De mis archivos: Un paseo con Marsé (1ª parte) - 1993
Por: Marcos
Ordóñez 19 septiembre 2012
Esta mezcla de
crónica y entrevista apareció en la revistaCo & Co (de vida fugaz pero intensa) diría que en el otoño de 1993. En
todo caso, como veo por el texto, debió de ser a poco de publicarse El embrujo de
Shangai. Marsé hablaba por primera vez sobre
muchos asuntos que luego desarrollaría en otras charlas. A juzgar por las
muchas veces que ha sido citada y/o utilizada, creo que quedó bien, que resultó
vivaz e informativa, y que la voz de Marsé sonó verídica. Por eso me he
decidido a recuperarla, podando y retocando aquí y allá, pero sin variar lo
sustancial ni intentar ponerla al día: han pasado casi veinte años desde
entonces.
Calle
Martí, 104.
El paseo comienza en el número 104 de la calle Martí esquina Escorial, junto a la Clínica del Remedio, en la
parte alta del barrio de Gracia. Aquí estamos los dos, al anochecer, parados
ante la casa donde pasó su infancia. Marsé nació en Barcelona, el 8 de Enero de
1933 (“un Capricornio como la copa de un pino”) pero no en esa casa.
“Esa era la casa de mis padres adoptivos. Yo nací en Sarrià, en la calle Mañé y
Flaquer. Mi padre natural era taxista. Estamos en el año 33, en plena
República. No conocí a mi madre: murió a los quince días de mi nacimiento. Una
tarde, una pareja sube al taxi de mi padre. La mujer rompe a llorar. El marido
le cuenta que han perdido a su primer hijo y los médicos le han dicho que no
podrá tener más. El taxista contesta: “Pues lo que es la vida, señora: yo acabo
de perder a mi esposa y me he quedado solo, con dos criaturas por alimentar”.
La otra criatura era mi hermana, que tenía cinco años. La mujer quiso ver al
niño y el taxista les llevó hasta el piso de Sarriá: esa misma tarde me
adoptaron. El taxista colocó también a mi hermana, a los pocos días, en la casa
de un pariente de mi madre, y desapareció. Sólo le ví un par de veces en mi
vida, el día de mi primera comunión y cuando se casó mi hermana. Comprendo que
es un tema muy literario (o que a algunos les puede parecer muy literario) pero
nunca lo he abordado como tal, directamente, aunque mis libros están llenos de
chavales que se inventan a sus padres, o que, como el Pijoaparte, deciden ser
hijos de sí mismos.
Salvo opinión contraria de algún psicoanalista, no creo que el hecho de ser
hijo adoptivo me traumatizara. Mis padres adoptivos siempre fueron para mí mis
padres a secas, y fui muy feliz con ellos. Eran los dos del campo de Tarragona;
mi madre de L'Arboç, mi padre de Sant Jaume dels Domenys. En el año 31, cuando
se proclamó la República,
vinieron a vivir a Barcelona, en esa casa. Sí, eran de izquierdas. Mi padre
adoptivo era agente de la
Generalitat, y rabiosamente separatista. Militaba en aquel
grupo llamado Nosaltres Sols, inspirado en el Sinn Fein de los independentistas
irlandeses. Su héroe era Eamon De Valera, el líder del Sinn Fein, al que
conoció en una de sus visitas a Cataluña, antes de la guerra. Después fue de
Estat Catalá y en el 36 ingresó en el PSUC. Mi madre trabajaba en la sede
central del partido, de telefonista, y era amiga de Comorera y de Vidiella.
Cuando cayó Barcelona mi padre no quiso marcharse. Su hermano vivía en el sur
de Francia y le llamó varias veces, pero no hubo forma. Naturalmente, fue a parar
a la cárcel. Estuvo entrando y saliendo de la cárcel hasta finales de los 50,
porque siempre que se preparaba algún acto importante, una visita de Franco o
de sus mandamases, encerraban a los que tenían fichados por levantiscos. A
través de mi tío, el francés, comencé a conocer a los resistentes: llegaban de
noche a casa, con misteriosas maletas que contenían propaganda clandestina pero
que yo imaginaba llenas de bombas y pistolas...”
