miércoles, 30 de noviembre de 2011

Rafael Dieste


Acerca de la muerte de Bieito



Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!... Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.
Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y por tanto -comprendedme, escuchadme-, por tanto no podía, no debía decir nada.
Imaginaos por un instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.
Todas las cabezas de los viejos que portaban cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los labios un murmullo sobrecogido, insólito:
-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!...
Callaría el lamento de la madre y de las hermanas, y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no dije nada.
Hubo un instante en que por el rostro de uno de los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo. En seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:
-¿Y si Bieito fuese vivo?
El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me encontré a punto de decirlo en el camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.
«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer terrón de tierra, besado por un niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la garganta las palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme callado! Oíd ya el griterío de la gente...
-Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado...
-Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo...
-Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a la sepultura.
-¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el esfuerzo!
-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo como un payaso!
-¿Es tonto o qué?
Todo el día, amigos míos, anduve loco de remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la obsesión del delito.
Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé, no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas y con una azada en la mano.
¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo que estaba vivo?
Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.
La luna era llena y los perros ladraban a lo lejos. ■

SONIA FIGUERAS –cuentos breves


                                                                                                  
 

       Noche oscura en que garúa

Salgo en esta noche oscura que garúa se acentúa y me moja de a poco.
Qué importa. Cada tanto es preciso que el agua fresca me riegue la cara como a los tomates de mi pseudohuerta.
Ya se empapan los zapatos sobrevivientes de mi gran vestuario.
Qué importa. Éso es bueno. Necesito lavar mis culpas y es mejor empezar desde abajo.
Mi piloto azul que pide sustituto no logra que no se saturen de agua helada el sueter que soporta años y los pantalones que piden otros.
Qué importa. Es mucha agua y tengo frío. En el bolsillo debo tener unas monedas... tomo el bondi y regreso a mi cuarto. No. No tengo monedas. Ni una.
Qué importa.  Me siento en el umbral de “la Dominguito”, mi escuela de cuando era chico y espero...¿qué espero? A la señora Estela y le pido un caramelo. ¿y si no está más? Espero .
Qué importa. No hay apuro.


      POR EL CONVENTILLO
     
Pasaje Juárez conventillos de aquéllos, los mentados, como los de los bailes de la “parda Flores”. Sobre la hojarasca, detrás los pasos me cantaban extraños. Chirriaban en sordina. Sonaban mullidos. Ya cerca y de reojo lo fui divisando. Delgado, junco flexible. Pantalón ceñido torneando los músculos de unas piernas medio chuecas. Sombrero de ala tapaba la cara al esquive del tiempo y la vida. Casi a mi lado. Me dio inquietud.. Golpeó la puerta que daba al costado y una vocinglería, corridas y ruido de persianas se abrían cerraban formaban un concierto disparatado. Insistió con los golpes. Lo fisgoneé. Cual soplón experimentado lo espié. Apenas divisé unos bigotes, la cara, no, imposible bajo el ala del sombrero. Al fin entró. Seco sonó el disparo y se desencadenó el final. Volví a mi barrio silbando bajito.
                                                                                                                      



