sábado, 22 de diciembre de 2012



ÍNDICE GENERAL DEL 22 de diciembre / 2012

ARTESANÍAS  LITERARIAS
La revista que nunca duerme 
 Cuentos y poemas, textos literarios, ensayos. 
Enviar mensajes y colaboraciones con un breve CV y una foto  a:  
º º º º º
CONSEJO de COLABORADORES de

ARTESANÍAS LITERARIAS
                               
                  
EDITOR: Andrés Aldao
           
SEC. DE REDACCIÓN: Ester Mann
                  
COLABORADORES:

Carlos Arturo Trinelli
                                                         Amelia Arellano
                                                          Celmiro Koryto
                                                         Cristina Pailos

Marita Ragozza de Mandrini

Ernesto Ramírez

Ofelia Funes








AMIGOS, HASTA EL 2013

Con este flamante número de Artesanías Literarias, la revista que nunca duerme, nos despedimos hasta el próximo 2013. Nos enorgullece editar esta expresión cultural y literaria que publicamos desde el año 2005. Contra viento y mares. Desde la soledad de la distancia impuesta por lo que fue fruto de un riguroso exilio en el país menos apropiado por la geografía y la pornografía de la discriminación nacional.
Pero de los contratiempos no nos cabe la exportación de quejas y lamentos: más vale ‘presumir’ de los resultados, la persistencia en el tiempo y en el espectro de las realizaciones.

Sin dar nombres (para no trastabillar en la injusticia de la omisión y el olvido), agradecemos profundamente a todos los colaboradores de la que, como la antigua calle Corrientes de la húmeda, atroz e irrepetible Buenos Aires, nunca duerme, descansa muy poco a pesar de los 83 del Editor y de la enfermedad que intentó, infructuosa, voltearlo. Rendimos nuestro agradecimiento a todos los que un modo u otro expresaron solidaridad, apoyo, cariño y estímulo para soportar el embate de la tormenta y seguir en la tarea impuesta por nuestra voluntad.

Con este último ejemplar cruzamos el Rubicón del 2012 y prometemos reencontrarnos en los albores del nuevo año con los colaboradores, lectores, con la cultura, la poesía, la prosa, los textos significativos que aparecen por estas páginas.

Nuestros mejores deseos, apreciados amigos. Para ustedes y para el porvenir de este mundo en el que transitamos, que no alienta la convivencia y la fraternidad entre los hombres... De este mundo castigado por la ira de la naturaleza y la estupidez ingénita de los gobernantes.

Que los tiempos de los festejos tiendan un manto de hermandad entre las gentes y siembren paz, tolerancia y  concordia.
Felices fiestas para todos y, aunque suene utópico, que el próximo 2013 nos sea propicio en la paz y jamás en la razón de la violencia y las guerras.

Andrés Aldao — Ester Mann

Antonio Muñoz Molina : IDA Y VUELTA





Nadie como ella
La rigidez moral de los 50 está presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, 'Dear life'

