jueves, 20 de marzo de 2014
MARIO BENEDETTI
Mario Benedetti |
SOÑÓ QUE ESTABA PRESO
Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con un retrato de Milagros entre las manos. Pero el no se conformaba con la foto. Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse, pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual. Y no había nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós. Cuando abrió los ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso, entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar. Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió la mano y la rata adelantó una pata. Eran viejos conocidos. A veces él le arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida. Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban. Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. De niño también había aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a Dios. El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado. Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. La saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a caminar. Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los árboles. En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos. Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una ducha y dormir, estoy francamente reventado. Después de la ducha, ella lo llevó hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente, durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso. Con lagartija y todo.
Algernon Blackwood
La casa del pasado
Algernon Blackwood
Blackwood nació en
Shooter's Hill (una localidad que forma hoy parte de Londres, pero
pertenecía entonces a Kent). A
lo largo de su vida,desempeñó oficios muy variados en Norteamérica:
granjero en Canadá,
encargado de un hotel, minero en Alaska,
reportero en Nueva York.
De vuelta a Inglaterra, comenzó a escribir relatos de terror, con gran éxito.
Como a otros escritores británicos del género, se le relaciona con la Golden Dawn,
organización secreta cuyas enseñanzas pueden haber influido en la peculiar
atmósfera mágica de sus cuentos.
Una noche una Visión vino a mí, trayendo con ella una
antigua y herrumbrosa llave. Me llevó a través de campos y senderos de dulce
aroma, donde los setos ya susurraban en la oscuridad primaveral, hasta que
llegamos a una inmensa y sombría casa, de ventanas conspicuas y tejado elevado,
medio escondido en las sombras de la madrugada. Advertí que las persianas eran
de un pesado negro y que la casa parecía revestida por una tranquilidad
absoluta.
-Ésta -susurró ella en mi oído-,
es la Casa del
Pasado. Ven conmigo y recorreremos algunas de sus habitaciones y pasadizos;
pero apresúrate, pues no tendré la llave por mucho tiempo y la noche ya casi se
acaba. Aún así, por ventura, ¡debes recordar!
La llave produjo un espantoso ruido cuando giró en la
cerradura, y cuando la puerta estuvo abierta a un vestíbulo vacío y hubimos
entrado, escuché los sonidos de murmullos y llantos, y el roce de telas, como
de gente moviéndose en sueños, a punto de despertar. Entonces,
instantáneamente, un espíritu de gran tristeza vino a mí, empapando mi alma;
mis ojos comenzaron a arder y picar y en mi corazón advertí una extraña
sensación, como si algo que había dormido por años se desenrollara. Todo mi
ser, incapaz de resistir, se rindió inmediatamente al espíritu de la melancolía
más profunda, y el dolor de mi corazón, mientras las Cosas se movían y
despertaban, por un momento se hizo demasiado fuerte para expresarlo en
palabras...
Mientras avanzábamos, las débiles voces y sollozos
escaparon delante nuestro hacia el interior de la Casa , y me di cuenta de que
el aire estaba lleno de manos suspendidas, de vestimentas oscilantes, de
trenzas colgantes, y de ojos tan tristes y nostálgicos, que las lágrimas -que
ya casi desbordaban de los míos-, se retenían por milagro ante la contemplación
de tan intolerable anhelo.
-No permitas que esta tristeza te
aplaste -susurró la Visión
a mi lado-. No despiertan frecuentemente. Duermen por años y años y años. Los
cuartos están todos ocupados y a no ser que lleguen visitantes como nosotros a
perturbarlos, jamás despertarían por propio acuerdo. Pero cuando uno se agita,
el sueño de los otros también se ve perturbado, y también despiertan, hasta que
el movimiento es comunicado de una habitación a otra y así finalmente, a través
de toda la Casa... Pero ,
a veces, la tristeza es demasiado grande como para soportarla, y la mente se
debilita. Por esta razón, la
Memoria les entrega el sueño más dulce y profundo que posee y
cuida de usar poco esta pequeña y herrumbrosa llave. Pero, escucha ahora
-agregó ella, tomándome la mano- ¿no oyes, acaso, el temblor del aire a través
de toda la Casa ,
que se asemeja al murmullo de agua cayendo? ¿Y quizá ahora tú... recuerdas?
