martes, 26 de noviembre de 2013

Artesanías Literarias - Índice del 26 de noviembre 2013

Andrés Aldao


Mala pata. La fatalidad no siempre es maldita

Llueve,  llueve en el suburbio
y aquí solo en esta pieza
se me sube a la cabeza
una extraña evocación
 Cuando tallan los recuerdos //Enrique Cadícamo

Tuve la sensación de pérdida. Contemplé el cielo denso, las nubes oscuras y dramáticas. Garuaba; recordé las cosas que había perdido en mi vida. En el tiempo que
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 se había ido. En las personas muertas, en mis padres y algunos amigos, gente que se eclipsó de mi existencia... De quienes tengo retratos imprecisos, apenas un boceto difuso. Pensaba en mi juventud, como un trofeo ganado en una remota competencia y que hoy yacía en un estante cubierto de cenizas.
Recorrí las paredes del cuarto y percibí la soledad, la absurda soledad en la que vivía... Por expresar  lo que pienso y no saber callar, por no calibrar mis opiniones, por uso, o más bien abuso, de la franqueza sin cavilar sobre las secuelas. Recordé lo que alguien me había dicho en el pasado: Aspis, a vos  te aman o te odian... ¡Linda frase para un epitafio!
Mientras el mate me reanimaba, puse en la casetera un CD. Génesis, con la voz de Phil Collins. Era el marco musical y despertaba mis nostalgias. Tomé el manuscrito y comencé a leerlo.

“...Vivía mi niñez preocupado, sabía que era un niño inmigrante, distinto, y quería sobreponerme, ser uno más, como los otros. De Ucrania, donde nací y me trajeron a este país cuando tenía cuatro años, recordaba muy poco. Mis padres no abandonaron sus costumbres y tradiciones, pero yo me relacioné con lo nuevo  porque  o seguía solo y marginado, o me integraba en el mundo que me rodeaba. Elegí ser uno más sin perder del todo las raíces...”.

Don Samuel había sido un  agudo observador de la realidad. Seguí la lectura; anécdotas de su infancia y adolescencia. En la última página hallé pegadas algunas fotos difusas que mostraban a un joven vestido con la elegancia que siempre lo caracterizara. En el correr de las páginas encontré frases y razonamientos muy suyas, con ese estilo bonachón que no obstaba para hacerlo brincar, en segundos, del buen humor al enojo.
Me asombraba su cariño por la música popular y recordé, entonces, algo que se había extraviado de mi memoria: las veces que llegaba temprano a la oficina y lo oía canturrear desde la puerta la melodía Por la vuelta (maldita costumbre de Samuel: citarme a las siete de la mañana para poder “conversar a solas”).

* * *
Encargué al restorán chino una bandeja de cerdo agridulce con arroz. La trajo un chinito más flaco que un espagueti a la manteca. Prendí la radio y escuché las noticias. Crímenes, el micro “lord menor de Buenos Aires”  persiguiendo a cartoneros, nombrando ministro de educación a cavernícolas, y la Carrió trabajando en un circo como la política más chanta. ¡embustera y delirante!
Terminé el almuerzo, junté todo la merdeca y la tiré en el contenedor. El vino me dio sueño y me recosté en el camastro mirando las volutas del cigarrillo que parecían rulos revoloteando en el aire. La llovizna paró y un sol canijo apareció entre las nubes. Salté del lecho como un trapecista, me vestí y me fui al barrio de Belgrano a rescatar la copia (era más nítida que la que tenía en mi poder). De Horacio y de Dabur me encargaría más tarde... Seguían en la ciudad y mis cuentas llegarían. O no.