 Al final o cerca del final de casi cada cuento de Alice Munro hay que regresar al principio. Un quiebro ha sucedido y la historia ha cambiado de dirección tan bruscamente como si uno hubiera saltado unas páginas y se encontrara leyendo otro cuento; algo queda tan inexplicado que uno vuelve a las primeras páginas en busca de un nombre o de una información clave en la que no reparó; o simplemente uno vuelve al principio por el gusto de leer entera otra vez la historia, por el placer de observar con qué astucia y en cada momento pequeños indicios fueron señalando —para quien prestara la debida atención— que en realidad el cuento era otro cuento, que por debajo de lo dicho discurría un caudal subterráneo que es el rumor que le avisa a uno de que la literatura se escribe callando no menos que contando, y que más allá de lo que vemos y escuchamos y de lo que descubrimos en momentos singulares de lucidez o perspicacia hay cosas que no sabremos nunca, espacios en blanco a los que no llegan el conocimiento ni el recuerdo y que sería fútil rellenar con ficción.
Una mujer mayor que ha tenido algunos problemas de memoria sin importancia llega al barrio desconocido para ella en el que está la consulta del médico y descubre que ha olvidado en casa el papel donde apuntó el nombre. Un veterano vuelve de la guerra en el verano de 1945 y cuando después de un largo viaje a través de Canadá le falta menos de media hora para llegar a su pueblo salta del tren en marcha, aprovechando que ha reducido mucho la velocidad en una curva, y se acerca a una granja en la que vive una mujer sola. Un ama de casa joven que ha publicado por primera vez unos poemas en una revista es invitada a una fiesta de escritores en la que nadie le hace caso y se emborracha tanto que tiene que sentarse en el suelo, y un desconocido la ayuda a levantarse y la lleva a casa, y cuando ella va a salir del coche él le dice que ha tenido la tentación de besarla. Una maestra muy joven viaja en mitad del invierno hacia su primer trabajo en un sanatorio para niños tuberculosos que está cerca de un lago helado. Un arquitecto joven, casado, con hijos, se hace amante de la hija de un potentado local, y durante años él y ella han de pagar el dinero del chantaje que les hace una criada que descubrió el enredo por casualidad. Un niño ve que su hermana mayor está a punto de ahogarse en una laguna y corre a pedir ayuda y luego no recuerda por qué motivo se sentó en los escalones a la entrada de su casa en lugar de golpear la puerta. Una mujer casada con un hombre doce años mayor que ella recibe a una vendedora de cosméticos a domicilio, y cuando el marido, un profesor, un poeta célebre, vuelve a casa, él y la vendedora se quedan hechizados mirándose porque tuvieron una historia de amor muchos años atrás, cuando él era soldado y estaba a punto de partir para la guerra.
Los años de la II Guerra Mundial, los tiempos oscuros de la Gran Depresión, la rigidez moral de los cincuenta, el gran cambio que sobrevino muy poco después, están presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, Dear life. El contraste del ayer lejano y el ahora ha sido siempre uno de sus motivos centrales, y con él la brusquedad de los cambios, en las costumbres y en las vidas, la libertad conquistada o encontrada, sobre todo para las mujeres, y junto a ella una desolación o una crudeza que habrían sido como el reverso inevitable de todo lo que se ganó: las calles vacías y las tiendas cerradas en el corazón de las pequeñas ciudades arruinadas por la omnipresencia del coche y de los centros comerciales; los viejos que ayer mismo eran fuertes y jóvenes extraviados en espacios impracticables que no comprenden; los nombres y las vidas de los muertos que se disuelven rápidamente en un olvido que será definitivo cuando desaparezcan también los últimos que los recordaban, o cuando el Alzheimer les vaya borrando la memoria.
En libros anteriores, incluido el penúltimo, Demasiada felicidad, Alice Munro se ha movido con solvencia entre un mundo y otro, entre el presente observado con un máximo de agudeza y los pasados sucesivos que se remontaban hasta su infancia e incluso más atrás, hasta la memoria de los emigrantes escoceses que viajaban a Canadá en el siglo XVIII dispuestos a sobrevivir en circunstancias durísimas, en un continente de llanuras sin límite y de inviernos polares. Nacida en 1931, ella tuvo tiempo de conocer la aspereza de aquellas vidas, antes de la prosperidad que trajo por primera vez la guerra, antes de la calefacción central, los electrodomésticos, las autopistas, la fiesta del consumo mezclada con la alegría de la emancipación sexual.
A los 81 años es lícito que en sus historias las inventadas y las otras prevalezca el pasado
Ahora, a los 81 años, es lícito que en sus historias, las inventadas y las otras, prevalezca el pasado. Eso no quiere decir que Alice Munro capitule a la nostalgia. Incluso su agudeza es ahora más afilada porque ha ido todavía más lejos en el despojamiento de su escritura, que ahora tiene brevedades lapidarias, frases comprimidas sin verbo y párrafos que consisten en una sola palabra y un punto y aparte. Una palabra del todo común o un nombre propio le bastan para titular la mayoría de los cuentos: Amundsen, Gravel, Haven, Pride, Corrie, Train, Dolly, Night, Voices. En cada uno de ellos están las fronteras visibles o secretas a las que se asoma cualquiera en su vida, las que se dejan atrás y las que nunca llegan a cruzarse, las que separan desde el nacimiento a los seres humanos, en pobres y en ricos, en hombres o mujeres, en atrevidos o cobardes; la frontera entre el que vive en la ciudad y quien ve sus luces desde lejos, entre el momento anterior a un encuentro definitivo y lo que viene después, entre los actos imaginados y los actos cumplidos, las palabras dichas y las que se quedan en el silencio.
En la última sección del libro, Alice Munro, que ha construido tantas ficciones con los materiales de su biografía, decide atenerse a unos cuantos recuerdos explícitos, cuatro estampas separadas entre sí que tienen algo de confesión y de despedida: “… las primeras y las últimas cosas —y también las más fieles— que tengo que decir sobre mi propia vida”.
No son grandes experiencias, o no aparentan serlo. Ni siquiera son historias con tramas definidas, con principio final. Casi nada sucede en ellas, salvo las sensaciones de la infancia, esa mezcla de percepción muy viva e información fragmentaria que llena de misterios unas veces confortadores y otras amenazantes la vida de un niño. Y la lectura que piden no es la de la prosa sino la de la poesía: un regreso al principio después del final, una revelación de algo que no se agota porque está en las palabras y un poco más allá de ellas.
.antonio muñoz molina

