miércoles, 4 de junio de 2014

INDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS JUNIO 2014

Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez

Eduardo Galeano





               HACIA EL MUNDIAL DE BRASIL: FÚTBOL Y LITERATURA     

Quizás lo del título parezca extraño, ¿qué relación existe entre estas áreas del quehacer creativo humano?
Existen cuentos formidables en torno del balompié. Escritores como los mexicanos Carlos Monsiváis y Guillermo Samperio; el brasileño Ruben Fonseca; el argentino Mempo Giardinelli y el uruguayo Mario Benedetti han hecho de este deporte su fuente de inspiración en algunos de ellos.
Otro escritor mexicano insustituible en la dualidad literatura-fútbol es el mexicano Juan Villoro, que lleva al título de su obra el concepto sociológico “tribu”, adaptado a este deporte, dicho material se titula “Los Once de la Tribu”.
En el presente trabajo compartiré con ustedes algunos fragmentos de la entrevista realizada a Eduardo Galeano, uno de los escritores considerado titular indiscutible en la “media cancha” de la “selección literaria” latinoamericana.
Dicha entrevista la llevó a cabo el periodista Jorge Garza y la publicó La Jornada el viernes 29 de mayo de 1989.

Entrevista a Eduardo Galeano                                           
Eduardo Galeano (1940) quiso ser jugador de fútbol, jugaba muy bien “era una maravilla, pero solo de noche, mientras dormía”. Durante el día era el peor pata de palo que se había visto en los  campitos de su país. Sin embargo, al paso de los años Galeano terminó por asumir su verdadera identidad: un mendigo de buen fútbol que va por el mundo sombrero en mano y que en los estadios suplica “Una linda jugadita por el amor de Dios”.

Y cuando ocurre un buen juego, Galeano agradece el milagro sin importarle un rábano cual es el club o el país que se lo ofrece.

-          Su interés por el fútbol es de toda la vida, ¿no es cierto?
-          Yo nací gritando “gol” como todos los niños uruguayos.
-          ¿Qué ha perdido el juego al volverse industria?
-          Bueno parte de la gracia que tenía. Pero conserva lo más importante: la capacidad de defensa y de asombro, si todo respondiera a la reacción de las computadoras nadie iría al estadio; el fútbol sigue siendo asombroso como la vida.
-          ¿Resulta perjudicial que la sociedad actual viva futbolizada?
-          Las personas tienen derecho a la pasión colectiva y a la identidad. Y la verdad es que hoy la camiseta del “equipo de los amores” de cada quien es una especie de manto sagrado. El hincha se reconoce en los colores del club. El fútbol es un deporte que a veces es  arte. No me parece  nada de malo esa pasión, salvo cuando se convierte en horror por obra de los energúmenos que acuden al estadio para desahogar la violencia. Una cosa es el hincha y otra el fanático. ¡Detesto a los fanáticos del fútbol ¡ El fanatismo  es abominable.
-          ¿Qué le provoca un estadio vacío?
El estadio vacío es el menos vacío de los lugares. Un estadio siempre está lleno de fantasmas: jugadores que allí    jugaron, la multitud que vibró, los goles que fueron celebrados. Un estadio siempre está lleno de energía.                             

-          Qué bella su definición de que “el gol es el orgasmo del fútbol ” .
-          Ja,ja,ja  Pero al igual que él, el gol es también menos frecuente en la vida moderna: la cantidad de goles tiende a disminuir. El gol es el elemento supremo el fútbol, y el que más alegrías ofrece, pero no se trata de que haya que jugar para meter goles, he visto partidos estupendos sin anotaciones. El momento del gol representa lo mágico que contradice la ley de la gravedad: cuando llega los estadios se elevan por los aires.
-           
A continuación tengo el enorme placer de compartir con ustedes un microcuento de mi autoría titulado:

                                 En defensa del gol*

Los intelectuales aborrecen los estadios.
Ser hincha es profundo, aunque responde a un mero juego.
Excita reacciones, buenas y malas que conmueven más allá de lo racional, lo conveniente, lo consabido.
Ser hincha viene de la noche de los tiempos y eso, nunca es poca cosa. Cualquiera que haya gritado un gol inolvidable, perdido entre la multitud de las gradas, sabe que eso viene de la esencia misteriosa de lo humano, que es como inhumano.
Y si el gol Señor Juez, es el orgasmo del fútbol… por eso lo maté
al número 10.
Por fallar el tiro penal, en el último segundo, dejándome excitado y robándome el placer de gritar gooooooollllll.

