O bosquejo de una frustrada entrevista imaginaria
Es así. ¿Qué cosa? La obra de Onetti. Ya es de noche. Por la ventana se ve el río. La brisa suave trae el olor de los jazmines. ¿Intentamos de nuevo?
Y usted, ¿quién es, Onetti?
Yo, nadie, no soy nadie -nos contesta, recostado sobre una cama, del lado derecho. Con una mano fuma, con la otra lee novelas policiales. Es un nene. Es lo más parecido a un nene, con sus ochenta años encima.
Onetti no es nadie. Y además de eso, de no ser nadie, Onetti se escribe con dos te. Dos tés pide alguien, en este lugar que no es un café. Hoy estamos, mañana quién sabe. ¿Sabe algo? No, ¿qué? Onetti escribe tres veces la palabra perniabierto en Juntacadáveres y dos veces, hasta ahora -voy por el capítulo 10-, en la segunda parte de La Vida Breve. ¿Y con eso? Nada, otro dato. Bien, ahora sabemos que Onetti no es nadie, que Onetti se escribe con dos te, que alguien, al pasar, como siguiendo el juego de las palabras, pide dos tés, sabiendo también que esto no es un café, sino algo bien distinto. Por eso nos reímos, es un chiste, celebramos el chiste. También sabemos, ahora, que Onetti escribe tres veces perniabierto en Juntacadáveres y dos, al menos, en la segunda parte de La Vida Breve. ¿Podríamos construir una teoría con eso? ¿Con qué? Con el Onetti perniabierto, con la repetición. Es un sistema. Una mujer típicamente onettiana, por ejemplo. Por ejemplo, claro. Una mina onettiana -las mujeres onettianas son putas o locas o vírgenes-, una mina onettiana perniabierta nos espera. Parece más un adjetivo para un futbolista que para una mina. Es verdad. Pero Onetti escribe esa palabra: perniabierto. Larsen llega a Santa María en el ramal de Enduro, perniabierto, con las tres putas para abrir el prostíbulo, la casita celeste de la costa. Y Brausen espera. Sí, escuchando los quejidos de la Queca. Pongamos que la Queca está perniabierta, recibiendo la dureza de un tipo cualquiera que se levantó en la calle, y Brausen escucha, del otro lado, solo, en la cama, con un cigarrillo que humea colgado de la boca. ¿Y entonces? ¿Qué? ¿Cómo sigue esto? Onetti no es nadie. Onetti es una mentira. Onetti es un grandote al pedo. Te lo imaginás: vas al Centenario a ver a Peñarol, y Onetti te vende la entrada para el partido. ¡Qué loco! Sí. ¿Y entonces? Me cansé. Vos repetís mucho. ¿Qué cosa? Las palabras, vos repetís mucho. Preguntemos de nuevo. ¿Cómo?
A ver: si yo le digo a Onetti que sí, que se puede construir sobre la base de la repetición de la palabra perniabierto una teoría sobre su obra, tengo, una vez que se lo diga, que sostener esa propuesta, para que no suene como si fuese una estupidez. Porque suena a eso, ¿verdad?, a estupidez. Pero si yo cuando le pregunte a Onetti -en Barcelona, en Montevideo, en Santa María o en Buenos Aires-, y él me diga: si usted lo dice; no justifico ¿qué hago? Pero si Onetti es Brausen, es Arce, es Díaz Grey, qué problema te hacés. Es verdad. Perniabierta es la mujer onettiana. Es loca, es inmadura, es rebelde, tiene un costado hermético, un costado que guarda pájaros y campos llenos de trigos quemados, y esa mujer con el costado hermético, corre por el campo lleno de trigos quemados, descalza y con un vestido blanco, que flota, el vestido, como una nube. Basta, estás leyendo mucho a Onetti.
Ahora me quedo solo. Yo no tengo apuro, porque esta nota que escribo saldrá el domingo, en el suplemento cultural. Onetti, ensayo, ¿usted cree? Onetti puede mandarme al carajo o me puede decir: si usted lo dice. Entonces ahí tengo que justificar, cuando me diga: si usted lo dice; porque esa es la mejor forma de decir que sí que tiene el viejo. Usted repite tres veces perniabierto en Juntacadáveres y dos veces, al menos, en la segunda parte de La Vida Breve. ¿Por qué, Onetti? ¿Es consciente de eso? Onetti no me mira. Ni en mi entrevista inventada. Sé que tengo que mentir. Pero esa mentira, está claro, es la base de la obra de Onetti. Cómo entrevistarlo sin mentir. Cómo suponer que Onetti va a hablarme si no le miento un poco, si no le demuestro un poco de ingenio para derribar el muro insoportable de la formalidad. No sé, le arranco. No sé, me dice. ¿Qué me quiere decir, usted, con eso?, me dice.
Insisto: ¿Quién es Onetti?
Onetti no es nadie. No existe -me dice el tipo que lee las novelitas policiales que Dolly le compra. ¿Dolly? La mujer. Onetti está durmiendo, dice ella. ¿Qué sueña Onetti cuando duerme? Nada: si no es nadie, dice también ella.
