Mala pata. La fatalidad no siempre es maldita
Llueve, llueve en el suburbio
y aquí solo en esta
pieza
se me sube a la cabeza
una extraña evocación
Cuando tallan los recuerdos //Enrique Cadícamo
Tuve la sensación de pérdida. Contemplé el cielo denso, las nubes
oscuras y dramáticas. Garuaba; recordé las cosas que había perdido en mi vida.
En el tiempo que
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se había ido. En las personas muertas, en mis padres y algunos
amigos, gente que se eclipsó de mi existencia... De quienes tengo retratos
imprecisos, apenas un boceto difuso. Pensaba en mi juventud, como un trofeo
ganado en una remota competencia y que hoy yacía en un estante cubierto de
cenizas.
Recorrí las paredes del cuarto y percibí la soledad, la absurda
soledad en la que vivía... Por expresar
lo que pienso y no saber callar, por no calibrar mis opiniones, por uso,
o más bien abuso, de la franqueza sin cavilar sobre las secuelas. Recordé lo
que alguien me había dicho en el pasado: Aspis, a vos te aman o te odian... ¡Linda frase para
un epitafio!
Mientras el mate me reanimaba, puse en la casetera un CD.
Génesis, con la voz de Phil Collins. Era el
marco musical y despertaba mis nostalgias. Tomé el manuscrito y comencé a leerlo.
“...Vivía mi niñez preocupado, sabía que era un niño inmigrante,
distinto, y quería sobreponerme, ser uno más, como los otros. De Ucrania, donde
nací y me trajeron a este país cuando tenía cuatro años, recordaba muy poco.
Mis padres no abandonaron sus costumbres y tradiciones, pero yo me relacioné
con lo nuevo porque o seguía solo y marginado, o me integraba en
el mundo que me rodeaba. Elegí ser uno más sin perder del todo las raíces...”.
Don Samuel había sido un
agudo observador de la realidad. Seguí la lectura; anécdotas de su
infancia y adolescencia. En la última página hallé pegadas algunas fotos
difusas que mostraban a un joven vestido con la elegancia que siempre lo
caracterizara. En el correr de las páginas encontré frases y razonamientos muy
suyas, con ese estilo bonachón que no obstaba para hacerlo brincar, en
segundos, del buen humor al enojo.
Me asombraba su cariño por la música popular y recordé, entonces,
algo que se había extraviado de mi memoria: las veces que llegaba temprano a la
oficina y lo oía canturrear desde la puerta la melodía Por la vuelta
(maldita costumbre de Samuel: citarme a las siete de la mañana para poder
“conversar a solas”).
* * *
Encargué al restorán chino una bandeja de cerdo agridulce con
arroz. La trajo un chinito más flaco que un espagueti a la manteca. Prendí la
radio y escuché las noticias. Crímenes, el micro “lord menor de Buenos
Aires” persiguiendo a cartoneros,
nombrando ministro de educación a cavernícolas, y la Carrió trabajando en un
circo como la política más chanta. ¡embustera y delirante!
Terminé el almuerzo, junté todo la merdeca y la tiré en el
contenedor. El vino me dio sueño y me recosté en el camastro mirando las
volutas del cigarrillo que parecían rulos revoloteando en el aire. La llovizna
paró y un sol canijo apareció entre las nubes. Salté del lecho como un
trapecista, me vestí y me fui al barrio de Belgrano a rescatar la copia (era
más nítida que la que tenía en mi poder). De Horacio y de Dabur me encargaría
más tarde... Seguían en la ciudad y mis cuentas llegarían. O no.
Espejismos; sólo espejismos
si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura.
Y no ponga los ojos en esa hermosa
que frunce de promesas la boca impura.
Raúl González Tuñón
Las tres de la tarde. No tenía ninguna gana de ir a Belgrano.
Pero quería recuperar el manuscrito. De nuevo la plaza, el edificio en la calle
Mendoza, el portero eléctrico. ¡Suba! Entré en silencio. La mujer estaba
desgreñada, el olor a vino y pizza (restos sobre la mesa y la botella vacía) me
dieron la impresión de una mísera realidad. La miré de costeleta.
—Qué pasó Silvana...
—El técnico me dijo que se quemó el disco duro y que no puede
venir hasta el lunes. Eso es lo que pasa...
La miré como si fuera un dibujo de Doré borroneado. Hice un gesto
insulso y le dije dado que me es urgente me lo llevo. La computadora
estaba tapada con un mantel. Seguro que se arrepintió por el bajo precio y no
se animó a pedir más. Me lo alcanzó tal cual se lo había dado. Agarré la bolsa
de plástico y me fui sin darle mucha bola. Aunque de haber estado duchada y
arreglada se hubiese merecido un hasta más ver dodecafónico.
Tomé el subte en Juramento. Resolví ir a ver a Bermúdez con la
intención de solucionar lo del tipeo y sacarme el bolo de bronca de la
garganta.
La ciudad parecía una olla a presión, acuosa y sin una miga de
aire. La gente me parecía un batallón de trebejos dentro del vértigo humano .
