lunes, 29 de noviembre de 2010

El dolor

Ya los ojos del niño se han cerrado.
Sólo es la madre, ahora,
quien se acuna a sí misma.

Pablo Anadón

Final del día

Así debía ser, como de pronto
levanta el vuelo la paloma
en un aplauso breve de sí misma.

Pablo Anadón

 LILIANA CHAVEZ
CONDUCE
LUNA DE PAJAROS
UN PROGRAMA QUE PRETENDE ACERCAR
AL ARTE, LA MUSICA, LA PALABRA

HOY: 29 DE NOVIEMBRE
LA PRESENCIA DEL POETA PABLO ANADON

NO SE LO PIERDAN
FM.105.9 DEL DIAL
O POR INTERNET A TRAVÉS DE

de 21 a 22 horas.

tel. de la radio: 0351-4519712
para mjes de texto: 155464963

Pueden bajar programas anteriores

domingo, 28 de noviembre de 2010

LEONOR MAUVECIN


Nació en 1950. Vivió su infancia y su juventud en Rio Ceballos y actualmente en la ciudad de Córdoba. Es Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba y especialista en Gestión y Administración por la Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, Chile. Profesora de Lengua y Literatura. Publicó La Casa del Aire, cuentos, 1996. Los poemas pertenecen a “La huella de la tarde”, poesías, 1998; La piel de la serpiente, 2000; La caja de madera, 2005 y La casa del amor y de la muerte (inédita) mención en el Premio Municipal Luis de Tejeda 2006 y El sitio de la dicha (inédito) Mención Fundación Argentina para la poesía 2007.


Sin perdones ni olvidos

No guardes tu pena, elévala como una bandera al viento
déjala volar sobre los huesos roídos por el tiempo.
Sumérgela en el cántaro gris de la memoria
y déjala reposar, no la inquietes, no la agites,
no le pidas que vuelva.

Guárdala de la intemperie y del vacío,
de las noches sedientas de fiestas y alegrías.
Protégela de la indiferencia, ésa
que convierte a los seres en estatuas de sal.
Escríbela sobre la piedra para que sea tu epitafio.
Para que los hombres lean allí tu dolor
el dolor de tu tiempo.
Recóbrala del olvido, antes que sea tarde
antes que la lluvia lave los resto de la sangre
y el viento horade las tumbas.

Deja que la pena penetre tus entrañas
para sentirte vivo.
Sostén con puño firme la espalda de tu duelo
y bebe el vino sagrado de la lágrima sobre el trazo del dolor
sobre el hambre y el frío
sobre todos los muertos sin nombre.
Eleva tu pena, sin perdones ni olvidos.



Serpiente emplumada

Sólo los engendradores estaban sobre el agua, luz esparcida.
Estaban envueltos en las plumas, las verdes.
Eran pues, Serpientes Emplumadas.
Popol Vuh


Por el ojo del equinoccio
cae, tu piel
Apenas una sombra sobre el calendario.
Apenas un rayo de luz, une la cabeza de piedra.
Cae
sobre el amor que procrea en el vértice del sol.
Sobre el territorio de la muerte.
Sobre el sueño de la vida.
Sobre los 365 días
y las 365 noches.
Tu piel
es acaso una pincelada efímera
y se arrastra y nos devora.
Y nos lleva a las cavernas despeñados
Con todos nuestros sueños de pájaro.
Sobre la piel del tiempo


Del libro Heptagonal
Editorial Argos, 1997


                 LILIANA CHAVEZ

                                       

La memoria sin vocación
la que abre las piernas
al olvido
no merece la pena
sí,
aquella que transita
en pie de guerra
faena
El silencio
muestra sus vísceras
de excitación
y de incendio

La que desclava las cruces
remueve la tierra
revisa las tumbas

Asoma los ojos
deposita
escombros.

*

Deja un ramo de flores en la tumba
como quien riega un árbol
sin raíces.