Müller Herta, Premio Nobel





Herta Müller nació el 17 de agosto de 1953 en Niţchidorf, Banat, un lugar germanohablante de la región de Timisoara, en Rumanía, hija de unos granjeros suabos del Banato. Su padre sirvió durante la II Guerra Mundialen las Waffen-SS y su madre fue deportada a la Unión Soviética en 1945 y pasó cinco años en un campo de trabajo en Ucrania. Herta estudiófilología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara entre 1973 y 1976. Formó parte del Aktionsgruppe Banat, una tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes.Trabajó como traductora técnica entre 1977 y 1979 en una fábrica de maquinaria, pero fue despedida en 1979 por no cooperar con la Securitatea Statului, la policía secreta del régimen comunista rumano; subsistió empleada en una guardería e impartiendo lecciones de alemán, siendo acosada e interrogada más de cincuenta veces por la Securitate. Su primer libro, la colección de cuentos Niederungen, fue publicado en 1982 en Rumanía, pero en versión censurada, como muchas otras obras de esos momentos; dos años más tarde se imprimió entero en Alemania mientras en ese mismo año aparecía Drückender Tango, un libro muy crítico también con la corrupción, la intolerancia y la opresión del régimen comunista de Nicolae Ceauşescu; a causa de esto se le prohibió seguir publicando en su país, aunque sus libros triunfaban, se premiaban y eran muy comentados en Alemania y Austria, contra la unánime oposición de la prensa oficial rumana.En 1987, Müller marchó a Alemania con su marido, el novelista Richard Wagner. Fijó su residencia en Berlín. Müller es miembro de la Academia Alemana de Oratoria y Literatura de Darmstadt (Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung) desde 1995. Herta Müller destaca por sus relatos acerca de las duras condiciones de vida en ese país bajo el régimen comunista deNicolae Ceauşescu, pero su tema principal es cómo una dictadura deteriora y rompe toda forma de relación humana. El 8 de octubre del 2009, se anunció que había ganado el Premio Nobel de Literatura, que reconocía su capacidad para describir "con la concentración de la poesía y la franqueza de la prosa, el paisaje de los desposeidos".1 2 Además ha recibido los premios "Adam-Müller-Guttenbrunn" (1981); "Aspekte-Literaturpreis", (1984); "Rauriser Literaturpreis" (1985); "Ricarda Huch" (1987); "Marieluise-Fleißer-Preis" (1989); "Roswitha von Gandersheim" (1990); "Kranichsteiner" (1991); "Kleist" (1994); "Aristeion" (1995); "Ida-Dehmel" (1998); "IMPAC Dublin" (1999); "Franz Kafka" (1999); "CICERO" (2001); "Joseph-Breitbach" (2003); "Fundación Konrad Adenauer" (2004); "Würth" (2006) y "Walter Hasenclever" (2006) entre otros. Sus obras han sido traducidas a 21 idiomas y en España han sido publicadas por las editoriales Siruela, Mondadori yPlaza y Janés.


El bastón

Después de trabajar, desanduve el camino hasta casa desde el otro extremo de las calles residenciales pasando por Grosser Ring. Deseaba comprobar si en la iglesia de la Santísima Trinidad existían todavía el nicho blanco y el santo con la oveja a modo de cuello en la capa.
En Grosser Ring había un chico gordo con calcetines blancos hasta la rodilla, pantalones cortos de pata de gallo y camisa blanca con chorreras, como si se hubiera escapado de una fiesta. Deshojaba un ramo de dalias blancas para alimentar a las palomas. Ocho palomas picoteaban las dalias blancas creyendo que lo que había en el pavimento era pan y las dejaban tiradas. A los pocos segundos lo olvidaban, sacudían las cabezas y comenzaban de nuevo a picotear las mismas flores. Cuánto tiempo creería su hambre que las dalias se convertirían en pan. Qué creía el chico. Era un listo o tan tonto como el hambre de las palomas. Yo no quería pensar en el engaño del hambre. Si el chico hubiera esparcido pan en lugar de dalias deshojadas, no me habría detenido. El reloj de la iglesia marcaba las seis menos diez. Cruce la plaza deprisa, por si la iglesia cerraba a las seis.