Nadie miraba nada, los ojos mostraban guiños inconcientes. Eran muñecos
desplazándose como autómatas, algunos hablando solos, otros con sonrisas
idiotas. Semejaban un gentío de juego electrónico columpiándose con cierta
rigidez, y yo, solitario, en medio de la
aglomeración...
Llegué al edificio de las oficinas, subí hasta el séptimo piso y
entré a la antesala donde trabaja Toña. La saludé (pienso que con cara de culo)
y pregunté por el editor.
—¡Aspis, qué cara de asesino tiene usted! ¿qué le pasa?
Le conté lo del manuscrito de su ex trompa, cómo era el cretino
que me llamó a las cinco de la mañana, lo ocurrido con la Silvana... Espuma
verde me saldría de la boca...
—Já, ¡seguro que fue Dubar el que le hizo la trampita! Sí, era
amigo de don Samuel pero no crea que él inventó esas patrañas: el hijo de
Samuel le habrá dado la idea. Aspis, no me tengo que meter, pero dígame... ¿Y
ahora qué va a hacer?
—Se lo encajo a usted, Toña. ¿Me lo puede tipear? —dije con voz
cariñosa.
—Usted me ofende, Aspis. Por usted voy al infierno o me tiro
debajo de un colectivo.
—¡Toña, no hable así! Le estoy ofreciendo un trabajo por el que
tiene que cobrar... Y déjese de suicidarse... Dígame, ¿está Bermúdez en la
oficina?
—No se encuentra. Anda preocupado el trompa, hay poco trabajo,
tiene cheques sin cobrar y yo todavía no recibí el sueldo... Dejemelo, Aspis.
Yo se lo tipeo porque en estos días no hago un pito.
Le besé la mejilla y le reiteré el cuidado que había que poner.
Los ojos de Toña bizqueaban con ternura. Salude a Bermúdez de mi parte pero
no le diga nada de lo ocurrido. Me fui a tomar un café a Diagonal y
Esmeralda.
Hora pico. Casi las seis de la tarde y el bar bastante
concurrido. Se desocupó la mesa en la ventana que da sobre Diagonal. Me senté y
mirando el entorno vi a una mujer sentada, ojos grandes y profundos, ráfaga del
ayer, cabello largo, labios finos: tomaba una taza de café grande echando un
vistazo. Ay, Aspis, la melancolía te estrola el presente. La sorprendí
observándome. Me sobresalté. Sentí que un tenue fluido llegaba a mí. No
imaginé que la mina ésta entraría en mi vida como descolgada de un balcón antiguo
con rejas forjadas...
Pensaba, pensaba y estrujaba mi sesera. La mujer de ojos grandes
y profundos se levantó y salió: la vi de cuerpo entero y comprendí que algo
había ocurrido. Y que aún ocurrirían muchos algos más...
Con respecto a mi vida decidí hacer borrón y cuenta nueva.
Simple, categórico, con final wagneriano . No voy a correr detrás de nadie ni
voy a limosnear, le daré la razón a la realidad y actuaré en consecuencia.
Reflexioné: las agencias no necesitan veteranos envejecidos incapaces de ejercer
la profesión en la calle, investigando, moviéndose con rapidez, siempre
asediados por exigencias que no pueden satisfacer. La calidad no juega, la
experiencia es superflua: los jóvenes son módicos e inhibidos, tienen títulos
universitarios y son ambiciosos: consideran a los escrúpulos como una
alcantarilla demodée... Por allí no tengo resquicios. Es impenetrable,
como competir con calzoncillos, medias o
tazas de loza de China.
Entonces, ¿qué hacer? Tenía que acabar con la rutina y poner
distancia con el pasado, pero, ¿cómo empezar?
Ante todo cambiar de aire, mudarme, encontrar una mujer que sea
capaz de vivir una vida ajetreada, sin exigirme ella y sin exigirle yo. Y una vez terminada la historia del
manuscrito de don Samuel, ponerlo en manos de Bermúdez y comenzar a vivir en la
caverna de la realidad. Ale, mirá a tu alrededor y poné el ojo en la mira,
fijate en el micro lord de ésta tu ciudad, de ésta tu gente y de ésos, los
peludos de medio pelo...
A los pocos días pasé por la oficina de Bermúdez: Toña había
terminado el tipeo, se lo entregué a Bermúdez y me despedí... Un adiós extraño,
último, ¿definitivo...?
Me sentí bien. Tomé por Diagonal hacia el obelisco y fui al bar
de Esmeralda y Diagonal. Pedí una vodka doble y me la mandé de un saque. Sin hielo,
sin agua. En realidad iba en busca de la mujer enigma de la otra tarde. Sabía
que era cuestión de ruleta, de imponer la voluntad contra las perspectivas de
un voluntarismo nihilista. Se trataba de un millón de probabilidades contra una
sola, escueta y quimérica.
Pero estaba, sí... Con los mismos ojos profundos. Con ese fulgor
y esa presencia casi altiva. Como esas cosas que ocurren porque deben. Sin
explicación, sin causa. Una profecía que subyace en el inconciente y emerge como prodigio. Allí
estaba, aunque no sabía cómo infringir la distancia. La tarde se borraba, el
manuscrito ya era historia acabada y nuestras miradas cruzábanse y tocaban a
rebato... ■
Andrés Aldao,