VIDA DE PERROS
Un portón ciego y un muro impedían que la casa se viera desde afuera, pulsé el timbre y esperé hasta que, una empleada con uniforme, abrió la puerta incorporada en el portón. Entonces la vi., al fondo de un parque la mansión abarcaba el horizonte.
Caminé detrás de la fámula hacia el encuentro del hombre que aguardaba de pie al reparo de una galería. A su lado, sentados inmóviles, los dos doberman que debería cuidar por espacio de diez días.
Cuando Molissé me habló de un trabajo pensé que se trataría de algo relacionado con la escritura. No le costó convencerme, la necesidad por un lado y la paga por otro resignaron toda resistencia.
Allí estaba estrechando la diestra de mi empleador.
-Joaquín Arbeniz.
-Enrique Lotriski.
-Éstos son los chicos, Sumit, señaló uno de los perros,-y Jezo. Los perros se incorporaron y al instante no supe cuál era cada uno.
Tomamos asiento en unos sillones de ratán. Los perros hicieron lo propio sobre sus culos. Intenté reconocerlos y fijé la vista en uno que me sostuvo la mirada y alzó los belfos que desnudaron unos colmillos blancos, recordé a Jack London.
El hombre lo reprendió y dijo algo así como ¡qué Sumit este!
Enseguida me contó que los animales eran hermanos y comenzó con una retahíla de prevenciones y recomendaciones rematadas con la sugerencia de que los acariciara.
Jezo se mostró amistoso, Sumit no dejó de gruñir cuando mi mano corría riesgo de ser amputada en tanto rascaba la cabeza de la bestia.
-Muy bien Enrique, lo principal es que se gane la confianza de a poco. Sumit es bueno aunque algo irascible.
La empleada se hizo presente y Joaquín detalló una lista de convites, elegí café.
La idea era que asistiera por las tardes para que los perros se familiarizaran conmigo y yo con ellos. Luego el hombre se ausentaría y yo me quedaría a vivir en la casa para cuidar de los hermanos. Fue en esos días que mediaron en que fui instruido de horarios, hábitos, comidas, juegos, nada difícil de cumplir. Hubo sí algunas extravagancias, por ejemplo, poner los perros frente a la computadora para que vean a su amo en el monitor todos los días a la misma hora en que él les hablaría y los podría ver. Otra rareza consistía en ponerle el despertador a Sumit a las siete de la mañana para que el perro entrara en la habitación y ladrara hasta que yo me despertara. El hombre usaba ese truco para levantarse y temía que el perro, si no lo practicaba, lo olvidara.
Los perros disponían cada uno de un sillón en un cuarto de servicio donde dormían, andaban a su antojo por la planta baja de la casa y por el parque. Entraban y salían por una puerta trampa en la cocina. Solo les estaba vedado subir a la planta alta y a mí también. Tema este que no me mortificó ya que abajo había un mundo confortable, biblioteca, cocina, heladera de dos cuerpos (que supuse llena), una televisión gigante, computadora, sillones, una habitación con baño propio, la del dueño que yo ocuparía y el servicio doméstico.
También había una mujer en la planta alta que me fue presentada el día antes de que el hombre emprendiera el viaje.
Nos hallábamos sentados en el living. No sabía si la insistencia en que repasáramos los detalles se debía a que yo no le inspiraba confianza u obedecía nada más que a la obsesión de que el orden no se viera alterado.
Los perros permitían que los tocara en todo momento y ya había descubierto la manera de neutralizar los rezongos de Sumit. Le hacía cariños y enseguida Jezo comenzaba a darle hocicazos o a intentar fijarle la cabeza entre sus mandíbulas o a ahogarlo mordiéndole la garganta.
El señor Arbeniz los contemplaba arrobado cuando esto sucedía y pienso que lo tranquilizaba saber que yo les tenía paciencia.
La mujer bajó las escaleras con paso firme pero sin dejar de deslizar una mano por el barandal. El pelo negro con algunos brotes de canas lucía como al descuido hasta los hombros. La espalda erguida mantenía expectantes unos pechos centrífugos. Fui presentado:-Araceli, mi esposa, dijo Joaquín.
Ella, antes de extender la mano, saludó a los perros que la rodearon:-Hola chicos.
Después me dedicó una mirada intensa pero opaca en sus ojos marrones. Conocí esa mirada, ese abandono, el andar desangelado de aquél que nada sabe ni le interesa pero es consciente de ello.
-Voy a fumar afuera, dijo luego.
Apenas hubo dejado la casa el hombre dijo:-Mi esposa es una alcohólica en recuperación por eso le voy a pedir que por favor no consuma alcohol en lo que dure su estadía. Ah, y fumar puede hacerlo afuera.