Espejismos; sólo espejismos

si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura.
Y no ponga los ojos en esa hermosa
que frunce de promesas la boca impura.
Raúl González Tuñón

Las tres de la tarde. No tenía ninguna gana de ir a Belgrano. Pero quería recuperar el manuscrito. De nuevo la plaza, el edificio en la calle Mendoza, el portero eléctrico. ¡Suba! Entré en silencio. La mujer estaba desgreñada, el olor a vino y pizza (restos sobre la mesa y la botella vacía) me dieron la impresión de una mísera realidad. La miré de costeleta.
—Qué pasó Silvana...
—El técnico me dijo que se quemó el disco duro y que no puede venir hasta el lunes. Eso es lo que pasa...
La miré como si fuera un dibujo de Doré borroneado. Hice un gesto insulso y le dije dado que me es urgente me lo llevo. La computadora estaba tapada con un mantel. Seguro que se arrepintió por el bajo precio y no se animó a pedir más. Me lo alcanzó tal cual se lo había dado. Agarré la bolsa de plástico y me fui sin darle mucha bola. Aunque de haber estado duchada y arreglada se hubiese merecido un hasta más ver dodecafónico.
Tomé el subte en Juramento. Resolví ir a ver a Bermúdez con la intención de solucionar lo del tipeo y sacarme el bolo de bronca de la garganta.

La ciudad parecía una olla a presión, acuosa y sin una miga de aire. La gente me parecía un batallón de trebejos dentro del vértigo humano . Nadie miraba nada, los ojos mostraban guiños inconcientes. Eran muñecos desplazándose como autómatas, algunos hablando solos, otros con sonrisas idiotas. Semejaban un gentío de juego electrónico columpiándose con cierta rigidez,  y yo, solitario, en medio de la aglomeración...
Llegué al edificio de las oficinas, subí hasta el séptimo piso y entré a la antesala donde trabaja Toña. La saludé (pienso que con cara de culo) y pregunté por el editor.
—¡Aspis, qué cara de asesino tiene usted! ¿qué le pasa?
Le conté lo del manuscrito de su ex trompa, cómo era el cretino que me llamó a las cinco de la mañana, lo ocurrido con la Silvana... Espuma verde me saldría de la boca...
—Já, ¡seguro que fue Dubar el que le hizo la trampita! Sí, era amigo de don Samuel pero no crea que él inventó esas patrañas: el hijo de Samuel le habrá dado la idea. Aspis, no me tengo que meter, pero dígame... ¿Y ahora qué va a hacer?
—Se lo encajo a usted, Toña. ¿Me lo puede tipear? —dije con voz cariñosa.
—Usted me ofende, Aspis. Por usted voy al infierno o me tiro debajo de un colectivo.
—¡Toña, no hable así! Le estoy ofreciendo un trabajo por el que tiene que cobrar... Y déjese de suicidarse... Dígame, ¿está Bermúdez en la oficina?
—No se encuentra. Anda preocupado el trompa, hay poco trabajo, tiene cheques sin cobrar y yo todavía no recibí el sueldo... Dejemelo, Aspis. Yo se lo tipeo porque en estos días no hago un pito.
Le besé la mejilla y le reiteré el cuidado que había que poner. Los ojos de Toña bizqueaban con ternura. Salude a Bermúdez de mi parte pero no le diga nada de lo ocurrido. Me fui a tomar un café a Diagonal y Esmeralda.

Hora pico. Casi las seis de la tarde y el bar bastante concurrido. Se desocupó la mesa en la ventana que da sobre Diagonal. Me senté y mirando el entorno vi a una mujer sentada, ojos grandes y profundos, ráfaga del ayer, cabello largo, labios finos: tomaba una taza de café grande echando un vistazo. Ay, Aspis, la melancolía te estrola el presente. La sorprendí observándome. Me sobresalté. Sentí que un tenue fluido llegaba a mí. No imaginé que la mina ésta entraría en mi vida como descolgada de un balcón antiguo con rejas forjadas...
Pensaba, pensaba y estrujaba mi sesera. La mujer de ojos grandes y profundos se levantó y salió: la vi de cuerpo entero y comprendí que algo había ocurrido. Y que aún ocurrirían muchos algos más...

