-
Nació en 1888. Fue neocelandesa pero se educó en Inglaterra (o sea, se hizo amiga de Joyce, o sea, DH Lawrence, o sea, Virginia Woolf, o sea, ¿Wells?) y allí vivió, así como en Francia y Suiza, a causa de su enfermedad, documentada en sus minuciosos Diarios. Murió en 1923. Dejó varios libros: En la pensión alemana, Algo infantil y otras historias, Dicha (o Felicidad), La fiesta en el jardín, Preludio, o sea, cuentos y novelas. La mosca
–Aquí se está bien –dijo el viejo señor Woodifield, y miró, como asomándose a la gran butaca de cuero verde, hacia la mesa-escritorio de su amigo el jefe; se diría un niño asomándose al borde de su cuna. La conversación había terminado. Era hora de irse. Pero él no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... huelga, la mujer y las hijas lo guardaban en su casa, como encajonado, todos los días de la semana, menos el martes. El martes lo vestían, lo cepillaban y le permitían irse a la City a pasar el día. Qué iba a hacer allí, era cosa que la mujer y las hijas no podían imaginarse. Dar la lata a sus amigos, probablemente... Bueno, tal vez. Sea como fuere, nos agarramos a nuestros últimos placeres como los árboles retienen sus últimas hojas. Allí, pues, estaba sentado el viejo Woodifield, fumándose un cigarro y mirando de hito en hito al jefe, que giraba en su sillón oficinesco, rollizo, rosado, cinco años más viejo que Woodifield, pero aún tan campante, todavía en la brecha. Daba gusto verle.
Ansiosa, admirativamente, la vieja voz dijo:
–Aquí se está muy bien, palabra.
–Sí, es bastante cómodo –asintió el jefe, abriendo el “Financial Times” con un cortapapeles. En realidad estaba contento de su despacho; le gustaba que lo admiraran, sobre todo que lo admirara el viejo Woodifield. Le causaba una honda, sólida satisfacción sentirse allí en el medio, a la vista de aquel viejo rostro frágil que asomaba en la bufanda.
–Lo he remozado hace poco tiempo –explicó, como había explicado antes, ¿cuántas veces?, cada semana–. Alfombra nueva –y señaló la brillante alfombra roja con anchos círculos blancos–. Muebles nuevos –e hizo con la barbilla una señal hacia la maciza biblioteca y la mesa con patas que parecían de retorcida melaza–. ¡Calefacción eléctrica! –y casi se inclinó, como si saludara maravillado, hacia las cinco transparentes y perlinas salchichas que brillaban en el braserillo de cobre.
Pero no llamó la atención del viejo Woodifield hacia la fotografía que estaba sobre la mesa: un muchacho de serio aspecto, de uniforme, de pie ante uno de esos espectrales parques de los fotógrafos, con tempestuosas nubes pintadas al fondo. No era nuevo en la pieza. Llevaba seis años allí.
–Algo tenía que decirte –dijo el viejo Woodifield, y sus ojos se ensombrecieron, recordando–. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí esta mañana.
Sus manos empezaron a temblar, y unas manchas rojas se señalaron entre sus barbas.
“Pobre hombre –pensó el jefe–, ya poco le queda que vivir.” Y, sintiéndose compasivo, le hizo un guiño al viejo, y le dijo, sonriendo:
–Voy a decirte qué. Tengo aquí unas gotillas de cierto líquido que te va a sentar bien antes de salir al frío. Algo superior. No le haría daño a un niño.
Tomó una llave de su cadena, abrió una gaveta junto a su escritorio y sacó una oscura botella panzona.
–Es medicina –dijo–. Y el hombre que me lo ha conseguido me manifestó, en estricto Q. T., que procede de las bodegas del castillo de Windsor.
La boca del viejo Woodifield se abrió, maravillada. No se habría sorprendido más si el jefe hubiera sacado un conejo.
–¿Es whisky, verdad? –musitó, con voz aflautada.
El jefe dio vuelta a la botella y le mostró el marbete. Era whisky.
–¿Sabes? En casa no me dejan ni olerlo –dijo el viejo mirando fijamente al jefe. Y cualquiera hubiera dicho que iba a echarse a llorar.
–Bah, de esto entendemos nosotros más que las señoras –dijo el jefe, trayendo dos vasos que estaban sobre la mesa, junto a una botella de agua, y vertiendo en ellos, generosamente, el licor–. Bebe. Te sentará bien. Y no le pongas agua. Es un sacrilegio aguar una delicia como ésta. ¡Ah!
