viernes, 29 de abril de 2011


CONSEJO de COLABORADORES de ARTESANÍAS LITERARIAS
                               
                   EDITOR: Andrés Aldao
           
SEC. DE REDACCIÓN: Ester Mann
                  
COLABORADORES:

Carlos Arturo Trinelli
                                                         Amelia Arellano
                                                          Celmiro Koryto
                                                          Cristina Pailos
Marita Ragozza de Mandrini
Ernesto Ramírez
Ofelia Funes

         
ÍNDICE GENERAL DEL 30/IV/2011


ÍNDICE de ENSAYOS, TEXTOS, CRÍTICA

·                       MARIO BENEDETTI - un padrenuestro latinoamericano
·                       HERNÁN RONSINO *- Onetti no es nadie pero es Onett...
·                       ANTONIO MUÑOZ MOLINA - Mitologías de lo real
·                       CRISTINA PAILOS - El Rincón de los libros
·                       PREMIO CERVANTES a Ana María Matute
·                       JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - sobre Antonio di Benedet...
·                       CECILIA DREYMÜLLER - Dictadura y lenguaje
·                       CÉSAR TIEMPO / dos documentos, José Judkovski
·                        
·                       ÍNDICE DE NARRATIVA
·                        
·                       CARLOS ARTURO TRINELLI – narrativa
·                       ANDRÉS ALDAO - Un Rusito en Buenos Aires* (I)
·                       ALEJO URDANETA - cuento
·                       LÁZARO COVADLO - Llovían cuerpos desnudos
·                       GIOVANNI PAPINI - Ya no quiero ser lo que soy (*)
·                       BOHUMIL HRABAL – escritor checo
·                       GERARDO PENNINI -La felicidad de ser pobre
·                       MARIO DELGADO APARAÍN - narrador
·                       ALEXANDRU SAHIA Lluvia de junio - relato
·                       BRUNO SCHULZ (1892-1942)
·                        
·                       ÍNDICE DE POEMAS
·                        
·                       AMELIA ARELLANO – Poeta , escritora
·                       CELMIRO KORYTO/ poesía
·                       ERNESTO RAMÍREZ - poeta y cuentista
·                       HAMLET LIMA QUINTANA - poeta
·                       HORACIO FIEBELKORN - poeta
·                       MARINA TSVETAEVA – Poeta - (Rusia, 1892-1941)
·                       GONZALO ROJAS - la muerte de un poeta
·                       GONZALO ROJAS Terremoto 2010
·                       MUERE GONZALO ROJAS, el poeta chileno más premiado... 





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MARIO BENEDETTI - un padrenuestro latinoamericano


                                       
UN PADRENUESTRO LATINOAMERICANO 
Padre nuestro que estás en los cielos
con las golondrinas y los misiles
quiero que vuelvas antes de que olvides
como se llega al sur de Río Grande

Padre nuestro que estás en el exilio
casi nunca te acuerdas de los míos
de todos modos dondequiera que estés
santificado sea tu nombre
no quienes santifican en tu nombre
cerrando un ojo para no ver la uñas
sucias de la miseria

en agosto de mil novecientos sesenta
ya no sirve pedirte
venga a nos el tu reino
porque tu reino también está aquí abajo
metido en los rencores y en el miedo
en las vacilaciones y en la mugre
en la desilusión y en la modorra
en esta ansia de verte pese a todo

cuando hablaste del rico
la aguja y el camello
y te votamos todos
por unanimidad para la Gloria
también alzó su mano el indio silencioso
que te respetaba pero se resistía
a pensar hágase tu voluntad

sin embargo una vez cada
tanto tu voluntad se mezcla con la mía
la domina
la enciende
la duplica
más arduo es conocer cuál es mi voluntad
cuándo creo de veras lo que digo creer
así en tu omnipresencia como en mi soledad
así en la tierra como en el cielo
siempre
estaré más seguro de la tierra que piso
que del cielo intratable que me ignora

pero quién sabe
no voy a decidir
que tu poder se haga o deshaga
tu voluntad igual se está haciendo en el viento
en el Ande de nieve
en el pájaro que fecunda a su pájara
en los cancilleres que murmuran yes sir
en cada mano que se convierte en puño

claro no estoy seguro si me gusta el estilo
que tu voluntad elige para hacerse
lo digo con irreverencia y gratitud
dos emblemas que pronto serán la misma cosa
lo digo sobre todo pensando en el pan nuestro
de cada día y de cada pedacito de día

ayer nos lo quitaste
dánosle hoy
o al menos el derecho de darnos nuestro pan
no sólo el que era símbolo de Algo
sino el de miga y cáscara
el pan nuestro
ya que nos quedan pocas esperanzas y deudas
perdónanos si puedes nuestras deudas
pero no nos perdones la esperanza
no nos perdones nunca nuestros créditos

a más tardar mañana
saldremos a cobrar a los fallutos
tangibles y sonrientes forajidos
a los que tienen garras para el arpa
y un panamericano temblor con que se enjugan
la última escupida que cuelga de su rostro

poco importa que nuestros acreedores perdonen
así como nosotros
una vez
por error
perdonamos a nuestros deudores

todavía
nos deben como un siglo
de insomnios y garrote
como tres mil kilómetros de injurias
como veinte medallas a Somoza
como una sola Guatemala muerta

no nos dejes caer en la tentación
de olvidar o vender este pasado
o arrendar una sola hectárea de su olvido

ahora que es la hora de saber quiénes somos
y han de cruzar el río
el dólar y el amor contrarrembolso
arráncanos del alma el último mendigo
y líbranos de todo mal de conciencia
amén.
Mario Benedetti

