de Foucault, a ellas la patología les resultaba intrínseca.
El comercio internacional de esclavas con sede en Buenos Aires se estableció a comienzos del siglo XIX, pero tomó dimensiones considerables en las últimas décadas de éste y las primeras del siglo XX. El ejercicio de la prostitución recién fue abolido por ley, y perseguidos en forma sistemática los rufianes nacionales e internacionales a partir de la década del ‘30. El certificado prenupcial, a fin de controlar también a los varones, recién se comenzó a exigir a partir de 1936. La penicilina se descubrió en 1945.
buenos aires en la red mundial
Además de los tratantes locales, existieron dos grandes organizaciones internacionales que trajeron mujeres del exterior para venderlas como prostitutas o usufructuarlas sin intermediación: la sociedad de los marselleses, y la de los polacos judíos. La historia del arrabal de Buenos Aires, su imaginario, testimonian esta situación.
Según el historiador Gerardo Bra, la primera mutual de rufianes en el mundo, se organizó en Barracas al Sud, Buenos Aires, en una fría mañana de 1906. Un grupo de tratantes polacos judíos, ante la necesidad de protegerse de los edictos, ordenanzas y sobre todo de la comunidad judía que los perseguía y les impedía participar en sus organizaciones sociales y ritos religiosos, decidieron fundar una Sociedad de Socorros Mutuos, a fin de legitimar sus ganancias y disimular sus actividades. Dicha sociedad se denominó “Varsovia”. Lo que no está aclarado en los estatutos que la aprueban, es el tipo de actividad a la que sus asociados se dedicaban. La certeza de que se trató desde un comienzo de un centro de delincuentes se da años después cuando se encontraron los nombres de los fundadores en las crónicas policiales. En 1907 Varsovia obtuvo la personería jurídica. El grupo prosperó económicamente con el apoyo de funcionarios corruptos en la Argentina y la miseria de países europeos que abastecían el mercado de mujeres jóvenes. Esta situación fue definida por la marginalidad a que fue sometida la mujer en la Revolución Industrial, durante la cual, sus salarios eran mucho menores que los que percibían los varones con las mismas horas de trabajo ( trabajar no era la función de la mujer en un estado moderno); por las persecuciones étnicas-religiosas en los países centro-este europeo, en los cuales las familias judías escasamente podían sobrevivir, y finalmente por la posición que la mujer ocupaba en el imaginario colectivo: ser el centro de los deseos ignominiosos de la humanidad.
Las dimensiones internacionales de este comercio movilizó a los gobiernos, a asociaciones de beneficencia, a sociedades protectoras feministas y no feministas, se realizaron Congresos, se escribieron edictos, ordenanzas, leyes, pero mientras tanto, en Buenos Aires y en algunas zonas del interior de la Argentina, las asociaciones de rufianes se enriquecían con la complacencia de los poderes corruptos. Gerardo Bra informa que con motivo de la visita del Ministro Plenipotenciario de Polonia a la Argentina, Dr. Ladislao Marckiewicz, el grupo Varsovia decidió cambiar su nombre a fin de protegerse de la intervención del Gobierno polaco en sus gestiones empresariales.
Su verdadera identidad se había filtrado en la sociedad de Buenos Aires y era demasiado provocador que el nombre de una organización de “trata de blancas” fuese similar al de la capital de Polonia. Se la llamó entonces Zwi Migdal, nombre de un antiguo presidente de la asociación. Al tener todas las formalidades administrativas y legales en orden y, anteponiendo las buenas relaciones con el gobierno argentino, el Dr. Marckiewicz se retiró sin intervenir, ante la desilusión de la Sociedad Protectora de Niñas y Mujeres de Buenos Aires, que contaba con su ayuda para extinguir la lacra.
En 1930 estalla un gran escándalo debido a la intervención de la justicia en el caso caratulado: “Asociación Ilícita-Corrupción-Prisión preventiva-Causa: Korn, Salomón y José y demás componentes de la Sociedad Zwi Migdal. Fue noticia en las primeras planas de los diarios del país. Las actividades de esta sociedad quedaron desnudas ante el público de Buenos Aires. Un público que no quiso ver lo que corría por las cloacas de su ciudad, tuvo que aceptar las evidencias de su dolorosa realidad.
Se podrían escribir varios tomos sobre el tema. Existen escritos testimoniales para analizar, documentos como la tesis doctoral en Jurisprudencia del escritor Juan Manuel Gálvez, que versaba sobre la Trata de Blancas, o los discursos ante el Congreso del Dr. Alfredo Palacios, primer socialista elegido diputado en la Argentina y en América, así como testimonios visuales en los grabados de los artistas del “Grupo de Boedo” o las pinturas de artistas posimpresionistas de la década del ’20, o la de los artistas de la Boca, desde donde se destaca la figura de Quinquela Martín. Pero esos estudios excederían un trabajo para presentar en Artesanías Literarias.
Este texto está extraído y adaptado de un ensayo que hice hace varios años, como parte del contexto histórico sobre la vida y la obra de un pintor argentino (hijo de inmigrantes), que actuó durante las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires.
Me decidieron a escribirlo varias razones: la sugerencia de Andrés Aldao; la actualización de la problemática, que lamentablemente, la trata de mujeres y niños, local e internacional, se ha hecho visible nuevamente, con el agravante que hoy, aunque nos beneficia la penicilina, no lo tenemos a Palacios; la última y reciente causa, es haber presenciado, hace pocos días, un unipersonal en un Templo-teatro: el Amijai, organizado por la Red de Mujeres Judías Argentinas, maravillosamente actuado por la joven artista Mariel Rosciano, quien además es autora del guión, que versa sobre problemas de género. Cual no sería mi sorpresa, cuando a la salida, me entregaron una invitación para asistir a la representación de una obra de t eatro: En el nombre de Raquel, inspirada en la novela La Polaca de Mirtha Schalom, que relata la historia de Raquel Liberman, una inmigrante judía polaca que obtuvo notoriedad por haberse atrevido a denunciar ante la justicia en 1929, a la sociedad de proxenetas Zwi Migdal. La invitación dice textualmente: “La versión teatral pretende mostrar instantáneas de su heroica vida en nuestro país a comienzos del siglo XX que, sin alteraciones, replican y padecen mujeres en situación de prostitución aún en el siglo XXI”. Esta lectura me conmovió, porque cuando realicé el relevamiento de material para la investigación sobre la vida y obra del pintor argentino que he mencionado, leí la vida de la Raquel Liberman “la polaca” personaje heroico que parecía surgir de un relato bíblico. La denuncia de la “polaca” fue una de los testimonios decisivos para la actuación de la justicia y el desbaratamiento de la sociedad Zwi Migdal.
Las casualidades no existen, me dije. Y decidí suspender todos mis trabajos y escribir este artículo para Artesanías. ■
Ofelia Funes