BUENOS AIRES; UNA SOMBRA YA PRONTO SERÁS |
2. El regreso de Alejandro Aspis
Lo único que sé es que el personaje
se forma en el subconsciente de uno
como el niño en el vientre de la mujer.
Roberto Arlt (entrevista)
Me estaban esperando en la oficina del Sanatorio. Debo haber adelgazado bastante porque Toña, la secretaria de la Agencia , me miró con cara de lástima mientras yo firmaba una pila de papeles.
—¿Cómo está Aspis...? Se lo ve muy bien — me dijo con cara de julepe.
—¿Le parece? Un finado tiene mejor aspecto que yo, ¿no?
—No hable así. Desde ahora se va a sentir mucho mejor: descanso, comida, escribir de nuevo... ya va a ver, Aspis.
La escuchaba como si su voz viniese desde un fonógrafo recitando un tango de Rosita Quiroga. Mirándola, le pregunté por qué la Agencia se había preocupado por mi suerte. Le confesé que la pasaba bárbaro en el sanatorio, aunque no me dejaban escribir... No sé si me creyó.
—Ese es el punto, Aspis ─me dijo con voz de flauta encantada. La miré a los ojos. Por primera vez a fondo... Cuando iba a la oficina sus ojos siempre se arqueaban sobre el teclado de la pc: lo único que tenía delante era una cabellera trigueña revuelta y sus dedos flacos apretando las teclas. Como diminutos garfios remachando clavijas.
—No la entiendo Toña, ¿qué relación hay entre lo que acabo de decirle y el punto...? ¿a qué punto se refiere? ¿al punto y coma o al punto y seguido?
—Ja, qué ocurrente es usted Aspis. No. La Agencia se ocupó de todos los trámites para que pueda salir del Sanatorio. ¡Qué lío hizo usted en la sede de la UdeEF , que bochinche se armó! —dijo con arrobo algo bizcote. En eso me llamó el Dr. Chimichurro. Me dio una serie de instrucciones, y me rogó que no se me ocurriese pasar por Corrientes y San Martín. Se lo prometí. Me dio una bolsa con píldoras, devolvió mis cuadernos y los bolígrafos, me palmeó la espalda y se despidió. Como si fuese su hijo. Hasta creo haber percibido un par de lágrimas deslizándose sobre sus mejillas (como patines sobre hielo). Propiamente. Y bueno... ellos se encariñan con la gente que internan.
Salimos a la calle, la Toña detrás de mí. Como un San Bernardo. Mientras subíamos a un taxi le pregunté cuánto tiempo estuve en el Sanatorio. Nueve meses, Aspis, me dijo con una sonrisa algo romántica. Ahí caí en la cuenta de que la muchacha estaba prendada de mí. En fin, muchacha no era... La edad se le trepaba sobre una heroica nariz parecida a un alfiler de gancho.
—¿Y para dónde rumbeamos ahora? ¿Cuál es mi casa? ¿Tengo...?
—No se preocupe, la Agencia se ocupa de todo. Ahora viajamos hacia las oficinas, ¿sabe? Tuvimos que desocupar la casita de Ballester. Sus cosas están en un guardamuebles.
—Escúcheme, Toña, le pregunto con franqueza: ¿por qué tanta amabilidad conmigo?
—Muy simple, Aspis: cuando dejó de colaborar con la Agencia la venta de notas a las revistas y diarios se redujo a la mitad.
La escuchaba y no podía creerle. Llegamos a la calle Riobamba. Las oficinas de la Agencia eran un departamentito para gnomos, repleto hasta el techo, en el que un simple estornudo, pienso, podría causar el derrumbe de todo el papelerío con hedor de las cavernas.
—¡Aspis, muchacho! Qué alegría verlo, che. Venga, póngase cómodo.
—Qué dice, don Samuel. Usted me pide que me ponga cómodo pero en este cuartucho lo único que hay son revistas amarillas y pulgas. Déme una silla, o al menos un banco —protesté, mientras pensaba: cara rota... en nueve meses no me mandaron ni una sola vez criollitas con fetas de salame picado grueso, o chocolate con maní.
Toña se sentó delante de la computadora, su alfiler de gancho tostadito por el sol primaveral emitía señales luminosas. De vez en cuando me echaba una miradita dulce despistada por la bizquez, por lo cual ignoraba si me estaba mirando a mí o al gato que, sosegado, dormitaba sobre las gavetas del archivo.
Todavía no me había recuperado. Todavía esas pastillas me tumbaban y seguían con su efecto exterminador. Todavía continuaba en el loquero, impreciso, haciendo footing entre las nieblas del Riachuelo.