Aún antes de que ella hablara, yo ya había captado
débilmente el inicio de un nuevo sonido; y ahora, en lo profundo de los sótanos
bajo nuestros pies, y también desde las regiones superiores de la gran Casa, me
llegaba el murmullo y el crujido y el movimiento ligero y contenido de las
Sombras durmientes. Se elevaba como una cuerda tañida suavemente de entre las
inmensas e invisibles cuerdas pulsadas en algún lugar de las bases de la Casa , y su vibración corría
suavemente por sus paredes y techos. Y supe que había escuchado el lento
despertar de los Espíritus del Pasado.
¡Ay de mí!, con qué terrible
invasión de amargura me sostenía allí, con los ojos inundados, escuchando las
tenues voces muertas mucho tiempo atrás... Porque de hecho, toda la Casa estaba despertando; y en
ese momento llegó hasta mi nariz el sutil y penetrante perfume del tiempo: de
cartas, por largo tiempo conservadas, con la tinta borrosa y las cintas
desteñidas; de olorosas trenzas, doradas y castañas, guardadas, ¡oh, tan
tiernamente!, entre las flores prensadas que aún conservaban la profunda
delicadeza de su olvidada fragancia; la aromática presencia de memorias
perdidas, el intoxicante incienso del pasado. Mis ojos se inundaron, mi corazón
se contrajo y expandió, mientras me rendía sin reserva a esas antiguas
influencias de sonidos y aromas. Estos Espíritus del Pasado -olvidados en el
tumulto de memorias más recientes- se apretaban alrededor mío, tomaron mis
manos en las suyas y, siempre susurrando lo que yo hace tiempo había olvidado,
siempre suspirando, exhalando de sus cabellos y vestiduras los aromas inefables
de las épocas muertas, me guiaron a través de la inmensa Casa, de cuarto en
cuarto, de piso en piso.
Pero no todos los Espíritus me eran igualmente claros. De
hecho, algunos tenían sólo la más débil vida, y me agitaban tan poco que sólo
dejaban una impresión indistinta y borrosa en el aire; mientras que otros me
observaban casi con reproche con sus apagados y desteñidos ojos, como anhelando
retornar a mis recuerdos; y entonces, al ver que no eran reconocidos regresaban
flotando suavemente hacia las sombras de sus habitaciones, para volver a dormir
imperturbados hasta el Día Final, cuando no fallaré en reconocerlos.
-Muchos de ellos han dormido por
tanto tiempo -dijo la Visión
a mi lado- que despiertan sólo a duras penas. Sin embargo, una vez despiertos
te reconocen y recuerdan, aunque tú no logres hacerlo. Pues es la regla de la Casa del Pasado que, mientras
tú no los evoques claramente, no recuerdes precisamente cuándo los conociste y
con qué causas particulares de tu evolución pasada están asociados, no podrán
mantenerse despiertos. A menos que los recuerdes cuando sus ojos se encuentren,
a menos que su mirada de reconocimiento les sea devuelta por la tuya, están
obligados a regresar a su sueño, silenciosa y desconsoladamente -sus manos sin
estrechar, sus voces sin ser oídas-, para soñar un sueño inmortal y paciente,
hasta que...
En ese instante, sus palabras se extinguieron
repentinamente en la distancia y tomé conciencia de un abrumador sentimiento de
deleite y alegría. Algo me había tocado los labios, y un fuego poderoso y dulce
se precipitó hacia mi corazón y envió la sangre tumultuosamente por mis venas.