“Estas páginas torpes” de Albert Camus





'El revés y el derecho', primer libro del escritor, es una visita anónima a los manantiales de los que procede la metáfora mayor de su literatura: su madre omnipresente, la pobreza, la luz de la infancia… La ternura y el desvalimiento, la sinrazón y la violencia, la perplejidad y el crimen, que recorren la obra del Nobel, están ya presentes en esa obra publicada en Argelia en 1937


Hacía un año que había ganado el Premio Nobel, que obtuvo en 1957, y Albert Camus sintió la pulsión de volver a visitar la casa literaria de su adolescencia, su primer libro. Era El revés y el derecho. Lo escribió entre 1935 y 1936, trataba sobre el mundo que lo rodeaba en Argelia cuando era niño y había circulado entre muy pocos lectores en 1937, cuando se publicó. Veinte años más tarde, aquel joven escritor que alguna vez soñó con ese instante se hallaba en lo más alto de la fama literaria, había escrito algunas obras que lo habían convertido en uno de los escritores más importantes del siglo XX y decidió que podía rescatar “estas páginas torpes” que ya vivían tan solo en las manos de algunos privilegiados.
Debió ser muy conmovedor ese reencuentro de Albert Camus con lo que aquel muchacho de veinticuatro años había dado a la estampa porque el autor, que en ese momento disfrutaba de los salones literarios que deploraba pero que formaban parte del éxito que alcanzó, sintió que lo más importante de su vida había sucedido entonces. “Brice Parain había dicho con frecuencia que en este libro está lo mejor que he escrito”. “Quiere decir, y está en lo cierto”, subrayaba Camus, “que hay más amor verdadero en estas páginas torpes que en todas las que vinieron después”. Y después vinieron La peste yEl extranjero, por citar, tan solo, dos de sus obras culminantes, en las que conviven (como en estas páginas) la ternura y el desvalimiento, la sinrazón y la violencia, la perplejidad y el crimen.
Pero El revés y el derecho era muy especial, mucho más, acaso, que todo lo que vino después. Por eso, creía el propio Camus, había sido guardado como un espejo en el que no se quería mirar mientras progresaba su incursión por los caminos de la risa y el olvido que constituía la vida literaria de la que en ese momento, a pesar del éxito, o quizá por su culpa, abominaba. La vida le había devuelto risa y desconsuelo, la carcajada en los saraos; había conocido la envidia, la había practicado a veces, se había tratado de alejar de ella; y había conocido la diatriba y el odio, la compasión pero también el desprecio, y todas esas desventuras de los sentimientos lo habían alejado del “primer hombre”, por decirlo con el título de un libro que dejó inédito cuando el coche en el que viajaba de copiloto (junto a su editor, Gallimard) se estrelló contra un árbol.
Poco antes de ese accidente, Camus había dicho que su obra “aún no ha empezado”. Dos años antes, “de pelo ya ralo y seco, cubierto de bálago”, el artista “está maduro para el silencio, o para los salones, que es como decir lo mismo”, así que se enfrenta, como si viviera el epílogo de una autocrítica, a la vieja edición de su primera obra y afirma: “En cuanto a mí, sé que mi manantial está en El revés y el derecho, en ese mundo de pobreza y de luz en el que viví tanto tiempo y cuyo recuerdo me ampara aún en los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista, el resentimiento y el contento”.
“La pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas. Iluminó incluso mis rebeldías”, afirmaba Camus
La obra es una visita anónima (está escrita en tercera persona, los personajes a los que se refiere son obviamente seres cercanos, entre ellos, su madre omnipresente, poderosa imagen en la que se mira toda la vida) a los “manantiales” de los que procede la metáfora mayor de su literatura, la perplejidad ante el mal y ante la injusticia y el olvido; pero el prólogo es un resumen maduro de esas contingencias de las que abomina y de las que él asegura que se vacunó en sus primeros años. En primer lugar, dice, “la pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas. Iluminó incluso mis rebeldías”.
