Los libros, las traducciones y yo
Por Cristina Pailos
Siempre he leído mucho pero en la adolescencia los
libros fueron una adicción muy fuerte.
Le pedía dinero a mi padre y salía para la librería, la famosa Casa Rey,
en plena calle San Martín, hoy peatonal, aquí en Mar del Plata. Casi siempre
tenía que regresar en taxi porque no podía con el cargamento. También iba a la Biblioteca Municipal
pero como sólo prestaban cinco libros cada quince días no tenía mayores
problemas con el acarreo.
Con el tiempo pensé que en esos años de
mi vida –difíciles para todos- deseaba
profundamente vivir situaciones, experiencias y hasta conflictos que por el
tipo de disciplina y códigos familiares no
creía que me pudieran llegar a ocurrir salvo que estuviera dispuesta a
serios enfrentamientos para concretarlos. Y algo de eso ocurrió tiempo después.
Recuerdo que me metía de tal manera en
las historias que éstas terminaban afectando seriamente mi sensibilidad y si se
trataba de alguien enterrado vivo o que se trasladaba de un lugar a otro por
las cloacas de Paris como Jean Valjean en Los Miserables, yo sentía que me
asfixiaba. No podía respirar allí abajo. Quizás fue entonces cuando aparecieron
los ataques de asma que el tiempo y la vida real con todas sus alternativas se
encargaron de hacer desaparecer. Años oscuros de terror en el país me curtieron
de momentos asfixiantes.
No sé si leía bien o mal. Creo que no
era muy crítica porque cuando más tarde volví a leer algunos de aquellos libros
noté que había pasado por alto
muchísimos aspectos importantes. Sin embargo, sacaba algunas conclusiones. La
literatura y el conocimiento universal nos llegaba a través de traducciones.
Quienes se dedicaban a esa tarea, para mí eran dioses, semidioses o genios. Como
sería pensar en dos idiomas al mismo tiempo con tanta perfección y además
percibir la sensibilidad y las culturas diferentes de autores, personajes y por
supuesto, de los lectores. Cómo podían interpretar el humor, el doble sentido y
hasta traducir juegos de palabras.
Sólo gracias a esos talentosos políglotas me había podido
meter en la piel de La Dama
del Perrito de Chejov y andar por las
calles de Yalta con el amor desbordante y los prejuicios, inseguridades y
contradicciones que me parecían conocidos.
Entraba y salía a través de una puerta
mágica de doble hola pero de un solo
idioma y donde no contaban las distancias geográficas o culturales. Sin moverme
de mi dormitorio o desde un banco de plaza o en la playa, sonreía, lloraba, me
enfurecía junto a los personajes, me movía ardiente de placer o yo misma me
provocaba una especie de rigor mortis para experimentarlo y al mismo tiempo
llorar mi propia muerte. (En aquella época no se sabía mucho de alucinógenos
así que para los estados alterados era cuestión de tener facilidad natural o no
tenerla).
Pero al mismo tiempo no ignoraba los
tiempos y espacios que me separaban de los personajes. Me empezaron a surgir
algunas dudas: ¿Estarían bien hechas las traducciones? ¿No habría modificaciones
o distorsiones al pasar de un idioma a otro? Los sabios traductores ¿siempre
adivinaban las intenciones del autor?
Un día, en la antigua biblioteca de
Mar del Plata que entonces no tenía un edificio propio y funcionaba en uno de
los pisos del Palacio Municipal, encontré una versión en italiano de Martín
Fierro: nuestro poema nacional en italiano. Lo abrí curiosa, a pesar de no
saber italiano- ni entonces ni ahora- y empecé a leer algo así:
“Incommincio qui a
cantare pizzicando la mandola...”
(Aclaro que no
recuerdo las palabras textuales y tuve que reproducirlas ahora con la ayuda a
veces bastante dudosa del traductor de Google)
Se me escapó una risotada que
estremeció el silencio litúrgico de la biblioteca y perturbó los rostros de
feligreses adormecidos por incienso inexistente. Todos enfocaron sus miradas
hacia mí como reprochándome el sacrilegio. El jovencito que llevaba, traía y
acomodaba libros, me preguntó si me pasaba algo. Roja de vergüenza le dije –No,
disculpá. Es que me causó risa imaginar a Martín Fierro hablando en italiano.
Como monaguillo ceremonioso y carente
del don de la gracia no participó de mi simpático descubrimiento. Me miró y
buscó cómplices a su alrededor, como diciendo:- No se puede evitar que de vez
en cuando caiga por aquí una bestia como ésta.