Mi pulso latía locamente, mi piel resplandecía, mis ojos se enternecieron, y la
terrible tristeza del lugar fue instantáneamente disipada, como por arte de
magia. Volviéndome con una exclamación de júbilo, que de inmediato fue tragada
por el coro de sollozos y suspiros que me rodeaban, observé... e
instintivamente adelanté mis brazos en un rapto de felicidad hacia... hacia la
visión de un Rostro... cabello, labios, ojos; una tela dorada rodeaba el
hermoso cuello, y el antiguo, antiguo perfume del Este -¡por las estrellas,
cuánto hace de ello!- estaba en su aliento. Sus labios nuevamente estaban en
los míos; su cabello sobre mis ojos; sus brazos alrededor de mi cuello, y el
amor de su antigua alma vertiéndose en la mía a través de unos ojos todavía
fulgurantes y claros. Oh, el feroz tumulto, la maravilla inenarrable, ¡si sólo
pudiese recordar!... Aquel aroma, sutil y disipador de brumas, de muchas eras
atrás, una vez tan familiar... antes de que las Colinas de la Atlántida estuvieran
sobre el mar azul, o que las arenas comenzaran a formar el lecho de la esfinge.
Pero, un momento; ya regresa; comienzo a recordar. Cortina tras cortina se
levantan de mi alma, y casi puedo ver más allá. Pero el espantoso elástico de
los años, horrible y siniestro, milenio tras milenio... Mi corazón se
estremece, y tengo miedo. Otra cortina se eleva y otra perspectiva, que va más
allá que las otras, se hace visible, interminable, corriendo hacia un punto
rodeado de gruesas brumas. ¡Y he aquí, que ellas también se mueven!,
elevándose, iluminándose. Finalmente veré... ya comienzo a recordar… la piel
morena... la gracia Oriental, los maravillosos ojos que contenían el
conocimiento de Buda y la sabiduría de Cristo, aún antes que aquéllos hubieran
soñado con alcanzarla. Como un sueño dentro de un sueño, me cautiva nuevamente,
tomando una apremiante posesión de todo mi ser... la forma esbelta... las
estrellas en aquel mágico cielo Oriental... los susurrantes vientos entre las
palmeras... el murmullo del río y la música de los setos al inclinarse y
suspirar en la dorada superficie de arena. Hace miles de años, hace evos de
distancia. Se difumina un poco y comienza a pasar; luego parece surgir
nuevamente. ¡Ay de mi!, aquella sonrisa de dientes resplandecientes... aquellos
párpados de venas de encaje. Oh, quién me ayudará a recordar, pues se encuentra
demasiado lejos, demasiado oscuro, y yo no puedo recordarlo completamente;
aunque mis labios aún se estremecen, y mis brazos se encuentran aún extendidos,
nuevamente comienza a desvanecerse. Ya hay una mirada de tristeza, demasiado
profunda para expresar con palabras, al darse cuenta de que no es reconocida....
ella, cuya mera presencia pudo una vez extinguir para mí el universo entero...
y ella se devuelve, lentamente, tristemente, silenciosamente a su oscuro e
inmenso sueño, para soñar y soñar con el día en que la recordaré y que vendrá a
donde pertenece...
Me observa desde el final de la habitación, donde las
Sombras comienzan a cubrirla y a ganarla de vuelta con sus brazos estirados
hacia su sueño de siglos en la
Casa del Pasado.
Estremeciéndome entero, con el extraño perfume aún en mi
nariz y el fuego en mi corazón, me di la vuelta y seguí a mi Sueño por una
amplia escalera, hacia otra parte de la Casa. Al entrar en los corredores superiores oí
al viento pasar cantando sobre el tejado. Su música tomó posesión de mí hasta
que sentí como si todo mi cuerpo fuera un solo corazón, doliente, tenso,
palpitante, como si fuera a quebrarse; y todo porque escuché al viento cantar
alrededor de la Casa
del Pasado.