  JACOBO  REGEN





          



Nació en la provincia de Salta, Argentina en 1935. Su poemario "El vendedor de tierra" obtuvo el Primer Premio de Poesía  del concurso anual para autores éditos de su provincia (1984). Otros de sus libros de poesías son: "Seis Poemas", (1962) "Canción del ángel" (1964) y "Umbroso mundo" (1971). En 1991 se edita el poemario:   “Poemas Reunidos”. "Su poesía refleja palabra y acto, posee la síntesis coherente, limpia y fiel de quien ya lo ha visto todo, de quien ya profundo e intenso como un pozo ha vivido adentro de la piel misma y breve del verso", escribe acerca de su poética Miriam Fuentes.  Teuco Castilla cuenta:  Una vez le pedí a Jacobo Regen  que me dedicara este poema: “Sé dura, oh luz, conmigo./No regañes a flor de piel, inquiere/lo que en el fondo busca tu castigo /y, sin descanso, hiere. /Hiere profundo, profundo./Que es mucho lo que perdí,/rodando... (no por el mundo/sino por dentro de mí).” Hay en esos hondos y potentes versos una semblanza oculta de este gran poeta. Ese es el Jacobo incesante sobre una renovada herida. El Jacobo hondo, quebrantado y, a la vez, inexpugnable, dignísimo y secreto. (Diario El Tribuno)

El ángel

1
Serenamente, digo: “Soy un angel”.
Y me debes creer.
Ningún platillo de la balanza sube,
o baja,
bajo mi peso.

Incorpóreo,
ligero,
desnudo,
como la luz…
Y sin embargo, toda
mi trayectoria es una sombra,
mi corazón es una sombra,
una moneda oscura,
destruida
por el tiempo, sin tiempo y sin memoria.


7
a Carlos Hugo Aparicio
¿En qué cabeza reclinar el pecho?
¿Con qué latido acompasar este latido solo?
¡Ah, desterrar tanta tiniebla,
y levantar, y levantar los ojos
sin miedo de morir en una estrella;
y alzar la voz a dúo, a trío, a coro,
en la alborada del amor, que siempre
soñé y que siempre me ocultó tu rostro!


8
Este día de sol… ¡Y yo muriendo!
Muriendo para adentro tan de golpe
que el corazón, cribado de amargura
por el mal uso con que usé sus dones,
siente que el tiempo se le agosta, y crece
la angustia… Ya en los bronces
de su campana se despide el alma,
mientras velan los últimos relojes.

(del libro Canción del Ángel, 1964)

UMBROSO MUNDO
Hay jardines que no tienen ya países
Georges Schehadé
Umbroso mundo,
seguiremos siempre
poblando de fantasmas verdaderos
tus países ausentes.
Así, lejos de todo,
crecerá en el olvido un árbol verde
a cuya sombra vamos a dormirnos
hasta que alguna vez el sueño nos despierte.


MANCO
a Holver Martínez Borelli
El manco lleva el aire de su mano
como una piedra en el bolsillo.

(De Umbroso Mundo, 1971)

EL VENDEDOR DE TIERRA
Vuelve del horizonte
cargando tierra negra en sus espaldas.
Cuando llega lo aplauden los jardines
y se emociona el agua.
Y yo le compro tierra, y algún día
me tendrá que vender toda la carga.

DESPEDIDA
Han llorado
mi perro y su cadena.

Junto al ciruelo de hojas
y de frutas bermejas
ha llorado mi perro
porque lo acaricié con todas mi ausencias.

Luego me fui ladrando,
perro del perro mío. De mi perra.

(De El Vendedor de Tierra, 1981)



ESTELA SMANIA


ARTESANIAS LITERARIAS  publicó de Estela Smania, narradora y poeta nacida en Entre Ríos, cuentos y poesía. Los Malaventurados (2000) es una novela breve, publicada originariamente con el título Bien demás, que recibió una serie de distinciones a nivel municipal, provincial, nacional e internacional ; Segundo Premio Municipal de Literatura Luis de Tejeda, 1992, Córdoba. Premio Nacional de Literatura Leopoldo Lugones y Finalista Premio Casa de las América , Cuba.  Como sus capítulos son breves y pueden leerse en forma independiente, este editor ha decidido ofrecerles este interesante material por capítulos.


La araminta

Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta.
Era el duelo y las ruinas, y tu fuiste el milagro
Pablo Neruda.


