martes, 31 de agosto de 2010

OFELIA FUNES



LA FRAGUA     

Reclama tu lecho de fuego
  La perfeccion de tu caída
  La rebelión sin esperanza
A cambio de un único día
    Enrique Molina, "Tránfuga"

No hubo un tiempo de mucho
casi nada demasiado.

Punto de estar y de partida
fusión de metales encendidos
y ya no sé si estoy aquí o me fui

y vino la hora del grillo y la torcaza
del llanto de niño y el rumor de fuente
de nube que vuela como paloma
y desgrana sobre mi río

y el agua alimenta la fragua
el fuego acaricia el recuerdo
la aldea se puebla otra vez.

Tiempo de gozo y despedida
pájaro desnudo
en el rubí de la tarde.


HOMENAJE
A Juan L. Ortíz, Fernando Pessoa y Gianni Siccardi

 Hoy el zorzal se detuvo en mi ventana.

Como la hoja de otoño que acaricia el viento
pienso en aquel que oyó palpitar el río en su oficina
derramó todos los sueños del mundo entre sus dedos
persiguió a la inmensidad
y una lágrima desvió su camino.

Hoy me visitó el zorzal
oí su canto en la mañana.
  
EL ROBLE

Monto y desmonto el resquicio de las horas
y mi costado grita.
Visto y desvisto el olor a pesadumbre
y mis pies descubren la piedra.
Me tiendo a beber de la brisa
y la tierra se abre

y el viejo roble majestuoso, imperturbable
baña de rojo el otoño

ay, que su belleza duele
que su aventura ofende

en estos días en que no trepo hasta sus ramas
y sólo veo su rostro engarzado en mi río.

Y aquí estoy, mi pena desvanece a su cobijo
me tiendo a beber de la brisa
y espero el verano
en el punto de encuentro de las horas.

  (de "El cuarto de atrás”, Botella al Mar)






TUCUMÁN EN LA PALABRA.
 



Tienen la voz viva. El estilo claro, directo, deja traslucir la palabra cuidada, belleza en la forma de transferir el mensaje. Recurren a colores, molinos, lluvia, herramienta: expresiones comunes que se despiertan en un entorno de mágica ternura.  Agrada leerlas, saber que no escriben para nada, sino para permitir que su arte raspe toda indiferencia y hacernos saber y sentir cuánto sensibilizan con la quietud de sus imágenes.  Susana Zazzetti.
 
INES ARAOZ. ( 1945)."Las historias de Ría" "  Los intersticiales" "Viaje de invierno" y otras.
 
     II
 
Por sobre todo estabas vivo cuando morías
   y yo te amaba.
Amé tu pecho seco y la avidez
   de tu boca y de tus palmas.
Recordé el coraje del volatinero
   al tensar la cuerda.
¿ Qué es la muerte del amado?
Es el árbol
            la ceniza
                      el gesto tierno
de lo cotidiano.
El capullo de la rosa china
   entre las aspas de un molino.
Radiación traviesa del poema
   en la piedra azul que lo refleja.
Alternancia de la luz y de las nubes.
                                         Es aquello
que no debe ser nombrado.
                                         La voz
sin pronunciarse.
                  El tajo
en el corazón.
                   El mío.
 
Soy yo la muerte del amado.
 
 
MAISI COLOMBO.( 1950). " Como músicos en vacaciones" "Las palabras llaman" "Ultísima" ( inédito).
 
      IV
 
llueve
  sobre la lluvia
llueve
" la tierra regurgita dedos pequeños de agua
          a modo de caricias"
          intentando remontar con esfuerzo enfermizo
 
" en piano desvencijado de larga cola
teclea una música infernal"
que socava silenciosos lechos de lagunas
las herramientas
      componen sus propias partituras
los rabdomantes ociosos
      guardan sus utensilios en lugares seguros
como músicos en vacaciones.
 
      S/T
 
Ellas giran y giran
dentro de mi cabeza
la oscuridad me protege
a la hora del baño
para que se detengan
y mi volantín
no se escape sin retorno.

 
de " Poetas argentinas- 1940-1960"
  
ALLEN GINSBERG
 
   
  
 Lower east side ( según Reznikoff)
 
Esa mujer de cara redonda, dueña de la calle con sus tres
grandes perros,
me chilla, anadeando con su bolsa de la compra a través de
la Avenida B
aferrándome la entrepierna. " ¿ Porqué no me hablas?"
desnudando los dientes en una sonrisa,
la voz alta como la bocina de un taxi,
"Pedazo de Tarado... ¿acaso te crees famoso?: me recuerda
a mi madre.
 