-Recuerda -murmuró la Visión , respondiendo a mi
inexpresada pregunta- que estás escuchando la canción que ha cantado por
incontables siglos y para miríadas de incontables oídos. Se remonta
asombrosamente lejos; y en ese simple salmo, profundo en su terrible monotonía,
se encuentran las asociaciones y los recuerdos de las alegrías, penas y luchas
de toda tu existencia previa. El viento, como el mar, le habla a la memoria mas
íntima -agregó- y es por eso que su voz es de tal tristeza, profundamente
espiritual. Es la canción de las cosas por siempre incompletas, inconclusas,
insatisfechas.
Mientras pasábamos por las abovedadas habitaciones,
advertí que nadie se agitaba. Realmente no había ningún sonido, sólo una
impresión general de una respiración profunda y colectiva, como el vaivén de un
mar amortiguado. Mas los cuartos, lo supe inmediatamente, estaban llenos hasta
las paredes, repletos, fila tras fila... Y, desde los pisos inferiores, a veces
se elevaba el murmullo de las Sombras llorosas al retornar a su sueño,
instalándose nuevamente en el silencio, la oscuridad y el polvo. El polvo...
oh, el polvo que flotaba en esta Casa del Pasado, tan denso, tan penetrante;
tan fino que llenaba los ojos y la garganta sin dolor; tan fragante, que
aliviaba los sentidos y tranquilizaba el corazón; tan suave, que resecaba la
boca, sin molestar; y cayendo tan silenciosamente, acumulándose, posándose
sobre todo, que el aire lo sostenía como una fina bruma y las sombras
durmientes lo usaban como mortajas.
-Y éstas son las más antiguas
-dijo mi Sueño- las dormidas hace más tiempo- apuntando hacia las filas
repletas de silenciosos durmientes-. Nadie aquí ha despertado por siglos,
demasiados para contarlos; y aún si despertaran no podrías reconocerlos. Ellos
son, como los otros, todos tuyos, sólo que son los recuerdos de tus etapas más
tempranas a lo largo del gran Camino de Evolución. Algún día, sin embargo,
despertarán, y deberás reconocerlos y contestar sus preguntas, pues ellos no
pueden morir hasta no agotarse a sí mismos a través de ti, quien les dio la
vida.
-¡Ay de mí! -pensé, escuchando y
entendiendo a medias estas palabras- cuántas madres, padres, hermanos, pueden
entonces estar dormidos en este cuarto; cuántas fieles amantes, cuántos amigos
de verdad, ¡cuántos antiguos enemigos! Y pensar que un día se levantarán y me
confrontarán, y yo deberé encontrarme con sus ojos nuevamente, reclamarles,
conocerlos, perdonarlos, y ser perdonado... los recuerdos de todo mi Pasado...
Me volteé para hablarle al Sueño a mi lado, y toda la Casa se disolvió en el brillo
del cielo oriental, y escuché a los pájaros cantando y vi las nubes arriba
velando las estrellas en la luz del día que se acercaba.
Paula Andrea Sela
Contratapa del libro
"Solo aquí no
pasó nada"
de Ronit Paula Andrea Sela
Edición Yediot Ajaronot 2014
"Como siempre, después que cuento la historia de mi
niñez me siento como una mentirosa. Puede que sea una buena historia, pero no
es la mía. Porque la que lo vivió, a esa otra nena no la recuerdo. Yo evoco a
la niña que fui aquí, en este pais. Ësta, que vivió toda su niñez en el mismo
pequeño departamento, en el edificio más feo de Rehovot y a la que no le pasó
nada especial."
Paula Andrea (Ronit) Sela nació en Argentina y creció en Israel.
La novela que escribió relata una historia aún no contada, por lo menos no en
la literatura hebrea. Es la vida de los que vinieron desde Argentina en los
años 70, que de hecho fueron sobrevivientes: sobrevivientes de esos días en el
país de los generales, en que mucha gente fue arrestada, torturada y
desapareció sin dejar rastros.
"Creo que lo único que les quedó de allí",
escribe Sela sobre los padres de la protagonista, Daniela, "es el secreto.
