jueves, 28 de abril de 2011

CARLOS ARTURO TRINELLI – narrativa


Enrique Lotrisky


crónicas newyorkinas por Enrique Lotrisky

I
                                                                                                                                                     
Demasiadas cosas nos suceden en el desarrollo de la vida y a pocas o ninguna podemos anticiparlas.
     Cuando Amalia me propuso acompañarla a Nueva York confieso que dudé, duda que en mi vida no representaba ninguna novedad. Es que odio realizar trámites, hacer colas, someterme a distintas clases de escarnios, postura esta que me emparentaba, según Amalia, con aquellos caballos que jamás terminan de amansarse y reservan para si parte del discernimiento de libertad. Hice todo lo que había que hacer convencido de que en algún momento algo se opondría entre Nueva York y yo. No fue así.
     Ahora me enfrentaba a recuperar mi temple de acero ( en la versión con John Wayne y Dennis Hooper ), doce horas o más sin fumar, algunas horas sin beber.
     Era la primera vez que iba a viajar tantas horas en avión y la primera vez que iría tan lejos.
     En el almuerzo previo a la partida hacia el aeropuerto de Ezeiza intenté hacer el mayor acopio de alcohol en sangre bajo la mirada rectora de Amalia y de sus hijos Reforcé  la dosis en el aeropuerto en un intento por matizar la espera.
     En zona de embarque ( no sé el por qué de este término si íbamos en avión y comprobé que a la lengua manchega le faltan neologismos del estilo zona de envuelo ) hicimos una cola similar a la de las mangas que orientan al ganado para ser vacunado. Yo no poseía nada que pudiera incriminarme salvo una petaca de Old Smugler comprada de apuro y que me fuera confiscada junto a un tornillo naufragado en el forro de mi saco  que hizo que la alarma se disparara.
     Superadas estas pruebas subimos al avión. Una azafata o mucama de abordo, parecida al recuerdo que tenía de una tía solterona, nos dio la bienvenida y decidió que debíamos seguir hacia la derecha ( cosa que entendí porque dijo right ).
     Contemplé como los pasajeros disputaban bauleras para guardar sus bártulos de mano entre ellas mi Amalia. Me gustaba mirarla con los brazos extendidos por sobre la cabeza y el talle que se afinaba y avanzaba los pechos hacia mi que ya me hallaba sentado en la incomodidad de mi asiento.
     Después de un rato dilatado en expectativas comenzaron las inútiles instrucciones de emergencia que culminaron con la derivación hacia un manual guardado en el bolsillo del respaldo del asiento delantero. No me interesó en absoluto. Una instrucción en particular pareció dedicada a mi, no fumar en el baño, y me dije que tal vez, gente tan volada habría adquirido alguna cualidad paranormal.
     Las tías viejas, al fin eran dos, con fingida simpatía, sirvieron a diestra y siniestra una supuesta cena, tan nimia, tan poco apetitosa que más parecía un reparto para refugiados en un campamento.
     Me dediqué a leer y dormitar o a dormitar y leer. Las mujeres también sirvieron un desayuno tan feo como la cena pero aún más escaso.
     Llegamos y la mañana se desperezaba con nosotros.
     Amalia había alquilado un departamento de un ambiente sobre la avenida Madison. Una combi que contratamos en el aeropuerto nos dejó en la puerta.
     Ella se dedicaría al congreso mundial de miniaturismo en porcelana y yo al intercambio mundial de bebedores en las barras sin que las Erinias interfirieran en mi misión.
                                    