Con respecto a mi vida decidí hacer borrón y cuenta nueva. Simple, categórico, con final wagneriano . No voy a correr detrás de nadie ni voy a limosnear, le daré la razón a la realidad y actuaré en consecuencia. Reflexioné: las agencias no necesitan veteranos envejecidos incapaces de ejercer la profesión en la calle, investigando, moviéndose con rapidez, siempre asediados por exigencias que no pueden satisfacer. La calidad no juega, la experiencia es superflua: los jóvenes son módicos e inhibidos, tienen títulos universitarios y son ambiciosos: consideran a los escrúpulos como una alcantarilla demodée... Por allí no tengo resquicios. Es impenetrable, como competir con calzoncillos, medias  o tazas de loza de China.
Entonces, ¿qué hacer? Tenía que acabar con la rutina y poner distancia con el pasado, pero, ¿cómo empezar?
Ante todo cambiar de aire, mudarme, encontrar una mujer que sea capaz de vivir una vida ajetreada, sin exigirme ella y sin exigirle yo.  Y una vez terminada la historia del manuscrito de don Samuel, ponerlo en manos de Bermúdez y comenzar a vivir en la caverna de la realidad. Ale, mirá a tu alrededor y poné el ojo en la mira, fijate en el micro lord de ésta tu ciudad, de ésta tu gente y de ésos, los peludos de medio pelo...
A los pocos días pasé por la oficina de Bermúdez: Toña había terminado el tipeo, se lo entregué a Bermúdez y me despedí... Un adiós extraño, último, ¿definitivo...?

Me sentí bien. Tomé por Diagonal hacia el obelisco y fui al bar de Esmeralda y Diagonal. Pedí una vodka doble y me la mandé de un saque. Sin hielo, sin agua. En realidad iba en busca de la mujer enigma de la otra tarde. Sabía que era cuestión de ruleta, de imponer la voluntad contra las perspectivas de un voluntarismo nihilista. Se trataba de un millón de probabilidades contra una sola, escueta y quimérica.
Pero estaba, sí... Con los mismos ojos profundos. Con ese fulgor y esa presencia casi altiva. Como esas cosas que ocurren porque deben. Sin explicación, sin causa. Una profecía que subyace en  el inconciente y emerge como prodigio. Allí estaba, aunque no sabía cómo infringir la distancia. La tarde se borraba, el manuscrito ya era historia acabada y nuestras miradas cruzábanse y tocaban a rebato... 

Andrés Aldao, 


Xafier Leib¨'s

Clint...

Clint Eastwood entró en el vagón del metro. Estaba vestido como en “El bueno, el malo y el feo”, con su sombrero de cowboy, las botas y su pistola en la mano. Montaba su caballo y con su mirada escudriñaba a los pasajeros. Todos bajamos la vista hacia el suelo y un silencio mortuorio se hizo en el lugar.
Entonces Clint comenzó a avanzar lentamente y en silencio. El único ruido que se podía oír era el de los pasos de su caballo negro.
Se detuvo frente a mí. Colocó su revólver sobre mi mentón y me forzó a levantar la cabeza. Su mirada me hizo palidecer. Con un gesto me indicó que debía salir del vagón. Estábamos en la estación “Hôtel de Ville”.
Tuvimos que esperar unos largos minutos hasta que el empleado de la estación nos abriera la puerta grande, destinada a las personas que llevan equipajes o cochecitos para bebés, ya que Clint y su caballo no podían pasar. Cuando ya estábamos afuera, la gente comenzó a rodearnos. Clint bajó de su caballo y lo ató a la calesita antigua que se encuentra sobre la plaza, delante de la municipalidad parisina. Abrí la boca para decir algo, pero la mirada de Clint me hizo callar de inmediato. Sacó una segunda pistola y la arrojó hacia mí.
Mientras tanto la calesita comenzó a girar, obligando al pobre y dócil caballo a trotar en círculos.
Temblando de miedo y cubierto de sudor frío tomé la pistola entre mis manos. “Diez pasos”, dijo Clint y, dándome las espaldas, comenzó a alejarse. No pude moverme. Mis piernas se negaban a dar un solo paso. Clint estaba ya por su octavo paso cuando a causa del miedo apreté el gatillo. Mi brazo fue proyectado hacia atrás y la bala salió disparada en el aire. Entonces se oyó un ruido fuerte y una enorme rama se desprendió de un árbol, cayendo sobre la cabeza de Clint y partiéndola por la mitad.
Clint cayó al suelo, el cráneo roto, su revólver aun girando alrededor de su dedo índice. Maté a Clint Eastwood y nadie podrá decir que lo hice con una bala en la espalda, como hacen los cobardes.