                     Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez


* Publicado en el libro: “Para leerlos todos”. Antología de Microcuentos. León, Gto;  Universidad Iberoamericana de León. Instituto de la Cultura de León. Año 2009.






















Fernando Sorrentino



 



¿Huevo de cristal o ramito de romero?
El Aleph antes del Aleph *



En “El Zahir” y “El Aleph” creo notar algún influjo del cuento “The Crystal Egg” (1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949).


1. En el otoño sudamericano del año 2011…


En el otoño sudamericano del año 2011 comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de, digamos, “anteayer”. El relato más antiguo es —como no podía ser de otra manera— “El matadero”, de Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone compuesto entre 1838 y 1840, y publicado por vez primera en 1871 en la Revista del Río de la Plata (Buenos Aires, I, 4); el más moderno, “El resorte secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que apareció en el número de la revista El Hogar (Buenos Aires) correspondiente al 3 de septiembre de 1937. Año más o menos, podemos decir que, entre el trabajo de  Echeverría y el de Arlt, corrió un siglo.
 Esta labor compartió más las características del anticuario que las del crítico, pues, si bien algunos autores (por ejemplo, Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones) eran fácilmente hallables en ediciones del circuito comercial, otros (por ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada) resultaban prácticamente inconseguibles.
Entre los narradores en esta última situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya existencia me era más conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta convicción de estar cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el volumen su cuento “El ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me produjo la única sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me pareció desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…
Pero, llevado de la escrupulosidad exigible a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con obsesivo afán. En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un sobresalto que iba más allá de las meras cuestiones semánticas y/u ortotipográficas.
Escribió Eduarda:

Cambió la escena. Comencé a ver desarrollarse, poco a poco, algo como una inmensa tela transparente, que no acababa nunca, cubierta, según me pareció al principio, de jeroglíficos extraños, de colores vistosos los unos y sombríos los otros. A medida que la tela se extendía, cubriendo una superficie que mi vista, en su estado natural, no hubiera podido jamás abarcar, iba comprendiendo el significado misterioso de aquellos dibujos informes, torcidos, en caprichoso laberinto. Así como aprendemos la geografía del globo terrestre en mapas que nos enseñan a medir y darnos cuenta de la forma exacta del espacio de tierra y agua que contiene el mundo conocido, comprendí que tenía delante de mis ojos una carta pragmatográfica de los hechos en el tiempo y que, gracias al estado de permeabilidad en que me hallaba, me revelaba la existencia de los acontecimientos en el tiempo, que existen sin que nadie lo sospeche, tales cuales en el espacio, los continentes y los mares antes de ser conocidos por aquellos que ignoran la geografía.
Desde la marcha de los imperios más poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí indicado sin pasado ni presente, diferencias puramente humanas.

“¡Diablo”, no pude no decirme, “¿dónde he leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me quedaran dudas, los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:

Como en los atlas de Lesage, veíase allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en espirales ascendentes, obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de atracción y gravitación en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante siglos, pero avanzando siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a ecuación algebraica. Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos, desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse luego, bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los creyentes naufragar en mares de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad, combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de redimir. Vi a los enviados de paz y humildad pactar con los soberbios poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando una doctrina santa. Vi la incredulidad y el ateísmo triunfantes olvidarlo todo, para no acariciar otra idea, otra esperanza, que el amor al dinero. Vi la destrucción de la familia, tal cual hoy la conocemos. Vi surgir nuevas leyes, nuevos derechos, y, como el tiempo no existía para mí, vi la llegada triunfante de la humanidad a una zona luminosa y armónica, y la visión cambió.
Una llama atornasolada, seguida de muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban en una atmósfera cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto lejano y vago, que parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban. Poco a poco creció aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta convertirse en un globo colosal y transparente, del cual filtraba una luz semejante a la del sol que alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y se apagaban alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso, que, oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de sobrehumana belleza.

Entonces cumplí con lo que me ordenaban los evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto es el siguiente:

Vi la ley del progreso humano. La extensa enumeración que aquí empieza tiene curiosa similitud con la que, muchos años más tarde, Borges comenzaría de este modo: “Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]

Y, en efecto, veamos completo el texto de Borges:

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.