MORGAN II

                                                                                                             Conocí a Morgan en la barra de un pub en Nueva York. Yo aprovechaba la franquicia para beber con descuento que culminaba a las 7 pm. Ella hacia lo propio pero desde el comienzo, las 4 pm, para beber por el cincuenta por ciento del precio. Era una mujer mayor o tal vez gastada, de una edad incierta que la ubicaba arriba de los sesenta pero por debajo de la siguiente década. Tan delgada como el humo de un cigarrillo, el pelo corto, el rostro enjuto surcado por arrugas simétricas que le estiraban los ojos y le enmarcaban los labios finos y caídos. La nariz se mantenía altiva y el cabello mudaba el tono rojizo en el nacimiento. Cuando hablaba, su voz grave contenía cierta musicalidad, me agradaba oírla y más me hubiera agradado entenderla porque Morgan era norteamericana y hablaba en inglés.
     No me hablaba a mi en particular sino que lo hacía para todos los que fatigábamos la barra. Algunos le respondían y todos reíamos en esa camaradería apenas alumbrada por las luces que iluminaban a las botellas. Yo reía cuando había que hacerlo recordando una frase que repetía un tío míodonde fueres has lo que vieres. La relación que todos manteníamos en la barra era presa de lo efímero. Cualquiera dispuesto a oír podía ocupar un lugar.
     Se bebía de manera lenta pero con tenacidad interrumpida sólo para salir a fumar en la vereda. El tiempo en la barra, el tiempo en la vereda diferían del propio tiempo indefinible por naturaleza. Hablo del tiempo mejor, aquel que se invoca en la queja ya vendrán tiempos mejores. Eran éstos y de ahí la morosidad, de ahí el deleite.
     Comencé a compartir con Morgan los momentos de fumar en la vereda. Una imperceptible seña con el atado de cigarrillos bastaba. Ella descendía de su taburete y pasaba por delante de mí con pasos cortos, sus pantorrillas se rozaban al caminar y lo que quedaba de su culo pequeño acompasaba la marcha en su notoria escoliosis.
     Como en un eterno primer instante su sonrisa era permanente mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro. Me hablaba despacio, elegía las palabras para que yo las entendiera y remataba las frases con una muletilla you know. Me contó que vivía sola y que tenía un gato o que el gato la tenía a ella. Morgan era viuda. Morgan había perdido un único hijo en Irak
     Uno de esos días me mostró una foto del hijo. La observé sobre el mostrador de la barra. Una instantánea tomada de apuro con una polaroid. Nick, el difunto, en uniforme de combate apoyado sobre la puerta de un vehículo Hummer. El plano era malo, tres cuartos de la foto lo ocupaba un cielo lavado de resplandor y los ojos no se veían cruzados por una línea de sombra que proyectaba el casco sobre su cara. Toda una metáfora pensé, incluso la sonrisa de labios estirados más parecida al temor que a la alegría del recuerdo.
     Todas las tardes Morgan me inquiría sobre los lugares en que había estado o qué me había parecido tal o cuál cosa.
     Cuando llegó el fin de mi estadía y le hice saber que viajaría al día siguiente, dijo algo relacionado con que me iba a extrañar y que deseaba invitarme con una consumición. Acepté y nos reímos al asegurarnos uno al otro que sería la última.
     Esa noche nos fuimos juntos. Caminamos a su paso por la avenida Park hacia la 36 y de ahí hasta la avenida Madison en donde cada uno seguiría su camino pero no sería una repetición más de las que nos tiene acostumbrados la vida. El hecho tenía la impronta de ser original. Morgan y yo no volveríamos a hacerlo. Morgan y yo no volveríamos a vernos.
     Entendí más o menos cuando me dijo que debido a la guerra había comenzado a beber. No supe articular una respuesta en su idioma y se la di en el mío:-Nunca se sabe bien por qué uno lo hace.
     Tomó mis manos en las suyas y me dijo gracias. Después se alejó caminando como si estuviera paspada.
  