Ester Mann


Reflexiones íntimas de un gato...


El mundo es extraño. Cuando abrí los ojos a la luz del primer día, en ésta, mi vida actual, comprendí inmediatamente que era un gato...

Siendo humana, creía que la nuestra era la raza superior entre los seres de la creación. Sin embargo, en ese entonces no tenía ningún recuerdo de vidas pasadas.

Ahora que soy un simple gato y no poseo el don de la palabra, puedo recordar que fui una mujer, que nací en Austria en 1920, y que fallecí  37 años después en un pueblo perdido de Sud América.

A pesar de recordar ese lejano pasado, no sé en que lugar del globo me encuentro ni puedo entender la lengua de los humanos. Desconozco la razón. ¿No comprendo este idioma en particular, o es una incapacidad más general?

Creo que mi fino oído, que puede captar el más mínimo ruido, no es capaz de descifrar los sonidos que surgen de las gargantas humanas. Veo a las personas gesticular y oigo sonidos guturales, más parecidos a un gramófono descompuesto que a una voz humana, tal como la recuerdo.

Los observo todo lo posible. El recuerdo de mi vida pasada me permite verlos con una profundidad que no tuve siendo mujer. Ahora no son mis semejantes: los estudio como un naturalista que observa la vida de los osos o monos. Desde afuera veo los gestos, los movimientos y ademanes, escucho eses sonidos ininteligibles en los que sólo puedo descifrar los sentimientos: la ira, la vergüenza, el amor, la falsedad, la alegría. Puedo oler los sentimientos y los estados de ánimo. ¡Es extraordinario saber qué siente una persona sin que tenga importancia lo que dice!!

¡Qué poca cosa me parece ahora la capacidad intelectual sin este talento para comprender el alma!


Me devano los pequeños sesos que tengo para entender la razón por la cual sólo un animal que no tiene la capacidad de hablar, pueda recordar su encarnación anterior, y una persona que podría transmitirlo no posea tal memoria. Quisiera averiguar si otros animales también fueron hombres alguna vez...Pero eso es imposible: no entiendo el lenguaje de los animales, ni siquiera el de los gatos. Sus maullidos expresan cosas concretas, como hambre, miedo, advertencias, etc. No hay una real comunicación.

Observo a la gente ocupada en sus quehaceres diarios, esos trabajos que la humanidad inventó y se impuso a sí misma. Están tan arraigados que se consideran leyes naturales, como la lluvia o el sol!

Yo no poseo ningún bien material fuera de este cuerpo de gato: alimentarlo, darle calor y descanso son mis únicas ocupaciones. ¿Y acaso no sería esa la exclusiva tarea de todo ser vivo?



La humanidad se hambrea, trabaja sin descanso, pasa frío y privaciones, hace guerras, en pos de objetos que ella misma creó, buscando alimento que le es vedado sino tiene dinero para pagarlo, usando vestidos, no para proteger su frágil y endeble cuerpo, sino para impresionar y gustar al resto de sus semejantes.



El mundo es hermoso, rico, generoso... nos brinda gratuitamente alimento para el alma y para el cuerpo. Hay más belleza en el sol poniente, que en cualquier cuadro pintado por una mano humana; una fruta arrancada del árbol es más sabrosa que cualquiera de los manjares envasados y expuestos en los estantes de los negocios.¿Cuál es el sentido de esta civilización humana, que no podría subsistir un solo día sin la esclavitud y la miseria de millones de individuos? ¿Por qué la mente de la gente es tan limitada que le impide mirar a su alrededor con los ojos limpios y comprender la verdad...? Estos pensamientos que me ocupan son demasiado profundos para un gato que no puede escribirlos y publicarlos para enriquecer el espiritu de la humanidad. Si pudiera expresarlos, seguramente los hombres, asombrados, se detendrían en su loca carrera y prestarían atención a esta filosofía gatuna.

¿Y si todos los gatos vieran las cosas como las veo yo? ¿Y si todos los gatos fueran humanos reencarnados? Tal vez eso explique la fascinación de los humanos por los gatos a lo largo de la historia...Bueno, no puedo escribir mis reflexiones ni publicarlas pero creo que he llegado a un descubrimiento crucial en la historia de la población gatuna!!!