HERNÁN RONSINO *- Onetti no es nadie pero es Onetti



O bosquejo de una frustrada entrevista imaginaria


Es así. ¿Qué cosa? La obra de Onetti. Ya es de noche. Por la ventana se ve el río. La brisa suave trae el olor de los jazmines. ¿Intentamos de nuevo?
Y usted, ¿quién es, Onetti?
Yo, nadie, no soy nadie -nos contesta, recostado sobre una cama, del lado derecho. Con una mano fuma, con la otra lee novelas policiales. Es un nene. Es lo más parecido a un nene, con sus ochenta años encima.
Onetti no es nadie. Y además de eso, de no ser nadie, Onetti se escribe con dos te. Dos tés pide alguien, en este lugar que no es un café. Hoy estamos, mañana quién sabe. ¿Sabe algo? No, ¿qué? Onetti escribe tres veces la palabra perniabierto en Juntacadáveres y dos veces, hasta ahora -voy por el capítulo 10-, en la segunda parte de La Vida Breve. ¿Y con eso? Nada, otro dato. Bien, ahora sabemos que Onetti no es nadie, que Onetti se escribe con dos te, que alguien, al pasar, como siguiendo el juego de las palabras, pide dos tés, sabiendo también que esto no es un café, sino algo bien distinto. Por eso nos reímos, es un chiste, celebramos el chiste. También sabemos, ahora, que Onetti escribe tres veces perniabierto en Juntacadáveres y dos, al menos, en la segunda parte de La Vida Breve. ¿Podríamos construir una teoría con eso? ¿Con qué? Con el Onetti perniabierto, con la repetición. Es un sistema. Una mujer típicamente onettiana, por ejemplo. Por ejemplo, claro. Una mina onettiana -las mujeres onettianas son putas o locas o vírgenes-, una mina onettiana perniabierta nos espera. Parece más un adjetivo para un futbolista que para una mina. Es verdad. Pero Onetti escribe esa palabra: perniabierto. Larsen llega a Santa María en el ramal de Enduro, perniabierto, con las tres putas para abrir el prostíbulo, la casita celeste de la costa. Y Brausen espera. Sí, escuchando los quejidos de la Queca. Pongamos que la Queca está perniabierta, recibiendo la dureza de un tipo cualquiera que se levantó en la calle, y Brausen escucha, del otro lado, solo, en la cama, con un cigarrillo que humea colgado de la boca. ¿Y entonces? ¿Qué? ¿Cómo sigue esto? Onetti no es nadie. Onetti es una mentira. Onetti es un grandote al pedo. Te lo imaginás: vas al Centenario a ver a Peñarol, y Onetti te vende la entrada para el partido. ¡Qué loco! Sí. ¿Y entonces? Me cansé. Vos repetís mucho. ¿Qué cosa? Las palabras, vos repetís mucho. Preguntemos de nuevo. ¿Cómo?
A ver: si yo le digo a Onetti que sí, que se puede construir sobre la base de la repetición de la palabra perniabierto una teoría sobre su obra, tengo, una vez que se lo diga, que sostener esa propuesta, para que no suene como si fuese una estupidez. Porque suena a eso, ¿verdad?, a estupidez. Pero si yo cuando le pregunte a Onetti -en Barcelona, en Montevideo, en Santa María o en Buenos Aires-, y él me diga: si usted lo dice; no justifico ¿qué hago? Pero si Onetti es Brausen, es Arce, es Díaz Grey, qué problema te hacés. Es verdad. Perniabierta es la mujer onettiana. Es loca, es inmadura, es rebelde, tiene un costado hermético, un costado que guarda pájaros y campos llenos de trigos quemados, y esa mujer con el costado hermético, corre por el campo lleno de trigos quemados, descalza y con un vestido blanco, que flota, el vestido, como una nube. Basta, estás leyendo mucho a Onetti.
Ahora me quedo solo. Yo no tengo apuro, porque esta nota que escribo saldrá el domingo, en el suplemento cultural. Onetti, ensayo, ¿usted cree? Onetti puede mandarme al carajo o me puede decir: si usted lo dice. Entonces ahí tengo que justificar, cuando me diga: si usted lo dice; porque esa es la mejor forma de decir que sí que tiene el viejo. Usted repite tres veces perniabierto en Juntacadáveres y dos veces, al menos, en la segunda parte de La Vida Breve. ¿Por qué, Onetti? ¿Es consciente de eso? Onetti no me mira. Ni en mi entrevista inventada. Sé que tengo que mentir. Pero esa mentira, está claro, es la base de la obra de Onetti. Cómo entrevistarlo sin mentir. Cómo suponer que Onetti va a hablarme si no le miento un poco, si no le demuestro un poco de ingenio para derribar el muro insoportable de la formalidad. No sé, le arranco. No sé, me dice. ¿Qué me quiere decir, usted, con eso?, me dice.
Insisto: ¿Quién es Onetti?
Onetti no es nadie. No existe -me dice el tipo que lee las novelitas policiales que Dolly le compra. ¿Dolly? La mujer. Onetti está durmiendo, dice ella. ¿Qué sueña Onetti cuando duerme? Nada: si no es nadie, dice también ella.
