viernes, 20 de enero de 2012

ÍNDICE DEL 20 DE ENERO DE 2012




ARTESANÍAS  LITERARIAS
La revista que nunca duerme 


Cuentos y poemas, textos literarios, ensayos, historia. 

Enviar mensajes y colaboraciones: cuentos, poemas, ensayos, material literario con un brevísimo CV y una foto  a:  

andresaldao@gmail.com
º º º º º

CONSEJO de COLABORADORES de

ARTESANÍAS LITERARIAS
                               
           
EDITOR: Andrés Aldao
           
SEC. DE REDACCIÓN: Ester Mann
                  
COLABORADORES:

Carlos Arturo Trinelli
                                                         
Amelia Arellano
                                                          
Celmiro Koryto
                                                          
Cristina Pailos

Marita Ragozza de Mandrini

Ernesto Ramírez

Ofelia Funes


·                       Gerardo Leonardo Pennini (Setiembre 2002): Anais C...
·                       JORGE M. REVERTE Recuento del horror
·                       CAMBALACHE - ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO, FILÓSOFO DE...
·                       Visitas ilustres y debates políticos - Por Silvina...
·                       ANTONIO MUÑOZ MOLINA: Volviendo a John le Carré
·                       Por Silvina Friera: TSVIETAIEVA EN LA BIBLIOTECA N...
·                       un cuento de Antonio Dal Masseto
·                       "Margaret Thatcher destruyó la cultura"
·                       Por Silvina Friera: ENTREVISTA A LA POETA DIANA BE...
·                       LIBROS : Shalamov renacido RAMÓN MUÑOZ
·                       SOBRE Muñoz Molina: Nada del otro mundo
·                       LUIS ALPOSTA
·                       ROSA MORA
·                       AMELIA ARELLANO
·                       ESTER MANN
·                       CARLOS ARTURO TRINELLI
·                       ANDRÉS ALDAO
·                       SHAI SELA
·                       Isaac Bashevis Singer
·                       Liliana Pintos
·                       maria alicia del rosario gomez de balbuena
·                       Andrea Zurlo
·                       silvia urtubey
·                       CRISTINA VILLANUEVA
·                       CARTAS DE BUKOWSKI
·                       CARMEN PASSANO
·                       CELMIRO KORYTO Poemas inéditos:
·                       Inédita, para Artesanías- MARITA RAGOZZA DE MANDRI...
·                       Marina Tsvietáieva *
·                       Marta Pizzo
·                       ERNESTO RAMÍREZ
·                       MARTHA GOLDIN
·                       Marta Comelli
·                       GRACIELA MALAGRIDA
·                       Alejandro Drewes
·                       IVANA SZAC
·                       Roque Dalton
·                       RAFAEL ESPEJO: POEMAS
·                       Silvia Cuevas Morales POETA
·                       Octavio Armand: POEMAS
·                       Muhsin Al-Ramli POEMA
·                       Hugo del Carril canta Nostalgias
·                       15 AÑOS DEL ASESINATO DE CABEZAS

Gerardo Leonardo Pennini (Setiembre 2002): Anais Cero Dos


RAÍL LUDUEÑA




Amigos Ester y Andrés, les mando un texto que se estrenó como monólogo para danza-teatro. Lo amo porque lo dirigió Raúl Ludueña, que fuera primero alumno, después actor y siempre amigo. Raúl falleció el14 de mayo de 2010 .Tal vez es largo para la revista, pero qué se yo, se los dejo.


Anais Cero Dos

Gerardo Leonardo Pennini (Setiembre 2002)