2. En febrero del año 2013…


En febrero del año 2013 me disponía a escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.
En busca de mayor información sobre la autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar Internet. La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya edición moderna yo ignoraba:

Mansilla de García, Eduarda, Pablo o la vida en las pampas, Buenos Aires,  Colihue / Biblioteca Nacional, 2007, 306 págs.

El “Estudio preliminar” pertenece a María Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi “hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.
Pero María Gabriela señaló, con perspicacia, otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es de ella, y no mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.
Ella dice que “El Aleph”

parece dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de Eduarda Mansilla.

Y, a continuación, aporta las semejanzas:

Una historia de amor entre primos en Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El Aleph”, la de Dante en el relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y los normandos en “El ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope, mientras lo que se marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud del narrador. Abril y vísperas de Semana Santa (más exacta­mente un 30 de abril y un Domingo de Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un Carlos, en “El ramito de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su prima; otro Carlos, en “El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo encuentro se dirige el narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito” el cuadro se completa con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En los dos relatos lo primero que va a destacarse de la mujer, además de su belleza y su fragilidad,[5] son sus manos.[6]
Una prima que ya no vive y una prima viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata la desdicha. La ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de Medicina. Dentro de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de profesores, ambos espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La oscuridad opera como soporte necesario de la visión extraña. Y ambos, vinculados a una mujer muerta, primero idealizada, mas tarde percibida como impura.
En un caso, penetrar al lugar de la revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por consumo de alcohol (el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo, exasperación de los sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de conocimiento.

Hasta aquí María Gabriela Mizraje. Considero certera e incontrovertible su entera exposición.
Su conclusión también puede ser la mía:

Toda la idea del relato dedicado a Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La maestría de Borges, quien sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso lo olvidó), la despliega.

En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’ y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de Wells”. Pero nada dice de “El ramito de romero”.
Ahora bien, en muchísimas ocasiones leí y releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que me producen las que me atrevo a llamar obras maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos, “profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”, sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.


Fernando Sorrentino
26 de febrero de 2013


* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 2, n.º  4, julio-diciembre 2013, págs. 362-367.






[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada, 2012, 408 págs.
2 Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En París publicó una novela en francés: Pablo ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo, algunas obras teatrales: La marquesa de Altamira, El testamento. El libro Creaciones (1883) contiene siete piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”, Sombras” y “Beppa”.

[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30 de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla; pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.

Andrés Aldao


El  accidente 


Caminaba distraído; más bien preocupado. Lo habían despedido hacía algunos meses. Se sentía agredido por la realidad: la percibía despiadada, intolerante, ensañándose con él. La incertidumbre y el temor al futuro se le clavaron como una espina endemoniada, ponzoñosa. La mujer no cesaba de sermonearlo, de quejarse sin pausa, de enrostrarle el éxito de los amigos y reprocharle sus fracasos.
Tal vez por eso no vió venir el auto rojo ni escuchó el grito de la mujer advirtiéndole. El guardabarro lo arrojó con violencia sobre el pavimento y al caer sintió que la cabeza daba contra el cordón. Percibió el dolor, intenso, impiadoso, burlón. Y luego nada; una dimensión huera, oscura.

Abrió los ojos con un parpadeo indolente. Contempló la calle desierta; los árboles configuraban una línea prolija, elegante, que iba perdiéndose en la perspectiva del horizonte de su mirada. Entonces recordó el accidente. Trató de incorporarse; una vez en pie sintió la punzada en la cabeza, alrededor de la nuca. Se miró la ropa: estaba entera y solamente un poco de suciedad en el pantalón y la campera. Sonrió feliz; estaba vivo, no le había ocurrido nada serio. “Pudo haber sido peor”, pensó.

La calle estaba desierta. Echó a andar en dirección a ningún lugar. No conocía la vecindad; tampoco le importaba. Hacía meses que pateaba horas y horas por los barrios de la ciudad. Al principio buscaba trabajo, cualquier ocupación. La voz de su mujer, avinagrada y sentenciosa, obsesionaba sus sentidos; una angustia hosca invadía sus pensamientos. Luego, el salir a caminar por la ciudad recorriendo recovecos que no conocía le proporcionaba, por momentos, una calma desconocida, un sosiego bienhechor. Como una amnesia temporal que lo hacía olvidar de la realidad, ingrata y lacerante.
“Es raro -pensó-, me siento tranquilo, sin angustias ni acosos. No tengo ganas de volver a casa. No; estoy podrido de ser el blanco de su agresión. No quiero oírle el vozarrón monocorde y punzante. Cuando ella me regaña es como ver su dedo acusador delante de mis ojos. No; todavía voy a seguir andando por estas calles desconocidas”.

