“Mi propósito es repasar cómo hubo corrientes literarias que fueron asimiladas a partir de las traducciones”, dice el autor sobre Versiones de Babel, conferencia con la que abre un encuentro que, durante los próximos diez días, tendrá al mundo editorial en vilo.
Una fiesta “extraordinaria”, una idea “maravillosa”. Luis Chitarroni no escatima adjetivos al ponderar el tercer Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), que inaugura hoy a las 19 en el Malba. Esta movida literaria pegó el gran salto: diez días más –el doble que antes–, más sedes, una sección Filbita dedicada a la literatura infantil y la participación de escritores de culto, como la japonesa Minae Mizumura, el noruego Kjell Askildsen –maestro del relato breve–, el holandés Cees Nooteboom y el brasileño Joao Gilberto Noll. Tener en el elenco por primera vez a un Nobel, el sudafricano John Maxwell Coetzee, implica tocar el cielo con las manos para los organizadores y los lectores. Pero el éxtasis de esta experiencia no podrá ser compartido por todos y todas. El autor de Infancia, que cerrará el domingo 18, leerá una ficción inédita en inglés, sin traducción.
Como su enmarañada cabellera, Chitarroni, primer argentino en inaugurar el Filba, se puede ir por las ramas. Pero siempre vuelve al tronco. ¿De qué trata Versiones de Babel, la conferencia magistral que echará a rodar un Festival cada vez más expansivo? “Mi propósito es repasar cómo hubo corrientes literarias que fueron asimiladas a partir de las traducciones. Aprovecho un ensayo de Coetzee en el que cuenta que las traducciones que se hicieron al inglés de Kafka produjeron una idea con mucha vida útil, pero no del todo exacta. La idea es reflexionar sobre cómo funciona el malentendido de la traducción, cómo un escritor es considerado más alegórico, simbólico o edificante de lo que en realidad es. Y cómo esa idea después se simplifica y queda como si Kafka fuera sólo un detractor de la burocracia, cuando es un escritor que toma sin dudas temas que no tienen que ver con la rutina oficinesca”, anticipa el escritor y editor.
Chitarroni matiza su virtuosa erudición con pinceladas de amable ironía. “Hay una obra maestra de interpretación de Borges, Los traductores de las 1001 noches, que funciona como ensayo y relato; un texto que plantea que para la estructuración de la ficción es necesario que exista un relevo continuo de traducciones. Borges habla de tres traductores; el más famoso y aventurero es Richard Burton, porque fue capitán del ejército, estuvo en Brasil, en Arabia y hablaba 22 idiomas. Curiosamente, la versión de Burton que es la más fiel, la más desasosegada y antropológica –todas las notas al pie son como un tratado de antropología acerca de costumbres y hábitos de Arabia–, es la menos leída. Las más leídas son las que ofrecen un Oriente plácido, más parecido a la idea turística de Hollywood”, subraya el autor de Peripecias del no y El carapálida.
Primera digresión ineludible de este confeso “enfermo” por la lectura. Chitarroni recapitula el embate de la última dictadura: escritores replegados –en la clandestinidad, el exilio exterior o interior–, literatura extranjera clausurada y traducciones cero. “Yo viví espantosamente el ’76, estaba en el último año de secundaria, estudiando Bellas Artes. La escuela fue intervenida, la mayoría de mis compañeros rajaron y yo también al poco tiempo”, recuerda. “Fui sorteado para el servicio militar y tenía un aspecto... el pelo ramificado a lo Hendrix, era flaquísimo, pesaba 49 kilos. Cuando me incorporaron al Ejército, lo primero que pensé es que me iban a matar. Sentía que estaba cumpliendo una condena por un crimen que no había cometido. Era muy consciente de lo que estaba pasando, tenía compañeros chupados. Tuve una ligera militancia en la secundaria a través del PCR (Partido Comunista Revolucionario), pero creía que la única postura posible era el peronismo, la única revolución que concientizaba a la gente. Había que retraerse y aguantar; pero no sabía hasta qué punto conocían o no mis actividades en el Ejército.”