A ver: empecemos de nuevo. Por ejemplo, si construimos una teoría en base a la palabra perniabierto, ¿qué rol cumple la mujer en su Obra?
Onetti no responde. El que pidió los dos tés ahora se va, se calza un abrigo y se va. Esto es un diario. Deben saberlo. Saber que este diario se llama El Liberal, y que ese tipo, el que con una mueca triste pidió los dos tés, con las dos te de Onetti, se llama Rizzo, y ahora se calza un abrigo, un saco puede ser, gris, y se va. Yo escribo una reseña que va a aparecer en el suplemento cultural del domingo. Unas pocas líneas me pide el jefe. Yo redacto. Invento una manera de decir.
Usted, Onetti, ¿quién es? ¿Usted desea ser Faulkner, Onetti? La idea de la mujer. La construcción de una obra. Santa María. El tema del doble. Larsen. Díaz Grey. No quiero escribir que Onetti, en esta reseña que saldrá el domingo, nació en Montevideo en 1909 y murió en Barcelona en 1994. Que su primer libro fue El Pozo, que después vinieron otros. Que publica en 1950 La Vida Breve. Que en 1964 aparece Juntacadáveres, para mí su mejor novela. ¿Qué quiero decir, yo, cuando digo para mí su mejor novela? Nada. Muy bien. Estaba diciendo que también publica Los Adioses, que publica El Astillero, y tantos más. Que obtiene el Premio Cervantes. Y que no quiero escribir de esta manera la reseña de Onetti. Si lo busco en una enciclopedia podré encontrar: "Onetti, J.C, escritor uruguayo, que cultivó una narrativa influenciada por la obra de Faulkner y que es además un renovador de la literatura latinoamericana". ¿Por qué hacer el hincapié en la influencia que ejerce Faulkner en su obra?
¿Qué es para usted la infancia?, le pregunto una pregunta que ya le preguntaron, para que me diga lo mismo que le dijo a ése que ya le preguntó: Tal vez no exista, dice Onetti, ningún período de la vida tan profundamente personal, tan íntimo, tan mentiroso en el recuerdo como éste. Decir la infancia, dice el viejo, implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños.
Habla, responde, pone el automático, se vuelve hermético, como sus mujeres, sus mujeres son él: todos sabemos que se está construyendo, cuando habla se construye. En fin. Dos tés, vuelve a decir Rizzo, bajito, con el saco cruzado en un brazo, está de vuelta porque se olvidó algo, un sobre nuevo que le acaba de llegar. Sigamos con lo que vale la pena. ¿Se puede decir, Onetti, que tomando como base la repetición de la palabra perniabierto es posible edificar una teoría sobre su obra?
Ya sé, Onetti, esa pregunta no me la quiere contestar. Qué quiere decir. Dígame: Yo nunca he sabido hablar ni bien ni regular, me dice el viejo. Así empieza el discurso que usted da en la entrega del Premio Cervantes, le digo, a mí no me jode. Está bien, pero, bueno, no es para tanto, no, no se levante de la cama, Onetti, faltaba más, pero, necesito que me responda, ¿tanto le cuesta, Onetti?, todavía no tengo una línea que sirva. Está bien, soy un hincha pelotas, pero tengo que sacar una nota, en el suplemento cultural del diario, sobre usted, Onetti. Y quiero jugar con las palabras. Quiero mentir. Hacerles creer a los lectores que le hice una entrevista a usted, que ya está muerto, en cualquiera de sus ciudades, y que igual usted me manda a la mierda, así me dice. Pero sabe una cosa, yo no me rindo. Insisto, Onetti, porque no puedo publicar esto que estoy escribiendo. Esto que estoy escribiendo es un bosquejo o un pacto imaginario, si usted quiere un trato, eso estoy haciendo, un trato con usted: espere, Onetti. Empujo la puerta, escúcheme, no me eche, Onetti, dos tés, le digo. Emerge de una caverna milenaria, de una oscura y ronca eternidad, un sonido, una voz, que efectivamente me manda al carajo, me empuja un poco, forcejeamos en la puerta. Él puede cerrarla. Él es un grandote al pedo, pero puede cerrar puertas. Y cuando pierdo, cuando definitivamente me doy por vencido, en esta entrevista imaginaria, escucho cómo, del otro lado, como si fuese Brausen -es Brausen- el viejo arrastra los pies y dice: Onetti no es nadie pero es Onetti, carajo.
Yo después tengo ganas de ir a fumar al río. Me duele el cuerpo. No sé qué ciudad es esta. Pero si está Onetti -pienso- seguro hay un río, y una rambla, y tipos fumando, y olor a jazmines.
Me inclino sobre la baranda blanca del Paseo de la Costanera. El río es una mancha oscura y borrosa, interrumpida por una luz que se mueve. Largo el humo por la nariz.
Si el jefe quiere, publico esto. ¿Qué es esto?, me preguntará el jefe. Esto es Onetti, le voy a decir, un bosquejo, una frustrada entrevista imaginaria.

