jueves, 20 de marzo de 2014

Xafier Leib´s

Ventanas


La casa se mantenía de pie, cuatro muros de ladrillo rojo pelado. No había techo, ni piso. Tampoco ventanas. La casa - o mejor dicho el proyecto de lo que debería haber sido una casa - se mantenía erguida cual monumento a los sueños irrealizados.
Los espacios rectangulares, que deberían haber sido llenados con ventanas en algún futuro que nunca llegó a ser pasado, estaban cubiertos de telarañas. Las paredes desnudas, ruinas anticipadas de algo que nunca fue. Entre aquellos muros, un niño jugaba, cavando en la tierra canales con túneles que luego llenaría con agua y pondría a navegar sus barquitos de papel. Un gato pelirrojo seguía con su mirada el movimiento de las arañas sobre aquellos huecos que hubiesen podido ser ventanas.
En ese sitio se concentraban todos los sueños frustrados, los bellos proyectos que nunca lograron concretarse. El niño vivía en una pequeña cabaña construida frugalmente como hogar provisorio, esperando que aquel castillo de arena fuera acabado. De la ventanita de la choza podía ver día y noche las ruinas prematuras, como un recordatorio permanente del fracaso, como un sádico guiño del destino – “ahí lo tienes, casi al alcance de tu mano, pero nunca será tuyo”. Aquel estado de sala de espera que devino un hilo conductor para él.
En el medio de lo que debió haber sido el salón, el niño cavó un pozo, colocó ladrillos en sus paredes de tierra y una tabla de madera que hacía de techo. La tabla fue cubierta con tierra y en ese escondite secreto colocó sus juguetes. Ahí estaban seguros. Seguros de lo efímero que era el resto. De los aviones ingleses que según había contado la maestra podrían algún día bombardear Buenos Aires. El sabía que de nada servía esconderse debajo de una mesa, lejos de las ventanas. Los profesores seguramente lo decían para combatir la impotencia.

Los juguetes quedaron ahí. En el pozo. Cuando el niño tuvo que dejar aquella cabaña y las ruinas de lo que nunca fue su casa, no pudo hallar el escondite. La lluvia y el barro se habían llevado la ramita que servía para marcar el lugar. Le anunciaron que dejarían todo atrás para buscar un mejor futuro. El imaginó un lugar con el cielo de color naranja. Su aparato fonador se acostumbró rápidamente a reproducir nuevas combinaciones y la vida fue otra. Pero en algún lugar aquellas cuatro paredes, aquellos juguetes olvidados, siempre siguieron con él. Y el cielo que no fue naranja sino azul, igualito a aquel que había dejado atrás.

1 comentario:

  1. Todos tenemos juguetes escondidos en algún lugar, se trata solo de buscar con paciencia hasta encontrarlos para devolverlos a quién pertenecen, a ese niño del pasado, a ese nene que fuimos.

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