En su libro Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg), Jean Daniel, que fue su amigo, considera inexcusable para entender a Camus ese regreso a la infancia como motor de su gira a veces atormentada por el mundo en el que ya no tenía el amparo de la madre. “¿Es posible llegar a curarse de la propia infancia? La suya, bañada de sol y sueños, fue también una infancia de pobreza y enfermedad”. En su biografía, citada por Daniel, Herbert R. Lottman hace esta descripción de la casa que es la residencia literaria de El revés y el derecho y en la que Camus vivió en sus años de colegial: “El domicilio se halla en la primera y la última planta de un edificio del barrio obrero de Belcourt. Entre esas plantas hay otros dos pisos, y los retretes de los pasillos sirven para las tres viviendas. No hay baños (…). Tampoco electricidad ni agua corriente. (…) Al anochecer, su madre vuelve agotada del trabajo y se deja caer en un asiento con la mirada clavada en el suelo”.
Esa es la madre de El revés y el derecho; en cierto modo, es todas las mujeres de esa obra, y es también todas las mujeres que sufren dolor en la obra de Camus. Pero ese sufrimiento (el de su madre, el suyo, el de su clase) es el punto de referencia para expresar la convicción de un gozo: si no hubiera existido ese pasado, que en él siempre está presente, las tentaciones de la envidia y del resentimiento, tan frecuentes en el mundo que ahora es su mundo, el mundo del arte, lo hubieran envuelto en fango. La vida entonces, sin embargo, se portó sabiamente: “La miseria me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”.
Pero el sol le enseñó algo más, que es cumbre en la reflexión que le provoca la relectura de ese libro que entonces, 1958, estaba devolviéndolo a él a la juventud: “En cualquier caso”, explica, “aquel calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento”. La pobreza, la carencia en general, no era carencia en realidad, pues proporcionaba dones que otros mejor situados no tendrían nunca, quizá. “Vivía con apuros, pero también en algo así como el deleite. Sentía en mí fuerzas infinitas: solo hacía falta encontrar un punto en donde aplicarlas”.
El revés y el derecho le da pretexto a Camus, y nos da pretexto a los que hemos aprendido de él, a sentir que la desgracia es un azar a cuya puerta se toca inevitablemente alguna vez, para explicar por qué “nunca” fue picado por el más terrible insecto, “me estoy refiriendo a la envidia, auténtico cáncer de las sociedades y de las doctrinas”. No quiere ser arrogante, aunque entre sus virtudes la modestia se quedó tan solo en el origen, así que concede que “el mérito de esta afortunada inmunidad” se lo debe, “ante todo, a mi gente, que carecía de casi todo y no envidiaba casi nada”.
Sobre la obra de Albert Camus hay mucho sol, y de hecho esa circunstancia ha sido materia de mucho estudio camusiano; el sol procede de esta obra, y el resplandor tiene su residencia mejor calibrada en ese prólogo, que ahora se lee como una declaración de principios. Pero el origen de la salud que desprende es lejano, físico y, para él, inolvidable: “Viví, hace mucho, durante ocho días colmado con los bienes de este mundo; dormíamos al raso en una playa, me alimentaba con fruta y me pasaba la mitad del día en unas aguas desiertas…”. El sol y el aire son gratis en África. Cuando fue a Estocolmo, a recoger el Nobel (discurso que completa la edición de este librito, con el que viajo siempre, por eso he querido titular El revés y el derecho los artículos de esta serie que comienza hoy), Camus evocó esos tiempos como la esencia de su escritura: el latido de la madre, el sol que habitó sobre su infancia, “las dos o tres imágenes sencillas a las que se le abrió el corazón una vez primera”.
El revés y el derecho. Discurso de Suecia. Albert Camus. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Miguel Salabert Criado. Alianza Editorial. Madrid, 2010. 144 páginas. 8 euros.