—Muchacho, ¿cómo se siente? — me preguntó don Samuel encendiendo el cigarro cuya humareda, sin dudas, acabaría con todas las pulgas (y con nosotros) — Le hemos dado una mano para sacarlo de ese lugar. Lo apreciamos, Aspis. Y ahora hablemos de negocios porque...
—...Espere...es’pere don Samuel, quiero saber qué pasó con las cuatro notas que me quedaron debiendo y con todas mis cosas personales y...
—...Aspis Aspis: no sea impaciente. En la Agencia lo estimamos todos.
—... necesito vivienda, don Samuel, un bulín para vivir y trabajar. El aprecio es importante, pero si me necesita deme una mano. Además, quiero salir a respirar aire puro, debo dar una vuelta por las calles del centro de este Buenos Aires desquiciado. Nueve meses en ese loquero, ¡otra que sanatorio!
—Vaya, Aspis, vaya y dése una vueltita por el centro. Ah, tome un adelanto.
—Un atraso querrá decir, porque usted me debe guita, ¿recuerda?
Llegué a la esquina de Riobamba y Corrientes; estaba allí el quiosko de flores en pleno, y gente... gente que no hacía morisquetas, gente que no reía sin motivo, gente que no me pedía un faso o un peso para comprarse un chupetín, o un condón. Si fuese un perro movería la cola y brincaría como hacen los pichichos...
Dichoso pero vacío. Caminaba hacia el Obelisco, volvía a las noches de aquella Corrientes traspapelada de la primera juventud. Respiraba hondo hasta que los aromas de la fugaza y la fainá de Güerrin me rescataron de la nirvana del retorno.
Crucé la 9 de Julio en dos etapas; al llegar a Esmeralda me acordé de los guapos que amainaron junto a sus ochavas, frené y me pareció oír la voz del Doctor NO. No quise seguir, o toparme con alguno de aquellos desgraciados que me mandaron al loquero (por un puñado de sifonazos tanto aspaviento...).
Regresé por la vereda de enfrente al punto de partida: Fausto, el Foro falsificado, pitucazo, irreal, La Giralda vaciada de sus churros y submarinos. Y gente, mucha gente que no hacía muecas, no me sacaba la lengua, no se pasaba media hora guiñando ora un ojo ora el otro. Y luego los dos juntos.
Sin prestar atención llegué a la puerta del edificio de la Agencia. Era el mediodía y sobrevivía con el mate cocido y el pancito de la mañana, fofo como algodón y gomoso como chicle.
Don Samuel estaba solo en el cuartucho que llamaba las oficinas, el habano holandés prendido y sus pequeños ojillos de ardilla revisando papeles.
—¡Aspis! ¿ya terminó el paseo? Escúcheme, ahora que la Toña se fue a comer aprovecho para explicarle el tema de la próxima nota. Si la hace cobra triple. Venga, acérquese: las paredes escuchan.
Se arrimó y me farfulló palabras al oído. Su cara era diabólica y angelical a la vez. Yo escuchaba, los ojos se me revolearon de asombro y delectación. ¡Cómo me conoce don Samuel! A mi juego, balbuceé.
—En una semana lo puedo terminar. ¿Qué pasa con mi vivienda?
—Ahora lo acomodo por unos días en un hotel de San Telmo. Tome, le pago lo que le debo y agarre este teléfono móvil, así nos comunicamos.
—No me tome el pelo, don Samuel, yo no uso teléfono, me produce quistes y verrugas: ya se lo dije. Si me necesita venga al hotel, chau.
Samuel me alquiló un cuarto en un hotel de la calle Estados Unidos. Una piojera, se me ocurrió mientras viajaba hacia allí. Al entrar me desdije: un lugar limpio, tranquilo, con ventana a la calle, los dueños amables, podría tomar mate hasta reventar o hacer lo que quisiera. En la Agencia me prestaron una PC ambulante.
Me zambullí sobre la cama. Nueve meses atorrando en camastros asépticos junto a internos extasiados, monologuistas que se babeaban, toda la especie demencial del universo en ese pabellón. Acomodé mis pocas pertenencias, otras cosas las compré en la farmacia de la esquina y algo para comer en el boliche de enfrente. Ahora, a trabajar...