Se tomó su whisky, sacó su pañuelo, enjugándose los bigotes rápidamente, y miró de reojo al viejo Woodifield, que se regodeaba tomándose el suyo, manteniéndolo en la boca. Se lo tragó, a su vez, estuvo callado un momento, y dijo maravillado:
–¡Esto es una gloria!
Y le dio calor, llegando a su helado cerebro de viejo, y le hizo recordar.
–Ya sé lo que era –dijo, levantándose–. Pensé que te gustaría saberlo. Las niñas estuvieron en Bélgica la semana pasada, fueron a ver la tumba del pobre Reggie, y pasaron ante la de tu hijo. Están bastante cerca, sus tumbas, al parecer.
El viejo Woodifield se calló un momento, pero el jefe no respondió nada. Sólo un temblor en sus párpados dejé ver que había oído.
–Las chicas quedaron encantadas de ver cómo estaba cuidado aquel sitio –silbó la voz del viejo–. Espléndidamente cuidado. No podría ser mejor en nuestro país. ¿Tú no has ido nunca, verdad?
–No, no.
Por varias razones, el jefe nunca había ido a Bélgica.
–Hay leguas de campo, allí, y todo prolijo como un jardín. Flores creciendo sobre todas las tumbas. Preciosos senderos anchos–. Era claro por su voz cuánto le gustaban los preciosos senderos.
La pausa vino de nuevo. Entonces el viejo se iluminó de nuevo.
–¿Sabes lo que el hotel les hizo pagar a las chicas por un pote de mermelada? –sopló– ¡Diez francos! Robo, lo llamo. Era un pote pequeño, así dice Gertrudis, no más grande que media corona. Y ella no había tomado más de una cucharada cuando le cargaron diez francos. Gertrudis se trajo el pote con ella para enseñarles una lección. Muy bien, también; es comerciar con nuestros sentimientos. Piensan que porque estamos allí echando un vistazo estamos listos para pagar lo que sea. Eso es lo que es–. Y se volvió hacia la puerta.
–Muy bien, muy bien –gritó el jefe, aunque de qué estaba muy bien no tenía la menor idea. Dio la vuelta al escritorio, siguió los pasos vacilantes hasta la puerta, y vio al viejo compañero salir. Woodifield se había ido.
Por un largo momento, el jefe se quedó, mirando al vacío, mientras el canoso mensajero de la oficina, mirándolo, entraba y salía de su cucha como un perro que espera ser sacado a pasear. Entonces:
–No veré a nadie por media hora, Macey –dijo el jefe–. ¿Entendido? Nadie en absoluto.
–Muy bien, señor.
Se cerró la puerta, los pasos firmes recorrieron de nuevo la brillante alfombra, el grueso corpachón se dejó caer en la silla, e inclinándose hacia delante, el jefe se tapó la cara con las manos. Quiso, decidió, trató de llorar...
Fue un terrible golpe para él que el viejo Woodifield hablara de la tumba del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se abriera... y él hubiera visto a su hijo, que yacía en ella, y a las hijas de Woodifield mirándolo. Era extraño. Más de seis años habían pasado y el jefe nunca había pensado en su hijo sino como si yaciera, inmutable, sin cambio, intachable en su uniforme, dormido para siempre.
“¡Hijo mío!”, gimió el jefe. Pero las lágrimas no llegaban. Antes, durante los primeros meses, y aun años después de la muerte del muchacho, le bastaba con decir esas palabras para sentir tan dolorida angustia, que sólo un estallido de violentos sollozos podía aliviarle. El tiempo, había dicho él entonces, a quien quisiera oírle, no cambiaría nada. Otros hombres tal vez se consolarían, olvidarían, pero él, no. ¿Cómo iba a ser posible? Si el muchacho era el único hijo. Desde que nació, el jefe había trabajado y construído negocios sólo para él. No pensaba en nada que no fuera para el chico. La vida misma había llegado a no tener otro sentido. De otro modo, ¿cómo hubiera podido él negarse a sí mismo, esclavizarse, pasar todos aquellos años, sin tener ante sí la promesa de su hijo siguiéndole los pasos, y siguiendo adelante cuando él se fuera?