Ya llevaba algunos años amañada con el Jacinto y aún no le había sido concedida la gracia. La Araminta se sentía como tierra de secano, asolada por los vientos de la desesperación, cuarteada por los fríos de la soledad, hambreada por las ganas de una ternura que se le negaba. Cada día, apenas despuntaba el sol, salía a caminar por el monte largas horas hasta que los pies, amarillos de aromos, le echaban sangre. Perseguía las cabras para mirarlas amamantar a sus crías, buscaba un duraznero en flor, descubría el lugar donde los pájaros tejen sus nidos, donde empollan las gallinas, donde se requiebran el caballo y la yegua. Después, casi a la oración, regresaba al rancho. El marido la curaba, le humedecía la cabeza ardida por la resolana, le ataba una vincha de cuero de iguana y le medía la pena en la mirada.
          -El infierno está aquí, en la tierra – susurraba, mientras el Jacinto se preguntaba qué pecados tenían que purgar él y ella, mitad mujer y mitad niña.
          -El gallo cantó impar y fue a la noche – repetía buscando la oscura causa de sus males.

          Cuando la vida se le caía a pedazos por falta de apego, fua a ver a la vieja. Doña Sacramento la escuchó en silencio. Silencio por fuera y silencio por dentro, que es la mejor forma de escuchar. La Araminta quería un hijo. De su hombre o si no quedaba otro remedio, de algún ánima bondadosa, de las que todavía flotan sobre la tierra realizando buenas acciones que les permitan subir al cielo. La vieja no tuvo dudas sobres las ganas de la Araminta que se le aparecían en el rostro a través de unas ojeras profundas y violáceas. La Araminta quería reverdecer como los árboles en primavera y que los pechos se le llenaran de jugo tibio y dulzón como a las tunas del monte. Doña Sacramento le recetó unas infusiones de culantrillo cada mañana antes del primer mate, la frotó con leche de cabra recién ordeñada y rumió unas oraciones.
          La Araminta cumplió con la receta durante meses y cuando sintió en el vientre abultado, signos evidentes de vida, corrió a contarle a doña Sacramento que se había duplicado. Le agradeció la ayuda con un montón de palabras que ni ella misma sabía que tenía adentro y con un cuarto de cabrito bien adobado con ají picante. La vieja sin mostrar asombro por lo que la Araminta llamaba – el milagro- le ofreció, antes de que se marchara, una botella que sólo parecía contener agua y le recomendó que cada noche rociara las espaldas del niño, porque sin duda se trataba de un varón, para que las alas le fueran creciendo y no se le secaran como a la mayoría de la gente, y un día echara a volar, como estaba escrito.
          Cuando el niño nació a la vida como un fruto maduro, el rancho se llenó de canciones de cuna, de manos que aleteaban, de leche tibia y dulzona y de paños que se secaban al sol y flameaban como banderas.
          La Araminta, con la constancia que da el amor, ejecutaba el rito de humedecer las espaldas del hijo, que era la viva estampa del Jacinto, sabedora de que regaba su soledad de un día.

 





EMILIO BALLAGAS

(1908-1954). Poeta cubano. Emilio Ballagas fue uno de los primeros poetas cubanos en contemplar la literatura afrocubana en sus obras. De comienzos vanguardistas pronto cambia su inspiración al tema mulato o negro, dentro del cual se distingue su ternura. Con el transcurso de los años evolucionó a otra etapa poética donde las emociones las demuestra con mayor intensidad lírica, la angustia es intolerable. Ballagas, al igual que muchos de sus compatriotas, se distingue por la claridad y musicalidad de su forma. Creador de profundos sentimientos los cuales se reflejan en su obra. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1953. Además de sus varios libros y poemarios colaboró en varias revistas nacionales y extranjeras. Natural de Camagüey se graduó de Doctor de Filosofía y Letras. Se dedicó a la enseñanza de maestros. Viajó por Estados Unidos y Europa, Francia y Portugal. Obra: Júbilo y fuga, 1931, 1939 Cuaderno de poesía negra, 1934 Antología de la poesía negra hispanoamericana, 1935 Elegía sin nombre, 1936 Nocturno y elegía, 1938 Sabor eterno, 1939 La herencia viva de Tagore, 1942 Nuestra Señora del Mar, 1943 Mapa de la poesía negra americana, 1946 Cielos en rehenes, 1951 Décimas por el júbilo martiano en el Centenario del Apóstol José Martí, 1953

Canto para dormir a un negrito

Dórmiti mi nengre,
dórmiti ningrito.
Caimito y merengue,
merengue y caimito.

Dómiti mi nengre,
mi nengre bonito.
¡Diente de merengue,
bemba de caimito!