Entonces vino a mi encuentro Trudi Pelikan, por primera vez desde el campo. Nos vimos demasiado tarde. Ella se apoyaba en un bastón. Como ya no podía esquivarme, dejó el bastón sobre el pavimento y se agachó hacia su zapato. Pero éste no estaba desabrochado.
Ambos estábamos de nuevo en casa desde hacía más de medio año, en la misma ciudad. No quisimos reconocernos por nuestro propio bien. Es fácil de entender. Aparté deprisa la cabeza. Pero con cuánto gusto la habría abrazado y dicho que estoy de acuerdo con ella. Con cuánto gusto habría dicho: Siento que tengas que agacharte, yo no necesito bastón, la próxima vez lo haré yo por los dos, si me lo permites. Su bastón barnizado llevaba abajo una garra herrumbrosa y una bola blanca en la empuñadura.
En lugar de dirigirme a la iglesia giré de improviso a la izquierda hacia la calle estrecha por la que había venido. El sol me picaba en la espalda, el calor se extendía por debajo de mi pelo como si mi cabeza fuera una chapa a la intemperie. El viento arrastraba una alfombra de polvo, en las copas de los árboles resonaba un canto. Entonces un embudo de polvo se situó sobre la acera y me atravesó tambaleándose hasta que se disolvió. Al caer, dejó el pavimento moteado de negro. El viento rugió y trajo las primeras gotas. Había llegado la tormenta. Crepitaron flecos de cristal y de golpe azotaron las cuerdas del agua. Me refugié en una papelería.
Al entrar me limpié el agua del rostro con la manga. La vendedora salió por una puertecita con cortina. Llevaba en chancleta unas zapatillas de fieltro con borlas, como sí en cada pie le brotara un pincel del empeine. Se situó detrás del mostrador. Yo permanecí junto al escaparate y durante un rato la miré a ella con un ojo y con el otro al exterior. Ahora su mejilla derecha estaba muy hinchada. Sus manos reposaban sobre el mostrador, su anillo de sello era dema-siado pesado para esas manos huesudas, era de caballero. Su mejilla derecha se volvió plana, incluso cóncava, y la izquierda gorda. Oí un chasquido entre sus dientes, chupaba un caramelo. Al momento cerró los ojos, y las tapas de sus ojos eran de papel. El agua de mi té hierve, anunció. Desapareció por la puertecita, y en el mismo momento un gato salió deslizándose bajo la cortina. Vino hacia mí y se frotó contra mi pantalón, como si me conociera. Lo cogí en brazos. No pesaba. No es un gato, me dije, sólo el aburrimiento a rayas grises hecho piel, la paciencia del miedo en una calle estrecha. Olfateó mi chaqueta mojada. Su nariz era coriácea y abombada como un talón. Cuando colocó las patas delanteras sobre mi hombro y examinó mi oreja, no respiraba. Aparté su cabeza y saltó al suelo, donde cayó con el sigilo de un paño, sin producir el menor ruido. Estaba vacío por dentro. También la vendedora salió por la puertecita con las manos vacías. Dónde estaba el té, no podía habérselo bebido tan deprisa. Además, ahora su mejilla derecha había engordado otra vez. Su anillo de sello raspó el mostrador.
Pedí un cuaderno.
Cuadriculado o rayado, inquirió.
Rayado, contesté.
Lleva dinero suelto, no tengo cambio, dijo ella sorbiendo. Y las dos mejillas se tornaron cóncavas. El caramelo resbaló sobre el mostrador. Tenía dibujos diáfanos, y lo introdujo deprisa en su boca. No era un caramelo, ella chupaba el cairel tallado de una araña de cristal.