Es necesario, absolutamente indispensable, prestar una atención casi maníaca a la preparación de los alimentos. No, claro que no hay que tomarlos solamente como alimentos, como esas cosas impersonales impresas en estadísticas de calorías, hidratos y  proteínas. Para una gran parte de la población mundial, la mayor parte diría yo, claro que solamente se trata de alimentarse, comer o no comer esperando llegar al día siguiente, conseguir un pedazo de pan y desintegrarse, sudarse, contorsionarse, prostituírse, desanimarse, arrastrarse, inventariarse...tratando de durar hasta el día siguiente, conseguir otro pedazo de pan y volver a durar otras veinticuatro horas...veinticuatro horas bajo el sol mascando arena, chupando nieve, lamiendo barro, royendo un pedazo de madera de pino .
Hay que concentrarse, no se trata de esa concepción de los alimentos, sino estos otros, éstos relacionados con  un estilo de vida, con una necesidad vital y compulsiva de elaborar las delicadas recetas de cocina con fines puramente hedónicos, en la búsqueda lisa y llana del placer, la gratificación de los sentidos llevados a su máxima expresión. Aquí, dentro de un espacio, ámbito o recinto reducido y reconocido, apropiado y adecuado, donde las paredes guardan reconcentrados aromas de otras recetas cocinadas aquí durante generaciones, de generación en generación, y otras secuencias obvias que surgen de la palabra misma. Sobre los muros, adherida debajo de la capa de pintura, enredada en los pliegues de estas cortinas  pasando de allí a la ropa, acechan olores penetrantes de condimentos utilizados a placer. El revoque, el estucado, los mosaicos o azulejos que forman estas asépticas superficies lisas, refractantes, pulidas, geométricas, cuadriculadas y planas donde limitamos nuestros movimientos...no frenan la vida de los olores. Cada partícula de perfume abandona muy lentamente el lugar milimétrico donde apoyamos la yema del dedo medio de la mano derecha. La yema, del dedo en este caso, roza tan imperceptiblemente este sector de la superficie y produce un temblor, como el chucho de las viejas, que recorre la pared izquierda sin ser siquiera percibido. ¿Alguien podría decir alguna vez que ha visto  la sana  y confiable pared de mampostería de una cocina estremecerse de gozo, o de pasión, o...? No, sería acusado de loco, claro está. Pero sí juraríamos que ese penetrante aroma a jengibre antes no estaba en el ambiente. Y si nos movemos con una pizca de rapidez, podremos husmear con ansiedad, acezando, hozando, holgazaneando, retozando, allí...justamente allí donde aquélla vez se derramó el aceite de oliva y el pimentón que debieron rehogar frutos del mar...pero sigamos...sigamos...trotemos salpicando y pizzicando con nuestra inquieta nariz sobre la tabla de cedro, que esconde su perfume bajo este ardiente estilete ensalivado que se yergue desde un jardín de calamares, olores marinos que acidulan la curva de la lengua, tentáculos prestos a apresar aplanados berberechos contrahechos en las ollas del Mediterráneo derramado sobre pentagramas, Cataluñas y canciones.
Aquí, en este preciso momento y lugar deberá detenerse el dedo inquisidor y una desmadejada mujer disimulada en los vapores perfumados desnudada esta primera vez entre dudas enfrenta decisiones de mujer detenida en este preciso momento. No importa, dura lucha con la duda que la dejará desmelenada. La mujer mira el campo de batalla, se adueña de las armas necesarias, elige el momento y la distancia, el rincón adecuado y circunstancia, elige las cucharas, los menjunjes, el páprika y la salvia. El tomillo, el estragón y la genciana caen al suelo, debajo de la mesa. Ella, urgente, corre a recuperar el curry, se arrodilla en busca de canela, se agita, se angustia y clama para que aparezca la vainilla, el agua de azahares se derrama. Sus dedos se internan y se enredan en su propia cabellera, se frota sus ijares con anís y salpica de laurel sus hombros y su espalda. Reserva misteriosamente el perejil. Hace una dificultosa pasta con el ajo salvaje atroz desaforado que exhala el aliento que rechaza, lo potencia, lo estimula y lo macera en el mortero que copia la forma de sus nalgas. Ahora descansa. Se mira en el reflejo de las olas, de los vidrios y del agua. Está, se siente lista ofrendada presa voluntaria para el altar de lares primitivos, ancestrales, donde aún hay brasas. Ofrece los labios brillosos de saliva blandamente encanutados, sorbo de carne ensalivados, anticipo de boca en un soplo aprisionado que se suelta en el velamen del fogón casi apagado, aviva el rescoldo, eleva unas llamas frágiles que reclaman otro sorbo de soplidos y mejillas rojizas redondeadas suavemente conteniendo saboreando impeliendo  paladeando lengüetazos de suspiros y aliento a golosos puerros cabezones y aromáticos.