Y esta promesa había estado tan cerca de realizarse. El muchacho había estado en la oficina, aprendiendo, un año antes de la guerra. Todas las mañanas salían juntos; volvían en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones recibía como padre de aquel hijo! No era extraño. Se había comportado maravillosamente. Y en cuanto a la popularidad, desde los más importantes, hasta el viejo Macey, todos se hacían lenguas alabando al muchacho. Y el chico no se engreía, nada de eso. Mantenía su carácter ágil, naturalísimo, con la palabra justa para cada cual, con aquella mirada infantil, y su costumbre de decir: “¡Sencillamente espléndido!”
Pero todo esto se había ido como si nunca hubiera pasado. Llegó el día en que Macey le entregó el telegrama que le hizo sentir que todo se derrumbaba estrepitosamente a su alrededor. Sentimos mucho comunicarle... Y salió de la oficina un hombre destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años. Seis años... ¡Qué de prisa había pasado el tiempo! Se diría que había sido ayer. El jefe se quitó las manos de la cara; estaba turbado. Algo parecía andar mal en él. No sentía como hubiera querido sentir. Decidió levantarse y mirar la fotografía del muchacho. Pero no era una fotografía que él prefiriera; la expresión era poco natural. Parecía frío, casi presuntuoso. El muchacho nunca había sido así.
En este momento, el jefe vio que una mosca había caído en el tintero, y que estaba tratando desesperadamente de salir afuera. ¡Auxilio! ¡Auxilio!, decían aquellas patas que luchaban. Pero el reborde del tintero estaba húmedo y resbaladizo; cayó de nuevo y empezó a nadar otra vez. El jefe tomó una pluma, sacó a la mosca del tintero y la dejó sobre un pedazo de papel secante. Por una fracción de segundo, permaneció en la obscura mancha que la cercaba. Luego se movieron las patitas delanteras, y, levantando un poco su cuerpito, comenzó la inmensa labor de limpiar de tinta sus alas. Una y otra vez, arriba y abajo, una pata pasaba por cada ala como la piedra encima y debajo del escita. Entonces hubo una pausa, mientras la mosca, que parecía sostenida sobre las puntas de sus pies, trató de extender primero un ala y después la otra. Lo consiguió, por fin, y entonces, sentándose, empezó, como un gatito pequeño, a limpiarse la cara. Ahora se podía ver que las patitas delanteras se restregaban una con la otra, ágilmente, alegremente. El terrible peligro había pasado; la mosca había escapado de él; estaba lista para vivir otra vez.
Pero justamente entonces el jefe tuvo una idea. Hundió el mango de su pluma en el tintero, lo colocó sobre el papel secante y, cuando la mosca estaba bajando sus alas contra su cuerpito, cayó sobre ella una pesada gota de tinta. ¿Qué iba a pasar ahora? El animalito pareció estar absolutamente acobardado, atolondrado, atemorizado por lo que pudiera suceder enseguida. Pero ahora, como dolorida, se arrastró hacia adelante. Las patas delanteras se movieron y, más lentamente esta vez, la labor volvió a comenzar, desde el principio.
“Valiente diablito”, pensó el jefe, sintiendo verdadera admiración por el valor de la mosca. Esta era la manera de tomar las cosas; éste era el verdadero carácter. Nada de morir; era cuestión de... Pero la mosca había terminado ya su laborioso menester, y el jefe había tenido el tiempo justo para volver a mojar su pluma, sacudirla y dejar caer, sobre el recién limpio cuerpo, una nueva gota obscura. ¿Y ahora, qué sucedería? Un doloroso momento de incertidumbre. Las patas delanteras se movían otra vez. El jefe sintió una ráfaga de alivio. Se inclinó hacia la mosca y dijo, tiernamente: “Grandísima p...”. Y ahora se le ocurrió la brillante idea de respirar sobre ella para apresurar el proceso de enjugamiento. Empero, algo tímido y débil había en los movimientos de la mosca, esta vez, y el jefe decidió que esta vez sería la última, y mojó la pluma en el tintero.
Fue la última. La última gota sobre el papel secante y la mosca se quedó allí, sin moverse. Las patas traseras se pegaron al cuerpo; las delanteras no se veían.
– ¡Vamos! –dijo el jefe–. ¡Ten ánimo!, y la movió con la pluma... en vano. Nada pasó ni podía pasar. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del cortapapeles, y lo echó al cesto. Pero se apoderó de él una sensación tan grande de miseria, que se sintió decididamente asustado. Se inclinó y tocó el timbre para que viniera Macey.
– Tráigame papel secante nuevo –dijo, autoritario–, y pronto.
¡Y en tanto que el viejo criado se alejaba, el jefe quiso recordar en qué había estado pensando antes. ¿En qué? Era... Sacó su pañuelo y se lo pasó por el reborde del cuello. En su vida pudo recordar.
Ansiosa, admirativamente, la vieja voz dijo:
–Aquí se está muy bien, palabra.
–Sí, es bastante cómodo –asintió el jefe, abriendo el “Financial Times” con un cortapapeles. En realidad estaba contento de su despacho; le gustaba que lo admiraran, sobre todo que lo admirara el viejo Woodifield. Le causaba una honda, sólida satisfacción sentirse allí en el medio, a la vista de aquel viejo rostro frágil que asomaba en la bufanda.
–Lo he remozado hace poco tiempo –explicó, como había explicado antes, ¿cuántas veces?, cada semana–. Alfombra nueva –y señaló la brillante alfombra roja con anchos círculos blancos–. Muebles nuevos –e hizo con la barbilla una señal hacia la maciza biblioteca y la mesa con patas que parecían de retorcida melaza–. ¡Calefacción eléctrica! –y casi se inclinó, como si saludara maravillado, hacia las cinco transparentes y perlinas salchichas que brillaban en el braserillo de cobre.
Pero no llamó la atención del viejo Woodifield hacia la fotografía que estaba sobre la mesa: un muchacho de serio aspecto, de uniforme, de pie ante uno de esos espectrales parques de los fotógrafos, con tempestuosas nubes pintadas al fondo. No era nuevo en la pieza. Llevaba seis años allí.
–Algo tenía que decirte –dijo el viejo Woodifield, y sus ojos se ensombrecieron, recordando–. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí esta mañana.
Sus manos empezaron a temblar, y unas manchas rojas se señalaron entre sus barbas.
“Pobre hombre –pensó el jefe–, ya poco le queda que vivir.” Y, sintiéndose compasivo, le hizo un guiño al viejo, y le dijo, sonriendo:
–Voy a decirte qué. Tengo aquí unas gotillas de cierto líquido que te va a sentar bien antes de salir al frío. Algo superior. No le haría daño a un niño.
Tomó una llave de su cadena, abrió una gaveta junto a su escritorio y sacó una oscura botella panzona.
–Es medicina –dijo–. Y el hombre que me lo ha conseguido me manifestó, en estricto Q. T., que procede de las bodegas del castillo de Windsor.
La boca del viejo Woodifield se abrió, maravillada. No se habría sorprendido más si el jefe hubiera sacado un conejo.
–¿Es whisky, verdad? –musitó, con voz aflautada.
El jefe dio vuelta a la botella y le mostró el marbete. Era whisky.
–¿Sabes? En casa no me dejan ni olerlo –dijo el viejo mirando fijamente al jefe. Y cualquiera hubiera dicho que iba a echarse a llorar.
–Bah, de esto entendemos nosotros más que las señoras –dijo el jefe, trayendo dos vasos que estaban sobre la mesa, junto a una botella de agua, y vertiendo en ellos, generosamente, el licor–. Bebe. Te sentará bien. Y no le pongas agua. Es un sacrilegio aguar una delicia como ésta. ¡Ah!
Se tomó su whisky, sacó su pañuelo, enjugándose los bigotes rápidamente, y miró de reojo al viejo Woodifield, que se regodeaba tomándose el suyo, manteniéndolo en la boca. Se lo tragó, a su vez, estuvo callado un momento, y dijo maravillado:
–¡Esto es una gloria!
Y le dio calor, llegando a su helado cerebro de viejo, y le hizo recordar.
–Ya sé lo que era –dijo, levantándose–. Pensé que te gustaría saberlo. Las niñas estuvieron en Bélgica la semana pasada, fueron a ver la tumba del pobre Reggie, y pasaron ante la de tu hijo. Están bastante cerca, sus tumbas, al parecer.
El viejo Woodifield se calló un momento, pero el jefe no respondió nada. Sólo un temblor en sus párpados dejé ver que había oído.
–Las chicas quedaron encantadas de ver cómo estaba cuidado aquel sitio –silbó la voz del viejo–. Espléndidamente cuidado. No podría ser mejor en nuestro país. ¿Tú no has ido nunca, verdad?
–No, no.
Por varias razones, el jefe nunca había ido a Bélgica.
–Hay leguas de campo, allí, y todo prolijo como un jardín. Flores creciendo sobre todas las tumbas. Preciosos senderos anchos–. Era claro por su voz cuánto le gustaban los preciosos senderos.
La pausa vino de nuevo. Entonces el viejo se iluminó de nuevo.
–¿Sabes lo que el hotel les hizo pagar a las chicas por un pote de mermelada? –sopló– ¡Diez francos! Robo, lo llamo. Era un pote pequeño, así dice Gertrudis, no más grande que media corona. Y ella no había tomado más de una cucharada cuando le cargaron diez francos. Gertrudis se trajo el pote con ella para enseñarles una lección. Muy bien, también; es comerciar con nuestros sentimientos. Piensan que porque estamos allí echando un vistazo estamos listos para pagar lo que sea. Eso es lo que es–. Y se volvió hacia la puerta.
–Muy bien, muy bien –gritó el jefe, aunque de qué estaba muy bien no tenía la menor idea. Dio la vuelta al escritorio, siguió los pasos vacilantes hasta la puerta, y vio al viejo compañero salir. Woodifield se había ido.
Por un largo momento, el jefe se quedó, mirando al vacío, mientras el canoso mensajero de la oficina, mirándolo, entraba y salía de su cucha como un perro que espera ser sacado a pasear. Entonces:
–No veré a nadie por media hora, Macey –dijo el jefe–. ¿Entendido? Nadie en absoluto.
–Muy bien, señor.
Se cerró la puerta, los pasos firmes recorrieron de nuevo la brillante alfombra, el grueso corpachón se dejó caer en la silla, e inclinándose hacia delante, el jefe se tapó la cara con las manos. Quiso, decidió, trató de llorar...
Fue un terrible golpe para él que el viejo Woodifield hablara de la tumba del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se abriera... y él hubiera visto a su hijo, que yacía en ella, y a las hijas de Woodifield mirándolo. Era extraño. Más de seis años habían pasado y el jefe nunca había pensado en su hijo sino como si yaciera, inmutable, sin cambio, intachable en su uniforme, dormido para siempre.
“¡Hijo mío!”, gimió el jefe. Pero las lágrimas no llegaban. Antes, durante los primeros meses, y aun años después de la muerte del muchacho, le bastaba con decir esas palabras para sentir tan dolorida angustia, que sólo un estallido de violentos sollozos podía aliviarle. El tiempo, había dicho él entonces, a quien quisiera oírle, no cambiaría nada. Otros hombres tal vez se consolarían, olvidarían, pero él, no. ¿Cómo iba a ser posible? Si el muchacho era el único hijo. Desde que nació, el jefe había trabajado y construído negocios sólo para él. No pensaba en nada que no fuera para el chico. La vida misma había llegado a no tener otro sentido. De otro modo, ¿cómo hubiera podido él negarse a sí mismo, esclavizarse, pasar todos aquellos años, sin tener ante sí la promesa de su hijo siguiéndole los pasos, y siguiendo adelante cuando él se fuera?
Y esta promesa había estado tan cerca de realizarse. El muchacho había estado en la oficina, aprendiendo, un año antes de la guerra. Todas las mañanas salían juntos; volvían en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones recibía como padre de aquel hijo! No era extraño. Se había comportado maravillosamente. Y en cuanto a la popularidad, desde los más importantes, hasta el viejo Macey, todos se hacían lenguas alabando al muchacho. Y el chico no se engreía, nada de eso. Mantenía su carácter ágil, naturalísimo, con la palabra justa para cada cual, con aquella mirada infantil, y su costumbre de decir: “¡Sencillamente espléndido!”
Pero todo esto se había ido como si nunca hubiera pasado. Llegó el día en que Macey le entregó el telegrama que le hizo sentir que todo se derrumbaba estrepitosamente a su alrededor. Sentimos mucho comunicarle... Y salió de la oficina un hombre destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años. Seis años... ¡Qué de prisa había pasado el tiempo! Se diría que había sido ayer. El jefe se quitó las manos de la cara; estaba turbado. Algo parecía andar mal en él. No sentía como hubiera querido sentir. Decidió levantarse y mirar la fotografía del muchacho. Pero no era una fotografía que él prefiriera; la expresión era poco natural. Parecía frío, casi presuntuoso. El muchacho nunca había sido así.
En este momento, el jefe vio que una mosca había caído en el tintero, y que estaba tratando desesperadamente de salir afuera. ¡Auxilio! ¡Auxilio!, decían aquellas patas que luchaban. Pero el reborde del tintero estaba húmedo y resbaladizo; cayó de nuevo y empezó a nadar otra vez. El jefe tomó una pluma, sacó a la mosca del tintero y la dejó sobre un pedazo de papel secante. Por una fracción de segundo, permaneció en la obscura mancha que la cercaba. Luego se movieron las patitas delanteras, y, levantando un poco su cuerpito, comenzó la inmensa labor de limpiar de tinta sus alas. Una y otra vez, arriba y abajo, una pata pasaba por cada ala como la piedra encima y debajo del escita. Entonces hubo una pausa, mientras la mosca, que parecía sostenida sobre las puntas de sus pies, trató de extender primero un ala y después la otra. Lo consiguió, por fin, y entonces, sentándose, empezó, como un gatito pequeño, a limpiarse la cara. Ahora se podía ver que las patitas delanteras se restregaban una con la otra, ágilmente, alegremente. El terrible peligro había pasado; la mosca había escapado de él; estaba lista para vivir otra vez.
Pero justamente entonces el jefe tuvo una idea. Hundió el mango de su pluma en el tintero, lo colocó sobre el papel secante y, cuando la mosca estaba bajando sus alas contra su cuerpito, cayó sobre ella una pesada gota de tinta. ¿Qué iba a pasar ahora? El animalito pareció estar absolutamente acobardado, atolondrado, atemorizado por lo que pudiera suceder enseguida. Pero ahora, como dolorida, se arrastró hacia adelante. Las patas delanteras se movieron y, más lentamente esta vez, la labor volvió a comenzar, desde el principio.
“Valiente diablito”, pensó el jefe, sintiendo verdadera admiración por el valor de la mosca. Esta era la manera de tomar las cosas; éste era el verdadero carácter. Nada de morir; era cuestión de... Pero la mosca había terminado ya su laborioso menester, y el jefe había tenido el tiempo justo para volver a mojar su pluma, sacudirla y dejar caer, sobre el recién limpio cuerpo, una nueva gota obscura. ¿Y ahora, qué sucedería? Un doloroso momento de incertidumbre. Las patas delanteras se movían otra vez. El jefe sintió una ráfaga de alivio. Se inclinó hacia la mosca y dijo, tiernamente: “Grandísima p...”. Y ahora se le ocurrió la brillante idea de respirar sobre ella para apresurar el proceso de enjugamiento. Empero, algo tímido y débil había en los movimientos de la mosca, esta vez, y el jefe decidió que esta vez sería la última, y mojó la pluma en el tintero.
Fue la última. La última gota sobre el papel secante y la mosca se quedó allí, sin moverse. Las patas traseras se pegaron al cuerpo; las delanteras no se veían.
– ¡Vamos! –dijo el jefe–. ¡Ten ánimo!, y la movió con la pluma... en vano. Nada pasó ni podía pasar. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del cortapapeles, y lo echó al cesto. Pero se apoderó de él una sensación tan grande de miseria, que se sintió decididamente asustado. Se inclinó y tocó el timbre para que viniera Macey.
– Tráigame papel secante nuevo –dijo, autoritario–, y pronto.
¡Y en tanto que el viejo criado se alejaba, el jefe quiso recordar en qué había estado pensando antes. ¿En qué? Era... Sacó su pañuelo y se lo pasó por el reborde del cuello. En su vida pudo recordar.
Un cuento hermoso en su sencillo lenguaje, profundo el retrato del carácter de los personajes, terrible en su descripción del destino de todo ser vivo y la crueldad inherente a la existencia. Algunos podrían decir que el muchacho murió en la guerra...¿Y si no hubiera guerras? Creo que el relato no se refiere a las circunstancias particulares de esa muerte, sino a la muerte en sí misma. Para la mosca su muerte fue una catástrofe natural. Ester
ResponderEliminarElegí al azar. No tengo la paciencia de ver uno por uno y sé que para los escritores es bueno el comentario, pero a otros nos basta con leer y comentar cuando nos es imprescindible, cuando lo que recibimos nos revolucionó ideas. Nunca había leído a K.Mansfield, buen cuento y también la temática, resulta que la muerte termina siendo atractiva
ResponderEliminarFernando Anglada
No hay cuentos antiguos o modernos: Katerine Mansfield demuestra que solo hay cuentos buenos, corrientes o malos. En La Mosca encontramos vida cotidiana, represión, crueldad y muerte.
ResponderEliminarAndrés