4. La novela de Tomás
En la actualidad abunda ese
tipo de hipocresía moral y social.
Raymond Chandler
Estar en cafúa, pertenecer a la ranchada, conocer el mundo íntimo de los chorros —que son parte de la vida—, te enseña cosas. En el loquero tuve una experiencia de discernimiento entre el límite de cordura y la chifladura.
La publicación de DoReMi..., la emoción que me produjo, podría ser la causa, o el efecto, de un dolor de cabeza persistente. Fui a lo del tordo Cacho, que vive en Lanús y, de acuerdo a los síntomas, me diagnosticó una gastritis... Y nada de mate, me sugirió con cara de Lucifer cuando me iba. Mientras volvía a la Reina del Plata me pregunté: ¿El mate es una adicción o un placer? Abandoné la pregunta metafísica sobre el mate. Y sin entender porqué recordé un voceo callejero de los años de mi infancia: tierra negra para plantas, patrona.
Busqué durante varios días a la señora María del Carmen De Manuel, con los datos que me dio Bermúdez. No pude ubicarla... Don Samuel me atosigaba, estrechaba el cerco con su diabólico habano.
Salí del bulín. Esa mañana compré el Trombón. Es una manera de contar: esperé al canillita con los cinco mangos, me impacienté y, obvio, me las tomé sin pagar. Me senté en la pizzería de Belgrano y Entre Ríos, pedí un café y una de grasa. Abrí el diario. Daba vuelta las páginas cuando vi la foto de un tipo algo calvo y narigueti: era uno de los jurados del premio Satélite. Lo llamé al flaco Valenzuela, periodista de la página de policiales:
—¿Valenzuela? Te habla Aspis... Sí, bien, bien:me largaron hace unos meses. Una pregunta: me enteré que llegó Tomás Eliahu Rodríguez y necesito verlo, ¿cómo hago?
—¿Para qué lo buscás?... Entiendo, entiendo... Te vas a meter en un quilombo de padre y señor nuestro. ¿Tenés carné de periodista, no? Entonces pedile una entrevista para un diario, pero ojo que el tipo es muy vivo. Sí, se las sabe todas, Ale. Esperá, no cortés... Te cuento algo mío. ¿Sabés lo que me pasó con aquella mina, la Rosaura...? ¡No! ¡Qué Rosaura a la diez ni que ocho cuartos...! seguís longhi como siempre. De nada, suerte.
Aparecí en el hotel a las diez en punto. Me sentía algo vidrioso, no había mateado y eso me jodió. El quía llegó y fuimos a sentarnos en el bar del telo. Pedí un vaso de leche y el Tomás Eliahu me miró con sorna. Le conté una leyenda sobre el porqué de la entrevista, incluso mucho mejor armada que la trama de El vuelo de la Emperatriz, una de sus novelas-
Le pregunté las razones de su llegada, proyectos, hablé de La novela de Juan Domingo y, sosegado, como sin intención, le disparé:
—Qué lío con Richard Tercerópulus y su premio, ¿no? — Me miró con ojos ofidiosos. Le sostuve la mirada. Ja, que a pulseador no me la iba a bajar (la mirada). Se tiró para atrás, estiró las piernas (no carraspeó...).
—¿Para qué me hizo el comentario?
—No sé. Como usted fue uno de los jurados se me ocurrió decirlo. Así nomás, vio. Pero déjelo aquí, Rodríguez.
—¿Quiso insinuarme su recelo...? Le voy a confesar algo: tenía ganas de hablar sobre el tema. Hubo un escándalo y yo fui jurado. No tuve nada que ver con el entuerto, hice mi trabajo hasta donde pude: pero en un mes no se pueden leer doscientas y pico de obras, ¿me entiende?
—Qué interesante. Yo no sé nada de concursos, jurados, es decir, no conozco la dinámica interna de esas cosas (dinámica interna: si me escuchase don Samuel se atoraría con la tos y el habano). Pero oí rumores, varios rumores feos.
Tomás E. Rodríguez daba vueltas, hablaba mucho, se acercaba al punto nodal pero luego se escurría con cancha. No era ningún tonto: daba la impresión de que iba a concretar pero me frenaba a la entrada del templo y no me permitía pasar. Sin embargo, me tiró un piolín: aportó un dato que sería muy precioso. Quedé convencido de que fue un asunto con barro y mierda. Me dijo que se quedaría un mes, daría conferencias y se ocuparía de otras actividades académicas. Nos despedimos sin mayor efusividad.