La noticia de la adicción de la mujer no me sorprendió, la había presentido acostumbrado como estaba en tratar con fantasmas. Lo lamentable era que la abstinencia me abarcaba y desde ese momento comencé a pensar en cómo violar la ley seca impuesta por este Elliot Ness redivivo.
Una pregunta me sacó de mis cavilaciones: _ ¿Oyó hablar de Denis Yulov?
Mentí:-No.
-Soy yo y Molissé es mi corrector, mintió él. Yo sabía que Molissé escribía sus libros de autoayuda.
Yulov o Arbeniz siguió:-Parece que Molissé tiene intención de retirarse y me contó que usted también escribe y muy bien, a mi regreso hablaremos de ello.
Un buen gesto de Molissé que lo redimía de la recomendación para cuida perros.
Regresé al día siguiente con un bolso en donde, envueltas en mi ropa, viajaban botellas de Malbec y una de Jack Daniels para hablar con Sumit y Jezo por las noches.
Asistí a la despedida de Joaquín Arbeniz y los perros. En realidad a la de él, los perros parecieron no darse cuenta. Cuando subió al auto que lo trasladaría al aeropuerto, el bueno de Jezo lo miraba sentado entre mis piernas y Sumit parado por delante y es que a veces un perro también mira con ese peso intransmisible del alma en los ojos pero, sin tiempo, inquietos y con la sabiduría instintiva que los caracteriza, buscaron mi afecto en la certeza de que solo el amor los puede contener.
Esa primera noche les expliqué que eran libres de ser perros, nada de reglas estrictas, nada de despertador le dije a Sumit. Parecieron contentos con la novedad y se fueron a ladrar a la noche del jardín. Yo abrí un libro y la botella de whisky, me respaldé en la cama y comencé a leer.
-Ajá, me sobresaltó Araceli enmarcada en el vano de la puerta,-transgrediendo las reglas.
-Creo que para ello se hacen, respondí con fastidio.
Se acercó y tomó el vaso de la mesa de noche y lo vació como en las películas del viejo Oeste.
-No siempre fue así, dijo y se estremeció cuando la bebida hizo tope en algún punto de su organismo, enseguida agregó:-La vida no siempre fue así.
-Todos fuimos mejores antes, sentencié con prejuicio.
-Es probable, concluyó y siguió,-traé la botella que tengo un caño paraguayo para fumar, vamos a la galería que la noche está linda.
Salimos a la noche y los perros entusiastas nos rodearon:-Hola chicos ¿están contentos que se fue? Les preguntó en alusión al marido y ella misma se respondió:-Sí, están contentos y yo también.
Después me advirtió que el porro era dinamita y que por las dudas, me convenía fumar sentado en el piso. Dócil como los doberman le hice caso. Ella corrió la silla hasta que el respaldo tocó la pared y yo, como un perro más, quedé a su lado en el suelo. No nos mirábamos, compartíamos el vaso y el cigarro gordo y contrahecho.
Ella hablaba con la mirada puesta en la noche mal alumbrada del jardín.
-Antes fuimos una familia, hasta que murió nuestro hijo. Calada al cigarro que brillaba como un ascua y trago de whisky. El cigarro iba, el whisky venía, los perros también iban y venían y la vida parecía comenzar a tener un sentido.
-Entonces se produjo una brecha entre nosotros y cada uno la llenó como pudo, él, con el verso de la autoayuda y la vida sana. Yo con la indiferencia y ahora es el después que ya jamás podrá unirse al antes porque en el medio cada uno construyó lo suyo.
-¡Qué desgracia! Exclamé yo y no pude contener una risa cannábica.
-La culpa de estar vivos, dijo ella y se rió con la cabeza hacia atrás.
Primero me apoyé en un codo, enseguida extendí el brazo y la cabeza, sin gobierno, buscó el reparo de algo mullido que apenas logré acertar y parte de ella golpeó en el piso. Dediqué mi último sentido al olor salvaje de la marihuana.
Desperté en plena transición de la noche al día, descubrí que estaba tapado con una manta y que un almohadón contenía mi cabeza y parte del cuerpo de Jezo que dormía con su espalda negra rozando mi cara. Sumit descansaba hecho un bollo a mis pies.
Alcé la cabeza con precaución y Sumit me miró con su cara de perro. Me senté y los dos se pararon y practicaron sus desperezos. Luego Jezo aprovechó para lamerme la cara. El mareo era tenue pero supe que no podía confiarme. Esperé antes de ponerme de pie. Abandoné la galería con las palmas de la mano contra la pared como asidas a una baranda invisible. Los perros fueron a piyar a un ligustro y los imité recomendándolos que se alejaran por su empeño en olfatear. Después entramos en la casa y les dije:-Vieron qué mierda es la libertad.
No dijeron nada y entraron en su habitación.