      Modas de primavera
 
Luna llena sobre el shopping...
      en una vidriera la luz silenciosa
el maniquí desnudo mirándose las uñas.
 
    de "Poesía beat"
  
   corresponsal Susana Zazzetti
  
a.
ERNESTO GOLDAR





Ernesto Goldar nació en Buenos Aires. Es poeta y ensayista, ejerció el periodismo y la docencia universitaria, además de coordinar talleres literarios de novela, ensayo y poesía. Fue asesor cinematográfico, candidato a senador, jurado por el Fondo Nacional de las Artes, el Congreso de la Nación y el gobierno de la ciudad. Participó de antologías sobre la historia y la sociología de Buenos Aires, y de las antologías Poetas argentinos del siglo XXI, 2005; Legado de poetas, poesía social argentina, 2007; Poesía argentina contemporánea, 2007; Poetas y Putas, 2008. Es socio honorario de la Sociedad Argentina de Escritores y de la Sociedad de Escritores y Escritoras de la Argentina. Obtuvo el premio Oesterheld. Publicó ensayos de investigación histórica, pensamiento político y crítica literaria; dictó conferencias en universidades nacionales e instituciones culturales públicas y privadas, y es citado por numerosos autores argentinos y extranjeros. Publicó más de veinte libros, con varias reediciones; entre ellas destacan: El peronismo en la literatura argentina; La mala vida; Jauretche; Proceso a Roberto Arlt; Buenos Aires: vida cotidiana en la década del ’50; John William Cooke y el peronismo revolucionario; Los argentinos y la guerra civil española; La clase media en el ’83; ¿Qué hacer con Perón muerto? Y tres poemarios: Feria en San Telmo; Instinto de conversación; y En voz desmayada y baj
Poemas de: EN VOZ DESMAYADA Y BAJA


LITIGIO
Los lingüistas no pierden el tiempo,
los gramáticos tampoco;
las palabras del poema que nos abren el mundo,
convocadas al fuego del mundo,
develan su misterio en cuanto
son incomprendidas,
Invioladas por las razones
como los dioses y como los hombres
que no buscan ser explicados en la Tierra
sino soportados, custodiados y respetados
como un secreto salvajemente oculto.

POETA NATURAL
La mano, la mano enferma,
la mano enferma escribe.
Imposición ineludible de decir,
o de ocultarlo, que viene a ser lo mismo,
para inventar otra vez un espacio
en la línea de papeles,
de todo olvidar en el descenso.
Afuera el mundo tiembla,
y no puedo detener la mano mortal y maniática
que dibuja palabras, frases y finales,
como si se tratase de una extraña.
No es de mi cuerpo, para nada,
tampoco de mi alma,
generadora de almas.

MI EXTRAVAGANCIA
De tiempos de
historia personal, y de la Historia,
mi preferencia evoca del tren las estaciones,
la de Constitución, la de Retiro,
que por los pasos perdidos atraían,
los inacabados gestos de viajero,
las miradas aún sin consumir.
Se iba a las vecinas cervecerías y a los bares,
al monumento de las construcciones
como si algo más pasara allí,
como a un refugio,
y también por un poco de extravío a ocupar
los asientos de las salas,
los vestíbulos como si fuese un templo.
No sé si el atractivo han conservado,
pero todavía, por su emblema de tierras de viaje,
por sus sistemas y sus estridencias,
por su crisis y su encanto y por su imagen
de vedette envejecida,
es legítimo el deseo de mostrar que otra cosa existió,
ciertas palabras olvidadas que vueltas a decir producen
chispas.

UNA AVENTURA MEMORABLE
Faltar a clase, hacerse la rabona,
entre paréntesis poner la escuela y darse asueto,
al maestro idéntico a sí mismo, a la pedagogía,
al aroma de la insípida tiza y al dictado,
la punta de los lápices, la goma,
los inofensivos rituales iniciáticos,
ese universo severo y el estuche
y las tablas de multiplicación.
Alegría del tiempo merodeador de imágenes,
por tachar las palabras y mirar a las nubes,
por andar lentamente soberano,
por las puertas del sueño, por caminar así,
con ligereza,
y abandonarse a un placer a contracanto
a lo largo de una mañana en primavera.