Cuando tu sia glandi
vá a sé bosiador...
Nengre de mi vida,
nengre de mi amor...

(Mi chiviricoqui,
chiviricocó...
¡Yo gualda pa ti
taja de melón!)
Si no calla bemba
y no limpia moco
le va′ abrí la puetta
a Visente e′ loco.

Si no calle bemba,
te va′ da e′ gran sutto.
Te va′ a llevá e′ loco
dentre su macuto.
Ne la mata ′e güira
te ñama sijú.
Condío en la puetta"
etá e′ tatajú...
Dórmiti mi nengre,
cara ′e bosiador,
nengre de mi vida,
nengre de mi amor.
Mi chiviricoco,
chiviricoquito.
Caimito y merengue,
merengue y caimito.
A′ora yo te acuetta
′la ′maca e papito
y te mese suave...
Du′ce... depasito...
y mata la pugga
y epanta moquito
pa que droma bien
mi nengre bonito... 


Nocturno

¿Cómo te llamas, noche de esta noche?          
Dime tu nombre. Déjame                        
Tu santo y seña                                
Para que yo te reconozca                      
Siempre                                        
A través de otras noches diferentes.          
Tú me ofreces su frente en medialuna          
(Medialuna de carne),                          
Sus labios (pulpa en sombra)                  
Y su perfil al tacto…                          
(Mañana mi derecha                            
Jugará a dibujar su contorno en el aire.)      
¿Cómo te llamas, noche de esta noche?          
Dime tu nombre, déjame                        
Tu santo y seña                                
Para que yo te reconozca                      
Siempre                                        
A través de otras noches diferentes.          
¡Y que pueda llamarte gozoso,                  
Trémulo,                                      
Por tu nombre!                                

º º º º º º º º º 
Roberto Arlt


DEL QUE NO SE CASA

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?
Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.
A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:
-Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
Mi suegra, en cambio:
-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. E1 estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto ... ! ¡ciento cincuenta pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas. claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: "Le llevaré flores". Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos.
Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.
Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.
Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.
Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante. ■
Fuente: ARLT, ROBERTO, Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Futuro, 1950 (págs. 160-162)
Enrique Anderson Imbert




LAS MANOS 

En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín.
Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes.
Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas.
Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente.
Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego.
Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue.
Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz.
Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde estaba. En su casa no había dormido.
En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón.
Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.
¡Vaya a saber!
Fernando Sorrentino




EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA 
COSTUMBRE DE PEGARME CON UN

PARAGUAS EN LA CABEZA



Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): el siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenace con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza." Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de piel, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?" Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeo un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre has sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
CARLOS ARTURO TRINELLI
                           

Arturo Trinelli
EL SECRETO

            En mi familia hubo dos valores trascendentes. Uno era el té con masas y sanguches de miga comprados en la confitería Las Violetas y servidos con geométrica dedicación por mi madre y la tía Dolores asistidas por la tía Nene que poco era lo que comía; en tanto a  mi hermano y a mi nos controlaban con celo y nos administraban las delicadezas.
 La otra pasión de la familia eran los secretos. Tampoco descuidaban los enconos con algún vecino peronacho o parientes que adherían al régimen del tirano. Amigos de las formas, jueces implacables, prejuiciosos y pacatos, el secreto era una sutil herramienta de omisión, un barniz de legalidad.
            Los chicos éramos adiestrados en la técnica del secreto y uno no sabía cómo responder ante la más simple pregunta por miedo a transgredir alguna indicación. De todas maneras, no era mucho el margen de error; los secretos más secretos nos estaban vedados. Los intuíamos en conversaciones, miradas, movimientos involuntarios, carraspeos... Tía Nené era una experta en provocarlos. Yo me daba cuenta cuando decía alguna inconveniencia porque a mi madre comenzaba a latirle un párpado y tía Dolores clavaba la vista en sus uñas con las manos estiradas a una prudente distancia focal.
             Danielito, mi hermano mayor, repartía el tiempo entre el estudio y el fútbol. A mamá, un cura le había inculcado que el hombre futbolero era un pecador contumaz. Entonces, de a poco, Daniel se dedicó de lleno al estudio. Tía Nené, que nos había transmitido el amor por San Lorenzo, siguió a escondidas, comprándonos El Gráfico, y nos invitaba los domingos por la tarde a escuchar los partidos en su habitación.
            Fue una de esas tardes en que esperábamos un gol de Sanfilippo que descubrí uno de los secretos familiares mejor guardados. El borde irregular de una foto asomaba desde un cajón de la mesa de noche donde reposaba la radio. Tiré de ella y un hombre parado delante de un cortinado de estudio, devolvía mi mirada en un gesto constante entre el desdén y la burla. Era una foto posada. En el gesto del hombre había algo femenino que por mi edad no vislumbré.
Quién es, pregunté. Un novio que tuve en Francia, respondió Nené,  quien había vivido unos años en París para escándalo de sus hermanas.
Recuerdo el impacto que me produjeron esas palabras, no concebía a mi tía con un novio. Mi hermano me arrebató la foto, la miró y dijo: ¡qué parecido a vos es el tipo!. Es mi primo Pierre, dijo Nené. ¿Pero es tu primo o tu novio?, replicó Daniel en un tono impaciente. Era las dos cosas, ahora es sólo un pariente en la distancia. El relator clamaba por un penal no sancionado y como niños que éramos olvidamos el incidente.
A mi padre no le interesaba el fútbol. Llenaba sus ratos libres pegado a la radio escuchando ópera o música clásica. Las mujeres lo servían y atendían y él las dejaba hacer.