Nunca me contaron nada…" Y tal vez sea esta la explicación para el
silencio que cubre este capítulo en la vida de esa gente, de los oscuros
secretos que acompañan la rutina diaria de sus vidas y no les dan reposo.
Cuatro voces se escuchan en el libro; sus historias se
enhebran unas con otras y los vinculan: Daniela, una joven confundida, un poco
perdida, que busca su camino. Yael, la psicóloga, a quien se dirije solo para
conseguir un cierto certificado pero continúa visitandola hasta que sus
espíritus se entrelazan. Alma, su madre, y Dan, el íntimo amigo de Daniela.
La novela se lee en un impulso que no es posible detener.
Las vidas que se complican y los secretos que se van develando involucran al
lector y lo conmueven, generando cariño aún hacia aquellos que pecaron… Y es
difícil, muy difícil, contener las lágrimas.
Paula Andrea Sela nos sorprende en éste, su primer libro,
con su gran capacidad de relatora y logra narrar la historia de dos
generaciones, hijas y progenitores en forma admirable.
(Traducción del hebreo)
Ester Mann
Recuerdos del Penal de Devoto
(1974-75)
Me detuvieron porque no estaba atenta a los signos de la
realidad que intentaron, sin éxito, despertarme del letargo en que estaba
sumida. Hoy podría decir que a dos semanas de mi último parto, las hormonas
danzaban en mi interior y confundían mi mente. Puede que si, puede que no…
Los hechos ocurrieron asi y no pude cambiarlos.
A lo largo de casi cuarenta años viví y reviví esos
momentos, muchas veces no quise resistir el pensamiento: "¿y si...?"
Pero los hubiera, podría, sería son inútiles y no
modifican la realidad. Solo clavan puñales en el corazón.
En definitiva estuve presa once meses y para nuestra
suerte, la buena estrella de mi familia
nos guió (no me volví creyente, lectores, es una metáfora) hasta este país
en el que vivimos desde entonces.
Hechas estas aclaraciones, retomo el hilo de lo que
quería relatar, o en lenguaje posmoderno, compartir….
Durante diez días, mi compañero y yo estuvimos
incomunicados, parte del tiempo encapuchados, sin hablar con nadie y escuchando
casi a toda hora los alaridos de las personas torturadas. Nos daban algo para
comer y nos llevaban al baño si lo pedíamos. Ese era el único contacto que
teníamos con otras personas. En esos díez días no vi a nadie, ni hablé con
nadie. En la pequeña celda donde traté de mantener la cordura no había ventanas
ni ningún objeto que pudiera distraerme de mí misma. Y esa política que supongo,
tendía a aterrorizar a los detenidos, a quitarles fuerza y determinación, por
el contrario, me llevó a mi primer momento de valentía.
Nunca había sufrido adversidades y esa primera vez pude
mantener mi calma y salir de allí ilesa.
Diez días más tarde nos trasladaron a una cárcel. Esa
primera noche aún estuve aislada, pero había una cama y un baño. Al poco tiempo
de estar allí, sentí gritos, me llamaban a mí. Voces cálidas, jóvenes
preguntaban mi nombre. Un rato más tarde la celadora me trajo comida caliente y
ropa que esas mujeres, totalmente desconocidas, me enviaron.
Tenía hambre, quería lavarme y cambiarme la ropa endurecida
de suciedad y sudor que me raspaba el cuerpo, pero no pude hacer nada. Todos
los muros y represas que había construído en esos díez días se destruyeron y
lloré largamente. Lloré por mi, por mis hijos, por mi compañero y por la vida
que ya sabía había perdido en forma irreparable.
Al día siguiente conocí a todas esas jóvenes mujeres que
durante once meses fueron mis amigas, mis hermanas, mi única familia.
Hoy, después de 40 años, las sigo recordando y queriendo.
Muchas están muertas, las fuerzas de seguridad, el cáncer y otras enfermedades
las fueron destruyendo y, aunque no recuerdo el nombre de todas, sus rostros
están grabados en mi alma.