Cuadernos rayados

Al día siguiente era domingo. Estrené el cuaderno rayado. El primer capítulo se titulaba:Prólogo. Empezaba con la frase: Me entenderás, signo de interrogación.
El tuteo iba dirigido al cuaderno. Y en siete páginas trataba de un hombre llamado T. P. Y de otro con el nombre A. G. Y de un K. H. y un O. E. De una mujer con el nombre B. Z. A Trudi Pelikan le di el nombre supuesto de Cisne. Escribí el nombre de la planta, Koksokhim Zavod, y de la estación del ferrocarril minero, Jasinovataia. También los nombres Kobelian e Imaginaria-Kati. Mencioné asimismo a su hermano pequeño Piold y su momento de lucidez. El capítulo terminaba con una larga frase:
Al amanecer, después de lavarme, se desprendió de mis cabellos una gota que resbaló por la nariz hasta la boca como una gota de tiempo, lo mejor será que me deje crecer una barba trapezoidal, para que nadie más en la ciudad me reconozca.
En las semanas siguientes amplié el Prólogo con tres cuadernos más.

Omití que, en el viaje de regreso, Trudi Pelikan y yo subimos sin previo acuerdo a diferentes vagones de ganado. Silencié mi vieja maleta de gramófono. Describí con exactitud mi nueva maleta de madera, mis nuevas ropas: las balétki, la gorra de visera, la corbata y el traje. Oculté mi llanto convulsivo durante el regreso, al llegar al campo de acogida de Sighetul Marmatiei, la primera estación de ferrocarril rumana. También la cuarentena de una semana en un almacén de mercancías al final de la vía de la estación. Yo me derrumbé por dentro por miedo a mi deportación, a la libertad y a su precipicio más cercano, que cada vez acortaba más el camino a casa. Con mi nueva carne, mis nuevas ropas y las manos levemente hinchadas, permanecía entre la maleta del gramófono y la maleta de madera nueva como si estuviese en un nido. El vagón de ganado no estaba precintado. La puerta se abrió de par en par, el tren entró rodando en la estación de Sighetul Marmatiei. Una nieve fina cubría el andén, caminé sobre azúcar y sal. Los charcos grises estaban helados, el hielo arañado como el rostro de mi hermano cosido.
Cuando el policía rumano nos tendió los salvoconductos para el viaje de regreso, recogí la despedida del campo y sollocé. Hasta casa, con dos transbordos en Baia Mare y Klausenburg, mediaban a lo sumo diez horas. Nuestra cantante Loni Mich se arrimó al abogado Paul Gast, dirigió sus ojos hacia mí y creyó susurrar. Pero yo entendí todas y cada una de sus palabras: Mira cómo llora ése, algo lo supera, dijo.
He reflexionado con frecuencia sobre esta frase. Después la escribí en una página en blanco. Al día siguiente la taché. Al otro volví a escribirla debajo. Volví a tacharla, volví a escribirla. Cuando la hoja estuvo llena, la arranqué. Eso es el recuerdo.
En lugar de mencionar la frase de la abuela, Sé que volverás, el pañuelo blanco de batista y la leche saludable, describí durante páginas, con estilo triunfal, el pan propio y el pan de mejilla. A continuación, mi tesón en el intercambio de salvación con la línea del horizonte y las carreteras polvorientas. Con el ángel del hambre me entusiasmé, como si en lugar de torturarme me hubiera salvado. Por eso taché Prólogo y escribí encima Epílogo. Era el gran fiasco interior de estar ahora en libertad irremisiblemente solo y ser un testigo falso para mí mismo.
Escondí mis tres cuadernos rayados en mi nueva maleta de madera, que yacía bajo mi cama y era mi armario ropero desde mi regreso al hogar.

En Todo lo que tengo lo llevo conmigo
Traducción del alemán: Rosa Pilar Blanco
Madrid, Siruela, 2010

 

