sábado, 19 de octubre de 2013

ÍNDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS 20 DE OCTUBRE DEL 2013

ÍNDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS

20 DE OCTUBRE DEL 2013


                          El atlas de las nubes
                          Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez
                          Fernando Sorrentino
                          Andrés Aldao
                          Martha Goldín
                          Ester Mann
                          Carlos Arturo Trinelli
                          Juana Rosa Schuster
                          Elsa Janá.
                          Cristina Pailos
                          Alejandro Bovino Maciel
                       Betty Badaui
                          Xavier Leib´s
                          Carmen Muñoz Passano
                          Ana Romano
                          Amelia Arellano
                          Ernesto Ramírez
                          JOSÉ MARÍA PARREÑO
                          Celmiro Korito
                          Lepota L. Quzman
                          Marita Ragozza de Mandrini
                          Marta Díaz Petenatti
                          Mery Larrinua
                        Paco Moya Peña

El atlas de las nubes



El atlas de las nubes

David Mitchell: “Toda novela tiene un número. Es arquitectónico”
El escritor habla sobre la relación de los humanos con el poder en ‘El atlas de las nubes’
En su libro de notas, el novelista David Mitchell (Southport, 1969) se escribe cartas a sí mismo firmadas por sus personajes. En ellas, cada protagonista se presenta y le explica cuál es su edad, su estado civil, sus deseos, anhelos y temores, su relación con el dinero, el sexo, la política o el trabajo. Son perfiles en los que los personajes definen cómo hablan y cómo se expresan y con los que el autor monta novelas como El atlas de las nubes (preseleccionada para el premio Booker) o El bosque del cisne negro, ambas publicadas por Duomo Ediciones. La primera acaba de llegar a su tercera edición y su adaptación cinematográfica, escrita, producida y dirigida por los hermanos Wachowski (Matrix) y Tom Tykwer (Corre Lola, corre), se estrena este viernes en España. La segunda, una exploración a su niñez y a las dificultades que se encontró por su tartamudez, saldrá a la venta el 18 de marzo.

Lo que más seguridad le da a Mitchell, que hace un par de años publicó la exitosa Mil otoños, es escribir en primera persona, un estilo que manda en casi toda su obra. Y por eso escribe esas cartas. “Es la voz y el lenguaje lo que te persuade si el personaje es real o no. Luego, de esa carta a una novela en primera persona es una traducción sencilla”, explica en conversación telefónica desde su casa de Clonakilty, al sur de Irlanda, donde se ha establecido tras vivir en Italia y Japón –donde decidió que quería ser escritor profesional y se disciplinó en ello-.

A Mitchell le apasionan el lenguaje y las palabras. A la sencilla pregunta de “¿dónde estás ahora mismo?” para que el periodista le sitúe a la hora de la entrevista, el autor se explaya con una idílica y detallada descripción “de célticos campos grises y verdes” de lo que ve por la ventana,a lo que sigue su propia curiosidad para que el entrevistador le describa la redacción del periódico. “Como escritor desarrollas una relación con el lenguaje que va evolucionando, como si fuera con otra persona. Es un menage a troi, porque también está la imaginación y necesitas que tu lenguaje trabaje con ella también”. “Todos los escritores son traductores. Trasladas a texto las imágenes que hay en tu cabeza, lo haces desde un mundo que no existe. Leer es otra forma de traducción para los lectores. Todo es un arte misterioso”, dice. Escribir es también un proceso de elección continua para este escritor: “Siempre estás valorando cuál es la mejor palabra, la mejor frase, la mejor forma de hacerlo”.

Como escritor desarrollas una relación con el lenguaje que va evolucionando, como si fuera con otra persona. Es un menage a troi, porque también está la imaginación y necesitas que tu lenguaje trabaje con ella también
En El atlas de las nubes, Mitchell se lanza a la aventura de contar seis relatos diferentes ambientados en distintos momentos de la historia. Dos en el pasado, en el siglo XIX y principios del XX. Dos contemporáneos, en los años 70 y en la actualidad. Y dos en un futuro en el que ha desaparecido la tecnología y la humanidad retorna a su esencia más primitiva. Cada relato, excepto el central, tiene dos capítulos, uno en la primera mitad, y otro en la segunda, que están estructurados como si el autor hubiese puesto un espejo a la mitad. “Quería ver cómo se vería un libro con una estructura como una extraña muñeca rusa”, explica. Cada relato –un diario, una serie de cartas, una novela de misterio, una película, una confesión y una narración oral junto a una hoguera- está relacionado respecto al anterior de forma sutil.