Transcurrieron unos días en que Araceli no me dirigió la palabra. En la mañana bajaba a deambular por el jardín y desaparecía en el resto del día. Una de esas mañanas coincidimos en el parque. Yo jugaba con los perros a la pelota, lo clásico, tirarla y que la trajeran, hasta en ello eran distintos los hermanos. Cuando Jezo la capturaba la traía y la abandonaba a mis pies. En vez Sumit no la soltaba y costaba sacársela de entre las fauces.
El jardinero en su día de visita adornaba los canteros con distintas flores y Araceli parecía interesarse en el trabajo. El hombre era un calvo fibroso y atlético a pesar de aparentar más de cincuenta. Observé que se retiraban juntos para los fondos en donde había un obrador que era una réplica en pequeño de la casa principal. No le di importancia y cuando los perros se cansaron entré en la casa y me puse a hablar con la cocinera.
Era este mi trabajo de cuidador de perros un verdadero hallazgo. La pasaba bien, estaba cómodo, comía siempre sin ocuparme de nada. Salvo las monótonas conferencias por la computadora a la que los perros, no podía ser de otra manera, no prestaban atención y terminaba yo, humano al fin, dando los detalles de las idénticas actividades que habían desarrollado desde la anterior conferencia ¿Qué más podían hacer que no fueran cosas de perros? Luego y para terminar debía tomarlos del pescuezo para enfrentar sus cabezas a la cámara y que Arbeniz pudiera despedirse.
La cocinera era una señora sin forma alguna, un amasijo de carnes donde cuello, tetas y barriga era una sola cosa. En las manos, la piel lucía un color distinto, manos ajadas de trabajadora. Todos los mediodías, después de subirle la comida a Araceli, me servía a mi y comíamos juntos.
Ese día se animó y dijo en un tono quedo:-Antes esto era distinto.
-Antes de qué, pregunté con fingida indiferencia.
-Antes de que falleciera Julito.
-¿Quién?
-El hijo de los señores.
-Qué le pasó.
-Nunca se supo bien, creo que el señor consiguió con sus contactos que pasara por un suicidio pero yo no lo creo, discutían mucho…
Hizo silencio y sorbió un trago de soda. Yo no quise indagar en la presunción de escuchar una teoría sin asidero. Lo concreto era el dolor, un dolor que no podía extinguirse a pesar de que quisieran ignorarlo.
Después hablamos de la comida para la noche y la del otro día en que ella no vendría por ser su día franco y en el tema comidas la mujer era creíble.
Tampoco asistiría la mucama, sobrina de la cocinera, por lo que el día se presentaría propicio para reponer vinos y eliminar de mi bolso las botellas vacías.
Esa noche reapareció Araceli. Estaba sentado en el umbral de la galería y me sobresalté cuando habló detrás de mí:-Acá estabas, te busqué en la habitación.
-Devolveme el whisky que no tengo nada para tomar.
Dejó atrás una estela de risas y se paró delante de mí. La luz débil del jardín iluminó su espalda y de su cara a oscuras escuché:-Vení que te voy a mostrar algo.
Giró y cuando estuvo de perfil la luz denunció que no llevaba puesto corpiño. La seguí a ella y los perros a mí. Fuimos hasta el galpón del fondo. Entramos, encendió la luz, apartó unas herramientas y un tesoro de botellas con elixires de variados colores aparecieron ante mi vista.
-¿Qué querés tomar?
Me aferré a una botella de Lagavulin y ella sacó una de vodka y preguntó:-¿Te llama la atención?
Quizá me la llamaba pero no me importaba ya que un buen humor invadía mis neuronas fusiformes.
-Corrompí al jardinero, empezó a decir,-todas las semanas le doy el dinero para que renueve el stock y se lleve las botellas vacías. Cuando me muestra la mercadería, lo franeleo un poco, lo masturbo o le hago una fellatio y así cada semana.
Yo la miraba de manera neutra con mi botella de whisky en la mano. Ella tuvo la necesidad de justificarse:-Al principio le daba una propina pero luego prefirió que le pagara en especies y eso es más barato, concluyó con sarcasmo.
Volvimos a la casa y tomamos asiento en la galería.
-Traete unos vasos y unos hielos, ordenó como si yo fuera su mulo pero no lo tomé a mal, fui y vine con el mandado. Comenzamos a beber.
-Podemos estar así más de un día, reflexionó para sí y siguió:-bebiendo en silencio pero juntos. Enseguida preguntó:-¿Querés una pepa? Me las da el psiquiatra, y se paró para introducir la mano en uno de los bolsillos del pantalón ajustado.
No acepté y dije:-Gracias, no quiero pasar otra noche a la intemperie.
Los dos nos reímos.
-¿Quién sos Enrique?
-Creo que nadie, salvo alguna ilusión ¿y vos?