Antonio Muñoz Molina


Vida y destino, de Vasili Grossman


Dice Chesterton, con una mezcla muy suya de teología y de humorismo, que lo más raro de los milagros es que ocurran. Un milagro o algo muy parecido está ocurriendo por fin en el ámbito literario de la lengua española –no muy propicia a ellos– con la nueva edición de Vida y destino, la novela inmensa de Vasili Grossman que acaba de publicar Galaxia Gutenberg. Es, como se sabe, la primera traducción directa del ruso, y llega más de veinte años después de la primera, que estaba hecha del francés y pasó inadvertida. El libro en sí, materialmente, es un gozo: sólido, de tapa dura, impreso en buen papel, con letra grande, con una portada atractiva, un milagro. Y otro milagro es que Vida y destino, en esta su segunda salida, en vez de perderse en la marea de las novedades editoriales y de la indiferencia, haya recibido una atención entusiasta no sólo de la crítica sino que además –milagro sobre milagro– esté apareciendo en algunas listas de libros más vendidos.
A veces ocurre lo que parecía imposible, y esta novela es el resultado de la ruptura de una serie inaudita de imposibilidades. Pero quizás puede decirse algo semejante de muchos de los mejores libros: su misma existencia prodigiosa desafía la verosimilitud. Era imposible que Vida y destino se publicara en la Unión Soviética, y a pesar de eso Grossman tuvo la valentía insensata de escribirla. El funerario ideólogo Suslov leyó el manuscrito y dictaminó que debería esperar para publicarse al menos doscientos años. Y era imposible, si uno se para a pensarlo, que un escritor tuviera no ya el talento y la constancia para escribir una novela así, sino que lo hiciera venciendo la sospecha, la convicción sombría, de estar trabajando en vano. La amplitud y la complejidad de Vida y destino se miden con las del mundo real por un acto deliberado de ambición al que se han atrevido muy pocos escritores: Dante, Balzac, Tolstoi, Proust, Joyce, Mann, Galdós. Resumir el mundo –la vida y el destino– en un solo relato. A la dificultad –casi imposibilidad– de la tarea en sí misma, en el caso de Grossman se añade el coraje de hacerlo sabiendo que muy probablemente tanto esfuerzo será inútil. La vida humana es demasiado corta y demasiado frágil para esa clase de reparaciones justicieras que sólo trae el lento paso del tiempo: Grossman murió creyendo que su novela, arrebatada por la policía secreta, estaba perdida para siempre. ¿Dónde hay consuelo para esa injusticia?
El segundo milagro, pues, es que gracias a Sajarov una copia microfilmada del manuscrito pudiera salir de la Unión Soviética. Que la novela tardara tanto en aparecer por primera vez en español –la edición de Seix Barral es de 1985– tiene menos que ver con el relativo aislamiento intelectual de nuestro país, me temo, que con las hegemonías culturales que se mantuvieron intactas en el paso de la resistencia a la democracia. La cultura antifranquista española, tan admirable en muchas cosas, tan limitada y obtusa en otras, estaba impregnada de ortodoxia comunista, y no hacía falta que uno fuera miembro del Partido o simpatizara con la Unión Soviética para que sintiera un rechazo instintivo hacia las obras que de un modo u otro se vincularan con la disidencia. Hablo por mí mismo. Yo no necesitaba considerar que Solzenitzin era un traidor o un mentiroso: simplemente, eludía sin ningún esfuerzo ni remordimiento su lectura, igual que no leía a Reinaldo Arenas, aunque ya no sintiera simpatía por el régimen cubano. Recuerdo perfectamente que tuve en mi biblioteca aquella primera edición de Vida y destino y que no sentí la menor necesidad de leerla.
Lo mismo les sucedió a la mayor parte de sus lectores potenciales, y de los críticos que hubieran debido reseñarla. En esa época, además, la historia europea del siglo XX quedaba muy lejos de las imaginaciones españolas, empobrecidas por un aislamiento político que venía del franquismo, y que la democracia no corrigió. Los debates sobre el Gulag y sobre el Holocausto no existieron entre nosotros. En España casi nadie en la clase intelectual quiere arriesgarse a que le llamen reaccionario o sionista, y se vive más descansado si no se equiparan los crímenes del comunismo con los del nazismo, o si cualquier mención al Holocausto viene acompañada de la pertinente condena del estado de Israel.
Vida y destino confronta al lector con esos dos horrores, y lo hace con una clarividencia política y moral que sólo es comparable a su categoría literaria como obra de pura ficción. La fuerza suprema de Grossman es que combina en un solo acto de escritura la mirada exacta del testigo y la invención del novelista. Dice la verdad a la manera de Primo Levi o Evgenia Ginzburg, por poner dos ejemplos de testigos insuperables, pero también la dice a la manera de Tolstoi y de Joyce, lo cual sucede muy raramente en un solo escritor, en un solo libro. Cuenta lo que vio durante sus años como corresponsal en el frente junto al Ejército Soviético pero también lo que no pudo ver nadie, porque está más allá de la experiencia de los vivos. Como cronista, su relato tiene que detenerse a este lado de la antesala última del infierno: como novelista, acompaña a los personajes que ingresan en la cámara de gas y cuenta desde el interior su agonía y su muerte.
Por eso Vida y destino no sólo es una grandísima novela, sino una prueba de las posibilidades máximas de la ficción. Una novela puede contar cualquier cosa, pero hay un paso más allá en el que nos acercamos a algo mucho más serio, lo que sólo puede ser contado en una novela. La novela como verdadero conocimiento, y no sólo cómo mímesis, el artificio que nos cuenta eso que parece tan simple al enunciarlo en el dicho común: las cosas como son.
Cuando uno es joven y quiere ser novelista está tan enamorado de la ficción que ama sobre todo su sobreabundancia, su misma evidencia. Con los años se va volviendo escéptico y descubre que hay narraciones muy poderosas que no son novelas, y experiencias que no necesitan ser mejoradas ni manipuladas por los caprichos o las estrategias al fin y al cabo artesanales de la ficción. Uno descubre, simplemente, que el mundo es más rico que la literatura, y que en el prestigio de la imaginación del escritor hay una parte de tonta vanidad gremial. Vida y destino, como Ulysses, como Guerra y Paz, como À la recherche, como To the Lighthouse, nos devuelve la conciencia del poderío de la novela como forma suprema de narración del mundo. Palabras mayores. ■