La Calle del Laurel
A cuatro pasos de la calle Martí está la corta calle del Laurel: es casi
un pasaje, con cuatro casas y cuatro acacias, que enlaza Escorial y Sors. “¿Ves
ese restaurante chino, El Caballo de Oro?
Ahí estuvo mi colegio, el Colegio del Divino Maestro. Llamarle colegio es
mucho. Era una torre, una torre convertida en escuela por un personaje casi
dickensiano (a la española, por supuesto: un Fagin ultrafranquista y
ultracatólico), un hombre soltero que murió completamente loco. Se llamaba
Ricardo Espinosa de los Monteros y era el director y único profesor del centro.
Ahí estuve, cautivo, del 42 al 46. Fue un cambio enorme para mí. Recién acabada
la guerra mis padres me enviaron al campo, a casa de los abuelos. Eran
campesinos y siempre había algo del huerto para comer. Y sobre todo, un
ambiente de libertad totalmente distinto al que se respiraba en Barcelona. En
la escuela de la calle del Laurel éramos pocos alumnos, y no creo que ninguno
de nosotros aprendiera nada útil ni interesante. Con Espinosa pasábamos el
rosario cada día; le escuchábamos leer en voz alta las lecciones y procurábamos
esquivar sus golpes, que era lo más difícil. Una de las mayores alegrías de mi
infancia llegó el día en que pude escaparme del Divino Maestro para entrar de
aprendiz en un taller de joyería de la calle San Salvador, a los trece años: de
nuevo la libertad, el cielo abierto. Desde los 13 hasta los 15 fue una época
maravillosa, porque mi trabajo me permitía estar todo el día en la calle,
patearme Barcelona. Descubrí entonces la parte sur de la ciudad, donde casi
todos los “clavadors”, que son los que engastan las piedras, y los “gravadors”,
los que graban iniciales, tenían sus talleres, entre el Gótico y el Chino.
Luego acabó la etapa de aprendizaje y comenzó el trabajo artesanal, mucho más
aburrido – siete horas sin levantar cabeza - pero no demasiado complicado si
uno se fija y pone interés, como casi todo".
Al lado del restaurante chino hay una vieja casa que no ha sufrido aún,
extrañamente, los rigores de la piqueta. Es la casa de Encerrados con un solo juguete y, “recolocada” en la calle Camelias,
la casa donde también transcurre buena parte de la acción de El embrujo de Shangai. La casa de Tina,
la casa de Susana Franch.
“Tina, la protagonista de Encerrados,
se llamaba María. Tenía tres años más que yo y dos hermanos, compañeros de
clase en el Colegio del Maldito Espinosa. Uno de ellos, el mayor, estaba
tísico, y tomaba el sol en la galería acristalada de la casa, envuelto en
mantas y vahos de eucaliptus, como Susana en El embrujo.
Yo mantenía con María una vaga relación sentimental, muy marcada por la
diferencia de edad: en la adolescencia, tres años separan mucho. La familia de
María - su madre, ella y los hermanos - vivía holgadamente, cosa bastante
atípica en aquella época, porque su padre, un ingeniero textil de Sabadell, les
enviaba dinero desde Japón. Trabajaba para una firma de Manchester y durante
años vivió en Hong Kong, hasta que en 1949 llegó la revolución: desmantelaron
las industrias extranjeras y los ingleses le trasladaron a Shangai. Para todos
era un personaje mítico, por supuesto. Enviaba unas fotos deslumbrantes, en las
que le veíamos en unas casas enormes, con piscina. María y los suyos se pasaron
aquella época esperando que les llamara algún día a su lado, pero nunca llamó.
Todo lo contrario. De repente dejó de enviar dinero, y cuando se presentó en
Barcelona estaba arruinado, alcoholizado, hecho un desastre. Sus últimos años
fueron patéticos. Pasaba los días en las tabernas del barrio, envuelto en uno
de aquellos espléndidos kimonos, bebiendo vino barato y contándoles a todos sus
hazañas en Oriente. Antes de su regreso pasé muchas horas en esa casa: la
puerta estaba siempre abierta. Salía del taller y me iba allí, porque en mi
casa no había nadie. Mi padre enlazaba un trabajo con otro o estaba en la
cárcel, y mi madre también se pasaba el día fuera: trabajaba de enfermera, en
casas particulares”.