Mamá planchaba y cocinaba, tía Dolores lavaba, servía la mesa y las dos hacían las compras. Nené ayudaba a levantar la mesa y los días de limpieza era la encargada de correr los muebles.
Los sábados y domingos recibíamos La Prensa y mi padre leía sentado en un sillón de  mimbre  a la sombra de la galería que recorría las puertas de las habitaciones acotada por la de la sala y en el otro extremo por la cocina. Mi madre le cebaba mate y parloteaba con tía Dolores que dedicaba parte de sus mañanas a las plantas que, distribuidas en macetas y macetones, adornaban el patio.
Tía Nené ocupaba la habitación que quedaba a mitad de camino hacia la terraza. A veces, cuando se disponía a bajar, las mujeres desde abajo le indicaban que subiera a la terraza a descolgar la ropa. ¡Que haga algo, che!. Se decían una a la otra.
Los domingos comenzaban con el rito de ir a misa de ocho en San Carlos. Concurríamos con mamá y tía Dolores y luego nos quedábamos a ver, en el cine de la iglesia, un episodio del Hombre cohete o del Zorro, que siempre concluían con la inminente muerte del héroe que, en el comienzo del próximo, conseguía evitar por milagro
Regresábamos confesados, comulgados y entretenidos, imbuidos de una beatitud interior que las mujeres se encargaban de exaltar. También en estas circunstancias, al llegar a casa, apreciaba la mueca risueña de Tía Nené, quien no participaba de éstas tenidas eclesiásticas.
            La rutina de los domingos se complementaba con el vermuth. A mi hermano y a mi se nos daban pequeñas dosis de maníes, aceitunas, dados de queso y mortadela bajo el pretexto de que nos quitaban el hambre. A nosotros nos gustaba ayudar a levantar los platitos y los vasos, los que en un descuido escurríamos hasta el fondo.
            Un domingo simulé sentirme mal para no ir a la iglesia. No fue fácil, a esas mujeres no se las convencía así nomás. Por otra parte, mi hermano vociferaba que era un ardid para no asistir. Me pusieron un paño con alcohol en la panza y se fueron con Daniel a la rastra. No bien solo, me levanté y comencé a jugar en silencio con los juguetes de mi hermano.
            Escuché que mi padre se levantaba en la habitación de al lado. Escuché el chancleteo por el patio, la cadena del depósito del baño y luego las chancletas que lamían los escalones hacia la terraza. Corrí los visillos de mi puerta y lo vi entrar en la habitación de Nené.
La adrenalina infantil me impulsó a salir. Descalzo y despacio trepé la escalera, apoyé una oreja en la puerta y oí decir a la tía con voz cascada: Emilio, basta, es peligroso, mirá si vuelven. Mi padre la silenció: despreocupate.
            Otro secreto pensé. Doblé la apuesta y miré por el ojo de la cerradura. La cara de tía Nené, contraída en una mueca que jamás había visto, se me apareció en primer plano. De rodillas, aferraba  las manos en el respaldar de la cama. De pronto apareció, en mi acotado foco, en la misma posición pero encima de ella, la figura de mi padre. Me asusté y huí a refugiarme en mi habitación. No supe bien qué hacían pero no tuve dudas de la importancia del secreto que había descubierto.
            Un secreto es como una brasa, algo que se debe descartar más allá de toda discreción. Pensé en confesarme al domingo siguiente, con ello lograría estancar el secreto y quitármelo de encima. Otra alternativa era contárselo a Gutiérrez, un compañero de clase aventajado en estos asuntos.
Ese domingo perdió San Lorenzo. El lunes llegó como todas las semanas. En el primer recreo hablé con Gutiérrez y le conté lo que había visto y agregué lo imaginado sin decir que los actores habían sido mi padre y mi tía. Inventé una visita a un pariente y un romance entre primos.