Samuel arregló el encuentro con Federico Lupines. Dos horas después estaba sentado frente a un tipo algo secote en el café de Independencia y Piedras. Tenía los ojos acuosos, como dispuestos a echar algunos lagrimones. Me extendió una mano huesuda con dedos largos y transparentes. Tuve la sensación de apretar una mano impalpable... Lupines me contó la siguiente historia:
—En una mesa redonda en Liberarte me presentaron al escritor Andrés Costera, ¿lo conoce? Entramos en confianza, le hablé de un manuscrito mío, me invitó a su casa. Fui, conversamos, se lo dejé y me pidió que me comunicara en un par de semanas. Al tiempo lo llamé: me dijo que debería corregirlo. Fui a buscarlo. Pasaron seis meses y no supe más nada. Hace una semana presentó su nueva novela en una librería de Santa Fe: Norita en búsqueda de la muerte. Fui a verlo. Lo percibí medio raro conmigo, revoleaba los ojos, desviaba la cabeza, tosía y escupía con disimulo. Tuve que comprar un ejemplar y cuando leí la solapa...
—...se dio cuenta de que le plagió la novela ─le dije ─¿es eso, no?
—Sí —un sí lacónico, un bramido de fiera escapada de la jungla. Los ojos parecían minúsculas brasas al rojo.
—Y usted quiere que escriba una nota denunciando al tipo, que lo convierta en albóndiga y puré de mierda...
—Sí. Sí señor. Sé quien es usted, Aspis. Samuel me contó su pedigrí y yo deseo que usted redacte el artículo. En ese estilo tan bilioso y frenético. ¿Puede?
—Dejelo por mi cuenta, Lupines. A este Costera lo llevo a alta mar y lo hundo con una piedra atada a la panza. Chau, un gusto.
Me extendió la diestra. Percibí de nuevo que estrujaba el vacío...
El destino a veces me da una mano. Ese Costera no me conoce; el día del carnavalito de las ratas famosas no estaba en la sede de la UdeEF. Urdí el plancito que me iba a ayudar. Tenía la dirección. El dueño de la librería Angelitos Negros y Albinos me prestó una colección de libros de Cervantes y con ellos me fui al domicilio de Costera, en Villa del Parque.
Salió una mujer de cara pálida, pregunté por el plagiador y me dijo que no estaba, que llegaría en una hora. Uy señora, ¿qué hago ahora con este paquete...? No, no puedo dejárselo... ¿No podría esperarlo?. Muy amable, gracias.
Me hizo pasar al estudio, me sirvió un café y me dejó hojeando los libros del quía. Papita pa’l loro. Busqué como loco (no innovo...), transpiraba, abría armarios y cajones, exploraba los estantes. Al lado de la computadora distinguí dos carpetas, una decía Norita en búsqueda de la muerte, y la otra Norma busca el fin del camino. Leí fragmentos de cada una: idénticos, como una cebolla cortada al medio (me decidí por la cebolla porque comencé a llorar de la emoción). Me las guardé. Le dije a la mujer que no podía esperar más y me fui. Alegre como una bataclana bailando el can can en un teatro de revistas.
Regresé a Los Robles, mi guarida, y empecé a teclear en la lap top. Como poseído. Los dueños del hotel se acercaron para averiguar qué sucedía. Me traían pavas de agua para mate (hervida las más de las veces) una tras otra. Estaba exaltado, tenía pruebas al canto, reproducía y tecleaba, y en la página quince garabateé la palabra fin. Agotado, me tiré sobre el cotín. Quedé palmado.
Me despertaron las luces del cartel luminoso del hotel. Las ocho de la tarde. Luego de la ducha tomé el colectivo 10 y me bajé en Lavalle. Comí media parrillada (la carne, madera maciza, el chorizo, sebo puro) y tomé medio de la casa. Me fui hasta Corrientes, gente, gente y más gente. Regresé a Los Robles.
Me senté frente a la caja rectangular, las películas eran de la época del cine mudo, o programas de cómicos que me hacían llorar con sus chistes. Apagué. Volé al sobre y me evadí del mundo. Soñé con mi ex, los alumnos de la secundaria, los nazis de Villa Ballester, el loquero y por último con Toña, que deseaba embelesarme e inflaba su nariz de alfiler de gancho mientras yo intentaba escapar. No podía... Ahí me desperté.
Al día siguiente llevé la nota a la Agencia. Don Samuel leía, sonreía, reía, carcajeaba, se revolvía en la butaca mascando el habano y al final me comentó:
—Che Aspis, usted ha vuelto con más chispa del sanatorio. Estupendo, irrefutable, muchacho, lo hizo pedacitos, ¡felicitaciones!
—Don Samuel, ¿me está sugiriendo que he vuelto más colifato? No me ofendo. Es verdad.
El martes a la noche allanaron las oficinas de la revista. Don Samuel apareció en el hotel el miércoles de mañana.