* * *
Serafín Spagnolo abrió la puerta y me hizo pasar. Acomódese, me dijo con un hilito de voz que ni para coser pañuelitos serviría. El hombre estaba cadavérico, estrujado. Me preguntó si apetecía alguna bebida. ¿Un vaso de agua puede ser? Diciembre porteño sofocante.
—¿Cómo supo usted que yo hacía el trabajo negro del premio Satélite? Prefiero olvidarme de esos días, ¿sabe?
—Estuve con Tomás Eliahu Rodríguez. Lo recuerda con mucho afecto.
Hablamos de las peripecias y maquinaciones, de Tercerópulus y del gerente de la editorial, de su exilio lujoso, del premio. Entonces le confesé que estaba investigando detalles más precisos de cómo había ocurrido todo ese burdeleo. El Serafín, mirándome con pulcra vaciedad, me dijo: escúcheme, llame a las cosas por su nombre, al pan pan y al quilombo quilombo. Y agregó que me iba a contar un par de cosas…
—¿Le importa que lo que me cuente pueda trascender?
—No me importa. La editorial me dio unos mangos y me echó: yo era un riesgo, vi cosas, escuché otras, supuse... y descubrí. Todo quedó guardado en esta cabeza rasposa, en mi memoria.
Lo observaba con curiosidad. Lo imaginé con alma de rengo, siempre dispuesto a la venganza, a tomarse un cóctel de rencor e inquina con limón y bíter. Me hice el clemente, el comprensivo. Y Serafín comenzó a parlarla. No podía frenarse...
—El ruso Chavesky quería promocionar al griego Richard, entiende. La editorial no andaba bien, y tenía un contrato para publicar un libro suyo, Billetes y Cenizas*.
—¿No se llamaba Cenizas y diamantes?
—Pero no, Aspis, usted se confunde con la película de un director polaco. Usted vuela, ¿tiene aserrín en la sesera? Billetes y Cenizas era una trenza policial; después hicieron una película.
—No se enoje, Spagnolo, era una bromita... Estas minucias se conocen, en esta urbe todo se remonta, todo se sabe, hay alcantarillas secretas y gente que hace del chimento calamares en su tinta. ¿Comprende?
—Sí, claro, lo más grueso se sabe, pero yo tengo el explosivo y conozco los entretelones. Todo catalogado, con rúbricas y fechas. Papeles y notitas con nombres. Y fotocopias de cheques. ¿Usted se da cuenta del tesoro que tengo en mi poder?
—Sí, usted tiene El tesoro de la sierra madre, amigo. ¿Y qué piensa hacer con eso? Ahora ya todos conocen la historieta, pero incompleta, ¿se va a guardar el tesoro como si fuese un bucanero jubilado?
—Aspis, ¿usted quiere lo que llama el tesoro…? ¿le va a dar algún uso?
— Spagnolo, no tengo un mango, no puedo pagarle ni un peso gastado.
Nos despedimos con un apretón de manos. Alma de rengo: casi me la rompe.
Esa noche don Samuel me llamó por teléfono. Quería saber cómo iban las cosas.
─Muchacho, usted es el Fantasma de la Ópera, ¿está haciendo algo o no? preguntó sin mucha convicción. Le dije que tenía en mi poder la crema pastelera de la nota. Se tranquilizó.
A la mañana fui al pasaje Barolo, en Avenida de Mayo 1370 entre San José y Santiago del Estero. Un edificio despampanante. La oficina que buscaba estaba en el tercer piso. Sobre una placa nada modesta lei el nombre: Fermín Aquitapache, asuntos penales y comerciales. Entré pisando como un soldado tedesco.
—Señorita, buen día, necesito hablar con el doctor Aquitapache.
—¿Está citado con el doctor?
—No hago citas con hombres, je je je —El chiste no le gustó nada.
Discutimos (incluso me mostró las uñas pintadas de tono escarlata). Al final me pidió que esperase un momentito mientras me echaba el humo del faso a los ojos. Le tiré un beso con los dedos y ella muequeó un gesto con los labios, como sonrisa de vampiresa de una película de Hong Kong. Luego me hizo pasar.
Una conversación íntima, amistosa. Aquitapache me dio a leer un par de páginas. Tomé notas en un cuaderno de hojas manchadas, le agradecí con una reverencia otomana y me fui a la Agencia. Antes de salir saludé a la china y le dejé mi tarjeta, con dirección y teléfono (lo descuelgo de noche, le advertí).
Don Samuel estaba de un humor negro, feroz diría. La mujer había ido de compras y le cayó una cuenta/sudestada en plena calle Riobamba.
—Aspis, necesito ese artículo para mañana, mi mujer hace de mis billetes cenizas, ¿se da cuenta, Aspis?