A ver: empecemos de nuevo. Por ejemplo, si construimos una teoría en base a la palabra perniabierto, ¿qué rol cumple la mujer en su Obra?
Onetti no responde. El que pidió los dos tés ahora se va, se calza un abrigo y se va. Esto es un diario. Deben saberlo. Saber que este diario se llama El Liberal, y que ese tipo, el que con una mueca triste pidió los dos tés, con las dos te de Onetti, se llama Rizzo, y ahora se calza un abrigo, un saco puede ser, gris, y se va. Yo escribo una reseña que va a aparecer en el suplemento cultural del domingo. Unas pocas líneas me pide el jefe. Yo redacto. Invento una manera de decir.
Usted, Onetti, ¿quién es? ¿Usted desea ser Faulkner, Onetti? La idea de la mujer. La construcción de una obra. Santa María. El tema del doble. Larsen. Díaz Grey. No quiero escribir que Onetti, en esta reseña que saldrá el domingo, nació en Montevideo en 1909 y murió en Barcelona en 1994. Que su primer libro fue El Pozo, que después vinieron otros. Que publica en 1950 La Vida Breve. Que en 1964 aparece Juntacadáveres, para mí su mejor novela. ¿Qué quiero decir, yo, cuando digo para mí su mejor novela? Nada. Muy bien. Estaba diciendo que también publica Los Adioses, que publica El Astillero, y tantos más. Que obtiene el Premio Cervantes. Y que no quiero escribir de esta manera la reseña de Onetti. Si lo busco en una enciclopedia podré encontrar: "Onetti, J.C, escritor uruguayo, que cultivó una narrativa influenciada por la obra de Faulkner y que es además un renovador de la literatura latinoamericana". ¿Por qué hacer el hincapié en la influencia que ejerce Faulkner en su obra?
¿Qué es para usted la infancia?, le pregunto una pregunta que ya le preguntaron, para que me diga lo mismo que le dijo a ése que ya le preguntó: Tal vez no exista, dice Onetti, ningún período de la vida tan profundamente personal, tan íntimo, tan mentiroso en el recuerdo como éste. Decir la infancia, dice el viejo, implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños.
Habla, responde, pone el automático, se vuelve hermético, como sus mujeres, sus mujeres son él: todos sabemos que se está construyendo, cuando habla se construye. En fin. Dos tés, vuelve a decir Rizzo, bajito, con el saco cruzado en un brazo, está de vuelta porque se olvidó algo, un sobre nuevo que le acaba de llegar. Sigamos con lo que vale la pena. ¿Se puede decir, Onetti, que tomando como base la repetición de la palabra perniabierto es posible edificar una teoría sobre su obra?
Ya sé, Onetti, esa pregunta no me la quiere contestar. Qué quiere decir. Dígame: Yo nunca he sabido hablar ni bien ni regular, me dice el viejo. Así empieza el discurso que usted da en la entrega del Premio Cervantes, le digo, a mí no me jode. Está bien, pero, bueno, no es para tanto, no, no se levante de la cama, Onetti, faltaba más, pero, necesito que me responda, ¿tanto le cuesta, Onetti?, todavía no tengo una línea que sirva. Está bien, soy un hincha pelotas, pero tengo que sacar una nota, en el suplemento cultural del diario, sobre usted, Onetti. Y quiero jugar con las palabras. Quiero mentir. Hacerles creer a los lectores que le hice una entrevista a usted, que ya está muerto, en cualquiera de sus ciudades, y que igual usted me manda a la mierda, así me dice. Pero sabe una cosa, yo no me rindo. Insisto, Onetti, porque no puedo publicar esto que estoy escribiendo. Esto que estoy escribiendo es un bosquejo o un pacto imaginario, si usted quiere un trato, eso estoy haciendo, un trato con usted: espere, Onetti. Empujo la puerta, escúcheme, no me eche, Onetti, dos tés, le digo. Emerge de una caverna milenaria, de una oscura y ronca eternidad, un sonido, una voz, que efectivamente me manda al carajo, me empuja un poco, forcejeamos en la puerta. Él puede cerrarla. Él es un grandote al pedo, pero puede cerrar puertas. Y cuando pierdo, cuando definitivamente me doy por vencido, en esta entrevista imaginaria, escucho cómo, del otro lado, como si fuese Brausen -es Brausen- el viejo arrastra los pies y dice: Onetti no es nadie pero es Onetti, carajo.
Yo después tengo ganas de ir a fumar al río. Me duele el cuerpo. No sé qué ciudad es esta. Pero si está Onetti -pienso- seguro hay un río, y una rambla, y tipos fumando, y olor a jazmines.
Me inclino sobre la baranda blanca del Paseo de la Costanera. El río es una mancha oscura y borrosa, interrumpida por una luz que se mueve. Largo el humo por la nariz.
Si el jefe quiere, publico esto. ¿Qué es esto?, me preguntará el jefe. Esto es Onetti, le voy a decir, un bosquejo, una frustrada entrevista imaginaria.
(*) Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, Provincia de Bs. As., en 1975. Es sociólogo, egresado de la UBA, y escritor. Tiene un libro de cuentos inéditos, y actualmente continúa trabajando en su producción literaria.