El paso del tictac que marca el paso en la pared  con capas de pintura de sorprende así, ante el minuto siguiente apenas doble, doblegada la espalda en arco de triunfo dominando desde abajo mientras las rodillas empujan hacia delante la marcha del momento final cuando los pelos, el sudor y la sopa espesa cremosa  se derraman dejando sobre los mosaicos del piso otra cálida gotera del cáliz sin vino que opaca el contraluz de la ventana.
Ella está allí, dejando resbalar la cerviz imaginando que la mano la empuja y la aparta. Terminó, brilla el mismo contraluz en la curva horizontal de la espalda, penumbra en la curva de las nalgas, suave terciopelo de duraznos y bizcochos en los muslos, tensos tendones provenzales que mejor presumir los pies marinados en vinos blancos, por ejemplo moscatos sanjuaninos o torrontés de Salta.
Debe elegir las presas del animal de montería y cuidadosamente recorrer con la palma el libro de recetas para preparar carnes de caza. Sube y sube juguetona la escala de los dedos inquietos por pradera o jardín de césped masculino a creer por el almizcle que exhala el tapiz tapete o mantel donde está aún intacto el conejo, el venado o el cordero según se vea el macho tierno a punto de sacrificar sobre la piedra o el mármol, sobre hierbas, sobre el cedro de la mesa, entre orégano y adobos o como sea, presa al fin que deberá ser despostada, desarticulada, enarbolada, macerada y amasada hasta que por fin se vierta su relleno almibarado, ácimo o aguado y se mezcle con jugos viscerales donde se rebelan las entrañas que también rehogan en esencias sus orgánicos olores y los rojos oscuros, rosados, ambarinos, moldeados colores en redondeces recovecos y  agitado agitar de revuelos de instrumentos de placer, sartenes y cucharas, afilados dientes y afelpadas dentelladas.
Es en el borde más primaveral por ahora el ajetreo del hojaldre con silencioso crujir, batir y desmoldar de  pasta de avellanas. Es por ahora en un imposible ángulo recto con las patas las piernas de la mesa cotidiana que gime y triza y trota y se desarma bajo el peso de un turrón de Alicante, bronceado de almendras, olor boscoso y ácido bestial profundo mazapán de carne blanca que contrasta y lucha y aparenta retorcerse  caníbal jauría de una sola boca que patea corcovea rebuzna y brama confundiendo líquidos en estallar de jarras alfareras que se rompen en trizas. Dos brazos doman empujando. Bajan el bollo de masa todavía tierno para que junte levadura con el trigo y la sal, la saliva y la salmuera y se hundan los dedos como cepos en redondos omóplatos dos crestas donde amasan con esfuerzo y energía y la masa se rebela revolea crines furiosas estériles y vanas y adelante hacia atrás es un violento choque donde leuda rígido empujón injusto irracional violento ya no tierno sorprendente los ojos buscan adelante fuera del ángulo agreste del borde de madera, ya no olor a cedro entre tantos olores y violentos sacudones  de palos y piernas y amasar la masa en bollos de pan que se apuña empuñando el puñado de pelos que queda entre los dientes cuando muerde inconsciente la decadencia muscular desde atrás desde la cresta del monte y la colina y se hunde una frente calentada al horno de la espera desespera desenfrenado suspiro estertor postrero soplo que termina juntamente desparrama un poco de harina de sésamo en la tabla.
Se pegan de humedad con vapores las tres pieles, la más última la mesa la más roja, la que trasciende inalterable. Ahora unos momentos el bollo tendrá que descansar desandando hacia atrás alrededor aspira el aire, busca el agua, se aleja del fuego, acaricia la tierra, asemeja  una codorniz, asemeja un faisán y revuelve y revuelve aletas nadando en una danza, colea y menea.
Descanso. Desanda. Demuda. Deviene la devanadora tiquitaca tiquitaca el reloj de pared en el clavo clavado, cla, cla, cla, cla. Chancletea. Deshilachada chancleta deviene en devanadora del huso de hilar de la parca sedienta solitaria canilla gotea la gota cla.
Cla.
Tic.
Tac.
Tiqui.
Taca.
Tracata traca tá, rataplan, plan plan.
Plan rata plan plan plán.
La cuerda. La cuerda del reloj, la cuerda en chancletas lleva cordura en la bolsa y el hombre el mismo el de la bolsa confunde y se piensa en bolsa de papas el escroto, escorbuto estropicio estragón, y paté y foie gras y ganso trozado saltando en la paila manteca, pimienta y harina, dos vasos de vino jerez.
Me tomo uno de tinto riojano.
Rodajas de zanahorias que pela y estira y comparte comprime en rodajas rojizas.
El corazón es amarillo. Anaranjado.
El círculo rodeando el tronco amarillo se ve bermellón, se ve be .Se bebe oscuro Burdeos en vaso de vidrio grosero.