“La novela negra ha sustituido al ...



Deon Meyer: “La novela negra ha sustituido al periodismo de investigación”
El novelista sudafricano aborda en “Safari sangriento” desde las actividades secretas del Gobierno, la destrucción del medioambiente o el espionaje

Aurora Intxausti Madrid 

El escritor Deon Meyer ha construido con las palabras una ventana desde la que se divisa la parte más oscura de la sociedad sudafricana.Safari sangriento (RBA), la última de las novelas que se ha publicado en español de este autor, en la que describe un mundo en el que afloran los resquicios que aún quedan en ese país de las diferencias entre blancos y negros con el telón de fondo de las mafias que trafican con armas o se lucran con los beneficios que logran de la muerte de algunos animales. “En Sudáfrica en los últimos años han ocurrido muchas cosas buenas que no trascienden en los medios de comunicación. Está aflorando una clase media negra que aspiran a lograr un estado del bienestar que va más allá de la raza, del color o del grupo étnico al que pertenezcan. Pretenden lograr que se rompan las diferencias que existían hasta ahora entre una clase alta muy poderosa y otra de pobreza extrema”.
Antes de dedicarse de pleno a la literatura, Meyer trabajó como reportero en el diario Die Volskblad. “He vivido situaciones como periodista que si las contase en algunos de mis libros resultarían increíbles”, puntualiza durante la presentación de su libro en Madrid. “Estoy convencido de que en algunos casos el género negro ha sustituido a los grandes reportajes que se hacían antes. Actualmente los trabajos en los periódicos, al menos en Sudáfrica e Inglaterra, son cada vez más cortos, superficiales y hay menos investigación. Cuando escribes un libro es como si corrieses una maratón y cuando trabajas como periodista es lanzarse a la pista y correr 100 metros” . Apostilla que con la escritura tiene una relación de amor-odio “el odio surge en primer lugar con la página en blanco y el amor cuando escribes la última palabra”. Fue con su segunda novela, Sombras del diablo, la primera en traducirse al inglés en 1999 y en otros treinta idiomas con la que Deon Meyer logró saltar la barrera de África. Al igual que el matrimonio de periodistas y escritores suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö descubrieron el sórdido mundo de Suecia en la decena de novelas que escribieron sobre el inspector Martin Beck, o Petros Markaris en Grecia, Deon Meyer escribiendo en afrikáner descubre un país que sigue luchando por el sueño de Mandela. “No es nada fácil darse a conocer fuera del país en el que vives y trabajas, pero de vez en cuando te sonríe la suerte y lo que has estado creando a lo largo de más de un año llega a millones de lectores” Deon Meyer nació en la ciudad sudafricana de Paarl, en las zonas de viñedos de Western Cape, en 1958.
Combina sus grandes pasiones como las motos, el rugby, o escuchando una pieza de Mozart mientras cocina con la literatura. Y sobre todas ellas sobresale el amor que siente por su país. “Sudráfrica tiene paisajes increíbles. Puedes pasar del desierto a la sabana o adentrarte en zonas con climas subtropicales”. En medio de esos paisajes, Meyer construyó el relato Safari sangriento en el que aborda las consecuencias del apartheid, que finalizó en los noventa; los rencores, la pobreza, el turismo sin control, las actividades secretas del Gobierno, la destrucción del medioambiente, el espionaje o las multinacionales. “A pesar de todos estas temas existen y están ahí latentes hemos logrado tener una democracia fuerte con una Constitución de la más democráticas del mundo. En los últimos 20 años la gente ha conseguido crear nuevas expectativas de vida. Los africanos están hartos de la corrupción y lo que desean es paz, prosperidad y democracia”, afirma con contundencia el escritor.
Deon Meyer crea en esta novela una serie de personajes que le permiten al lector recorrer el país con Lemmer, un guardaespaldas que combina la rudeza con la ternura; encargado de proteger a Emma Le Roux, una joven sudafricana, consultora de marcas, a la que han querido asesinar en su afán de buscar a su hermano desaparecido hace veinte años y al que busca la policía de Hoedspruit, al norte del país, testigo de la participación del Gobierno y el Ejército sudafricano en el asesinato del primer ministro de Mozambique en 1986.
Como autor defiende el género negro porque “aporta más realidad que otros tipos de ficción. Es como un calibrador de la sociedad que te tiene que estimular intelectualmente”  ■