º º º º º º º º º
 
César Cantoni - poemas de Diario de paso (2008)


"Escrito con la contundencia de lo epigramático y el pulso urgente del testimonio, este “Diario de paso” es, antes que crónica de los días, la mirada de un hombre puesto a exponer el hecho de vivir en una época que dejó de lado la ilusión metafísica y todavía no ha encontrado la morada que la reemplace. Por sus poemas desfilan instantes, lecturas, mañanas y noches sucedidos entre dos fechas: el 27.4.05 y el 3.5.06. Lapso elegido no para dar un marco cronológico a la experiencia, sino para recalcar, con cifras mudas, su naturaleza de rito anónimo, de tiempo sin fondo. Así, desde el territorio escarpado de la vida vivida y de la vida presentida, Cantoni acumula pruebas con el propósito de desbaratar, a través del lenguaje, la negra promesa de la nada. Y el resultado, para un escéptico, es suficiente: la vieja campana de bronce vuelve a sonar en la memoria, la madre -ya muerta- sale a la calle con su escolta de ángeles indulgentes, los amantes se poseen simplemente como quienes se aman. La negación, de tal modo, suelta su presa, y algunos breves destellos señalan la existencia de un rumbo. Gracias a esta fuerza expresiva, afirmada por oportunas ironías, su poesía tensa la cuerda que va del yo a lo otro, que es el camino del yo a los otros, elevando la escritura a la dimensión de diálogo. Diálogo con el silencio y el vacío. Tal el verdadero diálogo que la poesía permite establecer, cuando se ha descubierto la dimensión del dístico que dice: “hay otros mundos, pero están en éste”. 

[Rafael Felipe Oteriño, Contratapa del libro Diario de paso, 2008]



Poemas de: DIARIO DE PASO

DECÍA MI ABUELA ESPAÑOLA

“Dichosos los no nacidos”,
decía mi abuela española,
que no había leído a Sófocles
-que dijo más o menos lo mismo
de un modo perdurable-
y que una vez abandonó su patria,
envuelta en el humo de los bombardeos,
para morir republicanamente en ésta,
triste y cansada de la vida,
con la fe intacta en la nada.


MIENTRAS CRUZO LOS RIELES

Pienso en ese tren de vapor
que ya no pasa, ese tren esforzado
que venía de lejos, piafando
y pitando entre señales de humo,
como un animal vivo del campo,
en alegre, furiosa carrera contra el viento,
y que a mí me gustaba mirar cuando era chico,
mientras cruzo los rieles con óxido 
de la estación abandonada
y la vieja campana de bronce
vuelve a sonar, de pronto, en mi memoria.


AYER VINO MI MADRE

Ayer vino mi madre muerta a visitarme.
Vino vestida de entrecasa, con su gastado delantal a cuadros,
que colgaba de un gancho en la cocina.
No preguntó por nada ni por nadie. Simplemente,
quería saber si todo se encontraba en orden: 
las camas tendidas, los cuartos ventilados,
las plantas podadas y con agua...
De paso, me recordó que la felicidad no dura,
que el amor es triste y duele demasiado
y que, al final, sólo queda arreglárselas como se puede.
También me dijo que no comiera dulces
y, sobre todo, que me cuidara del invierno,
que, en invierno, el viento suele ser traicionero en las esquinas.
Después, cuando la tarde agonizaba,
salió a la calle, saludó a los vecinos como de costumbre
y se fue con su escolta de ángeles indulgentes.
Sí, ayer vino mi madre muerta a visitarme.


LA GENTE PREFIRIÓ, EN GENERAL

Es cierto, Cioran acorraló al demiurgo
hasta dejarlo sin respuestas,
pero su pensamiento fue tan devastador
que la gente prefirió, en general,
otras verdades a su verdad amarga,
una visión más amable e ilusoria de lo creado,
más complaciente con sus expectativas,
como quien se contempla de paso en un escaparate
y cree ver en el perfil grotesco
la belleza que no tiene. 



EL PERRO LLEGÓ OLFATEANDO

El perro llegó olfateando,
reconoció la estatua
del prócer de la plaza
y orinó contra el pedestal.

Después se alejó con otros perros,
indiferente al juicio de la historia.