                                                                                                    Ester Mann





Carlos Arturo Trinelli


                   

Serie Mujercitas: 3.-

SILVANA                                     

     Hace bastante tiempo, no puedo precisar cuánto, que Silvana comenzó con sus rarezas. Para nuestros amigos más cercanos la definición fue extravagancias y para la intimidad entre Silvana y yo, chifladuras. Ella no se ofende segura como está de tener razón. Yo disiento de ella.
     El maestro Zen le enseñó el intento de suprimir el yo y vivir el sueño de un dios dormido pero ella quedó demasiado sujeta a las teorías de las reencarnaciones y de ahí nuestras diferencias., por ejemplo, aseguró que una cucaracha renga (supongo envenenada) era la reencarnación de su tío Henry quien vivió y murió en Nueva Jersey, cosa a todas luces imposible y que sin embargo debí aceptar sin pisar al insecto. Unas babosas en el jardín resultaron ser los vecinos que habían vivido en la casa de enfrente y de los que no teníamos constancia de que hubieran fallecido pero que impidió que les echara sal gruesa. Mi difunta madrina, Ramona, era la gata de la casa de al lado y en este caso debo reconocer que puede ser así porque el animal tiene cierta predilección por mi.
     Las reencarnaciones se tornaron obsesivas. Claro que ella argumenta bien y me habla demasiado, más  lo hace cuando hago mis ejercicios en la rueda. Por suerte, está vez acertó y no digo nada en mi nueva vida de hámster.



               Serie Mujercitas: 4.-MATILDE                                             

     Mi prima Matilde desde niña poseyó la virtud del sentido del humor. A ello le agregó en el tiempo convertirse en una mujer espléndida, dueña de una belleza no convencional y realzada con una simpatía que parecía no proponerse. Siempre me agradó mi prima hermana Matilde. También siempre estuvimos lejos de las fábulas que involucran a los primos de distinto género, lo que no impidió que entre nosotros existiera una complicidad y una amistad dulce en restricciones. Reconozco que tuve celos cuando se puso de novia con Héctor. Hectito, así le decían en su casa, nosotros, el grupo de amigos, le decíamos, stradivarius, por lo raro.
     Héctor fue, tanto en el café, como en el fútbol, un tarambana. De naturaleza torpe era proclive a producir hilaridad y, a pesar de ser objeto de toda clase de bromas, no solo no se enojaba sino además parecía participar contra sí mismo. Lo que para nosotros era un idiota para mi prima era un tierno y ella también supo enredarlo con sus bromas. Lo real fue  que el stradivarius del grupo se quedó con la chica más linda. Yo todavía no pensaba que nada extraño dura demasiado y dejé de frecuentarlos al tiempo de casados.
     Cada tantos años los encontraba en algún velorio de un familiar y cruzábamos informaciones de nuestras vidas con la ligereza de la circunstancia. Yo volvía a reconocer la belleza de Matilde y la idiotez de Héctor.
     Los velorios se espaciaron hasta agotar las candidaturas y dejamos de vernos por demasiados años, tantos que comenzamos a ser nosotros los candidatos.
     Matilde se propuso cambiar de estado de civil y lo logró, se hizo viuda. Ello significó que se radicara en la cárcel de mujeres de Ezeiza y allí fui un día a visitarla.
     Bajo el techo del patio de visitas sus ojos me miraron con el mismo brillo azul. Un brillo hipnótico que yo tanto apreciaba como parte indivisible de mis mejores años. Llevaba cinco años detenida y confiaba en una libertad inminente, es decir, fuera de allí, porque lo que se entiende por libre ya lo era desde que Héctor había trascendido con la ayuda, cruenta sí, pero ayuda al fin, dada por ella.
     Como si nunca hubiéramos dejado de vernos me narró lo sucedido. Resulta que una vez que los hijos, tuvieron dos, se hubieron independizado, Héctor comenzó con una costumbre de relatar en alta voz todas sus acciones en tercera persona, Hectito va a mear, llega, pela y… ¡qué meada Hectito! Escuchen este canto, ah, ah, ah ¡qué meón!
     Dentro de las escatologías figuraban también odas a las defecaciones y otras acciones del tenor, Hectito es el campeón del morfi. Avanza Hectito con la basura, la coloca en el árbol y…regresaaa para ver la tele.
     En la intimidad, Hectito desnuda a Matilde, la besa, la abraza ¡se la coje! Ah, ah, ah,… Dormido no cesaba, no de relatar pero sí de roncar y Matilde, sin poder conciliar el sueño pensaba, sístole, diástole, hasta que una apnea del occiso la estremecía en la cama y vuelta a comenzar. Años soportó todo esto. Hasta que un día después de escuchar los absurdos relatos de las acciones cotidianas de Héctor tomó ella el micrófono y dijo más o menos esto, avanza Matilde con la pala dominada después de sembrar gramilla en el jardín, se detiene antes de guardarla en el galpón, la alza y…
     Dijo que él la miró por última vez con la sonrisa de idiota dibujada en la felicidad.
    