Ester Mann
Andrés Aldao
Se lava la cara despaciosamente. Se mira en el espejo, se
guiña el ojo y sonríe. El “pibe” Rosendo se peina las ondas de su pelo
renegrido, aspira el aroma de la viruta y el aserrín del taller, le echa una
nueva mirada a la “trucha”, prende un Fontanares y pasa por la oficinita del
trompa. Recibe el sobre con el jornal de la semana, cuenta la plata y firma el
recibo.
-Paco, vamos a tomar un
cafecito -le dice a su amigo.
-Vamos, pero invito yo -le contesta Francisco.
También Paco recibe el sobre de la semana. Después salen
de la carpintería en la que trabajan los dos amigos, toman por Fragata
Sarmiento hasta Gaona. En la esquina está “El Gato Negro”, bar y billares del
barrio de Caballito de los años treinta y cuarenta.
Rosendo y Francisco (Paco para los amigos) se conocen
desde la primaria. En el taller forjaron la amistad: los dos en la treintena de
la vida, casados; Paco ya tiene un crío. Hinchas de Ferro, naturalmente.
Entran en el bar, se sientan al lado de la ventana cerca
de las mesas de billar. El viejo reloj, colgado detrás del mostrador de estaño,
señala las cinco y media. Una ingenua brisa otoñal juega con las hojas caídas
de los árboles, ya medio pelados, que alfombran la vereda del bar. Algunos de
los habituales atorrantes de la vecindad están trenzados en frenéticos combates
de carambola a tres bandas: el “Lecherito” -hijo de un vasco lechero-, Adel el
“Turco”, Luisito el “Pacho”, los hermanos Toker y otros cuyas fachas son
desconocidas.
-Don Julio, traiga dos cafés. uno
cortado -pide el Paco.
-Fíjense como le dan al paño con
los tacos. son unos bestias -vocifera don Julio, uno de los dueños.
Los dos amigos se encogen de hombros y sonríen. Sorben el
café mientras comentan problemas del trabajo. Rosendo es carpintero de muebles,
y Paquito oficial lustrador.
-El domingo, después del partido,
¿no querés que vayamos a comer por ahí? ¿que te parece, Paco?
-Vos sí que te das la buena vida,
Rosendo. Van al bío, los sábados morfan en “El Rancho Grande” o en la “2 de Mayo”: yo tengo un pibe. Pero para que no me digas amarrete, ¡vamos! le
dijo sonriendo.
De una de las mesas de billar llega un barullo descomunal.
el Lecherito le acomoda un tacazo a uno de los Toker. Los dos hermanos se le
van al humo y estalla la gresca. El “gaita” los pianta a todos.
Se hace un silencio que horada los tímpanos. El bar
enmudece, los parroquianos hacen causa común y callan. Inspiran el aire en
cómodas y silenciosas bocanadas. Sólo el “shshshshsh” de la máquina expreso, arrogante
y desdeñosa como una pebeta pintona, se anima a desafiar la cólera de don Julio.
Afuera, las penumbras se despliegan alevosamente. La brisa otoñal se quita la
careta bonachona y pretende jugar al huracán temerario. Pero le faltan agallas.
Aunque siga desprendiendo la hojarasca atornasolada, mustia y quejumbrosa. como
un fuelle tristón que llora por la mina que se rajó del bulín.
“El Gato Negro” recupera los
murmullos, las risotadas. Vuelven a escucharse las toses con variación de los fumadores crónicos. Y los “truco. quiero
retruco” estentóreos hacen danzar a los porotos del puntaje.
Entra un desconocido, se detiene, ojea a los ocupantes de
las mesas con mirada esquiva. Tiene cara de caballo, trompa prominente, y los
dientes de dinosaurio dan pavura. Los orificios de la nariz se abren y cierran
candenciosamente; las orejas, medio paradas y triangulosas en la parte superior.
Sólo los ojos, medio achinados, tienen rasgos humanos. Lleva un par de días sin
rasurarse; viste un traje gris claro, vejete y arrugado.