—Aspis, hay un escándalo con su nota. Alguien estuvo en la casa de Costera, le robó el original de su novela y una carpeta. ¿Usted sabe algo?
—La prueba del delito, don Samuel, el manuscrito del que plagió la novela de Lupines. Esa carpeta es la que le quita el sueño — le expliqué sin explicarle.
—Aspis, ¡Aspis! ¿me oyó? Allanaron la editorial. Ahora lo están buscando. Váyase a Montevideo hasta que la cosa se calme, le pago gustoso por su trabajo. Un abrazo, muchacho.
Al llegar al control de documentos del Buquebus me colocaron las esposas. Uno de los tipos miraba una foto y me señalaba. Para hacerla corta: me hice el loco pero esta vez no me dio resultado. Estoy en Devoto. Don Samuel me manda paquetes con salamines picado grueso y criollitas.
Doce meses a cargo del estado trabajando en la biblioteca del penal. Aunque, por suerte, esta vez no me sacaron ni el cuaderno ni las lapiceras... ·
Las palabras elegidas de Roberto Arlt enuncian el proceso de creación del escritor. El número nueve aquí, remite a la gestación del personaje. Los diálogos, monólogos, anécdotas,lugares, todo responde a un mundo según la mirada de Ale Aspis.
ResponderEliminarEse es, me parece a mí, el mérito del escritor: la creación de un mundo que define al personaje. Bravo maestro.
No soy un mono sabio, solo pensaba mientras escribía
Ofelia
Coincido.
ResponderEliminarMuy pertinente el epígrafe.
Bienvenido Ale. Bienvenido A A.
!No te mueras nunca Campeón!!
Un abrazo querido Andrés. ´
amelia
Agradezco estos comentarios... Alguien me preguntó en estos días por qué reeditaba los capítulos de Ale. Estoy probando la "red social" de facebook y caigo en la cuenta que mucho de lo intercambiado es vanidad de vanidades y que en definitiva es un foro gigante. Por la lejanía no puedo embutirme personalmente entre los molinos de viento de la red o en los encuentros, y tampoco me interesa demasiado. Los amigos son los amigos y punto aparte. andrés
ResponderEliminarUna vez más deseo difundir una novela que escribí con cariño y, creo decididamente, que es digna de lectura. Aunque la distancia, la maldita lejanía es como ver al mundo desde el centro de la tierra: lejos, encerrado, sin participar de cuerpo presente. Después de mi muerte mi obrita y mi nombre conocidos por algunas docenas de personas se perderán como los sueños de la noche anterior.
Estimado Andrés, luego de nuestra muerte todos seremos memoria. Por eso debemos apostar al presente, que es impredecible, tanto lo es que hasta la distancia puede desaparecer.
ResponderEliminarEn realidad entré al blog para hacer un comentario sobre el 2º capítulo de su libro, pero adhiero a los dos anteriores. Me pareció muy bueno el de Amelia: No te mueras nunca campeón.
Olga Ajma
Andrés, hace poco que estas en facebook, en parte tenés razón con lo que decís, en parte no, digo esto, porque tal vez los inadecuados sean tus contactos, no dar con aquellos escritores que escriben cuentos o novelas. A muchos sólo les interesa la poesía y no están dispuestos a leer narrativa ni corta ni larga. Tener un libro en las manos es otra cosa. Por eso siempre pienso que no hay que generalizar, en facebook hay de todo, incluso gente que no tiene nada que decir. Y en cuanto a esta entrega de A.A lo han dicho todo los comentarios anteriores, han agotado los adjetivos y te han llenado de afecto con sus palabras. Se puede agregar algo....no! simplemente que quienes apreciamos tu obra, te leeremos no una sino varias veces, al margen de estas publicaciones.
ResponderEliminarLily Chavez
ME PIERDO TODAS LAS NARRATIVAS A CAUSA DE MI VISTA PERO EN ESTE CASO PEDI QUE ME LEYERAN Y VALIO LA PENA, NO SOLO PORQUE A MÍ ME GUSTA MUCHO SU LENGUAJE ANDRES, SINO PORQUE QUIEN ME LEYÓ TAMBIEN QUEDO ENCANTADO.
ResponderEliminarFELICITACIONES
EDGAR BUSTOS
Gracias Andrés por estas entregas. Admiro como escribe y lo disfruto.
ResponderEliminarIrene
Creo haber leído este trabajo, no sé si están publicando nuevamente la novela por capítulos, siempre es muy bueno una relectura de A.A.
ResponderEliminarFelicitaciones al autor
María Elena Vilches