La figura del narrador oral, que está en el centro de la novela y sirve de cúspide de las seis historias, es la que parece apasionar a Mitchell. “Cuando desaparezca la tecnología usaremos esta forma de narración otra vez, la más básica y la menos artificial. Está bien leer y obtener información en Internet y de los periódicos, pero no creo que sea tan bueno como escuchar una historia de un amigo, o algún cotilleo o una broma”. El pegamento que lo une todo es la estructura piramidal en forma de sexteto: “Toda novela tiene un número. No es misticismo, es más arquitectónico. Quizá estético también. Es como la firma de tiempo en la música”. Y también la temática: “Cada una de las secciones es como un ensayo de ficción sobre cómo funciona el poder, cómo una persona se sobrepone a otra, el poder entre tribus o entre individuos con un estado, o un estado con una compañía depredadora”.

¿Piensa que todo está dirigido hacia un futuro apocalíptico como expone en su novela? “Los lunes, miércoles y viernes lo creo, los martes, jueves, sábados y domingos, no”, bromea Mitchell. Su verdadera preocupación a largo plazo es la energía: “Con las renovables podemos crear luz y generar suficiente energía para escuchar la radio o utilizar ordenadores, pero sin petróleo no podemos mover los aviones, los buques de carga, los ejércitos, los camiones que nos traen los alimentos a los supermercados que comemos todos los días…”.


Hace cuatros años, los hermanos Wachowski se quedaron encandilados con su novela y compraron los derechos para trasladarla a imágenes, algo que Mitchell nunca pensó que fuera posible. “Ya con el guion escrito, estuvimos todo un día hablando. Fue una visita de cortesía, pero querían mi aprobación, lo cual les honra, y me encantaron sus ideas”. Y niega que haya algo que no le satisficiera: “Hay muchas cosas que me encantan del libro que no están en la película, pero son formas de arte diferentes. La clave no es cómo de diferente es respecto al libro sino qué tal funciona la película como una película. Tiene su propio espíritu”.

Hay un elemento de esquizofrenia en escribir, un elemento de desorden de la personalidad, de agresión pasiva y de megalomanía. Y todas estas cosas son necesarias
David Mitchell podría estar hablando horas y horas de forma apasionada. Y en cuanto puede, aprovecha para preguntar al entrevistador por el mundo del periodismo. Es un curioso nato y sus respuestas y preguntas se pueden alargar minutos. Durante la conversación, los únicos silencios se producen antes de arrancarse a pronunciar palabras que empiezan por determinadas consonantes. A la edad de 13 años, comenzó a tartamudear. Una discapacidad que con el tiempo ha llegado a dominar y convertir en su aliada y que trasladó a papel en El bosque del cisne negro, su próxima novela en España. “No tuve que investigar mucho, lo tenía todo en mi cabeza”, cuenta el escritor. “Fue una forma de exploración interior. Fue muy saludable mirar hacia mi tartamudeo y mi fluidez al hablar, ver qué forma toma y cómo moldea mi psique y mi futuro”. Fue en esa edad cuando empezó a soñar con los cuentos, historias, lugares lejanos, mapas y atlas que hoy en día aparecen en sus novelas. Mitchell reconoce que los mapas le atraen, le cautivan, y que podría estar examinándolos eternamente: “Es una puerta a la narrativa. Veo en un mapa las montañas y ciudades e inmediatamente me pongo a pensar quién vive ahí, cuál es la relación con sus vecinos, qué pasaría si uno de esta ciudad se enamora de una de esa otra, dónde podrían encontrarse…”.

El mapa que tiene ahora en la cabeza para su nueva novela es el de Brighton, en un hotel donde se celebra una boda a la vez que una convención de ciencia ficción. Mitchell, que no suele hablar sobre lo que está escribiendo, regala detalles: “Hay una niña de seis años que desaparece. Su padre la busca en este gran hotel, y reza por que no haya salido fuera y que no haya sido raptada. Y trata de encontrarla en este hotel de pesadilla de Darth Vaders, Chewbaccas, Spocks, Capitanes Kirks y monstruos”.

Tras hablar de sus libros, su amor por la escritura, el cine, Japón, los mapas, su afición a las historias de ciencia ficción con máquinas del tiempo (“Me encanta el hecho de que los regímenes totalitarios como China tengan miedo de la ficción de viajes en el tiempo y las prohíban”, dice en un momento dado, como tomando nota para una posible historia) y su tartamudez, