Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
—Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
—Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.
—Ta bien, don Pío —dijo—; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.
—Que animao ta el becerrito —comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
—Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.
—Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia —oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
—Vea, don —dijo— aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
—¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
—Arrímese pa aquel lao y la verá.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.
—Dese una caminata y me la arrea, Cristino —oyó decir a don Pío.
—Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
—¿La calentura?
—Unjú, me ta subiendo.
—Eso no hace. Ya usté esta acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...
—¿Va a traérmela? —insistió la voz.
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.
—¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
—Ello sí, don —dijo—: voy a dir. Deje que se me pase el frío.
—Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.
Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.
—Si: ya voy, don —dijo.
—Cogió ahora por la vuelta del arroyo —explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.
—¡Qué día tan bonito, Pío! —comentó con voz cantarina.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.
—No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.
—Malagradecidos que son, Herminia —dijo—. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
—Te lo he dicho mil veces, Pío —comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
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Me entristeció, me hizo acordar a los tiempos de mi infancia en el campo, hay patrones buenos, y otros que no lo son. Y si bien hay Cristinos hay de los otros también, los que no se esmeran por su trabajo.
ResponderEliminarIrene
Duro pero importante que toque, eso significa que revuelve pensamientos y mueve a reflexiones. A mi me pareció brillante.
ResponderEliminarMaría Esther Martinez
No soy de escribir comentarios, no sé si aporte o no lo que digo pero en esta oportunidad, tengo que decir algo de Juan Bosch, este dominicano de cual leí La Mañosa, el cuento donde el personaje principal es un burro y un niño enfermizo. Lamento que no sea más difundido, tal vez por eso mi alegría de encontrarlo en este espacio
ResponderEliminarSergio Toranzo
JUAN EMILIO BOSCH Y GAVIÑO, TAL SU NOMBRE COMPLETITO. JUAN BOSCH HACIA DE SU OBRA UN RETRATO SOCIOGRAFICO DE LA SOCIEDAD DOMINICANA, NO ERAN LAS NARRATIVAS CAMPESINAS DESDE LA MIRADA DE UN TURISTA, EL TENIA ANTE LA PROBLEMÁTICA UNA ACTITUD DE IDENTIFICACION Y COMPENETRACION CON LO QUE LES PASABA A LOS MÁS POBRES Y DÉBILES. ESA ES LA VALÍA DE LA OBRA DE BOSCH QUE ME DIO UN GUSTO ENORME ENCONTRAR EN LA REVISTA
ResponderEliminarEDGAR BUSTOS
Pobre Cristino y tal vez esta expresión vaya para muchos campesinos en situaciones que se repiten actualmente. Y hay Cristinos porque está lleno de Píos.
ResponderEliminarPedro Altamirano
Hay países con nombres tan importantes en literatura que uno no puede olvidarlos, aunque no sean países tan reconocidos precisamente por eso actividad, como es el caso de la República Dominicana, pero si alguien me pregunta sobre autores de allá no dejaría de nombrar a Víctor Ramos ni a Juan Bosch, como en poesía a Pedro Mir , María Montez o Manuel del Cabral. Pueblos sufridos defendidos a través de la palabra, miren si no será un arma importante. Gracias por este cuento invalorable de un autor que también lo es.
ResponderEliminarLily Chavez
Estoy llorando con este texto, mi padre trabajó en una zona rural y el maltrato de su patrón no distaba demasiado de este don Pío. No dudo que los hay buenos pero esa falta de consideración sucede en la actualidad, hay actitudes del hombre que pasan de generación en generación, lamentablemente
ResponderEliminarIrene