[César Cantoni, de Diario de paso]



MARIO LEVRERO La Calle de los Mendigos

 


Cacterística primera persona del narrador en la literatura de Mario Levrero se convierte en un atrapador del lector; al avanzar el atrapado lector, irremediablemente vive otra vida más valiéndose, ahora él mismo, de la vida del narrador.   Esto lo consigue Levrero por la veracidad y la honestidad, así como por el carácter profundo de sus creaciones. 
Se ha dicho que la obra de Levrero se caracteriza por presentar un mundo caótico, distorsionado, cruel, obsesivo, asfixiante, en fin, un mundo de pesadilla y, pueden ser válidas estas descripciones, siempre y cuando reconozcamos que se hacen acompañar por una estructura lúdica, cruel pero festiva a la vez.  Podemos agregar también los ambientes opresivos, las relaciones humanas ambiguas y casi pornográficas, la apatía del narrador y su imperiosa necesidad por satisfacer sus instintos más primitivos y otros no tanto, como el comer, el dormir, el mear o el hacer el amor; el fumar, el beber café y el aislamiento.  Dentro de toda esta aparente oscuridad, Levrero nos señala o, mejor dicho, nos muestra y traduce las prodigiosas señales luminosas que constantemente se están revelando, pero que sólo unos pocos logran traducir; Mario Levrero posee ese don y lo comparte generosamente con sus lectores. Aquél que crea que los mundos que Levrero nos narra no existen en nosotros mismos, es que no se ha atrevido a echar una mirada hacia su interior.  Posiblemente Levrero tenga no muchos lectores, pero sus lectores se convierten en lectores leales que nunca lo abandonan porque no pueden y, además, no quieren escapar.
Carmen Simón

Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.
Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.  Tampoco enciende, ahora.
En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.
Lo examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.
Tengo una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual resultado con el
N° 2, o el N° 3.
Salen algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
El encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo -a una distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor- la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
Queda en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este sorprendente crecimiento.
Introduciendo el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
Quito algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.
Descubro que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño -especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano-, es lógico; por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.
Me decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos días en el interior del tanque -muchos más que en otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.
A esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos encendedores.
No uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto, explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor cantidad de resortes.
Siguiendo con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas con el dedo.
Presiono con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me sigue llamando la atención el peso.
De pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada uno de sus elementos.
Ahora, después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar que es casi esférica.
Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación.
Hasta ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros.
Son blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él.
«Debo regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.
Puedo apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni dónde terminan.
Sigo avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa -quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún localizar su fuente.
Descubro que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.
Escucho gemidos.
«Es la calle de los mendigos» -pienso-, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz -un farol-, y por encima las estrellas.
En efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.
«Debo buscar un bar que esté abierto -pienso-. Necesito cigarrillos, y fósforos».  ■

MARTA JULIA RAVIZZI


La Muerte de Carlos Pereyra

Que Carlos Pereyra había muerto era cierto, como también era cierto que otros Pereyra  corrieron la misma suerte, aunque por otras razones: el abuelo y el hermano.
El caso de Carlos no era muy diferente. Solo matices.
Tenía más enemigos que el común de la gente, y amoríos por todos lados. Era un tipo bien plantado, con una situación económica más que holgada; mejor dicho, económicamente estable, pero financieramente lamentable.
La noche siempre era su aliada. Con las mujeres, con el juego, con el trago. Salía ileso de esas situaciones más de una vez y se jactaba por eso. No tenía un lugar fijo donde vivir, pero la casa de su madre era donde se lo podía encontrar habitualmente.
La madre fue la única mujer respetada por él, su nombre era sagrado.
Un padre que los había abandonado cuando él se anunció. La madre afrontó sola el embarazo y el parto. Después, se las ingenió para que a los dos chicos no le faltara lo esencial. La madre hizo lo que pudo, y él creció en medio de  severas condiciones y aceptaciones inadmisibles. El hermano mayor, apenas casi dos años, era un tiro al aire, imposible de domar.
La madre, con los años, desistió  de enderezarlo. Esa dualidad marcó la vida de Carlos.
Su entorno, lleno de hipócritas, a los que poco les importaba el hombre, solo el interés por su dinero y sus contactos. Cada mujer que se acercó a su cama, lo hizo con intenciones parecidas, menos Paula. 
Al hermano de Carlos lo mataron en una emboscada, por un asunto de drogas.
Dicen que el abuelo corrió  una suerte parecida. Solo matices.  
Carlos escuchaba solo a la madre. Únicamente sus consejos eran atendidos por él. Dicen que ella  no aprobaba las andanzas del hijo, del único hijo que le quedaba y al que adoraba.
Dicen que a la mujer no le gustaban las compañías ni las noches perdidas en tugurios inseguros, donde el hijo frecuentaba gente de todo tipo y moral.
Dicen que el reproche era frecuente, pero Carlos, a su modo, la convencía.
Paula trabajaba como mesera en un casino clandestino. Allí la conoció Carlos. Allí se enamoró ella.
Empezó una relación tormentosa, con celos, violencia y pasión. Paula era todo eso y más.
La madre quería mucho a Paula, y se notaba. Eran amigas, confidentes, y entre ambas se había instalado un lazo invisible que las amarraba más allá de lo común.
Muchas veces la madre le habló  de la chica, pero él se reía, le besaba la cabeza y sin decir ni sí ni no, se iba vaya uno a saber dónde.
La madre sabía. 
Carlos debía mucho dinero, tanto como el que le debían a él. El juego, los caballos, eran su perdición. Y ya se sabe, las deudas de juego son sagradas y hay que pagarlas.
Más de una vez estuvo escondido en algún sitio secreto, para no ser víctima de quienes querían recuperar con intereses lo prestado. Luego  reaparecía con dinero y saldaba aquellas deudas que enseguida se transformaban en otra nuevas y más importantes.
Cuando Paula le dijo lo del embarazo, él hizo un gesto, se encogió de hombros y le respondió que no se iba a hacer cargo, no estaba seguro de que fuera suyo. Paula habló desde su corazón, le aseguró que esa criatura era de los dos, le habló de un ADN, pero Carlos, se negó sistemáticamente.
Ni siquiera la madre pudo disuadirlo. Él negó esa paternidad con una fuerza y una desconfianza felina. Aun conociendo a Paula, sabiendo los sentimientos de ella, no quiso tomar la responsabilidad del hijo en camino.