–Quizás aún la literatura argentina está pagando las consecuencias de ese repliegue, ¿no?
–La dictadura produjo una laguna enorme. La mayoría de los escritores latinoamericanos reconoce que Argentina era dominante en términos de traducción; el mercado y las editoriales eran importantísimos. En el momento del destape, la industria española avanza de un modo que habría que estudiar. En los ’70, la literatura española era ensayística; Anagrama y Tusquets, que eran marginales, publicaban muchos ensayos. En los ’80 se produjo un vuelco a la narrativa, sobre todo de Anagrama, y una larga prosperidad que empieza a resquebrajarse. En los ’80 se dio un gran déficit en la industria argentina. Por suerte teníamos el envión del pasado; no sólo un conservador como Borges había trabajado la traducción, sino un Rodolfo Walsh, que había traducido a Ambrose Bierce. O el propio Cortázar, traductor de Marguerite Yourcenar y Poe.
–¿La traducción es una suerte de eslabón dentro de una cadena sin la cual es imposible pensar la literatura argentina?
–Absolutamente; ahora también tenemos escritores-traductores como César Aira y Marcelo Cohen que conducen a una buena “babelización”, un intercambio que no tiene que ver con la globalización, sino con las inteligencias mutuas y el hecho de por lo menos entendernos. A pesar de que siempre la lectura es una interpretación y a lo mejor un malentendido. Aunque lo sea,
a comienzos de los ’70 y gracias al boom latinoamericano, el contagio entre escritores era mucho más fuerte de lo que puede llegar a ser incluso ahora con ventajas como Internet. Había muchos congresos y una gran esperanza. Pero a mediados de los ’70, esa década se convirtió en una década oscura en el mundo. Los ’70 son casi más interesantes de estudiar que los ’60. En los ’70 hubo emergencias rarísimas, delicadísimos desplazamientos; y precisamente porque ha sido oscura y estuvo signada por catástrofes políticas se han descuidado los aspectos interesantes.
–¿Cuáles serían esos aspectos descuidados?
–Yo que era muy rockero puedo ver una parábola exquisita del comienzo de la creencia y confianza en grandes comunidades y una especie de epifenómeno del thatcherismo en Inglaterra como el punk, que acá llegó tardíamente y que fue una toma de conciencia de gente muy joven acerca del estado del imperio. Otro fenómeno para rescatar es la primera lectura de intelectuales que signaron una época, como podría ser Foucault, muy rápidamente leído acá y recuperado en los ’80. Los viejos podemos darnos ese gusto de ver ciertas oleadas, corrientes y textos que se leían en ese momento extraordinario que fue el comienzo de los ’70, que no dejaron augurar que iban a terminar tan mal.
La Gran Chitarroni –el arte de la digresión que cultiva– continúa. “Se escribe más pero no sé si se lee menos”, duda el autor. “No sé tampoco con certeza, yo que soy un enfermo de la lectura, si es una virtud leer mucho. Para mí es un enorme placer y un vicio. La lectura es lo que más me importa en la vida después de mi familia. Nada me gusta más que andar por las librerías, encontrar libros raros; descubrir la tonalidad de un libro que en un primer momento no me impresionó o entender por qué una traducción no funciona, por qué hay traducciones que tienen una gran reputación y no son buenas, como la de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry.”
–¿Cuándo comenzó el interés por las traducciones?
