jueves, 28 de abril de 2011

BRUNO SCHULZ (1892-1942)


El mesías que nunca llegó a Drohobycz

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)Bruno Schulz va ocupando poco a poco el lugar que merece en el canon europeo del siglo XX. Pintor procaz y desgarrado, su obra narrativa se ha emparentado con la de Bashevis Singer y Kafka. En España, Maldoror Ediciones se ocupa de la tarea de publicar, con orden y buen criterio, todas sus obras, muchas de ellas inéditas en español. Mercedes Monmany hace el recorrido vital y creativo de un artista genial, víctima del terror nazi, al tiempo que cuenta la historia de su Galitzia natal, región castigada como pocas por la doble barbarie totalitaria del siglo XX.
En el imaginario de nuestra civilización, los textos perdidos o destruidos juegan un papel esencial, ya sean las Tablas de la Ley rotas por Moisés en su cólera contra los adoradores del Becerro de Oro, ya sea la maleta de Walter Benjamin extraviada tras su suicidio en Port-Bou, ya sea la gran pira apocalíptica de Auto de fe de Canetti, o bien los cientos de miles de cartas, documentos, bibliotecas enteras o manuscritos desaparecidos a raíz de exterminios lo mismo culturales que humanos, como el que tuvo lugar durante el Holocausto. En este sentido, todo el enigma de la obra devorada por las catástrofes de su propio tiempo, por el odio y el genocidio, parece concentrarse en nuestra época en figuras legendarias como la del escritor, dibujante y pintor polaco Bruno Schulz (Drohobycz, Galitzia, 1892-1942). Considerado como uno de los más grandes escritores en lengua polaca, Schulz formaría junto a su gran defensor y mentor en vida, S. I. Witkiewicz (Witkacy), que se suicidó en septiembre de 1939, a la entrada del Ejército Rojo en Polonia, y su amigo Witold Gombrowicz, con el que mantendría encendidas pero cómplices polémicas, el más famoso e internacional triunvirato de su época ("los tres mosqueteros de la vanguardia polaca de entreguerras", como los nombró el propio Gombrowicz).
     La trágica muerte de Schulz, de un tiro en la nuca efectuado en plena calle por un oficial de las ss, se convirtió en todo un símbolo, lo mismo que la misteriosa desaparición de su manuscrito El Mesías, que aquellos días estaba escribiendo y que probablemente se hallaba ya finalizado. Para aumentar el dramatismo del hecho, se da el caso de que el asesinato de Schulz, aun inscribiéndose en las habituales "acciones" de terror que los nazis desataban de vez en cuando por la ciudad, tenía un componente más salvaje si cabe: no fue más que un ajuste de cuentas entre pistoleros. Un oficial había hecho matar al judío "particular" de otro oficial unos días antes, y éste último se vengó de él al ver pasar a Schulz por la calle. "He matado a tu judío", le dijo. (fragmento de una nota de
Mercedes Monmany)

Pan (de Las tiendas color canela)
por Bruno Schulz

En una esquina a espaldas de los cobertizos y bodegas había un callejón ciego que venía del patio; el más distante, último fondo, incrustado entre la letrina y el gallinero –un sitio lúgubre mas allá del cual no se podía ver nada más. Este era el fin de la tierra, el Gibraltar del patio, desesperadamente golpeando su cabeza contra la cerca de tablas horizontales, encerrando ese pequeño mundo con determinación.
Debajo de la cerca salía un hilo de agua hedionda y negra, una vena de un grasoso lodo putrefacto que nunca se secaba –el único camino que atravesaba del límite de la cerca hacia el mundo más amplio. La desesperación del fétido callejón había empujado por tanto tiempo contra el obstáculo de la cerca que había aflojado una de sus tablas. Los niños nos encargamos del resto y la arrancamos, haciendo una brecha, abriendo una ventana hacia el sol. Poniendo un pie sobre la tabla que habíamos tirado como un puente sobre el charco, el prisionero del patio podía estrujarse por el hueco y entrar a un más ancho y nuevo mundo de brisas frescas. Abriéndose frente a él, había un amplio, enmontado jardín. Perales altos y anchos manzanos crecían profusamente, cubiertos de plateadas hojas susurrantes, de una resplandeciente red de blanca espuma. Espeso césped enredado, que nunca se cortaba, cubría el suelo ondulante con una alfombra afelpada. Ahí crecía el césped común de las praderas; perejil salvaje con su delicada filigrana; hiedra rastrera con sus bruscas hojas arrugadas y ortigas muertas que olían a menta. Plátanos nervudos y brillantes, moteados de herrumbre, se disparaban hacia arriba ofreciendo racimos de gruesas semillas rojas. Toda esta selva estaba bañada de aire tierno y llena de brisas azules. Cuando te recostabas en el césped yacías bajo un mapa azul celeste de nubes y continentes flotantes, inhalabas completa la geografía del cielo. A causa de esta comunión con el aire las hojas y briznas se habían cubierto de un delicado vello, con una capa de suave pelusa, un crudo encrespamiento de ganchos hechos, pareciera, para atrapar y sostener a las olas de oxigeno. Esa capa delicada y blancuzca emparentaba a la vegetación con la atmósfera, le daba el tinte gris plateado del aire, de los silencios penumbrosos entre dos vistazos del sol. Y una de las plantas, amarilla, inflada de aire, sus pálidos tallos llenos de jugo lechoso, producía de sus brotes vacíos solo aire puro, puro en la forma de esponjosas bolas de dientes de león esparcidas por el viento para disolverse insonoras en el silencio azul.
El jardín era vasto y cruzado de senderos, y tenía varias zonas y climas. Por un lado estaba abierto al cielo y al aire, y ahí ofrecía la más suave, más delicada cama de afelpado verde. Pero en donde se extendía por un sendero bajo y se sumergía en la sombra de la tapia trasera de una fábrica de refrescos abandonada, se volvía más brusco, enmontado y salvaje por el descuido, desordenado, fiero de cardos, erizado de ortigas, cubierto por un salpullido de malasyerbas, hasta que, al final entre las paredes, en una apertura rectangular, perdía toda moderación y se precipitaba a la locura. Ahí, ya no era un manzanal sino un paroxismo de la demencia, un brote de ira, de desvergüenza cínica y de lujuria. Ahí, bestialmente liberadas, dando rienda suelta a su pasión, mandaban las vacías y enmarañadas cabezas de repollo de los abrojos –brujas enormes, mudando sus voluminosas enaguas a plena luz del día, tirándolas al suelo, una a una, hasta que sus hinchados trapos, susurrantes y llenos de huecos enterraban toda su raza bastarda y pendenciera bajo su extensión demente. Y esas enaguas se hinchaban y empujaban, apilándose unas sobre otras, esparciéndose y creciendo siempre – una masa de hojas metálicas alzándose hacia los aleros bajos del cobertizo.