Amores alemanes



De Marlene Dietrich a Hans Scharoun


Luis Alemany | Madrid

Durero, los expresionistas, la Bauhaus, 'La flauta mágica', Goethe, Mann, Murnau, Kraftwerk, Kurt Weill, Schiller, los escritores austriacos majaretas, Nietzsche, la Secesión, el psicoanálisis, Rilke, Wagner... La próxima vez que se diga eso de que el idioma alemán está muy bien para el trabajo, que alguien diga proteste. Los críticos y redactores del área de Cultura de este periódico eligen sus afectos intelectuales y estéticosllegados de Alemania, Austria y Suiza.
Mies pero no sólo Mies
"Mies [van der Rohee] es estupendo, pero si me tengo que quedar con un arquitecto, me quedo con Hans Scharoun", explica Enrique Encabo, colaborador habitual de 'El Cultural'. "¿Sabe la Filarmónica de Berlín y la Biblioteca Estatal? Pues Scharoun fue el arquitecto". Claro, la Biblioteca y la Filarmónica, emplazadas a 100 metros de la Galería Nacional de Mies, casi donde empieza el Tiergarten. "Es un triángulo formidable porque, de alguna manera, Mies y Scharoun se explican mutuamente por oposición. Scharoun, además, fue un hombre ejemplar, fue el único de los grandes arquitectos que decidió quedarse en Berlín, después de la guerra, trabajó como arquitecto municipal, con muy pocos medios pero se empeñó en la reconstrucción de la ciudad". Una pregunta más para el señor Encabo: ¿se queda con Berlín o Viena? "Con Berlín, desde luego. Viena tuvo su momento, a principios de siglo estaba la secesión y, a la vez, los primeros presagios del Movimiento Moderno, pero después se paró. Berlín es una ciudad maravillosa. Es una pena que el 'cosido' de las dos ciudades, el Este y el Oeste, no fuera muy respetuosa ni muy interesante, pero es una ciudad inagotable".
Siguiente turno: Juan Bonilla. No hay que hacer demasiados esfuerzos para presentar al escritor jerezano, pero sí merece la pena recordar quela semana pasada estrenó blog en ELMUNDO.es. Su respuesta llega en un correo electrónico. "Mi escritor favorito en alemán es, naturalmente,Gottfried Benn. Porque consiguió ganar terrenos no conquistados hasta él para la poesía, porque inventó casi sin saberlo el expresionismo con su libro 'Morgue', que considero una de las cumbres de la poesía del siglo XX, porque pensaba que el ensayo era o debía ser una forma poética más, porque su libro de relatos 'Cráneos' tiene cuentos inolvidables, porque pensaba, con una ambición excesiva, que un poema debe tener la fuerza suficiente como para devolver a las tabernas a alguien que se hubiera jurado a sí mismo no volver a beber una gota más de alcohol, porque entendió que el nihilismo no es una fuerza negativa o negadora, sino todo lo contrario, activa: pues si lo único que hay es la nada, ¿cómo no entregarse a la vida como una fuerza en sí misma que no necesita de justificación trascendental? Por eso".
Más: Leticia Blanco trabaja en la redacción de Barcelona de EL MUNDO y tiene el deber de elegir un alemán/austriaco/suizo que se haya dedicado a la moda: "Alemania no es un país excesivamente famoso por su moda o sus diseñadores. Con la excepción de Karl Lagerfeld (francés de adopción), Hugo Boss y Escada, pocas son las grandes firmas en las grandes pasarelas internacionales. Pero si hay alguien en el mundo de la moda que enarbola el carácter racional, riguroso y funcional del país esJil Sander, la reina del minimalismo durante la década de los 90. Heidemarie Jiline Sander nació en un pequeño pueblo a las afueras de Hamburgo durante la Segunda Guerra Mundial. Empezó en el mundo de la moda como redactora en los 60, primero en la revista neoyorquina 'McCall's', luego en las alemanas 'Constanze' y 'Petra'. En 1968, a los 25 años, lanzó su primera colección femenina: prendas básicas, sencillas, femeninas, de silueta limpia y radicalmente funcional que definieron el estilo que marcaría a las siguientes generaciones. En 1973 debutó en París (con escaso éxito) y no fue hasta 1987 cuando se hizo con el reconocimiento unánime de la industria y el público en Milán. Durante los 90 compartió junto a Helmut Lang y Miuccia Prada el reinado del minimalismo elegante, atemporal y austero (para muchos, rozando lo puritano). Hoy, a sus 68 años y tras muchas idas y venidas, está de vuelta. Acaba de regresar como diseñadora a su propia marca (comprada en 1999 por Patrizio Bertelli, CEO de Prada y esposo de Miuccia, hoy propiedad del holding japonés Onwards Holding Co.) después de haberla abandonado en dos ocasiones por su desacuerdo con la gestión. Entre tanto, ha colaborado durante tres años con Uniqlo (el Zara japonés), para regocijo de los admiradores a los que el sueldo no les llega. Su comentadísima vuelta a las pasarelas después de ocho años de ausencia (tras la salida de Raf Simons) tuvo lugar en septiembre en Milán, donde sus siluetas arquitectónicas y su paleta tranquila (repleta de luminosos blancos, grises y azul mediterráneo) levantaron generosos aplausos. Todo indica que la reina de la austeridad ha vuelto para, esta vez, quedarse".
Rafa Rodríguez también escribe sobre diseño en las revistas de EL MUNDO. Contesta en un correo electrónico: "Diseño y alemán no son términos que puedan coincidir en una misma frase sin provocar sobresaltos, pero quédense con esta única palabra: Bauhaus. A la funcionalidad/utilidad por el arte. Sin la escuela de Gropius hoy no habría diseño industrial ni gráfico que valga, 'desde la silla en la que usted se sienta hasta la página que está leyendo', que decía Heinrich von Eckardt. Por eso soy muy fan de Robert Bartholot, diseñador gráfico teutón del momento: su trabajo es el de un artesano ('Kunst im Handwerk'), primario y racional pero sin miedo a tirarse cuesta abajo por el tobogán del surrealismo".