Se dirige pausadamente hacia la mesa de los dos amigos. los
carpetea de reojo, se para, y mientras se quita el “funyi” les dice con voz
monocorde:
-Discúlpenme, caballeros, tengo
un problema muy serio y tal vez ustedes me pueden ayudar. Rosendo y Paco se
hacen los desentendidos. Pero “cara de caballo” vuelve a la carga.
-No les pido una limosna: soy
poseedor de un billete de lotería premiado pero mi mujer está muy enferma. Yo
vivo en Mendoza; tengo que viajar ahora mismo y no tengo plata ni puedo esperar. -les aclara.
-¿Porqué te voy a comprar el
billete? ¿Cómo puedo saber si lo que me decís es cierto? le dice Rosendo
mientras lo semblantea.
-Tiene mucha razón, caballero, pero
debo viajar y no puedo ir a cobrarlo: la lotería está cerrada y yo necesito el
dinero ya -susurra, imperturbable, el
hombre de la quijada equina y dientes de dinosaurio.
Paco le murmura quedamente a su amigo: “Compraseló, ganás
guita”. Con seductora humildad y parsimonia el hombre extrae de su bolsillo el
mentado billete y se lo ofrece a Rosendo. Éste lo toma, lo observa del derecho
y del revés, lee el número (24234) y el copete: “Lotería Nacional - sorteo
ordinario - se juega el 23 de abril de 1946”: era la jugada del día anterior.
Rosendo, medio intrigado, le propone que vayan juntos
hasta el quiosco para verificar si ese billete realmente salió premiado el día
anterior.
El quiosquero revisa el billete con parquedad y le
confirma a Rosendo que el 24234 salió premiado con quinientos pesos. Regresan. A
pesar de la fresca brisa, Rosendo transpira, duda. la cabeza le da vueltas como
una calesita. Hace sumas y restas. Finalmente, sopesa en silencio: “Por el
billete cobro $500, yo le doy a este otario los $250 que cobré en el laburo y
el resto es mi ganancia. mmm. me van a quedar $250 limpitos!”.
Entran en el bar. Paco mira a Rosendo y éste le hace un
guiño mientras se sienta. Saca el sobre, extrae los billetes, los cuenta sin
prisa y se los da a “cara de caballo”. Éste se lo agradece con sonrisa equina, exhibiendo
sus terroríficos dientes de percherón. Y se va trotando lentamente.
-Qué tarro que tenés, Rosendo. mirá
que comprar un billete premiado por la mitad. –le dice Paco mientras salen del
bar.
Se abrochan las camperas. Las lucecitas de Gaona
parpadean alegremente en la noche otoñal. Rosendo compra “La Crítica ” quinta, le echa
una ojeada a los titulares mientras Cacho, el canillita, cuenta el vuelto. Caminan
por Gaona hacia Espinosa; los dos amigos
comentan los incidentes del bar y el gran negocio que hizo Rosendo con la
adquisición del billete.
-¿No te dió pena aprovecharte del
pobre infeliz? le dice Paco mientras se
ríe a carcajadas.
Llegan hasta la vidriera del espiedo de los hermanos
Dagraddi, frente a la iglesia. Paco decide comprar allí algunas vituallas y
ambos amigos se despiden.
Rosendo cruza Gaona. El tranvía 99 pasa como un soplo y
la luz que fisura el vaho de las ventanillas le dibuja raras figuras en la cara.
El viento gorgorea trinos y el frío le pone un copo carmín en la punta de la
nariz. Pasa delante de la seccional 13ª. Una lucecita roja destella fugazmente
y desaparece en la penumbra: es el cana de la puerta que pita con sigilo.
Dobla en Planes; su casa está un poco antes de Pujol. Allí
vive con su mujer, Esthercita. Alquila una pieza con cocina, en una de esas
casonas antiguas de varias habitaciones, cada una con su cocina y el baño
compartido. Mira la hora: las siete en punto. Rosendo piensa: “Y ahora chau, ya
me palpito la bronca”.
