CARLOS ARTURO TRINELLI
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Arturo Trinelli |
EL SECRETO
En mi familia hubo dos valores trascendentes. Uno era el té con masas y sanguches de miga comprados en la confitería Las Violetas y servidos con geométrica dedicación por mi madre y la tía Dolores asistidas por la tía Nene que poco era lo que comía; en tanto a mi hermano y a mi nos controlaban con celo y nos administraban las delicadezas.
La otra pasión de la familia eran los secretos. Tampoco descuidaban los enconos con algún vecino peronacho o parientes que adherían al régimen del tirano. Amigos de las formas, jueces implacables, prejuiciosos y pacatos, el secreto era una sutil herramienta de omisión, un barniz de legalidad.
Los chicos éramos adiestrados en la técnica del secreto y uno no sabía cómo responder ante la más simple pregunta por miedo a transgredir alguna indicación. De todas maneras, no era mucho el margen de error; los secretos más secretos nos estaban vedados. Los intuíamos en conversaciones, miradas, movimientos involuntarios, carraspeos... Tía Nené era una experta en provocarlos. Yo me daba cuenta cuando decía alguna inconveniencia porque a mi madre comenzaba a latirle un párpado y tía Dolores clavaba la vista en sus uñas con las manos estiradas a una prudente distancia focal.
Danielito, mi hermano mayor, repartía el tiempo entre el estudio y el fútbol. A mamá, un cura le había inculcado que el hombre futbolero era un pecador contumaz. Entonces, de a poco, Daniel se dedicó de lleno al estudio. Tía Nené, que nos había transmitido el amor por San Lorenzo, siguió a escondidas, comprándonos El Gráfico, y nos invitaba los domingos por la tarde a escuchar los partidos en su habitación.
Fue una de esas tardes en que esperábamos un gol de Sanfilippo que descubrí uno de los secretos familiares mejor guardados. El borde irregular de una foto asomaba desde un cajón de la mesa de noche donde reposaba la radio. Tiré de ella y un hombre parado delante de un cortinado de estudio, devolvía mi mirada en un gesto constante entre el desdén y la burla. Era una foto posada. En el gesto del hombre había algo femenino que por mi edad no vislumbré.
Quién es, pregunté. Un novio que tuve en Francia, respondió Nené, quien había vivido unos años en París para escándalo de sus hermanas.
Recuerdo el impacto que me produjeron esas palabras, no concebía a mi tía con un novio. Mi hermano me arrebató la foto, la miró y dijo: ¡qué parecido a vos es el tipo!. Es mi primo Pierre, dijo Nené. ¿Pero es tu primo o tu novio?, replicó Daniel en un tono impaciente. Era las dos cosas, ahora es sólo un pariente en la distancia. El relator clamaba por un penal no sancionado y como niños que éramos olvidamos el incidente.
A mi padre no le interesaba el fútbol. Llenaba sus ratos libres pegado a la radio escuchando ópera o música clásica. Las mujeres lo servían y atendían y él las dejaba hacer.
Mamá planchaba y cocinaba, tía Dolores lavaba, servía la mesa y las dos hacían las compras. Nené ayudaba a levantar la mesa y los días de limpieza era la encargada de correr los muebles.
Los sábados y domingos recibíamos La Prensa y mi padre leía sentado en un sillón de mimbre a la sombra de la galería que recorría las puertas de las habitaciones acotada por la de la sala y en el otro extremo por la cocina. Mi madre le cebaba mate y parloteaba con tía Dolores que dedicaba parte de sus mañanas a las plantas que, distribuidas en macetas y macetones, adornaban el patio.
Tía Nené ocupaba la habitación que quedaba a mitad de camino hacia la terraza. A veces, cuando se disponía a bajar, las mujeres desde abajo le indicaban que subiera a la terraza a descolgar la ropa. ¡Que haga algo, che!. Se decían una a la otra.
Los domingos comenzaban con el rito de ir a misa de ocho en San Carlos. Concurríamos con mamá y tía Dolores y luego nos quedábamos a ver, en el cine de la iglesia, un episodio del Hombre cohete o del Zorro, que siempre concluían con la inminente muerte del héroe que, en el comienzo del próximo, conseguía evitar por milagro
Regresábamos confesados, comulgados y entretenidos, imbuidos de una beatitud interior que las mujeres se encargaban de exaltar. También en estas circunstancias, al llegar a casa, apreciaba la mueca risueña de Tía Nené, quien no participaba de éstas tenidas eclesiásticas.
La rutina de los domingos se complementaba con el vermuth. A mi hermano y a mi se nos daban pequeñas dosis de maníes, aceitunas, dados de queso y mortadela bajo el pretexto de que nos quitaban el hambre. A nosotros nos gustaba ayudar a levantar los platitos y los vasos, los que en un descuido escurríamos hasta el fondo.
Un domingo simulé sentirme mal para no ir a la iglesia. No fue fácil, a esas mujeres no se las convencía así nomás. Por otra parte, mi hermano vociferaba que era un ardid para no asistir. Me pusieron un paño con alcohol en la panza y se fueron con Daniel a la rastra. No bien solo, me levanté y comencé a jugar en silencio con los juguetes de mi hermano.