                                              
                                           MICHEL. III


     Salí a caminar. Me hallaba algo confundido no tenía nada qué hacer y no me podía oponer porque nadie se opone a nada. Caminé por la avenida Madison hasta la calle 42 y de ahí hasta la Estación Central. Entré como uno más. Me paré en el hall y miré los destinos en el cartel; aparecían abreviados y no pude comprenderlos. Me asomé en los andenes y recordé a Gary Grant escapando de un tren en Intriga Internacional, dudé en subirme a cualquiera pero desistí para tomar la primer cerveza del día.
     Con algo de combustible retomé la senda de la 42 y en la intersección con la 5ta. Avenida encontré el edificio de la Biblioteca Pública. Entré. Paredes de mármol, escalones de mármol y un grupo de turistas en una visita guiada. Como al descuido me les puse a la par justo para detenernos ante un bebedero en desuso incrustado en mármol en una pared de mármol. La guía explicó que el agua no aprovechada se reciclaba o eso creí entender ya que la señora hablaba en inglés. Avanzamos y nos detuvimos a las puertas de una galería. Aquí sobrevino un discurso matizado de bromas que no entendí pero que supe eran bromas porque todos reían con más o menos ganas. Supuse que llegar hasta los libros sería una larga marcha incomprendida y abandoné al grupo.
     Decidí descansar en un banco de mármol recostado sobre la pared de mármol y observé que todo el personal de seguridad era de raza negra. Los uniformes eran indistintos y las mujeres apenas conseguían diferenciarse.
     El sitio era fresco y distante. Las ganas de fumar me hicieron abandonar la biblioteca sin haber visto un solo libro.
     Retomé la 42 y llegué a Times Square, un festival de carteles luminosos y fotógrafos aficionados. No pude menos que sentirme abrumado ante el despliegue tecnológico. Torné a caminar por la calle Brodway y escuché mi nombre con el énfasis de una pregunta. Cuando fui joven me creí inmortal ( no afirmo que ésta creencia me haga parecer original) pero ahora sabía que no era un highlander y no iba a responder la pregunta de si era yo el verdadero Enrique de los cientos de miles que pululan en el mundo pero las personas como yo somos víctimas del azar y me di media vuelta. Un hombre sanguche con un cartel colgado que promocionaba algo me sonreía con nada en la boca que no fuera la lengua.
-Soy Michel, dijo y aclaró,-Miguel.
     El cartel le tapaba las rodillas, los brazos se balanceaban sin hombros y la cabeza emergía del anuncio como un faro apagado. Imposible reconocer al monigote que me conocía. Acorté la distancia y lo miré con detenimiento. Los ojos vidriosos sobresalían sobre unas ojeras púrpuras con la mirada del vicioso. La boca vacía dijo:-Soy Miguel Gómez, el Migo.
     Entonces retrocedí como para leer el cartel pero la verdad era que lo hacía para acompañar a la memoria y lo hallé, el Migo, un mexicano que conocí en Buenos Aires a mediados de los 90 cuando entré a trabajar en el depósito y expedición de una panificadora mexicana. El Migo se le puso de apodo por las trapisondas que hacía con los panes vencidos. Su cargo era el de encargado del depósito y en el afán por hacer amistades organizaba buenas fiestas. Yo le escapaba, nunca me gustaron las fiestas de sexo grupal y drogas pesadas que convertían a los participantes en muñecos desinhibidos, caricaturas grotescas de la miseria humana empeñados en entristecer la carne, es decir, sus placeres.
     Bueno todo esto o más o menos pensé al reconocerlo y saludarlo pero ahora agrego que sé el por qué le huía o lo trataba con reparo. Él sabía que moriría un día, yo no, de ahí la diferencia, quizá las diferencias se zanjaron en el tiempo que todo lo aproxima.
-¡Migo! Exclamé y le tendí la mano.
     Me la aferró de costado por el cartel que le impedía extender el brazo hacia adelante.
     Lo que siguió fue todo un te acordás de …y alguna risotada. Después se afanó en hurgar en sus fracasos sin preguntarme nada y reflexioné que está bien, la gente se mantiene viva preocupada en sí misma. Lo curioso aconteció cuando por decir algo lo invité a beber una cerveza.
-Mira, vas a gastar 30 o 40 dólares, has una cosa, ves ésa mujer allá enfrente.
     Miré y vi una mujer cartel.
-Es mi esposa, dale los 40 dólares y dile que se los mando yo.
     Nos despedimos sin euforia y crucé la calle. Me dirigí a la mujer, una morocha con algunos dientes y el aspecto de las mujeres secretas de la historia. Le di 10 dólares y señalé a Miguel que saludaba con los brazos por sobre la cabeza. La mujer solo dijo:Gracias.


6 comentarios:

  1. Arturo, te había dejado ya un comentario, pero parece que no se publicó. Ya no recuerdo exactamente lo que te había puesto. Algo así como que es un verdadero placer leerte, disfrutar encontrando esa línea finísima que separa al autor del personaje, hay tanto de vos, tanto y mientras sigo el recorrido de tu narrativa lo hago sonriendo,descubriendo las verdades del texto. Excelente!!

    Lily Chavez

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  2. Artur rey... síntomas de buena hilaridad arrasan en el texto y lo ameno contagia con el valor del alcohol bebido que une esa tangente de malabarismo del autor sobre un precipicio de argucias.
    Bien... ni quiero pensar cuando te envueles para los pagos.

    Celmiro Koryto

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  3. Un hermoso recuerdo de las aventuras en el Bar Baviera me confirma que el talento no tiene patria y los seres humanos somos muy parecidos...Lástima que te quedaste pocos días en Nueva York, yo esperaba una nueva serie!!

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  4. Enrique Lotrisky en Nueva York encuentra a sus sempiternos personajes del Baviera, a Morgan y Michel (Migo, el turrito mexicano); siempre los perdedores, los desgraciados y degradados, y compone un cuadro más bien melancólico de las andanzas de Lotrisky en la urbe de rascacielos y miserias cotidianas. Con guiski y cerveza. Infaltables. Y la blandura del autor guardada en la máscara irónica exterior. Excelente, good bay...
    Andrés

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  5. Lotrinky , parece ser que la temática de hoy ronda por los bares y las mujeres. Tanto Amalia , como Morgan o la mujer secreta no se liberarán del "tiempo".Le regalo entonces un "Silogismo de la Amargura" de Cioran:!Que cerca me siento de aquella vieja loca , que corría detrs del tiempo, que quería atrapar "un trozo" de tiempo.!
    Por suerte existe el vino, Lotrinsky.
    Saludos. amelia

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  6. Esos personajes gastados por los años tan simpáticamente descriptos, el bar y los amigos que pueden ser de acá o de allá pero la esencia de lo compartido es la misma, me llevaron por la lectura con una sonrisa que te agradezco.
    Un saludo
    Betty Badaui

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