(*) Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, Provincia de Bs. As., en 1975. Es sociólogo, egresado de la UBA, y escritor. Tiene un libro de cuentos inéditos, y actualmente continúa trabajando en su producción literaria.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA - Mitologías de lo real


ANTONIO MUÑOZ MOLINA -  Mitologías de lo real

 

Desde su mismo nacimiento con El último mohicano de Fenimore Cooper hasta ahora mismo, hasta esa suma póstuma de borradores de David Foster Wallace que acaba de publicarse, la novela americana lleva casi dos siglos empeñada en contar el mundo tal como es; el mundo o los mundos que caben en un país tan grande como un continente que siempre tiene algo de inacabado y como de obra en marcha, a diferencia de las rígidas nacionalidades europeas. El mundo americano es un proceso urgente, un empeño de construcción y destrucción colectiva, de perspectivas tan abiertas como los paisajes naturales y las anchuras de los ríos y de feroces injusticias y dramas sangrientos. La novela es la forma estética más adecuada para contar procesos y tránsitos. La novela es un arte secular por naturaleza en el que no caben las esencias ni las identidades indudables pero sí todas las metamorfosis posibles. La novela trata de alguien que quiere ser otro o se convierte en otro, alguien que cambia, que aprende, que desea y logra y luego pierde o no logra y sigue buscando; la novela trata de personas y de lugares en tránsito, de los grandes cambios de los tiempos que están sucediendo siempre; aspira a atrapar el movimiento, a ser movimiento y cambio ella misma.
Quizás más que ninguna otra la novela americana, de una forma más sostenida, como si no hubiera nada que no mereciera ser contado en el país o en la gente que ha llegado a él y que lo ha inventado al paso que se inventaba ella misma. Una parte de la novela europea lleva ya mucho tiempo empantanada en el ensimismamiento, y entre nosotros, en España, durante bastantes años fue de mal tono abandonarse sin reservas al gusto de contar. En Estados Unidos, con una fertilidad sólo comparable a la de ciertas épocas en América Latina o en las antiguas colonias de habla inglesa, los novelistas no han parecido sentir nunca vergüenza de la cualidad plebeya y desmesurada del oficio. Desde el principio, la novela americana ha tratado de la promesa y de la pérdida, de la posibilidad y la vulneración del paraíso en el gran trance de los cambios traídos por la explosión de las energías económicas y la tecnología. Que la primera novela americana memorable se titule El último mohicano es una paradoja en la que convendría detenerse. La llegada de los nuevos tiempos siempre tiene el reverso del hundimiento de algo, lo bueno y lo malo que existía antes. Los indios de los grandes bosques de la costa atlántica son los primeros en sucumbir a un cataclismo que es la otra cara de la nueva vida que vinieron a buscar los colonos, los fugitivos de la pobreza y de las persecuciones de Europa. La celebración de lo que existe es también una poderosa elegía porque incluye el relato de lo que está a punto de dejar de existir.
La novela americana quiere contarlo todo y en ese propósito se arriesga con alguna frecuencia a derrumbamientos heroicos. En rigor, se trata de un proyecto imposible. Herman Melville, para abarcar el gran relato de la caza de la Ballena Blanca, intenta poner juntas la novela clásica de aventuras, la mitología, la escatología cristiana, las ciencias naturales, la crónica de desastres marítimos, y lo que empieza siendo la historia casi picaresca del joven Ismael se convierte al cabo de unos pocos capítulos en una especie de enciclopedia fragmentaria de la calamidad. Moby Dick es una de las mejores novelas que pueden leerse, una de las pocas en las que ha nacido un símbolo universal que trasciende la literatura, pero para Melville su publicación fue también su ruina, porque no se recuperó nunca del escarnio o el desdén con que fue recibida. Siglo y medio después, en Moby Dick nosotros vemos sobre todo su poderoso simbolismo, y eso puede hacernos olvidar que se trata también de un gran reportaje periodístico sobre el impacto ambiental de la ambición humana en la busca de fuentes de energía, sobre una fase en el desarrollo de la tecnología y del capitalismo: el aceite de ballena era el petróleo de entonces; los buques balleneros, factorías industriales, y la caza descontrolada de aquellos animales inmensos, la primera prueba de que un recurso natural en apariencia ilimitado podía ser llevado a su rápida extinción en nombre del beneficio económico.
Heredera de la novela europea del siglo XIX, la novela americana no tiene escrúpulos para tratar del dinero, del trabajo material, de los procesos industriales. No los tenía hace cien años y sigue sin tenerlos ahora. En un pasaje asombroso por su longitud y su precisión, en Pastoral americana, Philip Roth cuenta el funcionamiento de una fábrica de guantes. El gozo de lo material también incluye la melancolía de lo que se está perdiendo, de lo que se perdió hace mucho tiempo: en este caso una industria de manufactura que producía objetos bellos, sólidos y prácticos, que daba trabajo estable a gente de origen inmigrante, que sostenía las barriadas de obreros cualificados y clase media modesta en las cuales Philip Roth sitúa una y otra vez su propia versión del paraíso vulnerado americano. En The Pale King, esa novela que David Foster Wallace dejó a medio escribir cuando se quitó la vida, la historia sucede en una delegación de Hacienda del Medio Oeste. Parece que Foster Wallace pasó años documentándose avariciosamente sobre legislación fiscal y sobre las tareas cotidianas de los funcionarios. El novelista es ese escritor que no puede estar por encima de sus personajes: si los mira desde arriba, aunque sólo sea ligeramente desde arriba, el personaje es un muñeco y una caricatura, y al novelista se le nota mucho que en realidad no estaba queriendo contar esas vidas y esos trabajos, sino usarlos como pretexto para otra cosa, una alegoría, un panfleto ideológico. Ni John Updike ni John Cheever se tomaron nunca a broma las pasiones, las rutinas, las mezquindades de la gente de la clase que retrataban y a la que ellos mismos pertenecían. Ironizaban, claro que sí, lo cual es muy distinto: igual que Saul Bellow o Bernard Malamud ironizaban sobre esos personajes de emigrantes judíos que eran retratos de ellos mismos y de sus familias, gente en tránsito de un mundo a otro, de la emigración a la asimilación, de la añoranza a la amnesia, del gueto a la urbanización con césped y piscina.
Hay algo desquiciado en estos escritores que vuelven una y otra vez sobre un material idéntico que no parece agotarse nunca. Con 85 años Saul Bellow publicó una última novela que era también una obra maestra, Ravelstein. Updike estuvo escribiendo novelas, cuentos, ensayos sobre arte, poemas, hasta casi el día de su muerte. Enfermo, fracasado, casi moribundo, Scott Fitzgerald continuó trabajando en El último magnate. Faulkner agotó las pocas energías que le quedaban en ese gran fracaso que fue Una fábula. Philip Roth no para de escribir y publicar novelas desde que cumplió 70 años. A los más de ochenta, en Canadá, Alice Munro continúa escribiendo algunos de los cuentos más malvados y sabios de la literatura en lengua inglesa. E. L. Doctorow convierte en fábulas los episodios de la historia real del país. Y escritores mucho más jóvenes continúan escribiendo la novela americana de los recién llegados, la mitología de una realidad siempre más ancha que la literatura.