Tandy - Sherwood Anderson



 Vivió hasta la edad de siete años en una casa vieja, sin pintar, junto a un camino abandonado que arrancaba de Trunion Pike. Su padre no se ocupaba apenas de ella, y su madre había fallecido. Su padre se pasaba el tiempo discutiendo y discurriendo sobre religión. Afirmaba que él era un agnóstico; y de tal manera vivía absorto en la empresa de echar abajo las ideas que acerca de Dios se habían deslizado en el cerebro de sus convecinos, que no alcanzó a ver cómo se manifestaba Dios en aquella niñita que vivía tan pronto en un sitio como en otro, casi olvidada, gracias a la bondad de los parientes de su fallecida madre.

Llegó a Winesburgo un forastero que vio en la niña lo que no había visto su padre. Era un joven de elevada estatura, de pelo rojizo, que casi siempre estaba borracho. A veces solía sentarse en una silla delante de la New Willard House, con el padre de la niña, Tom Hard. Este hablaba, sosteniendo que no era posible la existencia de Dios; el extranjero lo oía sonriendo y guiñaba el ojo a los que estaban cerca de ellos. Se hicieron grandes amigos, él y Tom, y solían estar juntos muy a menudo.

El forastero era hijo de un rico negociante de Cleveland y había venido a Winesburgo con una finalidad. Quería curarse del hábito de la bebida, y pensó que tendría mayores probabilidades de luchar con aquel vicio que estaba aniquilándolo si ponía tierra de por medio entre él y sus amigos de la ciudad y se iba a vivir en un pueblo del campo.

Su estancia en Winesburgo no fue precisamente un éxito. La monotonía con que transcurrían las horas lo llevó a darse con más ahínco que nunca a la bebida. Pero acertó en una cosa. Puso a la hija de Tom Hard un nombre que encerraba un gran sentido.

Una tarde venía el forastero haciendo eses por la calle principal del pueblo, todavía con la resaca de una copiosa borrachera. Tom Hard estaba sentado en una silla, delante de la New Willard House, y tenía encima de las rodillas a su hijita, de cinco años entonces.

Sentado en el andén de madera, se hallaba a su lado George Willard. El forastero se dejó caer junto a él en una silla. Todo su cuerpo tiritaba; y cuando habló, su voz era temblorosa.

Era la hora del crepúsculo y la oscuridad se cernía sobre la población y sobre la línea del ferrocarril que pasaba frente al hotel, al pie de un pequeño declive. A lo lejos, hacia el oeste, resonaba el prolongado silbido de la locomotora de un tren de pasajeros. Un perro, que había estado durmiendo en mitad de la carretera, se levantó y empezó a ladrar. El forastero se puso a charlar sin ton ni son e hizo una profecía acerca de la niña que el agnóstico tenía en brazos.

-Vine a este pueblo para apartarme de la bebida -dijo, y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. No miraba a Tom Hard, sino que inclinaba el busto hacia adelante, con la mirada perdida en la oscuridad, como si estuviese viendo una visión-. Huí al campo para curarme, pero ha sido inútil. Les diré por qué.

Se volvió y miró a la niña que estaba sentada muy tiesa sobre la rodilla de su padre; ella le devolvió la mirada. El forastero puso la mano sobre el brazo de Tom Hard.