José Antonio Sánchez - Ita (Original de Lluvia)



por José Antonio Sánchez
Mayolo vio por primera vez a Ita en las fiestas de Santiago Apóstol, cuando todavía no se le borraban las facciones de niña, ni sabía calzarse los huaraches, ni tejerse la trenza. Le llamaron la atención sus ojos grandes, , su cabello negro y el color canela de su piel imberbe.
Estaba sentada en las baldosas de la plaza con Josefa su madre, junto al tendido en donde se amontonaban las canastas tejidas de palma, guajes coloreados y figuras de madera para la venta en aquel domingo de cohetones de vara, batallas de moros y cristianos, y del tañer de esquilas escurriendo desde las torres de la iglesia de Temalacatzingo.
Justino su compadre, sonrió al ver la expresión en el rostro de Mayolo y le dejó caer las palabras con cierta complicidad —Ta’ chula la chamaquita, es hija de Casimiro Ramos y viven en El Huamal aquí nomás cerquita- supo entonces, que aquella tierna creatura de facciones pueriles, estaba destinada para él de manera inexorable.
Un sábado de ladridos de perros espantados por las centellas de las primeras lluvias de agosto, Mayolo se presentó en casa de Casimiro Ramos, lo acompañaban su compadre Justino Toledo y el comisario de El Huamal Tomás Barrientos, con la comisión de negociar el pedimento: dos cartones de cerveza y cuatro litros de trago significaron las primeras muestras de sus buenas intenciones.
El precio de la niña no era problema para él, sus dos años de mojado le daban la seguridad de poder cubrir las exigencias del padre. Ya estaba cansado de usar mujeres correosas y meseras de piquera y para casarse, necesitaba a una niña virgen y mansa.
Casimiro le pidió a Josefa que llevara a sus dos hijas para saber a cuál pretendía el recién llegado —Ella es María, tiene catorce años y es buena para el quehacer, y ella es Ita, tiene doce y es la xokoyotl... ¿cuál de las dos?- preguntó el hombre a sus visitantes.
Mayolo se acercó a Ita y la cargó para sentarla en una silla tejida, le agarró la barbilla, le acarició el pelo, le vio los pies descalzos y centró su mirada en Casimiro — ella es la que me interesa- dijo con seguridad.
En la segunda visita, Ita jugaba en el patio de tierra con los niños del vecindario, su madre la llamó y la llevó a la cocina: la bañó, la vistió; le atoró con pasadores y listones de colores la trenza azabache alrededor de la cabeza, y la paró en mitad del jacal en donde Casimiro cerraba la negociación frente a la autoridad del pueblo. La boda se acordó para el primer martes de septiembre, y la dote se concretó en dos vacas, tres chivos y cinco mil pesos, más el trago y la cerveza suficiente para el festejo.
Con los ojos muy abiertos, Ita jugueteaba con las cintas azules y amarillas que colgaban de su cabeza, sin entender el significado de la palabra casamiento y menos, el por que tenía que salir de la seguridad de su hogar para vivir con aquel señor al que nunca había visto ni cruzado palabra. Dirigió la mirada a sus padres, y en ninguno encontró el consuelo a sus inmensas ganas de llorar.
Cuando se fue la visita, Ita abrumó con preguntas a su hermana María —Te vas a casar con ese señor Mayolo- le explicó, -pero yo a ese señor no lo conozco- respondió Ita, -eso no importa, nuestros padres ya trataron la dote, te acuerdas cuando nuestro hermano se casó con Justina, también la fueron a pedir y pagaron con animales y dinero, debes sentirte contenta, son dos vacas y tres chivos y mucho dinero- fue la conclusión de María ante el desconcierto de su hermana menor.
Para Ita esos argumentos no le eran suficientes, su mente de niña se negaba a entender su realidad, la angustia le llenó la boca de saliva, se sintió como el día en que se perdió entre la gente en la plaza de Olinalá y un siglo después, su madre la rescató del curato a donde la llevaron gentes de buena voluntad.
En los días siguientes, Ita llegó a pensar que el Santo Señor Santiago haría el milagro de deshacer el trato, y ella, se quedaría como siempre, como todos los días, a darle de comer a los pollos, a tirarle piedras a las palomas con la resortera de su hermano Martín, a llevarle guajes tiernos a su padre a la hora de la comida o acompañar a su madre a la vendimia en el día de plaza.