Dos manos. Detrás de la orilla del vidrio afinado afiebrado dos ojos dorados imponen inoportunamente dos granos de pimienta. Dos garras de gato. Dos hojas de laurel. Dos rodajas de limón. Dos pies y dos manos son cuatro y dos tetas son suyas no mías no tuyas. Dos cucharadas de perejil, arrepollado manojo mechón de vello púbico de duende verde encrespado y el vaso de vino son dos. Dos vasos, dos garras de halcón, el barniz bermellón de las uñas el gato maúlla y aguarda encogido agazapa el zarpazo.
Dos buenas gorduras blancas firmes apenas redondas con puntas color de ciruelas pero de carne de ciruelas peladas que da gusto mojar apenas en vino morado rojizo, cebollas peladas perfumadas dos de las blancas con puntas rojizas, de buena cebolla italiana. En cuencos madera mimbre de tono menor marrones de roble vetusto maderas talladas rebosan refrutan refutan violadas frambuesas contraste con pálidas limas de verde pezón y naranjas naranjas de ombligo, kinotos campestres desnudos, yacentes asoman del borde desborde de peras melìferas penden ásperos kiwis pendulan.
Apenas asoman, secas castañas y pasas de rubios higos raquíticos abrillantados.
Una.
Se mira y compara. Sobre el borde de una copa dos copas ofrecen dos tragos azules o negros o mira y compara. Son buenas carnosas estas valencianas, más chatas, la piel es más frágil, olor más silvestre. Son dos buenas valencianas que palpa mientras las copas se miran por sobre los ojos de vino que vienen y tocan.
Cla, cla. Chancletas solas se van tiqui taca. Hay cuatro descalzas, no, seis se descalzan  y volcando las copas los dedos se untan unguentan de frente en frente enfrentan acercan de frente y el vino escribe con letra cursiva en el pecho, la cara, la espalda y baja.
Se tocan. Tan tan.
Rataplán.
Cebolla en gajos cortados despacio finitos y largos, chatas de Valencia, redondas de Italia formando cortinas de aroma y vapores baja en catarata para purgar sus excesos en el aceite donde se frita la carne de ganso.
Tiqui. Taca.
El tiempo pasado, los sueños pendientes, pendiendo atrasados, deseos fantásticos. Hace falta un coro. Se agregan las sombras sobre las paredes, se mueven cortinas, rechinan las puertas, se rozan las ollas, el viento agita las llamas. Esto dirían las viejas es la boca del horno. Del horno dirían sin saber, donde nadie conoce, nadie repite en voz alta que pasa, cuál es, nadie ha estado. Se asoma a la boca del horno.
Se ha muerto el perfume. El olor se gasta apretado entre los frascos. Las sombras que entraban por la ventana están derramadas por el suelo, los cuerpos, las verduras, el brasero, menos una.
Una sombra baila
Contra el fondo oscuro de tizne, contra repollos verdes, coliflores blancos, sardinas plateadas, damascos dorados.
Es mucho más que una silueta. Ni siquiera se ve como un cuerpo. Llegó anocheciendo, se va alumbrando. La voz es de bajo. Tal vez una cuerda, un arpa. Suena mejor, es barítono. Tal vez sea un viento, un fagot, una tuba. Una línea un perfil, los ojos son seis, las manos son cuatro...no...tres cabezas y pies, y la línea se borra se extiende. Matorral espeso de hierbas mezcladas y el vino nublando la nube que cubre mirada hacia abajo la cruel reprimenda la culpa y el peso y tres en un vaso bebiendo se juntan los labios de a cuatro y la bolsa torneado perfil en penumbras clavo de olor y pepino perfecto barítono junta por arte de magia la barba del choclo, las cuatro cebollas costado de guitarra, puerro cabeza terciopelo y remolacha, otra cabeza  es negro revoltijo de grosellas.
El vino se había terminado. Por esa ventana, aquélla, la misma, alguien asoma hacia adentro, no se ven luces ni sombras ni suenan cuchillos ni se baten cucharas, ni siquiera el brillo de alguna sartén.
Las garras de gatos dejan la ventana sobre la tabla ven marcando huellas.
En ese lugar que pasó todo el tiempo olvidado, escondido, negado, está el surco de la yema de los dedos. Allí se sorbió con el negro carbón vegetal el perfume de todas las especias.
El reloj de pared está clavado con clavos y todo el color naufraga en un mundo redondo con números romanos que parecen más clavos.
Una piel o dos recuerdos inútiles inertes insensibles colgadas de un lindo perchero junto a una puerta que aún no ha sido abierta. Debajo hay un informe deshilachado descolorido montículo de chancletas y una pipa. O un diario de ayer.
Pendiendo también aquélla fantasía. Pendiente.
Sobre la hornalla inoxidable el gran caldero reluciente refregado refleja un brillo sospechoso mientras bulle hirviente hirviendo a borbotones todo atisbo de cosa alguna salpicando ardiente quemazón hasta que sale desde el burbujeante brillo una mano desosada despojada de piel y sin relleno posible. Esta mano, y ninguna otra mano, toma con los dedos de uñas negras que serían negras si el color sobreviviese, toma una grande y pesada tapa de caldero y la coloca en su lugar.
Será  lo último que veas, antes de comenzar a sentir...hambre.