Una foto
La primera vez que visité a Marsé vi una foto suya de esa época, en la
biblioteca. Marsé adolescente en el taller de joyería: flaco, el cabello negro,
espeso y revuelto, con camiseta Imperio, parece un joven judío de Queens, a lo
John Garfield.
“En esa época era un golfo, engreído y probablemente bastante insoportable.
¿Qué hacía? Vida de barrio. Trabajar, y a la salida tomar vinos con los amigos.
Muchos bares de entonces se mantienen aún en pie: el Viader, en Torrente de las
Flores. El Bar Juventud, en la calle Tres Señoras. El Comulada de la plaza
Rovira. Bares-bodega, donde se tomaba vino o cerveza o Picón de barrica. Los
fines de semana íbamos a bailar a la Cooperativa de la Lealtad, en Gracia, donde
ahora está el Teatre Lliure, o al Salón Venus, el Metro, el Cibeles, que esos
sí que no existen. Íbamos a bailar y a intentar ligar, por supuesto. A
apretarnos, porque no solía pasar de ahí. Hablando de apretar, uno de los
mayores problemas era “que no se nos notase”. Un problema serio, porque con los
calzoncillos y los pantalones de entonces, tan holgados, “se notaba”. Se notaba
muchísimo, y la proa siempre quedaba a la altura de los ojos de las madres y abuelas
y tías que se sentaban alrededor de la pista para controlar a sus niñas. Un
amigo muy ocurrente me ofreció una solución: enlazar los extremos de la
camiseta por la entrepierna con ayuda de un imperdible. Mi amigo se anticipó al body pero
el invento tenía sus riesgos. Un domingo, la excesiva tirantez desbarató
aquella especie de pañal gigante y el imperdible se me clavó en la cara interna
del muslo en el momento más apasionado. Peor podía haber sido: cuestión de
centímetros".
La Plaza
Rovira
Ya no existe el cine Rovira, ni el gimnasio donde se entrenaban los jóvenes
púgiles del barrio, ni la librería de compra-venta y alquiler de novelas. “Leía
muchísimo, todo lo que pillaba. Mis vías de escape eran el cine y los libros.
Alquilaba una novela por la tarde, a la salida del taller, me la leía por la
noche y la cambiaba a la mañana siguiente. Leía de todo y en total desorden, si
es que hay que tener un orden en las lecturas, que yo creo que no: Balzac y El
Coyote, Stendhal y Salgari, Steventson y Edgar Wallace, en traducciones
horribles, impresas en un papel que se deshacía entre los dedos. Y las novelas
policiacas de la
Biblioteca Oro y la "literatura seria" que
publicaba José Janés, lo poco que dejaban: sus máximos exponentes eran Somerset
Maugham y Lajos Zilahy, que no estaban nada mal (los cuentos de Maugham siguen
siendo espléndidos), mezclados con Cecil Roberts y Maxence Van der Meersch. Y
los descubrimientos: Santuario,
de Faulkner, en la edición de Austral, por ejemplo. Me entusiasmó. Me gustó
tanto que en la mili, como un idiota, se la pasé a un capitán que me pidió algo
para leer y de poco no me arresta. “¡Le he pedido una novela! ¿No sabe usted lo
que es una novela? ¡Una del oeste, coño!". Leía mucho, pero ni se me había
pasado por la cabeza ponerme a escribir".
El virus comenzó precisamente en la mili, en Ceuta, el año 54. “Yo tenía 22
años y servía en la
Comandancia General de Ceuta, en la Agrupación de
Transmisiones. Lo de servía es un decir, porque no pegué golpe: tuve la suerte
de conseguir lo que se llamaba "un plantón", un puesto de vigilancia,
que resultó ser la finca de un Teniente Coronel. Una maravilla: rebajado de
guardias y de todo; no tenía ni mosquetón. Me instalaba en el jardín a primera
hora de la mañana y me pasaba el día leyendo. Y escribiendo. Al principio eran
tonterías para el periódico del cuartel, como reseñas de películas que había
visto (Muerte
de un ciclista, por ejemplo). Le cogí el gusto y me encontré
escribiéndole a María unas cartas larguísimas, páginas y páginas, en las que
evocaba nuestra infancia en el barrio. Aquellas cartas se convertirían en la
base deEncerrados
con un solo juguete.