La camioneta de redilas con los animales llegó al Huamal una semana antes del casamiento. Casimiro presumió a sus vecinos las dos hermosas vacas criollas y los chivos de buen peso que su futuro yerno le había enviado. Estaba satisfecho, los cinco mil pesos ya los tenía en sus manos y se dijo para sus adentros - por lo menos ya recobré los animales invertidos en la boda de Martín, espero que con María el asunto resulte mejor-.
La llegada del ganado aceleró los preparativos en el Húamal. Josefa ignoró las angustias de su hija para no conmoverse, y esquivó sus preguntas con los consejos de cómo cumplir con sus deberes para con su esposo y su nueva familia. Le enseñó a cortarse las uñas, le aplicó polvos en la cabeza para despiojarla y enjundia de gallina en el bajo vientre para quitarle la costumbre de orinarse en el camastro.
Para la niña, los sucesos se desbarrancaron en sentido contrario al milagro que esperaba con tanta intensidad, y el día fatal de su destino, bañada de perplejidad, se dejó llevar. Le pusieron agregados en el pelo para poder colocar los tejidos multicolores, le adornaron la cabeza con la florida corona del sacrificio, y la vistieron con el atuendo igual al que utilizaron su abuela, su madre y todas las mujeres del Huamal. Vestido de novia púber incapaz de esconder lo infantil de su armazón.
Vomitó durante la fiesta y cuando caminó a la casa de su nueva familia, lo hizo aturdida por el dolor de sus pies enfundados en lo que nunca había usado, zapatos. Conoció al hombre que la había comprado, cuando lo sintió desmadejarla en el camastro del sacrificio con sus manos hábidas y su aliento a mezcal. Sin misericordia y sin escuchar sus chillidos de animal herido, le desarmó todos los huesos del cuerpo, para finalmente, abandonarla entre los trapos sórdidos de su desamparo.
Cuando abrió los ojos por la mañana, descubrió que los gallos cantaban diferente, el ladrido de los perros no era el que ella conocía, aspiró el aire y olfateó olores totalmente desconocidos. Se incorporó obligada por el tropel desordenado de su corazón y la sensación estragada de su estómago, un dolor punzante entre sus piernas le trajo a la mente el martirio sufrido horas antes, y volvió al camastro, y lloró otra vez, acurrucada en la zozobra de sus recelos.
Mezti, la esposa de su cuñado Ramón, una indígena de caderas amplias y mirada de lechuza, fue la encargada de adiestrarla en sus responsabilidades: Había que servir los alimentos a todos los hombres de la casa; cocer el nixtamal, sacar el testal de masa en el metate, juntar la leña, ir al río por el agua, lavar la ropa y durante el descanso, tejer artículos de palma para venderlos en el mercado.
Para quitarle lo niña, Mezti la enseñó a bañarse con secretos de mujer, a peinarse la agreste cabellera y trenzarla con primores de filigrana; a utilizar destrezas de adivinadora para conocer sin preguntar, los deseos más ocultos de su hombre, y lo más importante, responder con sumisión embebida de veneración a los maltratos, vejación y golpes.
Una tarde de ascos sin explicación, supo que iba a ser madre. Su cuñada Mezti le explicó el significado de sus malestares producto de las primeras semanas de embarazo, y le informó que Mayolo había estado a punto de devolverla a sus padres y reclamar la dote por no servir para tener hijos.
Nada cambió, el trabajo siguió siendo el mismo. Su escuálida humanidad y su abultado abdomen, provocaban las críticas agrias de las mujeres de la casa y las advertencias de Mayolo —Tienes que darme una mujercita para recuperar lo gastado- le advirtió.
Una noche de vientos helados, la niña se incorporó del camastro dando gritos de dolor empapada en la sanguaza del trabajo de parto. Las mujeres supieron que había llegado la hora del alumbramiento y enviaron a un mensajero a la casa de doña Isidra la partera del Huamal. Las mujeres prepararon lo que siempre preparaban para estos casos.
La hemorragia se hizo incontrolable, la palidez de la niña aumentó, sin que los apósitos de agua caliente y las yerbas del buen parto, reforzadas con velas encendidas a San Ramón Nonato hicieran efecto.
Isidra aconsejó llevarla de urgencia al centro de salud, sólo para enterarse, que dos meses atrás, el médico había abandonado el lugar. Mayolo se obligó entonces, a sacrificar otras dos vacas otros dos chivos, para darle de comer a la gente durante los dos días de funeral.