JORGE M. REVERTE Recuento del horror

Imagen captada en Katyn, en 1952. /BETTEMAN / CORBIS
Una exhaustiva investigación revela detalles de cómo Hitler y Stalin decidieron exterminar a catorce millones de personas


En septiembre de 1939, los ministros de Exteriores de la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin firmaron un pacto que establecía unas fronteras que marcaban los límites de su reparto de una fracción de Europa: esa línea se conoció por los nombres de sus firmantes: Mólotov-Ribbentrop.
Alrededor de esa línea artificial, de carácter político, se cometió, entre 1932 y 1945, el mayor de los crímenes de la historia de la humanidad: el exterminio intencionado, fruto de un cálculo político, de catorce millones de personas. Una cifra que resulta casi inconcebible por su magnitud, y que ha pasado desapercibida porque no tenía nombre propio. No coincide con el Holocausto de los judíos, ni con el genocidio de los armenios. Los asesinatos masivos decididos por Hitler y Stalin en esa amplia zona, que incluye una parte de Polonia, Ucrania, Bielorrusia y las Repúblicas Bálticas, tuvieron unas raíces fuertemente políticas, por encima (o simultáneamente) de las motivaciones ideológicas raciales o nacionalistas que se utilizaran, o bien se ocultaran, en cada caso.
Timothy Snyder es uno de esos historiadores que cambian la perspectiva. No en vano ha sido colaborador de Tony Judt, a quien debemos una historia de Europa que ha removido viejos conceptos y nos ha permitido alcanzar un mejor conocimiento de los fundamentos de lo que ahora conocemos por un continente democrático y relativamente consolidado. En esa misma línea, Snyder trabaja ahora en solitario en la preparación de una historia de la Europa oriental.
Snyder se ha tomado el trabajo de romper algunos muros que nos impedían valorar una buena parte del pasado reciente, y comprender, por tanto, importantes fenómenos del presente que nos perturban. Antes de su investigación sobre lo que llama "tierras de sangre", predominaban algunas explicaciones dominantes que impedían acceder a fenómenos tan drásticos como las grandes matanzas. Una de ellas era el Holocausto, que hizo que la atención de casi todo el mundo se fijara en el mayor genocidio de todos los tiempos y obviara otros asuntos de gran importancia. Otra, la propaganda de posguerra realizada por el eficiente aparato estalinista, que arrojaba sobre los nazis toda la responsabilidad de las atrocidades, dejando en un lugar menor las acciones masivas de los soviéticos. A esa inteligente propaganda se sumó el eurocentrismo de las potencias aliadas. La URSS había formado parte esencial de la entente que acabó con el nazismo. Al acabar la guerra no parecía prudente para las potencias como Inglaterra y Estados Unidos sacar a la luz las criminales acciones de Stalin. La intelectualidad de izquierda de Francia y otros países se encargó del resto. Y se aligeró el peso de la responsabilidad soviética.
o es sólo el caso de las matanzas de Katyn, quizás el más célebre de los engaños de la dirección comunista. Hay muchos otros acontecimientos de una enorme atrocidad que cometieron Hitler y Stalin en esas tierras de sangre.
El primero de ellos, sustancial para la tesis de Snyder sobre el carácter político de las matanzas, fue la gran hambruna provocada por Stalin en Ucrania, con un resultado de más de tres millones de muertos. Pero hay más, bastantes más, como las matanzas étnicas provocadas por los nacionalistas ucranios contra civiles polacos; o las matanzas posteriores de civiles ucranios por polacos. El caso de Bielorrusia, atrapada entre las fuerzas nazis y las del Ejército de Stalin, es escandalosamente desconocido. El diezmado de la población, judía y no judía, fue de proporciones descomunales. Y para qué hablar de los más de tres millones de prisioneros rusos que los ejércitos alemanes (o sea, la Wehrmacht, no sólo las SS) dejaron morir de hambre y frío, a propósito, en campos rodeados de alambradas y ametralladoras.
Hitler y Stalin, apoyados por un aparato político que implicaba la colaboración de muchos miles de sus conciudadanos, pergeñaron esas matanzas en función de sus intereses económicos
La lista es interminable, los números imposibles de concebir. Y el diagnóstico aterrador: Hitler y Stalin, apoyados por un aparato político que implicaba la colaboración de muchos miles de sus conciudadanos, pergeñaron esas matanzas en función de sus intereses económicos (por tanto, políticos). Hitler quería hacer desaparecer a la mayoría de los eslavos para convertir el Este de Europa en un gigantesco productor de alimentos para Alemania. Stalin quería hacer desaparecer el campesinado para convertir grandes territorios, como Ucrania, en productores de alimentos para los obreros soviéticos, y también le sobraban los campesinos. Las grandes matanzas no fueron pergeñadas por odiosos demonios malignos, sino por modernos estadistas. Fueron obra de burócratas antes que de sádicos. Y concitaron una enorme complicidad tanto en Rusia (más que en la URSS) como en Alemania.
Posiblemente el Holocausto fue el único de esos gigantescos crímenes que tuvo una base ideológica, aunque no fue en principio concebido como un exterminio, sino como el desplazamiento (con sus muertes necesarias incluidas) de todos los judíos a Madagascar o al Este de la Unión Soviética.
Una de las mayores monstruosidades de esa increíble etapa europea fue la cómplice liquidación de Polonia entre Stalin y Hitler. Ambos coincidían en liquidar a los polacos como pueblo. Para ello invadieron al unísono el país. Y su primer empeño fue el de acabar con todos aquellos ciudadanos que tuvieran un mínimo nivel de formación.
Las políticas de memoria suelen ser selectivas, porque son, sobre todo, políticas. De eso hay numerosos ejemplos vigentes hoy. Y España es un buen caso para ilustrar el asunto. La Historia rigurosa y contrastada de los acontecimientos es el único antídoto para librarse de ese mal de la memoria selectiva. El problema es que suele tardar mucho en producirse.
Snyder nos brinda uno de los mejores libros que se han producido en mucho tiempo para que la Historia desplace a la memoria interesada (normalmente nacionalista). No tiene la elegancia y la brillantez de Judt en su prosa, pero es más que un digno epígono.


Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin


Timothy Snyder


Traducción de Jesús de Cos


Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores


Barcelona, 2011. 620 páginas. 25 euros

CAMBALACHE - ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO, FILÓSOFO DE LA HAMBRUNA Y LA MISERIA

Visitas ilustres y debates políticos - Por Silvina Friera

En el incio del año 2012 siglo XXI Artesanías literarias, la revista que como la antigua calle Corrientes nunca duerme, presenta el material que hemos elegido para una lectura meticulosa, prolifica y cultural. Nada de entretenimientos vacuos, de juegos de vanidades vanidosas, de dialoguillos vacíos, de perder la riqueza de la vida en naderías insulsas o, lo que es más lamentable, regalar tan preciosas horas de nuestra vida en dialécticas desnudas que sólo deslumbran a los chicatos ocupados en 0+0= a nada....
el editor