Marsé escribe su primera novela entre el 54 y el 58. “A mi regreso le pedí a
María las cartas porque intuí que podrían convertirse en una novela, pero el
primer borrador, muy deficiente, durmió casi tres años en un cajón. Tampoco
tenía demasiado tiempo: trabajaba de ocho a tres en el taller y por las tardes
me sacaba unos duros en una revista de cine, de vida efímera, que se llamaba Artcinema. Hacía de todo: redactar pies
de foto, notas de cine y teatro, la sección de Cartas al Director, algunas
entrevistas (dos, exactamente: una a Lola Flores y otra a Mario Cabré cuando su affaire con Ava Gardner), llevar el material a
Censura... Trabajaba todo el día, y sin embargo lo que más recuerdo de esa
época, entre el 57 y el 59, son sus noches, lo que entonces me parecía la “vida
bohemia”: acostarse tarde porque te has tirado hasta la madrugada en un café,
de tertulia, bebiendo ginebra en vez de vino o cerveza, con la cabeza llena de
grandes conversaciones, grandes descubrimientos. El teatro de Arthur Miller y
Tennessee Williams, que entonces acababa de llegar a Barcelona, tan distinto a
lo que ofrecían las carteleras: recuerdo los estrenos de Panorama desde el puente, La rosa tatuada, La gata sobre el tejado de zinc, en el
Comedia. Juliette Gréco y Trenet en el Emporium... ¿Los miembros de aquellas
tertulias? Gente muy diversa, y muy apasionada por la literatura. Mi compañero
de muchas noches era Joaquim Roca, que tenía un estanco en la calle Pelayo y
era un entusiasta furioso de Oscar Wilde. O el crítico de teatro Celestí Martí
Farreras, al que había conocido en Destino. O el escultor Xavier Corberó...
Sin embargo, mi mayor influencia de entonces vino de lejos. De Sevilla. Allí
vivía la escritora Paulina Cruzat, a la que conocí gracias a mi madre, que
cuidaba a la suya en una residencia de Barcelona. Paulina, muy amiga de Riba y
de Foix, hacía crítica en la revista Ínsula, que
dirigía José Luis Cano, y a ella le envié mis primeros cuentos. Aparecieron en
la revista (Plataforma
posterior, en el 57; La calle del dragón
dormido, en el 59) y aunque no cobré un duro su publicación fue un
importante estímulo para mí. Así comenzó una correspondencia llena de
orientaciones (me descubrió a Tolstoi y los novelistas rusos, por ejemplo), de
sugerencias muy útiles para un joven escritor. Me animó mucho a seguir
escribiendo. A instancias suyas envié otro cuento, Nada para morir, al premio
Sésamo, y lo gané. Me pagaron mil pesetas y apareció en Destino: fue el acicate
definitivo para terminar Encerrados con un solo
juguete”.
Bar
Apeadero
Por imperativos cronológicos dejamos atrás el barrio. En la calle Balmes
esquina Provenza (o Provenza esquina Balmes, según se mire y según se entre,
pues tiene dos puertas) está el Bar Apeadero, frente a la estación de
Ferrocarriles Catalanes. Ahora es una cafetería impersonal, con barra metálica
y mesas de plástico, como hay tantas, “pero en los primeros sesenta era uno de
los pocos bares de esta zona, y allí nos reuníamos con Carlos Barral, Jaime Gil
de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas para tomar el aperitivo”. La
editorial Seix Barral (conocida entonces como "La Casa Oscura")
estaba a cuatro pasos. Una tarde de otoño del 59, Marsé se presenta en la Casa Oscura con el
manuscrito de Encerradosbajo
el brazo, para presentarlo al Premio Biblioteca Breve: está a punto de nacer el
breve mito del Escritor Obrero, del que todavía se ríe.
“No conocía a nadie, estaba totalmente desvinculado del mundo literario
barcelonés, pero aquel me parecía un premio distinto, una editorial distinta.