Ya no sentía dolores; tampoco en la cabeza. Quería compartir el gozo de haber sido la víctima de un accidente del que salió indemne. Pero la calle estaba vacía; ni un alma. “Lástima –pensó-, hubiera querido contarle a alguien este pequeño milagro. pero lo mismo da: qué le importa a la gente  las penas o las dichas  de los demás. Cada uno en lo suyo y el resto del mundo que reviente”.
Lo colmaba una beatitud que se esparcía por todo su ser. No pensaba en su mujer, ni en la falta de empleo, o en las deudas que lo acosaban y no le daban reposo. Observaba la tersura de algunas nubes navegando por el cielo límpido y celeste, transparente como un cendal delicado, y se sintió estremecido por un placer desconocido. El aire era fresco, se percibía su pureza, y un aroma fragante, como de rosas y jazmines, le generaron una sensación agradable.
Anduvo un rato largo; no estaba cansado, tampoco tenía sed, o hambre. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un bienestar así. Se sentía feliz. Esbozó una sonrisa plácida: “Como cuando era pibe, viviendo protegido por los viejos; sin las angustias de la vida adulta, sin las malditas deudas”, recordó meneando pausadamente la cabeza.

Siguió su marcha; se detuvo un rato, contempló los alrededores. Y de pronto se acordó: “¿Dónde está la mujer que me gritó ‘cuidado con el auto’.? ¿Y el que manejaba el coche? ¿Porqué no se detuvo para ver qué me sucedió?” Las respuestas eran burlonas, crueles. Su mente no las admitía.

Ese silencio cóncavo que lo escoltaba desde hacía rato; las ausencias, la soledad espectral de las calles que iba recorriendo; el apacible y lejano tañido de campanas; ese murmullo de gemidos que parecía un réquiem coreado a capella, le produjeron congoja. Un lagrimón furtivo le birló la sonrisa. Por que sólo entonces comprendió la verdad de la historia: estaba muerto. Irremisiblemente muerto • 
                                        Andrés Aldao   

Marta Comelli





BÓSFORO  5.2.2014 
            
Son cómplices en esos trenes oscuros que navegan sobre rieles. Tras temerosas e inciertas curvas se asoma el Bósforo. No esta lejos.
Han amordazado los abrazos sofocados por la lluvia, que en su derramarse, se lanzan sobre bosques oscuros, densos, acompañando el silbido del tren que los acuna.
Vuelven de un viaje sin regresos. Escalan hacia el futuro, saben que encontrarán allí la cima.
Ocultan las migas de pan que volcaron desde el plato, no dejarán marca alguna de sus vidas.
El Bósforo brama sobre ríos ocultos, furiosos bajo él. El tren descarrila como sobre el agua, en balanceos inesperados.
Ellos inquietos, no verán, ocultarán, se quitarán el pan de las bocas, los gritos de las manos, a hurtadillas, reclamando el encuentro allá arriba. Insistirán mientras un sol agrietado de luz dorada se desentiende entre las nubes negras. Belleza ruda, espeluznante.
Salpicarán las migas todo el espacio invisible, lejos de sus cuerpos.
-
Una empleada como riguroso espectro abrirá la puerta, servirá la comida azul sobre platos azules y un mantel azul. Están cerca del cielo. Han olvidado un pasado que atesoraban para el futuro.
La bandeja es de plata. Los jardines se dibujan desde la ventana, cuelgan, se suicidan en caída libre.
La pareja a contraluz semeja una escultura con las manos en un lazo, atados a la mesa, único gesto posible, única instancia de apropiación.
Suenan las campanas lejanas de alguna iglesia, suena una música entre celestial y oculta. La ventana muestra allá lejos, el Bósforo.
Un tren y su locomotora se hunden en la oscuridad de un túnel, sobrevuelan el aire hasta llegar a su boca y mueren en el vacío hueco.
Las llaves de la habitación son de hierro. Navegan tules como alas blancas desde las ventanas abiertas, allá arriba la luna, allá abajo, muy abajo el Bósforo se desentiende, rueda.
                         Marta Comelli