—Usted me apura, yo no puedo escribir bajo presión, don Samuel. ¿Qué expectativas tiene para el artículo? El fraude es conocido, de estado público.
—Sí... de acuerdo al fallo judicial. Y rumores, nada cierto. ¿Usted va a repetir lo que todo el mundo conoce?
—No don Samuel, usted me conoce, ¿no? ¿Cree que voy a rezar un padre nuestro y se acabó? Voy a tirar una bomba, ¡buummm buummm!
Toña me miraba (creo que me miraba...) orgullosa, feliz.
El teclado echaba humo; esta vez llegué a doce páginas. Reproduje las notitas que Chavesky le entregaba a Spagnolo y éste a dos de los jurados, quienes hacían el trabajo de paco mocho, cambiaban los manuscritos y convencían a los restantes de la importancia de premiar al que puede hacerle sombra al más grande escritor argentino, Jorge Atchís (a éste lo agarraron infraganti robando flores en los jardines de Quilmes y revendiéndolas luego en las kermeses de la Recoleta, frente a la tumba de Alvear).
Expliqué cada uno de los pasos. Con detalles fastuosos, números de cheques, fotocopias de recibos firmados con rúbrica aclarada, copia de transferencias bancarias de la editorial Sátelite. Otra que el caso Satanovsky...
La nota no tenía floripondios circulares. Era cruel, tierna como una astilla de quebracho, los nombres de los entregadores resaltados en negrita. La pulí con arsénico y encaje moderno, la repasé varias veces, quitaba boludeces y le agregaba saña...
Llegué a la Agencia al mediodía. Samuel se había ido a entrevistar a algún tipo raro. Conversé con Toña, cuyo alfiler de gancho estaba pálido y mocoso. ¿Cómo se resfría con este calor, Toña?, le dije, inocente. Se largó a hipar, temblaba toda mirándome a través de las lágrimas. Le pedí un cafecito y se calmó. ¿Raro, no? Entonces llegó el tifón acompañado del habano
—Qué dice muchacho, qué noticias tiene. Que sean buenas buenas, ¿eh?
—Aquí tiene la nota, don Samuel, estoy emocionado...
Agarró las doce páginas, encendió otro habano holandés y comenzó a leer con esos ojos semi cerrados de ardilla. Blandía el lápiz como una Ballester Molina de 9mm. De vez en cuando levantaba la vista y clavaba sus ojos en los míos. Aunque permanecía circunspecto. Serio en serio.
—Aspis, lo felicito. El artículo es concluyente, apropiado para un pasquín. Van a pagar muchos billetes por este trabajo... Pero usted tiene que eliminar los nombres de esos dos escritores. ¿Me oye? Esos nombres no pueden figurar.
—Pero por qué, si ésa es toda la gracia del trabajo. Don Samuel, usted no me puede hacer eso. El público tiene derecho a saber.
—¡Aspis! ¿me escucha? No quiero juicios, no quiero a la policía en la Agencia, es suficiente con escribir que los nombres de los implicados están guardados en la caja fuerte de un banco, que la justicia falló con pruebas eventuales, y que nosotros tenemos las evidencias irrefutables, materiales. Saque o cambie los párrafos en que aparecen esos personajes.
—Tengo otra posibilidad, don Samuel... no venderle la nota —Casi me tiro un lagrimón. Me debo de haber puesto rojo, con la hoz y el martillo en la frente... como dos cuernos satánicos.
—Pero usted es un trompa único —añadí— me ha ayudado a ir en cana... y a sacarme. Voy a cambiar la nota. Usted es el primero que logra que me ablande —El Samuel éste se levantó y me dio un abrazo...
Me fui al restorán de Lupo, en Carlos Calvo casi Piedras. Me senté a la mesa que da a la vidriera. Los riñones a la provenzal eran un manjar para dioses, o periodistas embroncados. Me mandé dos medios de la casa y al pedir el tercero percibí dentro de mi cabeza a dos literatos jugando al ping pong con billetes y cenizas enrollado en un paco mocho.
Esa noche vi la nota en La Gaceta Pajiza, miré el título, hice un bollo y lo tiré al tacho de desperdicios de una charcutería. ·
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*En 1997, el escritor Ricardo Piglia fue distinguido con el Premio Planeta por Plata Quemada. El año pasado (2004), el escritor y la editorial fueron condenados a pagar una indemnización de 10 mil pesos a Gustavo Nielsen, otro novelista que perdió el concurso, en un fallo que ponía en duda la transparencia del certamen, sentencia que fue apelada por Planeta. En septiembre de 2005 la Corte Suprema de Justicia ratificó el fallo condenatorio contra ambos, dejando firme la sentencia.