-No es la bebida mi única debilidad -dijo-. Tengo otra. Soy un enamorado y no he dado todavía con un objeto para mi amor. Esto tiene mucha importancia, y usted lo comprenderá si tiene suficiente experiencia para ello. Por esto es inevitable que yo acabe mal. Son pocos los que lo comprenden.

El forastero se calló como abrumado de tristeza, pero lo despertó un nuevo silbido de la locomotora del tren de pasajeros.

-No he perdido la fe. Lo digo muy alto. Pero he venido a parar a un lugar en el que nadie comprenderá mi fe -dijo con voz áspera. Dirigió una mirada intensa a la niña y empezó a hablar para ella, sin prestar atención al padre-. Esa mujer vendrá -dijo, y su voz se hizo ahora aguda y ansiosa-. Pero cuando llegue ya habré partido yo. ¿Te das cuenta? Las horas de nuestra cita no coinciden. Sería cosa del destino que hubiera dado yo con ella precisamente en una tarde como ésta, estando yo destrozado por el alcohol. y siendo ella tan sólo una niña.

Las espaldas del forastero empezaron a temblar violentamente; intentó hacer un cigarrillo, pero se cayó el papel de sus dedos temblorosos. Se puso furioso y gruñó:

-Creen que no tiene mérito el ser mujer y hacerse amar, pero yo sé muy bien lo que eso significa -exclamó, y se volvió otra vez hacia la niña-. Yo lo comprendo -dijo-. Tal vez soy yo el único hombre que lo comprende.

Su mirada vagó otra vez por la oscuridad de la calle.

-La conozco aún sin haberla visto nunca -continuó suavemente-. Conozco sus luchas y sus derrotas. Es precisamente por esas derrotas por lo que resulta para mí el único ser amado. Desde ahora las mujeres tendrán otro rasgo distintivo nacido de sus derrotas. He discurrido un nombre para esa condición. La llamo Tandy1. Discurrí este nombre cuando yo era un soñador auténtico y antes que mi cuerpo se envileciese. Es la condición de ser fuerte para ser amada. Es algo que los hombres necesitarían encontrar en las mujeres, pero que no lo encuentran.

El forastero se puso en pie y permaneció frente a Tom Hard. Su cuerpo se balanceaba atrás y adelante y parecía que iba a caerse; pero lo que hizo fue arrodillarse sobre la acera y llevar las manos de la niñita a sus labios de borracho, besándolas con éxtasis.

-Sé Tandy -le díjo ansiosamente-. Atrévete a ser fuerte y valerosa. Ese es el camino. Arriésgalo todo. Ten valor suficiente para atreverte a que te amen. Sé algo más que un hombre o mujer. Sé Tandy.

El forastero se levantó y se alejó tambaleándose por la calle. Uno o dos días después subió a un tren y regresó a su casa de Cleveland. Aquella misma noche de verano, después de la conversación frente al hotel, Tom Hard llevó a la niña a la casa de un pariente que la había invitado a pasar la noche en su casa. Caminando por la oscuridad, bajo los árboles, se olvidó de la charla del forastero y volvió a concentrar su pensamiento en la búsqueda de argumentos capaces de destruir la fe de los hombres que creían en Dios. Llamó a su hija por su nombre y ésta se echó a llorar.

-No quiero que me llamen así -declaró-. Quiero que me llamen Tandy, eso es, Tandy Hard.

La niña lloraba tan desconsoladamente que Tom Hard se enterneció y se puso a consolarla. Se detuvo bajo un árbol, la tomó en sus brazos y empezó a acariciarla.

-Vamos, sé buena -le dijo vivamente, pero ella no se tranquilizó. Se entregó con abandono infantil a su dolor, y su voz rompió el sosiego nocturno de la calle.

-Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy Hard -exclamó, moviendo la cabeza y sollozando, como si su energía infantil no pudiese sostener aquella visión que las palabras del borracho habían despertado en ella.


Anton Chejov



cirugía




Estamos en un hospital del Zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y pantalones usados de lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente. 

En la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante.

-Ah... Mis respetos -bosteza el practicante-. ¿Qué le trae por aquí?