Tres Premios Nobel de Literatura –Mario Vargas Llosa, J. M. Coetzee y Orhan Pamuk– pasaron por la Argentina. Las elecciones y la historia reciente marcaron la agenda editorial.
 Todo balance es una empresa ciclópea. Cuanto más se intenta abarcar, menos se aprieta. Habrá que menear la cabeza con resignación, sin gambetear la responsabilidad de trazar algunas coordenadas de un año signado por la visita de tres Premios Nobel de Literatura –Mario Vargas Llosa, J. M. Coetzee y Orhan Pamuk– y por “millares de conversaciones diferentes”, metáfora que Gabriela Adamo, directora de la Feria del Libro de Buenos Aires, tomó prestada de un maravilloso texto de Gabriel Zaid para explicitar las contradicciones que desatan la diversidad de intereses entre visitantes, autores, lectores y expositores en el predio de la Rural. Tal vez la industria editorial ayuda poco al lanzar un sinnúmero de libros nuevos que deben encontrar su lector ideal. O su lector a secas, para prescindir de mayúscula aspiración. El esquivo tiempo es una piedra en el zapato que muchas veces posterga la concreción de este deseo. El soterrado afán de perdurar excede este racconto, tensado por el inventario de lo que quedará y de lo que se perderá en estos meses marcados, según el ranking de los “más vendidos”, por los textos de no ficción al compás de la política –en el contexto de las recientes elecciones nacionales– y de la historia reciente.
Y sin embargo, de los libros publicados en 2011, hay más de una docena de destacados títulos de ficción, como La promesa, un rescate de la obra de Silvina Ocampo; Bellas Artes, de Luis Sagasti; Betibú, de Claudia Piñeiro; Placebo, de José María Brindisi; La tercera mañana, de Edgardo Cozarinsky; Un hombre llamado Lobo, de Oliverio Coelho; Lo imborrable y El país imaginado, ambos de Eduardo Berti, Wakolda, de Lucía Puenzo; Los posnucleares, de Lola Arias, y Vagabundas, de Fernanda García Lao, entre otros (ver aparte). De ese millar de conversaciones, la polémica en torno de la participación del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en la 37ª edición de la Feria del Libro arrojó un saldo más que interesante.
Movidas literarias
Como frutos maduros a punto de caer del árbol del 2011, el Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba) consolidó su propuesta de amplificar la movida literaria con una programación que incluyó –por primera vez– a un Premio Nobel de Literatura, el sudafricano J. M. Coetzee, a cargo del cierre; la inauguración –también por primera vez– de un escritor argentino, Luis Chitarroni; además de diálogos con escritores considerados de “culto”, como la japonesa Minae Mizumura, el noruego Kjell Askildsen, el holandés Cees Nooteboom y el brasileño Joao Gilberto Noll. El Museo del Libro y de la Lengua, inaugurado en septiembre, encastra con una tendencia que está insuflando más capacidad pulmonar a la democratización de la cultura y que alentará una zona sustancial de los debates del porvenir. En la misma sintonía hay que subrayar el excepcional trabajo que viene realizando la Fundación Mempo Giardinelli en Resistencia (Chaco), a través del Foro Internacional del Fomento del Libro y la Lectura, que este año celebró la edición número 16. El regreso de los Premios Nacionales (PN), que no se entregaban desde hacía once años, recuperó un estímulo capital destinado a autores y creadores de diversas disciplinas artísticas. Algunos aniversarios ameritan una consideración especial. Ediciones en Danza, editorial integrada por los poetas Alberto Muñoz, Javier Cófreces y Eduardo Mileo, “ridícula empresa”, como la define este power trío quijotesco que ha rescatado –y lo sigue haciendo– a muchísimos poetas eclipsados de la faz de la poesía argentina, ha celebrado sus primeros diez años. Este número trajo el esperado lanzamiento de la Poesía completa del sanjuanino Jorge Leónidas Escudero.