Ah, Marlene
Y ahora, la música: "Con permiso de Wagner, me quedaría con 'Salomé' de Richard Strauss. Por lo que supuso de punto de inflexión en el desarrollo del lenguaje musical y también de acontecimiento: a su estreno en Graz acudieron en tren Mahler y Alma, Puccini y Schönberg, Zemlinsky y Berg, el ficticio Adrian Leverkühn de Thomas Mann y un Hitler de 17 años que se había escapado de casa para no perderse esta 'lujuria sinfónica'", explica Benjamín Rosado, del equipo de 'El Cultural'.
A Pablo Gil, jefe de sección y crítico en 'Metrópoli', le toca elegir alguna canción, algún cancionero 'auf Deutsch'. Y no vale Kraftwerk, que sólo decían 'Autobahn, Autobahn' como una letanía. "Me quedo con 'Lily Marlene', cantada por Marlene Dietrich. La balada de amor más famosa de la música popular alemana fue canonizada por esa reina del drama en cine, en disco y en la vida no digamos. La carismática dama le aportó su aura decadente a esta delicada melodía compuesta en 1915 por un maestro de escuela de Hamburgo. Aunque fue una canción muy popular entre los soldados del ejército nazi durante la II Guerra Mundial, esta versión melancólica se usó precisamente para lo contrario: para desmoralizar a la tropa con su historia de amor anhelante". Pedazo de canción y pedazo de mujer, con perdón. "Pues sí".
También en 'Metrópoli' escribe a menudo José Luis Romo sobre teatro. "Escogería a Bertold Brecht por todas las veces que he cantado la'Ópera de los tres peniques' en la ducha y porque aún recuerdo cómo me quedé pegado la butaca la primera vez que vi 'Madre Coraje'. Aparte, nadie ha revolucionado la escena como él lo hizo con su distanciamiento y su combativa obra no puede estar más vigente. Eso de convertir al espectador en un sujeto crítico y con conciencia debería estar dogma con la que está cayendo. Pero tampoco es plan de ponernos tan grandilocuentes... ¿o sí? Por mi sensibilidad 'queer' también apostaría por Fassbinder, al que por cierto este año La Abadía reivindicará programando 'El café' (yo soy más de 'Las amargas lágrimas de Petra Von Kant'). En cualquier caso, para no tirar de clásicos escojo al austríaco Peter Handke. Todo el que quiera saber en el lío en el que estamos metidos y cómo funcionan los oscuros mecanismos del capital que le eche una ojeada a su 'Quitt'. Compartir un 'Schnitzel' con él debe ser de lo más interesante y deprimente. Por cierto, ¿por qué hay tan pocas comediógrafos germanos?".
Como Romo a citado a Fassbinder, Carlos Reviriego, crítico de cine de 'El Cultural, tiene el deber de no repetir su nombre. Está chupado. "Fritz Lang, cineasta con monóculo que le dijo no a Goebbels (y acto seguido cogió el primer barco a América), hizo todo en el cine y para el cine. Mudo y sonoro, blanco y negro y color, en múltiples idiomas y países, de la UFA alemana a la MGM americana, visitando todos los géneros por haber. Con maestría y horizontes visionarios. El expresionismo mudo y el cine clásico necesitaron a genios como él para convertir un invento de feria en el arte esencial del siglo XX. Sus películas cuentan esa historia como nadie lo hizo, y así fue glorificado por Godard y sus camaradas de la política de autores".
Y continúa Reviriego: "Los mismos que lincharon a Werner Herzog en su día, ese cineasta sólo fiel a sí mismo y a su visión del mundo y los hombres, que hizo su primera película cuando Lang estrenaba su última, como si recogiera una suerte de testigo. Renegaron ambos de su nación y los terrores que sembraron, para llevar el corazón de sus culturas (vienesa, Lang; bávara, Herzog) a los confines de la tierra. Si Lang viajó a la luna con una mujer y a las metrópolis del futuro que hoy nos albergan, Herzog ha filmado en un volcán en erupción y en las cuevas donde se hallaron las primeras pinturas conocidas, cuando fuimos primates. Sus búsquedas les emparentan: los abismos imposibles de la naturaleza humana".
Y últimas voces: Ricardo Martínez, ilustrador del diario EL MUNDO y creador de Goomer, también tiene su amor alemán. "Lyonel Feininger, que en realidad es alemán-estadounidense y que apareció hacia 1906 o en esa época, en un momento en el que la ilustración se estaba inventando y se podía ser muy libre". Ricardo busca una portada de la serie 'The Kin-der-Kids abroad' y se engolosina. "Fíjese como se recortan los volúmenes... Esta serie se inventó como un 'anti-little Nemo' y es de una fantasía, elegancia y precisión impresionante".
Y termina Beatriz Espejo, crítica y responsable de la sección de arte de 'El Cultural': "En medio de una tradición fotográfica que ha hecho escuela más allá de las fronteras, destacan dos nombres fundamentales en el campo de la pintura, de dos generaciones y tradiciones distintas, incluso algo opuestas. Por un lado, Gerhard Richter (Dresde, 1932), el pintor alemán vivo más importante, el gran referente para los pintores actuales, cuyo universo creativo traspasa límites y formatos. De la pintura a la fotografía apenas hay distancias. Por otro lado, Jonathan Meese(Tokyo, 1971), al que conocimos en la primera Bienal de Berlín, en 1998, y ejemplifica la diversidad de artistas no alemanes que acoge hoy la ciudad. El suyo es un activismo que recupera la tradición transgresora de las corrientes alemanas contemporáneas, como Alselm Kiefer o Georg Baselitz. Ambos, con sus obras, tan dispares en apariencia, se mueven entre extremos. Conciben el arte como única vía de salvación posible, de búsqueda incansable de la complicidad con el espectador para hacerle partícipe de que no hay verdad absoluta. Por uno y por otro, se rinde hoy el mundo del arte". ■