Luis Goytisolo había ganado la primera edición con Las afueras, y la segunda, la del 59,
había revelado a Juan García Hortelano conNuevas amistades. Entregué el
manuscrito a una recepcionista, firmé el acuse de recibo y me fuí. Unos días
después mi madre me dijo: “Ha llamado un tal Carlos Barral, que quiere verte”.
Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep
Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron,
no tenía nada que ver con lo que les enviaban. Era la época del realismo
social a todo trapo, y Encerrados les pareció una novela extraña,
introspectiva, decadente... Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un
taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama
literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco,
porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor
burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete
horas diarias en el taller. La verdad es que se portaron muy bien conmigo, y
con Carlos Barral comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte. Ese
mismo día vinimos a tomar unas copas aquí, al Apeadero, que pronto se
convertiría en el centro habitual de reunión”.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, Marsé no ganó el premio. “Votaron a
favor Barral, Castellet, Juan Petit y creo que Luis Goytisolo, pero no hubo quorum y aquel año se declaró desierto: sí,
chico, una putada. El finalista fue Daniel Sueiro, con La criba. Como magro consuelo, Encerrados se publicó con un membrete que decía
“con honores de premio” pero, claro, no era lo mismo. Se hizo una fiesta de
presentación y allí conocí a García Hortelano, a Ana María Matute.... a los
escritores del momento”.
Postal de
París
“Tras la publicación del libro me escapé a París. Castellet estaba
vinculado a un organismo internacional que se llamaba algo así como Congreso
por la Cultura,
presidido por un poeta católico, Pierre Emmanuel. Me consiguieron una
"bolsa de viaje" (que me duró apenas un par de meses) y un trabajo de
“garçon de laboratoire” en el Institut Pasteur, en el Departamento de
Bioquímica Celular que dirigía Jacques Monod, un personaje fascinante, que
luego fue Premio Nobel. En Seix Barral apareció uno de sus libros
fundamentales, El azar y la necesidad.
Murió hará pocos años.
Ganaba lo justo para tabaco, libros y algunos cines. Hice de todo: di clases de
español a la hija del pianista Robert Casadesús y tuve muchos trabajos, cortos
y mal pagados. Vivía junto al Pont Neuf y frente a Les Halles, en un hotel cuyo
nombre, Grand Duc de Bourgogne, poco tenía que ver con su interior. Frecuenté
mucho a la gente del PC. Semprún, entonces el mítico Federico Sánchez, nos daba
clases de teoría marxista. Acabé muy mal con el grupo. Eran muy puritanos y
casi me hicieron un juicio político porque se enteraron de que había tenido un
asunto con una chica del partido: resultó que estaba casada y su marido
destinado en Argelia.
No tenía las cosas nada claras en esa época. Había publicado una novela pero no
me sentía un escritor. Me obsesionaba con la idea de tener que volver al taller
de joyería y quería ganar dinero cuanto antes, así que se me ocurrieron varias
ideas absurdas. La primera fue escribir otra novela durante el verano. La
segunda, todavía más disparatada, ganarme la vida como traductor en Seix
Barral. De ese modo, en apenas tres meses cometí Esta cara de la luna, el único de mis
libros que no he dejado reeditar. Descubrí una verdad fundamental: en
literatura no hay nada peor que la prisa. La novela se publicó, pero no hizo
sino aumentar mis dudas y mi depresión. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando
vi los primeros ejemplares en el escaparate de una librería de Granada, el
mismo día en que estalló en Cuba la crisis de los misiles: agosto del 62. El
editor de Ruedo Ibérico me había encargado un libro sobre Andalucía, que tenía
que hacer a medias con un amigo de París, Antonio Pérez, del grupo El Paso, y
el fotógrafo Albert Vidal. En Barcelona terminé el encargo e hice un último
viaje a París para entregar el material. No llegó a publicarse, nunca supe
porqué. Hará unos años intenté recuperar el manuscrito para contrastarlo con un
nuevo viaje a Andalucía, por los mismos lugares, pero fue imposible: no logré
dar con él.
No fui consciente de mi vocación hasta 1963, cuando comencé a escribir Ultimas tardes con Teresa”.■
(Continuará)