Millares de conversaciones atravesaron al IV Congreso Iberoamericano de Cultura, que se realizó en Mar del Plata. Entre las aspiraciones consensuadas por los escritores latinoamericanos que intervinieron en uno de los Cofralandes –suerte de asambleas cuyo nombre deriva de un vocablo inventado por Violeta Parra para referirse a “la tierra de todos, donde todo puede suceder”–, varios proyectos como la instalación de salas de lectura en las escuelas y la edición de libros a precios económicos sembrarán un puñado impostergable de tareas pendientes para los hogares de cada uno de los veintidós países que participaron. En esta misma línea se instala la iniciativa de sancionar una nueva Ley de Propiedad Intelectual, favorecer la creación de un Fondo Latinoamericano de las Artes y las Letras (Flaal) y la creación de un instituto para la difusión de la cultura y las lenguas iberoamericanas. En cuanto a difusión de las obras argentinas, hay que subrayar la continuidad del programa Sur de apoyo a las traducciones. Convertido en política de Estado después de la participación argentina en la vidriera del mercado editorial, la Feria del libro de Frankfurt 2010, el presupuesto de 480 mil dólares ha permitido seguir inyectando en el amplio y vasto mundo libros de autores argentinos en todos los idiomas.
Debates y combates
Más allá de la pertinencia de la primera carta en la que el sociólogo Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, objetaba el rol central, “sumamente inoportuno”, asignado a Vargas Llosa para la apertura de la 37ª Feria del Libro –un escritor “que no ceja ni un segundo en atacar a los gobiernos populares de la región”–, sin esa misiva y la intervención de la presidenta Cristina Fernández no se hubiera debatido tanto acerca de los complejos compromisos literarios y políticos de los intelectuales, un tópico que parecía arrumbado en el baúl de los objetos perdidos. Una vez expurgado el “escándalo” de la arena mediática y despejada la peligrosa intentona de homologar debate con censura, el affaire Vargas Llosa se prolongó en una catarata de artículos de opinión, muchos publicados en este diario. El episodio, como señaló González a Página/12, aumentó la capacidad pulmonar democrática del país. Además confirmó, por si algunos candorosos aún se rasgan las vestiduras por las “virtudes” de la neutralidad y los espacios asépticos, que la Feria “nunca dejó de ser un termómetro de la política y de las corrientes de ideas que abrigan a la sociedad argentina”. Después de algunos dimes y diretes, el autor de Conversación en La Catedral dio su conferencia, que estuvo a años luz de ser magistral, pero no inauguró la 37ª edición, como se había anunciado. Otro de los acontecimientos del año fue la presentación de ¿Cómo, esto también es matemática?, de Adrián Paenza, que contó con la presencia de la presidenta Cristina Fernández.
Lo masivo contra lo exclusivo, lo espectacular versus lo académico, lo popular a contrapelo de los usos y costumbres elitistas. Tanto fuera como dentro de la Feria, hasta en las terminaciones nerviosas de cada uno de los libros publicados este 2011, la diversidad colisiona saludablemente con las expectativas de imaginarios más o menos amueblados. La armonía, ideal considerado saludable, puede ser también un síntoma de parálisis. En el gran cambalache de textos lanzados con la mira puesta en la coyuntura política, quienes todavía vaticinaban o deseaban, a comienzos del año, correr con los vientos a favor de un nicho de lectores adictos al antikirchnerismo, tendrán que aguzar los sentidos. Exceptuando la factoría atolondrada e inconsistente de Luis Majul, entre los libros más vendidos están La presidenta (Sudamericana), la biografía de Cristina Fernández de Sandra Russo; El Flaco (Planeta), del prolífico José Pablo Feinmann, que acaba de lanzar el segundo tomo de Peronismo por la misma editorial; y Zonceras argentinas y otras yerbas (Planeta), de Aníbal Fernández. Al margen de lo cuantitativo y del fervor con que los lectores sostienen estos títulos, a esta lista habría que añadir otros ensayos que dejarán tela para cortar, como El litigio por la democracia (Planeta), de Ricardo Forster; y Kirchnerismo: una controversia cultural (Colihue), de Horacio González.
Ante la arbitrariedad de este recorte, resta agregar que conspira contra el resumen un universo inabarcable por donde se lo quiera rodear, como son las producciones culturales y los libros. Este año murieron varios titanes: María Elena Walsh, David Viñas, faro en la esgrima de la polémica para varias generaciones; León Rozitchner, Ernesto Sabato, Carlos Trillo y Francisco Solano López. “¡Memoria, cuánto me hiciste sufrir!”, se podría decir parafraseando a la narradora de La promesa, novela de Ocampo que está entre las mejores ficciones de un 2011 que alimentó la liturgia de “conversaciones” perdurables  ■

ANTONIO MUÑOZ MOLINA: Volviendo a John le Carré


ANTONIO MUÑOZ MOLINA                                 


Se nos había olvidado cuánto nos gustaban las novelas de guerra fría de John le Carré y lo buenas que eran. Se nos había olvidado a muchos que lo leímos con devoción y entrega cuando éramos jóvenes y que al cabo de los años empezamos a aburrirnos de una prosa que se volvía más espesa sin ganar en hondura y de unas tramas que adquirían la agotadora prolijidad de los best sellers de conspiraciones internacionales, con la añadidura de un mensaje político demasiado machacón como para no ser también burdo. En 1989, cuando los ayatolás iraníes condenaron a muerte a Salman Rushdie por blasfemia, John le Carré adoptó una postura de notable bajeza, sucumbiendo a esa debilidad que tiene una cierta izquierda por las tiranías que se declaran antioccidentales. Años después, en 2003, se le vio marchar gallardamente por las calles de Londres contra la ignominia de la guerra de Irak, su cabeza blanca resaltando entre la gran multitud que ocupaba Trafalgar Square.
Por entonces las novelas de Le Carré, cada vez más voluminosas y con los títulos más llamativos, formaban parte del paisaje vago de las librerías de los aeropuertos. Mi fidelidad a ellas se había terminado no mucho después de la caída del muro de Berlín. Transcurrían en lugares tan diversos del mundo y a velocidades tan frenéticas que acababan teniendo sobre mi imaginación perezosa un efecto de jetlag, un aturdimiento sin consuelo de viajes transoceánicos. A Le Carré se le notaba mucho el esfuerzo por ser un escritor literario y un novelista atento a lo que llamaban antes los periodistas de provincias la palpitante actualidad.
Probablemente soy injusto: no hay manera de no serlo queriendo evaluar en uno o dos párrafos el trabajo de alguien. En cualquier caso mi falta de interés por el Le Carré de ahora hizo que se me desdibujara el que admiré tanto y del que tanto aprendí en los años de las grandes lecturas formativas. En John le Carré uno aprendía no a escribir novelas de espionaje sino a escribir novelas: a construir una trama a base de indicios que se van desplegando en busca de un equilibrio sutil entre lo muy concreto y lo nebuloso, de episodios inconexos que desconciertan al principio y a lo largo de los cuales el lector ha de encontrar un hilo que lo conduzca a la revelación final; a condición, desde luego, de que no se distraiga, de que esté dispuesto a volver atrás para comprobar un pormenor que pareció irrelevante y sin embargo es decisivo, de que someta los actos y las palabras de los personajes y la información que el novelista le propone a un escrutinio semejante al que lleva a cabo un espía bien entrenado.
Pero en John le Carré, como en cualquier novelista verdadero, más que la trama importaba la atmósfera, esa tonalidad emocional, visual, sonora, que permanece como una resonancia en la memoria del lector mucho después de que el argumento se haya olvidado. El argumento es voluntario: la atmósfera es en gran medida inconsciente. El argumento lo construye el autor con una constancia laboriosa que fácilmente puede resultar excesiva: la atmósfera, el tono, se le van filtrando en la escritura, componen su mundo de una manera más eficaz y también más libre en la medida en que él mismo no los controla. Es un don que puede tardar varios libros en mostrarse y que puede extinguirse al cabo del tiempo sin que el autor se dé cuenta, o peor aún, que puede fosilizarse en una retórica fácil de confundir con la madurez del estilo. Nadie llega a ser original a fuerza de proponérselo. Después de varias tentativas bastante mediocres, John le Carré encontró un mundo novelesco que solo era suyo en El espía que volvió del frío, y vivió en él durante unos veinte años, hasta La gente de Smiley y Un espía perfecto. Como William Faulkner en aquel mapa que dibujó de su condado de Yoknapatawpha, Le Carré podría haber escrito con orgullo: "Único dueño y propietario".
Los lectores nos volvemos adictos a esos mundos reconocidos y cerrados, a esos catálogos de personajes que discurren de unas novelas a otras, como si hubieran adquirido la potestad de vivir en espacios más amplios que los delimitados por cada una de ellas. El artificio de la novela retrocede ante la verdad perentoria de la gente que habita en ella y de los lugares visibles y hasta respirables por los que se mueve. Pero a diferencia de Faulkner o de Onetti, Le Carré no necesitó elaborar una geografía de ciudades ficticias de las que ser único dueño y propietario. Inventó lo que existía, el universo meticuloso y fantasmal de la burocracia británica, la grisura y el miedo en el Berlín comunista, la peculiar desolación de esas vidas de espías que transcurren entre muebles metálicos y legajos de archivos y pueden acabar en un estrangulamiento o en un disparo a quemarropa, en el heroísmo sin gloria o la traición tan monótona que puede ser un ejercicio inverso de lealtad.
Para tener la sensación física de encontrarme de regreso en el mundo de John le Carré no he necesitado volver a una de aquellas novelas. Ha sido en el cine, viendo El topo, de Tomas Alfredson, reconociendo sin dificultad, casi con ternura, en la cara lúgubre y la lenta presencia de Gary Oldman, al añorado George Smiley, que es uno de esos contados héroes sin lustre de la literatura que cobran una existencia proteica más allá de los libros, Sancho Panza o el doctor Watson o el padre Brown o el soldado Svejk. El topo es una novela laberíntica de cuatrocientas páginas que dio lugar a una serie de televisión de siete episodios de una hora. Contarla en dos horas de película es una hazaña de síntesis narrativa que resulta todavía más admirable cuando uno vuelve a casa y lo primero que hace es buscar el libro que no abrió en tantos años. Pero admira todavía más no ya la capacidad de resumir la letra de la novela sino de contar su música, de hacer visible y casi táctil la poesía del estilo. En algunos hilos del argumento comprimido uno puede perderse: en el mundo de Le Carré y de George Smiley uno entra como si empujara una puerta en el tiempo y se encontrara en el interior de una de esas habitaciones borrosas de humo de tabaco y decoradas con los atroces papeles pintados de los años setenta, como si caminara por una calle lluviosa de Londres o de Budapest siguiendo a alguien o temiendo ser espiado y se le calaran los zapatos y se le empañaran los cristales de las gafas.
Al salir del cine caí en la cuenta que otra película de Alfredson ya me había impresionado hace años, Déjame entrar: ese talento para hacer que los lugares comunes, sin dejar de serlo, se vuelvan memorables, para que el misterio y el miedo se insinúen en ellos, en el fluir engañoso de lo cotidiano.
En el cine reconocía y recobraba la novela: ahora he vuelto a la novela y lo que imagino en su lectura tiene la tonalidad exacta de lo que vi anoche en la película.  ■