Héctor Tizón - El último tren a Jujuy

CERRO DE LOS SIETE COLORES - JUJUY

En este país sólo un hombre que va para viejo puede recordar el tiempo aquel cuando pertenecíamos al Primer Mundo. En estas crueles provincias, según se sabe, hay atavismos rebeldes: la gente tarda un tiempo cultural considerable en olvidar el discurso de los políticos y de allí que los sociólogos y otros maestros tiendan a considerarnos como pertenecientes a franjas conservadoras o reacias al cambio. Cuando yo era niño, significaba una prenda de orgullo saber que esta nación era la primera, en Sudamérica, por la extensión de sus líneas ferroviarias.
Ahora estamos viendo pasar, en esta tarde y en la polvorosa aldea, quizá los penúltimos trenes antes de que desaparezcan como desaparecieron las recuas de asnos y de mulas cargadas con bienes y enseres para el trueque. O las tropas indigentes de las últimas guerras de la Independencia, tan demoradas en la memoria aquí como olvidadas en Buenos Aires, esa ciudad de tenderos señoritos, como decían los viejos.
En algunas de nuestras casas, decadentes, aún se guardan papeles, cartas, memorias descriptivas, pero sería imposible avivar en estos días aquella polémica absurda de tan muerta: cuando el general Mitre, valetudinario santón de la República, concurrió al Senado para definir con su voto el trazado del ferrocarril a Bolivia por Jujuy y no por Salta, por la Quebrada de Humahuaca y no por la del Toro. Aún ahora hay viejas familias distanciadas por esta polémica, vástagos de aquellos apasionados rencores que aún no se saludan.
Mi maestro en Yala repetía y nos hacía copiar: en 1870, 700 kilómetros; en 1892, 13.000 kilómetros; en 1916, 34.000 kilómetros; en 1946, más de 40.000 kilómetros. Estos datos fueron para nosotros, los niños de estas tierras, como las contundentes estadísticas de las guerras patrias, como las lápidas queridas de los cementerios, como los documentos resquebrajados de los cofres familiares. Los grandes presidentes -Sarmiento, Mitre, Avellaneda, Roca-, tenían conciencia de la integridad de la Nación y nos habían rescatado de un oscuro destino de frontera. Ellos sabían, y ya para siempre nosotros, que todo aislamiento implicaba un principio de segregación.
Entre esos principios transcurrió mi infancia, alimentada por lo grueso del discurso político de entonces, que proclamaba que la voluntad nacional de un país se mide por la eficacia de sus transportes y comunicaciones, por la voluntad integradora de todas las regiones que componen la Nación. Me eduqué en esa creencia que ahora escucho que no me sirve para nada.
Ahora, en estos días, desde mi casa no muy lejana de las vías ferroviarias hace un siglo trazadas y trajinadas, rumbo a Bolivia, escucho un tren que pasa y pienso que será uno de los últimos. La posmodernidad ha llegado también a estas tierras.
Atravieso el flaco bosque de eucaliptos que separa el confín de mi casa y los predios ferroviarios y en el borde me quedo, junto al gaucho Demetrio Hernández, recientemente fallecido y cuya inverosímil historia podría contar en otro capítulo.
Es el atardecer, casi noche, y el tren arrastra una decena de vagones semiiluminados, lleno de indígenas trashumantes rumbo a la frontera. Yo no digo nada. El gaucho Hernández dice, sólo por decir: "Se para para nada, ya ni siquiera toma agua, como antes". Yo digo entonces, sólo para que no dure el silencio: "Dicen que ya no pasará". El me mira. "Por el progreso del Primer Mundo", digo. Y él dice: "He oído hablar de eso". "¿El progreso significa la muerte, don Hernández?", pregunto yo. Y él, cuando el último tren arranca, dice: "No. No significa nada".


de Tierras de frontera, Alfaguara, 2000


Ambrose Bierce - Visiones de la noche




Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario, pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor -se las ve y se las desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo, como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia voz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz difusa -esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe. 
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas. 
También los diablos han quedado fríos al fin, 
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.