            Gutiérrez prestó detallada atención a mi relato y sus conclusiones quedaron truncas por el timbre del fin del recreo.
En clase recibí un dibujo que intentaba representar lo hablado. Lo doblé prolijo y lo guardé en un bolsillo del guardapolvo. En el recreo largo, Gutiérrez me explicó que lo que había presenciado no era más que la forma en que los adultos tenían relaciones para evitar los hijos. Palabras más o palabras menos dijo: por atrás se evitan los hijos. Cuando se casan lo hacen por adelante, que es mejor ya que pueden besarse en la boca y además se ven las tetas.
Me pareció lógico y me sentí contento por tener un amigo tan informado y un padre tan prudente.
Los miércoles las mujeres iban al cine Roca a la función de damas. Me gustaba verlas arreglarse. Mi madre lucía espléndida, tía Dolores no tanto y tía Nené, a pesar de maquillarse, era más austera. Era la moda francesa, según ella.
Al domingo siguiente, y preocupado por el destino del Zorro, que mi hermano aseguraba que había muerto al caer en un barranco, olvidé confesar mi secreto. De todos modos, a esa altura, el tema ya no me ocupaba. Sin embargo, las cosas vuelven y ese día mi madre hizo un escándalo al hallar el dibujo de Gutiérrez. Por suerte, mi padre minimizó el hecho y sentí que éramos cómplices en algo. Tía Dolores no paró de santiguarse y tía Nené se rió a carcajadas. A mi hermano no se le permitió verlo y esa noche me rogó que se lo describiera hasta quedarse dormido.
Para mi fue un tema terminado, pero para mi padre y mi tía Nené era un secreto puesto en una olla a presión hasta que un día estalló. Para entonces, la teoría de Gutiérrez había quedado atrás.
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            Tía Nené y mi padre se fueron a vivir juntos. Mi madre gestionó y consiguió que mi padre perdiera el trabajo en el banco y lo último que supe de ellos fue que tenían una despensa en González Catán.
            La familia y sus rutinas desaparecieron, no hubo violencia, hubo extinción. Mi hermano hizo el servicio militar y después emigró con una beca a Canadá. A los parientes que frecuentábamos no los vimos más, quedé solo con las dos mujeres que comenzaron a envejecer más rápido que el tiempo.
            San Lorenzo y el país alternaban esperanzas y fracasos. La casa nos quedaba grande. Cada uno conservó sus posiciones y la habitación de tía Nené permaneció intacta, inclusive con la foto de Pierre asomando tímida bajo el peso de la radio.. Un día rescaté la foto, temeroso de que mi madre o tía Dolores la tirara a la basura. Entonces comprendí o quise creer que Nené no la había olvidado, sino que la había abandonado como una señal de su paso por nuestras vidas.
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            Tiempos oscuros se abatieron sobre el país. Comenzaron las desapariciones. Primero falleció mi madre. Después tía Dolores. En algún momento lo habrá hecho mi padre. Hasta San Lorenzo desapareció del barrio y del torneo superior.
            Cuando inicié la sucesión Delprat, la casa resultó ser de mi madre y sus hermanos Dolores y Pedro Delprat. Comprendí que Nené jamás había existido. Se había inventado a si misma. Mi padre la había aceptado, mi hermano y yo la habíamos creído como a los misterios de la religión.
            En efecto, Nené había sido Pierre Delprat.
Cuando  vendí la casa le envié el dinero de su parte a mi hermano y guardé para mi el último secreto familiar. Otra vez la esperanza para el país. Otra vez San Lorenzo en primera.