viernes, 21 de diciembre de 2012


Contra el anónimo

Realmente ponían los pelos de punta: un revoltijo de racismo, misoginia y machismo feroz, que llegaba hasta la apología de la violación, en un lenguaje grosero y violento. Elvira Lindo tiene toda la razón y aún se queda corta. Yo he llegado a ver esvásticas en una sección de “comentarios”. He visto cómo a un periodista le amenazaban de muerte y a una escritora le deseaban un cáncer por haber manifestado opiniones sensatas y educadas pero que algunos consideraron merecedoras de tales ferocidades, simplemente porque no estaban de acuerdo con ellas. He leído descalificaciones absolutas y calumnias delirantes, sin la menor base, lanzadas por el puro placer de hacerlas circular. Porque sí, porque se ha abierto la veda, porque todo vale y todo se puede.
Estamos ante un serio problema cultural y ético. En el mundo digital está creciendo una espiral de intervenciones hijas de la crispación y la malevolencia, o, lo que aún sería más inquietante, concebidas para pasar el rato, para echar leña al fuego porque sí. “No es que piense lo que he dicho: insulto para ver qué pasa y para echarnos unas risas”, leí el otro día, y me vino a la cabeza aquella tremenda y españolísima coplilla que se cantaba en Madrid poco antes de estallar la guerra: “Te ofendo porque te ofendo / y ahora te voy a matar/ pa' que vayas aprendiendo”.
Podemos consolarnos pensando que no se trata de un vicio local, nacido de nuestro eterno encabritamiento. Recuerdo la noche, hará cuatro años, cuando leí en Los Angeles Times la noticia del suicidio de David Foster Wallace. Bajé, creo que por primera vez, hasta el final del artículo para ver las opiniones y me quedé petrificado: el cuerpo aún estaba caliente, por así decirlo, y un nutrido grupo de lectores celebraban el suicidio, como si lo que les molestara fuese la mera existencia del escritor, e incluso lamentaban que no se hubiera producido mucho antes. Había una pasmosa delectación en aquellos mensajes. ¡Al fin podían decir lo que pensaban de él! ¡Y sin dejar huellas! Aquella noche pensé que algo muy malo acababa de suceder en el mundo de la prensa digital.
Ahora ya no hace falta esperar a que alguien se muera para ponerle verde. En muchos medios, las tribunas abiertas al lector, que nacieron como un foro de debate y participación, están a un paso de convertirse en el rincón del mal rollo y el desaguadero de los residuos tóxicos. Por supuesto que hay voces decentes, sensatas y útiles, que discrepan o puntualizan con elegancia y bonhomía, pero desgraciadamente no son las que más abundan. Triunfa la negatividad instantánea y erizada, y avanza a zancadas un irritadísimo neopopulismo que acusa de elitismo o pedantería a quien se empeña en esquivar la tentación de escribir a gritos: son muy de estos tiempos y estos foros expresiones denigratorias como “culturetas” (horrible palabro) o “gafapasta”, utilizadas para señalar con el dedo, como si se entregaran a actividades vergonzosas, a cualquier apasionado por las artes.
Podría pensarse que tantos exabruptos y tanta mala baba obedecen a la frustración y amargura del momento que vivimos, y desde luego mucho hay de eso, pero creo que, en gran medida, sus detonantes son el gusto por la barbaridad, la facilidad de la máscara y la impunidad del anonimato. Hay una notable diferencia con Facebook, donde predomina una cierta idea de comunidad; donde se debate, generalmente, desde el buen sentido, y, lo más importante, cada quién firma con su nombre.
Nosotros, los que hacemos los periódicos, damos la cara cada día, nos responsabilizamos de nuestras informaciones y nuestras opiniones, de nuestros aciertos y nuestros errores de la misma manera desde que nuestro oficio se inventó: firmando. Quizás pedir moderación y buen tono sea pecar de ingenuo, y comprendo que es tarea imposible controlar, uno a uno, tantísimos mensajes. Por eso, para que la marea venenosa no nos ahogue y los diarios no den tribuna a quienes no la respetan, quizás el muro de contención más justo, sencillo y eficaz sería que cada comunicante tuviera también que identificarse, firmando con su nombre real. Me parece que los que sienten y escriben de buena fe y por derecho no tendrían problema alguno, y los embozados dañinos se lo pensarían dos veces a la hora de soltar lo primero que se les pase por la cabeza.  ■