-Yo no soy, fui, ahora soy el fantasma de la planta alta.
-Un fantasma bueno o malo.
-Malísimo, dijo y cuando comencé a decir algo me llamó a silencio.
-Vamos a hacer correr los perros, dijo y tomó la pelota,-ponete allá en el farol, ordenó.
Los perros captaron enseguida lo que iba a suceder y se aprontaron en medio de los dos. El juego se tornó aburrido porque ella no atinaba con la pelota, ni a tomarla cuando la recibía, ni a pasarla con puntería. Le pedí que se acercara y vino hasta mi, tiró la pelota a un costado y me besó con pasión sobreactuada. Una pasión cruel.
Después dijo:-Vamos a la cama y me tiró de un brazo.
Los perros renegaban entre sí por la pelota hasta que advirtieron que ella, ahora a mi espalda, intentaba empujarme. Los animales se acercaron y comenzaron a tirarnos tarascones. Ella me abrazó y los incitaba para que salten hasta que debí retarlos y la aparté con rudeza. Clavó sus ojos sin brillo en los míos y triste preguntó:-¿No me querés coger?
Me desperté y allí estaba de nuevo el mundo. No estaba solo. A mi lado Araceli desnuda aún no regresaba. Tardé en ubicarme si estaba despierto o en un sueño. Intenté incorporarme y supe que no podría hacerlo. Volví a mi posición. Si me levantaba sería inevitable un vómito. La habitación desconocida se empeñaba en girar y debí aferrar una de mis manos al larguero de la cama. Cerré los ojos, todo se desvanecía sin dejar de girar. Con un atisbo de conciencia recordé que debía comparecer en la computadora con los hermanos doberman y no tenía noción de la hora. Abrí los ojos, busqué un reloj, faltaban quince minutos para la conferencia.
Cuando hallé mi ropa me vi en la panza una leyenda escrita con marcador, con centro en mi ombligo una flor desplegaba las palabras te amo. Tuve ánimo para sonreír pero deduje que ella me había vencido ya que no recordaba cuándo me había pintado. La preocupación me llevó a zamarrearla para confirmar si estaba viva. No se despertó aunque respiraba y yo no tenía tiempo. Bajé las escaleras apurado pero con precaución de no rodar. Los perros me esperaban abajo. Encendí la máquina en el preciso momento en que Joaquín Arbeniz hizo lo de siempre, hablarles a los perros en ese tono estúpido con que algunos adultos se dirigen a los niños. También como siempre los perros se aburrieron y se fueron. Yo intentaba simular entereza.
El hombre me preguntó por su esposa y le respondí que el día anterior, por la mañana, la había visto en el jardín, omití decirle que quizá ahora estaba muerta o en un coma alcohólico.
-Por favor Enrique, si la ve le dice que vuelvo mañana, adelanté el viaje porque aquí ya no tengo qué hacer. Usted no se preocupe que le voy a reconocer la paga completa.
No me preocupaba pero los ricos sí lo hacen.
En referencia a la mujer siguió:-Le he enviado mensajes de texto y no me los respondió, no es que sea importante ya que su conducta es errática pero quería avisarle que a la tarde estaré por allí. Ahora póngame a los perros que me quiero despedir.
Los llamé y de a uno los puse en cámara.
Cuando cortó la comunicación subí de nuevo al cuarto de Araceli. Seguía en la misma posición. Abrí las ventanas y me senté a su lado. Respiraba como en un sueño profundo. La contemplé desnuda, sentí ternura de saberla tan indefensa y me pregunté si en realidad habíamos tenido sexo. Le corrí el cabello de la cara, le di un beso en la mejilla y le hablé al oído:-Araceli ¿estás bien? Varias veces repetí la pregunta hasta que con vehemencia respondió:-¡Andate! ¡dejame en paz!
Estaba bien. Cuando me iba observé un retrato en una repisa. Me acerqué, un joven sonreía en una foto posada. A un lado del retrato una flor agonizaba y al otro, una urna de madera con una placa de bronce “Julio Eduardo Arbeniz” “1976-1997”
Los perros me acompañaron hasta el portón de salida. Conservaban su perenne buen humor perruno. Antes de abrir la puerta me acuclillé en el pasto y se me vinieron encima, perdí el equilibrio y caí de costado. Jezo aprovechó para lamerme la cara y hacerme un cariño que estilaba, un mordisquito en la oreja similar al que usaba para rascarse. En tanto Sumit me daba hocicazos en la espalda. Los abracé y les dije que algún día volvería a visitarlos. Cuando me incorporé discutieron entre ellos. Alcé una mano para saludar a Arbeniz y observé en la ventana del cuarto de Araceli que la mujer me estaba mirando, volví a alzar la mano y solo el hombre reiteró el saludo.
Fin, salí sin darme vuelta. ■