Los meses pasaban y el vientre de Paula iba adquiriendo majestuosidad. Ella se había entregado a ese hijo y estaba dispuesta a todo, con o sin Carlos.
La madre del hombre, mientras tanto, soñaba con el nieto, pero no podía  convencer a su hijo de que hiciera lo correcto. Ni siquiera los recuerdos sirvieron para que la omnipotencia se desmoronara y aceptara la verdad.  
Cuando nació Lucas, solo la madre estaba junto a Paula. Tres kilos de ternura se prendían al pecho, pero Carlos no quiso conocerlo.
Fue cuando regresaron a la casa que sucedió todo. Paula estaba con el bebé y escuchó. 
—Si vos no tuviste padre porque nos abandonó, Lucas no va a pasar por lo mismo. Lucas no tendrá padre porque vos estarás muerto.
Y se oyeron tres disparos.
El cuarto fue para ella, que certeramente aplicó el cañón del arma en medio de su pecho.■

Marta Julia Ravizzi -2010

lunes, 30 de agosto de 2010

MÁXIMO SIMPSON



Excluido de la antología del bicentenario por el escriba de la “tribuna de doctrina”, un pasquín amarillo que aparece en Buenos Aires, a modo de desagravio publicamos algunos de sus poemas para que disfruten los lectores de Artesanías.

“off the record” ( para mi propio placer, Andrés)

Visión 24

Abandonado en campo raso, 
ese pañuelo diminuto 
sólo espera un milagro, una señal, 
una canción de cuna. 

º º º º º

A FIN DE CUENTAS


Aún no he podido arborecer,
y mi charla fue siempre un balbuceo,
ambiguo, sospechoso.

Algo les falta aún a mis sentidos
para olfatear la dicha,
la fe de los creyentes,
esa fe que resiste
la prueba irrefutable del más ronco alarido.

Aún no alcanzan mis pies para llegar
a las fronteras de ninguna parte.

Soy un hombre inconcluso,
y ya es un poco tarde para intentar de nuevo
mejorar mis reflejos,
o esperar con paciencia
el crecimiento firme de aletas y de branquias,
de ruedas vigorosas,
pues la nada me espera en cualquier sitio,
tal vez en la cocina,
tal vez mientras escribo
esta trivial noticia de mis días.

Visión 28

Pasa un carro tirado por caballos: 
Un carro de otro tiempo, 
y caballos sepultos por las olas. 
Sobre el carro va un hombre derrotado 
por una densa niebla, por el impuro olvido. 

Visión 30 

En la pared del cielo hay una grieta,
una herida profunda, inexplicable.

Cuestiones

Yo no sé si emigraron
los cielos extraviados que se buscan a tientas.


Yo no sé si defiende la noche el equilibrio
del animal que aúlla a la deriva,
si el olvido se acerca galopando,
o golpea temprano en las ventanas
del hombre que aún acecha.