-Le deseo un buen domingo, Serguei Kuzmich... Tengo necesidad de sus servicios... Con razón se dice, y usted me perdonará, en el Salterio: «Mi bebida está mezclada con lágrimas.» El otro día me disponía con mi vieja a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar un bocado; era como para morirse... Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en una muela y en toda esta parte... ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme, parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué punzadas! He pecado, no observé la ley... Mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado la vida en la pereza... ¡Por mis pecados, Serguei Kuzmich, por mis pecados! El reverendo padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara; «Tartamudeas, Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas.» Pero ¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche?

-Ya veo... Siéntese... Abra la boca.

Vonmiglásov se sienta y abre la boca. Kuriatin arruga el ceño, mira y, entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una adornada con un resplandeciente agujero.

-El padre diácono me aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha proporcionado ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí: temo a Dios, estamos en Cuaresma...

-Es un prejuicio... -Pausa-. Hay que extraerla, Efim Mijéich.

-Usted sabrá, Serguei Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo... Para eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche... como si fuera nuestro propio padre... hasta el fin de nuestros días...

-Tonterías... -replica el practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del instrumental-. La cirugía es una cosa muy sencilla... todo es cuestión de práctica y de buen pulso... En un instante acaba uno... El otro día, lo mismo que usted, vino el propietario Alexandr Ivánich Eguípetski... También con una muela... Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico... Vivió siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores... Estuvo un buen rato conmigo... «Por nuestro Señor Jesucristo», me suplicaba, «extráigamela, Serguei Kuzmich.» ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es comprender las cosas... Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras con el pie de cabra, otras con la llave... Según los casos.

El practicante toma el pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y coge los fórceps.

-A ver, abra más la boca... -dice, acercándose al sacristán con los fórceps-. Ahora mismo... Es cosa de un momento... Tendré que hacerle una incisión en la encía... efectuar la tracción según el eje vertical... y eso es todo... -Hace la incisión-. Y eso es todo...

-Usted es nuestro protector... Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo iluminó el Señor...

-No hable con la boca abierta... Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que raigones... Pero ésta es cosa de nada... -aplica los fórceps-. Quieto, no se mueva... En un abrir y cerrar de ojos... -Efectúa la tracción-. Lo principal es agarrarla lo más hondo posible -Tira... -Para que la corona no se rompa...

-Padre nuestro... Virgen Santísima... Ay...

-Así no... así no... ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! -Tira-. Ahora... Así, así... La cosa no es tan fácil...

-¡Santos padres!... -grita-. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla?

-Esto de la cirugía... De un golpe no es posible... Ahora, ahora...

Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente... Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando... Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio.

-¡Vaya manera de tirar! -dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona-. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo! No veo ni la luz...

-¿Y tú por qué me agarrabas de ese modo? -se irrita el practicante-. Cuando yo tiraba, me empujabas en el brazo y no cesabas de decir estupideces... ¡Imbécil!

-¡El imbécil serás tú!

-¿Crees, mujik, que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! -Remedándole-. «¡No sabes, no sabes!» ¿Quién eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una muela y no protestó para nada... Es un hombre mucho más distinguido que tú; no me agarraba... ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes!

-No veo nada... Espera a que recobre el aliento... ¡Oh!

Se sienta.

-Pero no te entretengas tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira... ¡De una vez!

-No me des lecciones. ¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco... Abre la boca... -Aplica los fórceps-. La cirugía, hermano, no es una broma... No es lo mismo que cantar en el coro... -Hace la tracción-. No te muevas. Se ve que la muela es vieja; las raíces son muy hondas... -Tira-. No te muevas... Así... así... No te muevas... Ahora, ahora... -Se oye un crujido-. ¡Ya lo sabía!

Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido... Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor.

-Si hubiera usado el pie de cabra... -balbucea el practicante-. ¡Buena la hemos hecho!

Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes.

-Diablo sarnoso... -gruñe- ¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia!

-Todavía vienes con insultos... -protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario-. Eres un ignorante... En el seminario no te zurraron bastante... El señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo... es un hombre culto... lleva trajes de cien rublos... y no me insultó... ¿Y tú, qué gallinácea eres? ¡No te pasará nada, no te morirás por eso!

El sacristán coge el pan bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido...