martes, 3 de enero de 2012

Amelia Arellano




GAMBAS AL AJILLO


Crecí en un universo en donde las personas se dividían en dos categorías: Las  gordas y las flacas. Entre las gordas, recuerdo a Petrona, nuestra noble empleada doméstica, una criolla, con fuertes piernas de caminadora, cuyos pechos  parecían y olían a melones, con el tiempo y una diabetes avanzada, fueron mutando en brevas.
Mi abuela paterna, que en Italia era llamada Concheta y que en nuestro país se rebeló al sobrenombre, haciéndose llamar, Concepción. La abuela siempre estaba de dieta, en mi casa claro, tomaba el café con edulcorante, acompañado por un trozo de torta con crema. Compraba alimentos reducidos en calorías, pero debajo del colchón tenía una bolsa de caramelos.
Aun me parece recordar el intenso aroma a tuco, de los domingos: Vino, cebolla, laurel albahaca, morrones, tomates y para ella fideos dietéticos, por supuesto.
Tampoco olvidaré, nunca, a María. Una mulata hermosa y pulposa. Picante y jugosa. Con ella debuté a los 13 años. Su largo pelo leonado, olía a perfume y a frito, el olor de  ajo en su aliento, era permanente. Vivía en el conventillo de la calle Italia. Cuando iba llegando a él, en la noche, se mezclaban diferentes olores: a jazmines, a grasa frita, a sopa, a humo. Al irme acercando, por el angosto y oscuro  pasillo que llevaba a su casa, el olor a comida y a perfume más de una vez me provocaron una involuntaria erección. Creo que fue allí que la comida quedó relacionada con el erotismo. Mucho más tarde comprobé que el recuerdo era más primario. Cuando María se sentaba, sus  caderas redondas parecían manzanas maduras. Sus pechos no tenían pezones  sino uvas moradas que en mi romanticismo, me sabían a néctar, a zumo de uvas moscateles. Al tiempo. Me enteré que  estaba amamantando.
Mamá era flaca, no por elección (o imposición social) como mi hermana, sino por carga genética. No entendía cuando era niño porque siempre usaba corpiños “armados”. Por otro lado se decía que mamá tenía las mejores piernas del barrio, hasta ahora, que ya ha pasado los 60 años sigue usando pollera sobre la rodilla.
Mi hermana era “la flaca” del barrio y siempre olía a agrio, después me di cuenta porqué. Pobrecita la Flaca, que en paz descanse.
Salí a mamá- solía decir mi madre- yo conocí a esa abuela solo por fotos, era una señora alta, muy delgada con dura mirada en sepia... Mi abuelo materno era gordo, con un abdomen voluminoso, bigotes tipo Dalí y mejillas rubicundas; un español que llegó al país como cocinero de un barco, sus gambas al ajillo eran famosas, solo informó de sus ingredientes secretos a Petrona (más de una vez pensé que no era el único secreto que compartían.)
Papá era un hedonista, le gustaba el buen vino, las comidas pesadas y las mujeres livianas. Su lema era vivir y dejar vivir.  Fue él, una noche, cuando lo vi salir del conventillo, quien me marcó el camino al paraíso. El viejo decía que no era gordo que solo tenía un poco de pancita
Creo que en casa siempre hubo carencias, hambre, insatisfacción oral, si prefieren.  Mamá le dedicaba largas horas a su cuerpo y su habitación siempre olía a polvos, cremas, perfumes. Si estaba maquillada no nos besaba porque “se le corría el maquillaje” y cuando esmaltaba sus largas uñas teníamos prohibido tocarla.
También era flaca mi tía Tina, flaca y aséptica. Abstinente. Se comunicaba con un parco lenguaje del cuerpo. A ella definitivamente no le agradaba cocinar y cuando comía parecía que estaba sacrificándose. Recuerdo que me daba mucha rabia, compartida por Petrona porque revolvía el plato de comida como buscando algo y este quedaba desprolijamente  lleno, mejor dicho revuelto.
 A papá le gustaban los platos elaborados,  por eso la casa siempre olía a comida pese al desagrado de mi hermana, de mamá y tía Tina, que cubría su cabeza con un pañuelo para que su cabello no se impergnase con los olores de la cocina.
 Para mí el cocinar era una ceremonia y desde  muy pequeño empecé ayudar a Petrona  en la cocina. El fuerte de Petrona eran las gambas al ajillo, proclamaba que había   ingredientes secretos, por lo que yo puse especial atención en observar cuál era el modo de preparación. Yo era el encargado de pelar los cuatro dientes de ajo, de lavar las gambas, de exprimir los limones y moler la pimienta negra.  También disponía en hilera los potes de madera con las especies. Ella limpiaba las gambas, rosadas o blancas y el ruido del cuchillo picando ajos y perejil, tenía un ritmo rápido y acompasado.  Calentaba el aceite de oliva en una sartén grande, agregaba el ajo picado y las gambas, movía un ratito y luego colocaba las dos cucharadas de limón, un chorrito de jerez, pimentón dulce, pimienta negra, (cuando descubrí que le colocaba un cubito de caldo me hizo jurar que no diría nada, el secreto le salió un paquete de obleas por una semana.) Finalmente antes de llevarlas a la mesa yo era el encargado de espolvorear con perejil picado. Pero el secreto revelado por el abuelo, no era el caldo, se “sentía” un sabor diferente que no identificaba. Busqué en un gastado y manchado libro de cocina que Petrona guardaba en el cajón de los repasadores y solo encontré en la receta algo que me confundió más. Decía “OJO con la pebrera o cayena.” Busqué en todos los diccionarios y nada, salvo una alusión geográfica a Cayena-
La devoción por la comida,  llevó a que desde pequeño fuera gordito, no entendía porque papá se enfurecía cuando los pibes del barrio  me decían gordito comilón Cuando falleció mi hermana, mamá se deprimió y casi  no salía de su cuarto. A menudo Petrona me permitía que fuese el  encargado de la elaboración y ella de la cocción. Muchas veces lloré en su mullido pecho nutricio con olor a madre...
Mamá no comía casi nada en el almuerzo y en la cena ni se sentaba en la mesa. Fue allí cuando papá empezó con sus partidos de truco y a menudo comíamos con Petrona en la cocina. Petrona se persignaba y empezaba a comer tan concentrada que tenía la misma expresión  que cuando comulgaba los domingos. Más de una vez me exasperaba su modo de comer. Lenta pausadamente y  me reprimía porque yo “devoraba, no comía”,  decía.
Pasó bastante tiempo,  mamá seguía con su ropa y pena oscura. Para colmo, fue para esa misma fecha que falleció Patrona. Creo que esa época es en la que más hambre he pasado en mi vida, el quitarme el lugar en la cocina era como que me arrebataran un pedazo mío. Ya en la casa no estaba el familiar y cálido olor a comida, ya que papá empezó a traer comida de la rotisería .Allí empezaron mis compulsiones a la siesta o a la noche atacaba la heladera y me comía todo, salsa de tomates, cubitos de caldo, lo que encontrase, lo peor era que la sensación se insatisfacción persistía.
Las cosas cambiaron  en  la primavera del 83, mas precisamente, en octubre, ya que, lo recuerdo como si fuese ahora, la gente, salía a la calle a celebrar el regreso de la democracia,  unos años después mi viejo repetía -“y yo que le tenía fe.”
 Fue en esa época que  empezó a frecuentar la casa un joven. El Tano, sobrino político de mi abuela paterna, morrudo y de buen comer. Tenía – o mejor dicho, tiene – los ojos más azules que he visto en mi vida. La casa se transformó, para regocijo mío y de mi viejo. En el hall de entrada, cuando llegábamos juntos, solíamos jugar a adivinar por el olor cual era la comida preparada.
La casualidad (o quizás la causalidad) hizo que también su plato fuerte fueran las gambas al ajillo. Yo me jactaba que había heredado de Petrona todos sus conocimientos gastronómicos, por lo tanto, le pregunté como desafiándolo a que no sabía qué era la pebrera o cayena me miró con sus ojos mediterráneos y me contesto algo que aumentó mi confusión- son guindillas, por supuesto – contestó.
El Tano, aunque no dominaba bien el idioma dominaba el arte de cocinar las carnes, las preparaba de un modo simple, pero las acompañaba con salsas exóticas, los ingredientes eran variados, uno era el infaltable: el ajo. El Tano tenía una teoría sobre el ajo, de hecho siempre tenía en la cocina una enorme ristra sostenida por un moño colorado. Sostenía que el ajo no solo  tenía propiedades terapéuticas, tales como digestivo, antiepasmódico, diurético, energizante, antiparasitoso sino que alejaba la mala suerte, era afrodisíaco y curaba el mal de ojo. El ritual del ajo adquiría distintas formas, a veces comenzaba apretándolo con un cuchillo de cocina y luego lo pelaba y cortaba; otras lo rayaba con el rayador de azafrán; otras los pelaba, los envolvía en un trapo limpio, los golpeaba y luego estrujaba el trapo extrayendo solo el jugo. Otras veces preparaba el caldo base con ajos enteros, luego los pisaba con un tenedor para finalmente procesarlo.
 También era un maestro preparando  uvas merlot al marrasquino a las que le colocaba un grano de pimienta negra. A mi no me dejaban comerlas pero el Tano en escondidas solía sacar del frasco una uva y la colocaba en mi boca. Fue allí la primera vez que probé alcohol, la tos que me produjo me dejó una sensación de aspereza en la garganta.
A la distancia creo entender en donde nació la asociación de la comida con el sexo.
  Recuerdo esa siesta de verano en que habíamos ido con papá a pescar y la abuela a su reunión de gordos. Como no había lugar en el bote volví. Lo primero que me llamó la atención es que la mesa  aun estaba puesta, y el televisor prendido. En  la habitación no había nadie. Avancé por el pasillo que conducía a mi cuarto y vi a mamá cruzar raudamente e ingresar al baño que estaba en el frente de la habitación, llevaba puesto un deshabillé rojo.  El Tano sentado en mi cama, con su enrulado cabello desordenado, arreglando el foco del velador, dijo. Me acosté agobiado por el calor y en las sábanas revueltas percibí olor a comida y  otro olor que en ese momento no identifiqué pero que en mi  memoria quedó grabado.
Ahora mirando restrospectivamente creo que papá sabía pero se hacía el oso, tenía asegurado un cocinero de primer nivel.    
          Han pasado muchos años, estudié en la universidad, me recibí de arquitecto y me mudé a un departamento del centro. Por supuesto el Tano se vino conmigo en calidad de cocinero y de amo de casa. Mamá viene poco. El viejo viene casi todas las noches. Infaltable las noches de los viernes, en donde el menú son las famosas gambas al ajillo acompañadas  con un vino borgoña chardonay que deja una voluptuosa sensación de plenitud en la boca, de intensidad en el paladar.  Como hoy  por ejemplo, que ya hemos terminado de cenar y estamos en la sala de estar mirando el clásico de Boca/ River. Papá está ubicado en un sillón y aunque no es creyente en estos momentos pide a Dios que gane su Boquita querido. El Tano y yo compartimos un sillón de dos cuerpos.
 Cuándo el Tano  pasa de su boca a la mía una uva, el sabor áspero del alcohol me trae un recuerdo lejano. Allí, también confirmo la hipótesis que venía barajando, el Tano sabe que papá sabe.
Papá introduce su mano al frasco de uvas y saca una, caen dos  gotas que dejan una aureola azul en su camisa celeste   Parece satisfecho. Palermo grita un gol .Los tres gritamos el gol. El viejo es fiel a su lema: vivir y dejar vivir, además, continúa con la seguridad de contar con los servicios de un cocinero de primer nivel.

6 comentarios:

  1. La comida como eje familiar con sus placeres y sus culpas y el erotismo de sabores y fragancias que alimentan las relaciones de los protagonistas todo bien mezclado y codimentado dan como resultado este hermoso relato, saludos, Carlos Arturo Trinelli

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  2. Erótica ,sexo, flacas y sibaritas conforman un relato de ida y vuelta impregnado de olores y sabores que contagian y abren el apetito culinario y literario.

    Celmiro Koryto

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  3. Quise releer tu relato, Amelia, para poner un comentario. Pero de pronto me acordé el hambre que me dio!!! La sensualidad del paladar es la que más tiempo dura, no?

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  4. Un relato escrito con toques de ajo, aceite de olivo, salsa increíble para espaguetis, pequeños secretillos del lugar más importante de la casa y la zona del placer y el elixir de la vida cotidiana. Escrito con ese talento tan especial de Amelia, nos ha cocinado una narración exquisita y pluscuamperfecta. Andrés

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  5. Que gran relato!!!! me ha encantado todos sus matices!
    un abrazo

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  6. Es hambre la comida y es hambre el sexo. Ambas pueden ser ceremonias o simples funciones que pide nuestro cuerpo.
    El relato tiene de todo, porque está amenizado con comidas, con travesuras, con formas de mujer que dicen también de su carácter sobre el goce de la vida y el comer, la parsimonia del jefe de familia,los olores que son tan evocadores . . .
    Entretenido y singular.
    Felicitaciones, Amelia, y cariños.
    MARITA RAGOZZA

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