–De chico, pero no fui un superdotado, sino un idiota (risas). Había leído una traducción pésima de “El cuervo”. Como Poe es un poeta que trabaja unas rimas muy de sonsonete, por eso a los ingleses no les gusta y sí a los franceses, a mí me había quedado en la oreja. Al poco tiempo vi la película de Roger Corman en donde Vincent Price lo recita, y me di cuenta de que no tenía nada que ver con lo que sabía. Le pregunté a mi hermana y me dijo que eran diferentes traducciones. La palabra traducción me sonó a diferentes enfermedades, como si una tuviera lepra y la otra sífilis. ¿Cómo era posible que un texto único fuera distinto en otro idioma por dos traductores? Me agarró una especie de angustia por el “modelo original”: qué traducción reproducía mejor al original. No sé si la idea que se tiene de Borges no tiene mucho de malentendido; quizás un escritor en otra lengua se tipifica más por cosas que a lo mejor son accesorias, como lo burocrático en Kafka, que era un extraordinario abogado que jamás perdió un caso. Por eso dominaba los tecnicismos; no es tanto la perversión burocrática, sino un perfeccionamiento de la burocracia teológica del mundo, porque Kafka es un escritor casi místico.
–¿Por qué últimamente se empezó a evocar la antinomia entre “Babélicos” y “Planetarios”?
–Como toda dicotomía, fue más aparente que real. Babel era una revista amplia de criterios; los babélicos éramos internacionalistas, pero tal vez el más babélico de todos era un escritor que no estaba en Babel, Rodrigo Fresán, el mejor lector de literatura anglosajona. En realidad, la pelea fue entre el grupo Planeta y la colección de Sudamericana, entre Juan Forn y yo. Creo que este tipo de dicotomías favorecen mucho. Ojalá hubiera hoy un Boedo y Florida, porque es lindo que haya tensiones y no esta especie de conformidad aguachenta; es interesante que haya disputas en la literatura, que unos digan “Fabián Casas no” y otros “Fabián Casas sí”. No hay bastiones literarios y esto resulta angustioso. No sé si eran bastiones las revistas, pero tengo la impresión de que es muy conventillesca la reclusión en los blogs, que más que abrir clausura los debates. Puede ser una ilusión mía porque soy viejo y no tengo blog ni Facebook. Supongo que el hecho de no tenerlos me impulsa a escribir, a poner el pathos de la biografía en lo que escribo.
–¿No hay tensiones en la literatura argentina?
–Que no haya agrupamientos no quiere decir que no haya tensiones. Creo que hay tensiones y diferencias estéticas. A mí me encanta lo que hace Washington Cucurto, pero quizás algunos pueden decir que no es literatura. Siempre hay alguien que dice “eso no es literatura”, como si literatura no fuera todo lo que se lee como literatura. Hubo escritores y críticos que decían que no era literatura lo que hacía Puig. Yo crecí en una sociedad impugnadora: “Eso no es literatura”, “lo que hace Lamborghini no es literatura”, “lo que hago yo es literatura”. ¿Por qué lo que hace usted es literatura? Ha habido una discrepancia ideológica que ponía el acento donde no había que ponerlo. Si uno toma a dos escritores de ideologías distintas como Alejo Carpentier y Manuel Mujica Laínez, puede notar que son escritores familiares. Los dos tienen una concepción y un repertorio de lecturas parecidos, aunque uno apoyó la revolución cubana y el otro estaba horrorizado. La idea que tienen de la literatura es lujosa y tal vez no admitirían que Lamborghini y Cucurto es literatura. Tampoco estoy hablando como campeón del desprejuicio, pero trato de no localizarlos en esta especie de escena voluptuosa de impugnación.
–Quizás el problema es que ahora es más difícil argumentar qué no es literatura.
–Exactamente; antes se daba por sentado que literatura era lo que hacían unos señores que dominaban una cantidad suficiente de figuras retóricas. De ninguna manera quiero hacer un elogio contra la retórica. Me parece que Guillermo Cabrera Infante decía que achacarle a la retórica la mala literatura es como achacarle a la ley de gravedad la caída de los cuerpos. Uno de los enemigos de la literatura es la imprecisión, la vaguedad. No la ambigüedad, que es una riqueza. Kafka es tan interesante porque se obstina en decir exactamente qué es lo que le pasa. ¿No quiere casarse? Te explica caudalosamente por qué no, como un síntoma que para encontrar la cura hay que describir con mucha precisión y exactitud. Yo creo que cuanto más elementos y recursos tenga un escritor mejor será. ■