Abre la puerta del bulín, entra haciéndose el
despreocupado y se acerca a Esther para darle un besucón. Ella está enfadada. se
le nota en la trompa, levantada como un embudo invertido.
-¿Adónde te metiste, eh? lo
interroga con voz de cabo primero.
-Calmate, Negrita, que voy a
contarte algo que te va a poner chocha; y preparate unos ricos amargos con
espumita. andá, Negra -le dice Rosendo con esa cara de pibe bueno.
El viento se torna húmedo, algo borrascoso. En el cielo
navegan nubarrones mal entrazados. Esther y Rosendo salen de la pieza rumbo a
la cocina. Mientras ella prepara el mate, el muchacho le narra la historia del
billete de lotería. La mujer lo mira con cara contrariada.
Discuten, se arma la tremolina pero Rosendo consigue
aplacarla. Finalmente hacen las paces y luego de la cena escuchan la radio, hojean
el diario, charlan, se van a la pieza, juegan al amor, y luego, satisfechos y
cumplidos, se duermen como dos cachorros.
La arrogante sirena de la ambulancia se mofa del silencio
pastoral que envuelve a la barriada. Se dirige al hospital Durand; cruza Parral,
entra en Díaz Vélez y llega con su carga a la sala de guardia. Es cerca de la
medianoche.
Algunos vecinos curiosos, que desafían el viento y hacen
caso omiso de la fina garúa que los fastidia,
comentan las peripecias de lo ocurrido en el barrio y la llegada de la
ambulancia.
(Ese viernes Rosendo dejó el
trabajo al mediodía y viajó al centro de Buenos Aires. Fue a cobrar el premio
de su billete. Entró en el edificio de la Lotería Nacional ,
se acercó a una ventanilla y mientras saludaba a los empleados le pasó el
billete a uno de ellos. Al que le vió cara de simpático.
En contados minutos el empleado regresó con otra persona,
que encaró a Rosendo diciéndole:
-Dígame, señor, ¿dónde compró
este billete?.
Rosendo le explicó, al que parecía el encargado, lo
ocurrido el día anterior en “El gato negro”. Preocupado, le interrogó sobre el
motivo de la pregunta.
-Este billete tiene un número
adulterado: buen trabajo, pero le hicieron el cuento del tío, señor.
Rosendo comenzó a tiritar. Lagrimones, como muecas
sarcásticas, le humedecían las mejillas de pibe bueno Se sintió estúpido, humillado:
ni la plata del billete “premiado” ni el salario de la quincena.
Regresó a Caballito; entró en la casa, fue a la cocina
para no ver a su mujer, pero ella estaba allí. Esther, presintiendo algo, le
preguntó: “¿Qué pasó, Rosendo?”. El “pibe” se echó a llorar y abrazándola le
dijo: ”Me jodieron, Esthercita, nos dejaron sin un mango”.
Estaba deprimido; no tenía ganas de comer. La mujer no lo
regañó; quería consolarlo pero no sabía cómo. Se acostaron a dormir.
A las once y pico Rosendo se despertó. Pálido, bañado en
un frío sudor, sentía una opresión intensa en el pecho. La mujer se levantó
atemorizada y le pidió a un vecino que telefonee a la Asistencia Pública.
La ambulancia, alborotando con su sirena letífica, llegó en breves minutos. El
practicante, mientras lo auscultaba, profetizó: “Esto puede ser un ataque
cardíaco. tenemos que llevarlo a la sala de guardia sin perder tiempo, es
urgente”.
El hombre de la cara de caballo, fichado en la yuta como
“Hansen el falsificador”, prueba su suerte con un nuevo candidato en el bar de
Medrano y Díaz Vélez, no muy lejos del hospital Durand. En una de sus salas, mientras
tanto, Rosendo recupera la salud, pero en cuanto a la platita, “pelito pa’ la
vieja”•
Suscribirse a:
Entradas (Atom)