Empecé a sospechar de las traducciones, aunque por
supuesto, seguí leyendo. La experiencia de Martín Fierro ahora me hacía pensar
que un Fausto alemán tenía que ser más Fausto y sólo un Hamlet inglés podía
blasfemar desde sus entrañas inglesas contra su madre y su tío.
Con el quijotesco propósito de no leer
traducciones, empecé a estudiar idiomas imbuida de un delirio fanático y al
terminar el secundario ya me desenvolvía bien en inglés, francés y alemán.
Pronto llegué al convencimiento de que mis molinos de viento no eran
desaforados gigantes y tendría que seguir leyendo traducciones porque son
muchos los idiomas del mundo. No se puede avanzar en ese terreno babélico .
El tiempo siguió fluyendo, más rápido
de lo necesario para mi gusto, y puedo asegurar que desde entonces hasta hoy he
leído traducciones excelentes. Muchas de ellas realizadas por hombres de letras
de elevadísima cultura. En Buenos Aires tuve oportunidad de estar en la casa de
la hija de León Mirlas, el traductor preferido por el dramaturgo estadounidense
Eugene O’Neill y tuvimos una conversación muy interesante entre documentos,
cartas, fotos y evocaciones y desde un portal estadounidense en Internet pude
leer algunos de los diálogos epistolares entre O’Neill y Mirlas. Fue
interesante conocer el trabajo permanente entre un escritor y su traductor para
lograr un trabajo sin fisuras o con la menor cantidad de fisuras posibles.
Pero los problemas y las dudas sobre
las traducciones lejos de disminuir, se acrecentaron y se le sumaron otros
interrogantes.
No entiendo a los españoles. Por un lado, la Biblioteca Cervantes
publica con orgullo que el español es uno de los idiomas con más hablantes en
el mundo, pero por otro lado, creo que ignoran sistemáticamente que ese idioma
no se habla de la misma forma en todo el ámbito de los hispano hablantes o bien
no ignoran las diferencias pero están convencidos de que el verdadero español
es el de la Empresa
Telefónica, Repsol y otras tantas. Y con ese criterio son muchas las traducciones que vienen de
España. Me cuesta mucho prestar atención a dos cow-boys conversando mientras
cabalgan en el desierto de Arizona:
- Coño. En mi puñetera
vida he visto un gilipollas como tu-
-¿Que dices? Pues que
mala uva tienes, tío
Pero la necesidad de utilizar un nivel
más neutro y cuidado en el uso del idioma que tantos hablantes compartimos es sólo uno de los reclamos en cuestión. Creo
que desde que las editoriales globalizadas dejaron, en general, de tener la
dignidad que alguna vez tuvieron y el orgullo de descubrir autores o celebrar a
los consagrados, todo empeoró.
No sé cuándo pero un día nos
despertamos y encontramos que las Editoriales eran fábricas globalizadas cuyo
dueño no se sabe quien es ni donde reside y que sus representantes en los
países son monaguillos obedientes sin el don de la gracia que direccionan el
libro de acuerdo con las necesidades de la liturgia del mercado .
El libro es ahora “el producto” no sólo
para sus fabricantes sino que también algunos hombres de letra y del arte
llaman de esa manera a un libro, una película, una composición musical. Sería
perdonable, digamos, si el producto fuera de calidad pero nunca con los esperpentos que a menudo
se encuentran .En un texto que lamentablemente no recuerdo y en consecuencia no
puedo reproducir textualmente, los personajes se encontraban abordando un tema
serio y de pronto uno de ellos hace una acotación con especial énfasis. Su
interlocutor responde -No es mi taza de té. Quienes saben inglés reconocen en
la expresión it is not my cup of tea una expresión idiomática que quiere
decir no es algo de mi interés o no es algo de mi agrado. ¿Y los que no saben
inglés? Pueden llegar a convencerse de que algo les está ocurriendo y no
comprenden lo que están leyendo. Pobres lectores hasta quizás piensen que les
está llegando el Alzheimer.
Hace tiempo que existe la carrera de
traductor, hay Colegio de Traductores, cursos de capacitación. No pongo las
manos en el fuego por la cultura general de todos, pero al menos tienen el
conocimiento técnico como para saber qué hacer con “la taza de té”. Cuando aparecen semejantes déficits tengo que
suponer que “las fábricas de libros” no quieren gastar en honorarios respetables
como merece un profesional para una tarea nada sencilla como ésta. En su lugar
contratarán a alguna eterna estudiante de inglés , y con la misma cantilena de siempre saldrá
una secretaria para darle unos miserables pesos cada cien palabras , por supuesto, independientemente de las dificultades que
pueda ofrecer el texto.
Y tenemos que seguir leyendo traducciones.
Tengo esperanza de que las nuevas editoriales pequeñas de nuestro país nos
revelen un mundo de letras no tan “puñeteras”■