Escuché que mi padre se levantaba en la habitación de al lado. Escuché el chancleteo por el patio, la cadena del depósito del baño y luego las chancletas que lamían los escalones hacia la terraza. Corrí los visillos de mi puerta y lo vi entrar en la habitación de Nené.
La adrenalina infantil me impulsó a salir. Descalzo y despacio trepé la escalera, apoyé una oreja en la puerta y oí decir a la tía con voz cascada: Emilio, basta, es peligroso, mirá si vuelven. Mi padre la silenció: despreocupate.
Otro secreto pensé. Doblé la apuesta y miré por el ojo de la cerradura. La cara de tía Nené, contraída en una mueca que jamás había visto, se me apareció en primer plano. De rodillas, aferraba las manos en el respaldar de la cama. De pronto apareció, en mi acotado foco, en la misma posición pero encima de ella, la figura de mi padre. Me asusté y huí a refugiarme en mi habitación. No supe bien qué hacían pero no tuve dudas de la importancia del secreto que había descubierto.
Un secreto es como una brasa, algo que se debe descartar más allá de toda discreción. Pensé en confesarme al domingo siguiente, con ello lograría estancar el secreto y quitármelo de encima. Otra alternativa era contárselo a Gutiérrez, un compañero de clase aventajado en estos asuntos.
Ese domingo perdió San Lorenzo. El lunes llegó como todas las semanas. En el primer recreo hablé con Gutiérrez y le conté lo que había visto y agregué lo imaginado sin decir que los actores habían sido mi padre y mi tía. Inventé una visita a un pariente y un romance entre primos.
Gutiérrez prestó detallada atención a mi relato y sus conclusiones quedaron truncas por el timbre del fin del recreo.
En clase recibí un dibujo que intentaba representar lo hablado. Lo doblé prolijo y lo guardé en un bolsillo del guardapolvo. En el recreo largo, Gutiérrez me explicó que lo que había presenciado no era más que la forma en que los adultos tenían relaciones para evitar los hijos. Palabras más o palabras menos dijo: por atrás se evitan los hijos. Cuando se casan lo hacen por adelante, que es mejor ya que pueden besarse en la boca y además se ven las tetas.
Me pareció lógico y me sentí contento por tener un amigo tan informado y un padre tan prudente.
Los miércoles las mujeres iban al cine Roca a la función de damas. Me gustaba verlas arreglarse. Mi madre lucía espléndida, tía Dolores no tanto y tía Nené, a pesar de maquillarse, era más austera. Era la moda francesa, según ella.
Al domingo siguiente, y preocupado por el destino del Zorro, que mi hermano aseguraba que había muerto al caer en un barranco, olvidé confesar mi secreto. De todos modos, a esa altura, el tema ya no me ocupaba. Sin embargo, las cosas vuelven y ese día mi madre hizo un escándalo al hallar el dibujo de Gutiérrez. Por suerte, mi padre minimizó el hecho y sentí que éramos cómplices en algo. Tía Dolores no paró de santiguarse y tía Nené se rió a carcajadas. A mi hermano no se le permitió verlo y esa noche me rogó que se lo describiera hasta quedarse dormido.
Para mi fue un tema terminado, pero para mi padre y mi tía Nené era un secreto puesto en una olla a presión hasta que un día estalló. Para entonces, la teoría de Gutiérrez había quedado atrás.
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Tía Nené y mi padre se fueron a vivir juntos. Mi madre gestionó y consiguió que mi padre perdiera el trabajo en el banco y lo último que supe de ellos fue que tenían una despensa en González Catán.
La familia y sus rutinas desaparecieron, no hubo violencia, hubo extinción. Mi hermano hizo el servicio militar y después emigró con una beca a Canadá. A los parientes que frecuentábamos no los vimos más, quedé solo con las dos mujeres que comenzaron a envejecer más rápido que el tiempo.
San Lorenzo y el país alternaban esperanzas y fracasos. La casa nos quedaba grande. Cada uno conservó sus posiciones y la habitación de tía Nené permaneció intacta, inclusive con la foto de Pierre asomando tímida bajo el peso de la radio.. Un día rescaté la foto, temeroso de que mi madre o tía Dolores la tirara a la basura. Entonces comprendí o quise creer que Nené no la había olvidado, sino que la había abandonado como una señal de su paso por nuestras vidas.
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Tiempos oscuros se abatieron sobre el país. Comenzaron las desapariciones. Primero falleció mi madre. Después tía Dolores. En algún momento lo habrá hecho mi padre. Hasta San Lorenzo desapareció del barrio y del torneo superior.
Cuando inicié la sucesión Delprat, la casa resultó ser de mi madre y sus hermanos Dolores y Pedro Delprat. Comprendí que Nené jamás había existido. Se había inventado a si misma. Mi padre la había aceptado, mi hermano y yo la habíamos creído como a los misterios de la religión.
En efecto, Nené había sido Pierre Delprat.
Cuando vendí la casa le envié el dinero de su parte a mi hermano y guardé para mi el último secreto familiar. Otra vez la esperanza para el país. Otra vez San Lorenzo en primera. ■