Fue ahí donde lo vi por primera y única vez en mi vida, durante un medio día enloquecido por el calor. Era un momento en el que el tiempo, demente y salvaje, se libera del molino de los eventos y, como un vagabundo en fuga, huye gritando por entre los campos. Luego el verano crece sin control, regándose por todos los puntos con un ímpetu salvaje, duplicándose y triplicándose en una dimensión lunática y desconocida.
A esa hora, me sometía al frenesí de la caza de mariposas, a la pasión de perseguir estos puntos titilantes, estas hojuelas errantes, tiritando en torpes zigzags en el aire ardiente. Y sucedió que uno de estos puntos de luz se dividió durante el vuelo en dos, y luego en tres –y el resplandeciente, cegador triángulo de puntos me llevó, como un fuego fatuo, a través de la jungla de espinas, abrasadas por el sol.
Paré al borde de los cardos, sin atreverme a avanzar hacía el abismo silencioso. Y luego, de repente, lo ví.

Sumergido hasta las axilas en los matorrales, se agazapaba frente a mí. Vi su ancha espalda en una camisa sucia y el costado mugriento de su saco. Estaba sentado ahí, como esperando a abalanzarse, sus hombros contraídos como bajo una carga tremenda. Su cuerpo jadeaba de tensión y el sudor corría por su cara de cobre, brillando en el sol. Inmóvil, parecía estar haciendo un gran esfuerzo, batallando bajo un gran peso.
Yo estaba parado, clavado al sitio por su mirada, cautivo de ella.

Era la cara de un borracho o un vago. Un mechón de cabello sucio se erizaba sobre su ancha frente, redonda como una piedra lavada por un rio, una frente que ahora se arrugaba en surcos profundos. Yo no sabía si era el dolor, el calor incendiario del sol, o el esfuerzo sobrehumano lo que había carcomido esa cara y estirado esas facciones al punto de reventar. Sus ojos oscuros penetraban en mi con la fijeza de la desesperación suprema o del sufrimiento. Me miraba sin mirarme, me veía sin verme del todo. Eran ojos a punto de estallar, presionados por el trance del dolor o la exaltación salvaje de la inspiración.
Y de pronto sobre esas facciones tensas se expandió una mueca terrible. La mueca se intensificó, tomando de la locura previa y la tensión, ensanchándose, haciéndose más y más amplia, hasta que reventó en un rugiente, ronco grito de risa.
Profundamente afectado, vi como, aún rugiendo su risa, se levantaba lentamente de sus cuclillas y jorobado como un gorila, sus manos en los bolsillos rotos de su andrajoso pantalón, comenzó a correr, cortando a grandes saltos a través del aluminio crepitante de los abrojos –Pan sin una flauta, huyendo a sus dominios privados.

3 comentarios:

  1. Me "conmueve" el eco que han despertado escritores de otras latitudes... Relatos que hablan de la tragedia, la desesperación y el sino de muchos seres humanos.
    Hoy es un día que recuerda los genocidios de judíos europeos, gitanos, izquierdistas y rusos y polacos e incluso alemanes opositores al nazismo. Perdí a mis abuelos y tíos y primos asesinados por los alemanes.
    La escritura poética de Bruno Schulz merece una lectura seria...

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  2. Con un juego de realidad avasallante el ojo no descansa por seguir una trama que no existe y se deja caer inprevistamente en un personaje demencial que nos obliga a verlo desaparecer.

    Solo un muy buen escritor llega a ese logro casi inmortal donde su letra no tiene época. Sorprende encontrarlos diseminados en el mundo algunos casi reconocidos sólo en su ámbito y otros gracias a Internet salen a la luz para iluminarnos con la fuerza de sus relatos.

    Celmiro Koryto

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  3. Este relato es como meterse en un cuadro y deambular por sus colores hasta ser sorprendido por un fiero guardían que al fin nos deja hacer. No sé si influído por la semblanza que antecede al relato o por el relato mismo, me conmoví, Carlos Arturo Trinelli

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