CRISTINA PAILOS - El Rincón de los libros



 

LA CIUDAD COMO PROTAGONISTA

En la literatura, en el cine, en el teatro , sin duda, la ambientación  nos instala en otros mundos, nos sumerge en fantasías y sueños. El espacio y el tiempo pueden jugar de muchas maneras pero alcanzan su fin último a través de verosimilitud muy estudiada sin abandonar la poesía. La relación entre el escenario y la atmósfera propuesta   es muy estrecha.  Aunque no sea El Castillo de Otranto sino una apacible vivienda de campo, percibimos de entrada que algo extraño puede ocurrir.
A veces el espacio es más importante que los personajes o al menos, constituyen un todo indisoluble. La estepa rusa nos  devuelve un Gogol y sus personajes  y sólo en la pampa argentina pudo vagar Martín Fierro.
En la literatura latinoamericana, la vida rural se mantuvo omnipresente durante mucho tiempo:  Garcia Marquez, Rulfo, Asturias, Arguedas,y tantos otros. Pequeños pueblos de provincia de aparente quietud varias veces centenaria nos introducían en mitos, leyendas, conflictos, realidades y magias, sin embargo la gran urbe fue siempre un ámbito atrayente y misterioso por la diversidad de los seres que la habitan, por la dimensión de los choques  que desatan tantas expectativas y frustraciones , convivencias forzadas, y siempre, los recién llegados con enormes mochilas de esperanzas trampeadas, burladas.  Mientras escribo recuerdo hace mucho la cara de asombro y de temor de un campesino tucumano recién llegado que ayudaba en la  frutería de unos parientes en Buenos Aires: “Nunca hubiera imaginado que los ricos fueran tantos. Hay que ser rico para habitar en estos departamentos, comprar en estos negocios, y que haya tantos, tantísimos autos” y no era un barrio de clase media alta, ni mucho menos.
Los rostros de sueño y pasos apurados que atraviesan diariamente las estaciones de trenes  son siempre los mismos pero no se ven, no se miran porque el lugar es tan sólo un paso necesario que ni se vive ni se siente. La única idea a esas horas tempranas está en la oficina,la escuela,el taller y alguna imagen familiar de gozo o de desgracia.
Hoy la ciudad es protagonista de la ficción. Colombia ya no va a dar otro Garcia Marquez porque los nuevos escritores colombianos jóvenes prefieren la ciudad colombiana u otras ciudades del mundo. Si se trasladan a las zonas rurales es para mostrar otra realidad que la literatura pasó bastante inadvertida hasta ahora: los mitos, leyendas y valores culturales de los pueblos originarios tal como son y no desde una visión externa. Al menos ese es el ambiente que procuran reflejar. Me referí en especial a Colombia porque Garcia Marquez fue un paradigma en la universalización de pequeñas realidades mágicas, pero ni el chileno Roberto Bolaño, ni Juan Villoro en México, ni Ricardo Piglia , Andahazi o Caparrós encuentran su escenario en el campo. Por supuesto, que en pleno auge ruralista, hubo escritores que prefirieron los escenarios ciudadanos que realmente conocían y que siempre les proporcionaba un caudal inagotable de temas, como Abelardo Castillo o Cortazar. Y es  que a pesar del auge  de las novelas ambientadas en pampas y selvas en nuestro continente, la respiración a menudo asmática , la atmósfera  contaminada de mil formas en las ciudades siempre se dejó sentir. Sus mitos también se han consolidado y a través del cine, de la televisión, de Internet, impregnan una vasta geografía.
 Y siempre nos hacemos las mismas preguntas:
¿Cómo surgen las ciudades en la mente de los  escritores? ¿Son ciudades que conocen mucho porque vivieron en ellas?¿Las inventa?
En algunos casos las conocen, pero no siempre. Yendo un poco para atrás en el tiempo, Julio Verne nunca visitó muchos de los escenarios de sus obras, claro que no todo fue  obra de una milagrosa imaginación: recurrió a las fuentes de documentación más rigurosas que pudo encontrar.
Muchas veces, el escritor las reinventa o les confiere un valor simbólico. Se percibe que hay algo de realidad, pero de antemano sabemos que sería en vano buscarlas en el mapa. Fueron  recreadas y ostentan otros nombres por una necesidad del escritor para insuflarle su punto de vista y habitarla con sus fantasmas.
Varias generaciones de lectores recuerdan haber habitado esas ciudades inexistentes.
Yoknapatawpha, de William Faulkner , en Sartoris, El Sonido y la Furia, Santuario y otras obras.
Combray, de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido
Macondo , de Gabriel García Marquez,  si bien fue fundada por José Arcadio Buendía aparece en Cien años de Soledad, La hojarasca, La Mala Hora, Los funerales de Mamá Grande, El Coronel no tiene quien le escriba y otras obras
Santa María, de Juan Carlos Onetti, en La vida breve y otras
Comala, de Juan Rulfo, en Pedro Páramo
Vetusta, de Leopoldo Alas “Clarín”, en La Regenta
Cartago, de Gustave Flaubert, en Salambó

Pero todos visitamos con frecuencia también ciudades reales o ciudades símbolo. De nuestra memoria de viajes literarios voy a empezar a escribir a partir de esta nota, en varias entregas pero no muchas para no fatigarlos con tanto abrir y cerrar maletas. ■

Nota: La nómina de ciudades la tomé de Taller de Escritura- Proyecto Editorial de SALVAT EDITORES, S.A.- España -1996

Cristina Pailos

Premio Cervantes a Ana María Matute


Ana María Matute
Ana María Matute


El Cervantes de una niña asombrada

 

Ana María Matute reivindica el poder de la invención en su discurso, uno de los más celebrados de la historia del galardón - "El que no inventa no vive", afirmó


JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Alcalá de Henares - 28/04/2011

Hay un malicioso aforismo que dice que, entre ellos, los escritores no se leen, se vigilan. De ahí la imbatible popularidad en el gremio plumífero del apócrifo autor griego Teleo Melees. Hay, sin embargo, acontecimientos que ponen, y de buena fe, de acuerdo a todo el mundo. Por ejemplo, el Premio Cervantes a Ana María Matute. Pocas veces como ayer en Alcalá de Henares se ha visto a tantos escritores encantados con un galardón que no les ha tocado directamente a ellos. "Estamos muy contentos", resumía la novelista y académica Soledad Puértolas tirando espontáneamente del plural.
El Cervantes premiaba tantas cosas en la persona de la Matute -como muchas veces se llama ella a sí misma- que en la medalla que le entregó el Rey había un trozo para todo el mundo. Aunque el mayor galardón de las letras hispanas reconoce una obra literaria y no un símbolo sociológico, la autora de obras ya canónicas comoPrimera memoria, Los hijos muertos u Olvidado rey Gudú es también, a sus 85 años, la tercera mujer en 35 años que obtiene el Cervantes, una niña de la guerra -cumplió 11 años en julio de 1936- y una defensora de tres cosas con reputación de menores y blandas: la literatura infantil, los cuentos y la felicidad.
"¿Por qué tenemos tanto miedo a esa palabra?", dijo de esta última al comienzo de un discurso que arrancó una de las ovaciones más largas que se recuerdan. Matute, que no pudo subir al púlpito del paraninfo, lo leyó desde la silla de ruedas que empujaba su hijo Juan Pablo, que al final sintetizó los sentimientos de su madre: "Los nervios se le pasaron al empezar. Es como tirarse en paracaídas; una vez que te lanzas...". Sabe de qué habla. No solo ha sido el objeto de todos los afanes de su madre, sino que, además, fue legionario paracaidista en la propia Alcalá antes de ser piloto de aviación civil en Estados Unidos.
Alineadas en la mesa presidencial, las autoridades escucharon la alocución de la ganadora con una sonrisa que les duró 20 minutos, un tiempo en el que entre el público no se oyó una mosca y, al contrario que en otros momentos de la ceremonia, nadie dejó sonar el móvil ni trasteó con el iPhone, la BlackBerry o el programa de mano (analógico).
"Preferiría escribir tres novelas seguidas y 25 cuentos sin respiro a tener que pronunciar un discurso", dijo la escritora barcelonesa al comienzo del suyo, que a lo largo de casi nueve páginas, y después de recordar al poeta chileno Gonzalo Rojas -fallecido el lunes pasado y premio Cervantes en 2003-, se convirtió en una hipnótica espiral de frases en la que las ideas convivieron con los recuerdos.
Unas y otras se mezclaron cuando Ana María Matute citó la confesión que, de niña, una de las hijas del compositor catalán Jordi Blancafort le hizo a su propia hermana: "La música de papá no te la creas, se la inventa". Y un elogio de la invención fueron de principio a fin las palabras de la autora de Paraíso inhabitado. "San Juan dijo: 'El que no ama está muerto', y yo me atrevo a decir: 'El que no inventa, no vive", afirmó. A lo largo de la "travesía de una vida" salpicada de "abundantes tempestades", Matute le inventó, dijo, una personalidad que aún dura a su muñeco Gorogó cuando era una muchacha a la que no le gustaban los juegos de las niñas de aquel tiempo, "mujeres recortadas" que imitaban "a mamá y a las amigas de mamá". Más tarde el invento sería una revista que escribía ella misma de cabo a rabo durante los años atroces en los que la Guerra Civil volvió el mundo del revés, llenó los descampados de cadáveres y de significado la palabra odio. Fue así como la suya se convirtió en una generación de "niños asombrados" que pasaron de salir escoltados por la niñera a plantarse durante horas en la cola del racionamiento.
Con todo, la invención que la puso en órbita fue una novela que con 19 años presentó escrita a mano a la editorial Destino. El contrato (de 3.000 pesetas) lo firmó su padre porque ella era menor de edad, aunque la cosa tardaría en cambiar porque muchos contratos posteriores exigieron que, "con la venia marital", los firmase también su marido. Suena a ficción pero no es más que historia, historia de un tiempo en el que la minoría de edad de las mujeres duraba casi toda la vida. No es, pues, extraño que para Ana María Matute invención haya sido siempre sinónimo de evasión. En los dos sentidos de la palabra. De "rebelión íntima" habló en su discurso el Rey (Juan Carlos, no Gudú).
De ahí que ayer, en su defensa de esa literatura que llaman infantil, la escritora recordara que los cuentos de hadas no fueron escritos para niños, al tiempo que avisaba contra la tendencia a limar las asperezas de los relatos de Perrault, Andersen o los hermanos Grimm: "Me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no solo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco?". Al final, Ana María Matute deshizó el hechizo que ella misma había creado -y en el que llegó casi a oler a arzadú, una flor brotada en su imaginación- para decir que lo único que quería era transmitir gratitud y alegría.
En su intervención, Ángeles González-Sinde, ministra de Cultura y ayer, por vía literaria, "de lo invisible y de lo inexplicable", dijo que en la premiada esa alegría es "casi subversiva". Era, claro, una metáfora: la ciudad estaba llena de autoridades y de policías. Hay algo literal, sin embargo: la alegría de la Matute es contagiosa. Bastaba con ver las caras de sus colegas en el cóctel para comprobar que -ya hablaran de la crisis, la Champions o la demanda de IVA cero para los libros- todos tenían cara de Premio Cervantes.

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - sobre Antonio di Benedetto

Érase una vez en la Argentina interior

 

La publicación de la mítica trilogía de la espera de Antonio di Benedetto espolea la recuperación de una generación de autores partida por la dictadura militar


JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid - 20/04/2011

Más allá del impecable (e inevitable) ABC -Arlt, Borges, Cortázar; o si se quiere, todo en uno: Adolfo Bioy Casares-, el alfabeto de la literatura argentina tuvo una generación de autores que fue, más que perdida, partida. Y en algún caso, dos veces. Por la geografía y, luego, por la historia. El azar hizo que algunos de sus representantes nacieran en el interior de un país dividido entre una capital (Buenos Aires) con la cabeza en Europa y unas provincias con los pies, y hasta el cuello, en América Latina. Cuando iban camino de normalizar sus relaciones con el sistema literario porteño, la dictadura de 1976 los mandó al exilio, a la cárcel o a la muerte.
El nombre más emblemático de aquella galaxia fue Antonio di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986), cuya trilogía de la espera -Zama, El silenciero y Los suicidas- se publica en España el 5 de mayo en un solo tomo (El Aleph) y con prólogo del fallecido Juan José Saer. Cuatro días antes, el ciclo Argencine presentará en Madrid la película Aballay, basada en el cuento más popular del autor mendocino. La versión cinematográfica, que pudo verse el mes pasado en el Festival de Málaga, ha corrido a cargo del bonaerense Fernando Spiner. Además, la editorial Adriana Hidalgo -que ha ido recuperando todos los libros de Di Benedetto, incluidas las tres novelas citadas- acaba de publicar un volumen que incluye el cuento original, el guión del filme y la versión en cómic de Cristian Mallea.
Aunque Antonio di Benedetto vivió seis años exiliado en Madrid y su obra apareció en editoriales de peso, nunca recibió en España una atención a la altura de su influencia. La semana pasada, poco después de obtener el último premio de la crítica, Ricardo Piglia glosaba su figura en conversación telefónica desde Argentina: "Cuando yo empecé a publicar, Di Benedetto era una referencia para nosotros. Había un debate entre Buenos Aires y los escritores del interior: Saer en parte, Héctor Tizón, Juan José Hernández, Daniel Moyano... Como la literatura se jugaba en la capital -allí estaban las editoriales y la crítica-, ellos habían quedado un tanto fuera de la línea central, algo que se fue corrigiendo. La gran figura era Di Benedetto. Había una tensión entre él y Borges. Eran los dos grandes modelos de escritura. No tienen nada que ver, pero ambos lucen la misma calidad".
Aunque Di Benedetto no concibió sus novelas como una trilogía, a Piglia le parece "una gran noticia" que se publiquen juntas. "Tienen unidad. Todas están escritas en primera persona por un narrador que parece que va mutando de una a otra". Más de medio siglo después de su aparición, Zama (1956) es uno de los hitos de la narrativa latinoamericana del siglo XX. Tan rica que nadie sabe a estas alturas si es una novela histórica, existencial, filosófica, lírica o experimental, narra la angustia de Diego de Zama, un funcionario de la corona española que, en 1790, espera en Asunción (Paraguay) un traslado a Buenos Aires que nunca llega. Mientras El silenciero (1964) habla de un hombre acosado por los ruidos que trata de huir de ellos de las formas más delirantes, Los suicidas (1966) pone en escena a un periodista que investiga tres suicidios que remueven su propio pasado. "Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde", dice la primera línea. "Tenía 33 años. El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad". Desde su aparición, la crítica no ha dejado de ver en esta última novela una traslación de muchas de las obsesiones de Di Benedetto, que dirigió un importante periódico de su ciudad y en cuya familia hubo suicidas.
Los últimos años de la vida del escritor quedaron marcados en marzo de 1976. El día 24, el del golpe militar, fue detenido por un comando del ejército. Pasó en prisión un año y medio de violencia arbitraria y simulacros de fusilamiento. Nunca supo qué cargos había contra él. "Me aplastaron hasta enloquecerme", dijo años después. Entre 1977 y 1983, Di Benedetto vivió en una España que empezaba a leer su propia nueva narrativa y en la que la cuota latinoamericana parecía cubierta por los autores del boom. Pocas esperanzas, pues, para autores que "no comieran guayabas o usaran camisas tropicales y taparrabos". Así de gráficamente lo expresa desde Buenos Aires Jimena Néspolo, que acaba de publicar la novela El pozo y las ruinas (Los libros del lince) y es autora de uno de los títulos de referencia sobre el escritor, Ejercicios de pudor (Adriana Hidalgo). En el cuento Sensini, Roberto Bolaño retrató bien a un Di Benedetto que pasa de ser alguien en su país a malvivir en Europa buscando trabajos alimenticios. Fue su caso y el de autores como Daniel Moyano, Héctor Tizón o el recientemente fallecido David Viñas.
Aunque, pese a todo, el autor de Zama terminó arrepintiéndose de haber vuelto a Argentina al final de la dictadura, hoy, 25 años después de su muerte, de ser un escritor de culto, cuenta Néspolo, ha devenido en escritor popular y a la vez absolutamente canónico. La pelota está, pues, en el tejado español.

 

De voces, represiones y exilios

No todos los contemporáneos de Antonio di Benedetto fueron escritores del interior argentino, pero todos quedaron marcados por la dictadura y el exilio. Muchos vivieron en España. Algunos tienen una segunda oportunidad editorial.
- Haroldo Conti. Es el gran símbolo literario de la represión. Su nombre figura en la lista de los detenidos-desaparecidos durante la desgarradora dictadura militar (1976-1983). La editorial española Bartleby ha recuperado sus Cuentos completos y su novela más emblemática, Sudeste.
- Daniel Moyano. Vivió una peripecia parecida a la de su amigo Di Benedetto, pero él no volvió a Argentina. Murió en España en 1992. La reciente edición deEl trino del diablo (Tropo) lleva un prólogo de Mario Benedetti que resume bien las claves de la obra del autor de Libro de navíos y borrascas (KRK).
- Juan José Saer. Con Di Benedetto, fue la gran referencia de la narrativa argentina de su generación. Su impagable novela El entenado (El Aleph) es un clásico. Pese a vivir exiliado en Europa desde antes del golpe militar, en España su obra nunca ha alcanzado el eco merecido. Y ello a pesar de que en 1987 ganó el Nadal con La ocasión (Destino).
- Rodolfo Walsh. Desaparecido por los militares, el reconocimiento a su reeditado reportaje periodístico Operación masacre (451; en la imagen, portada de la edición orginal) impulsó la publicación de sus Cuentos completos (Veintisiete Letras). Del Centro Editores ha publicado Rodolfo Walsh o la palabra dada y en mayo aparecerá la recopilación de artículos El violento oficio de escribir (451).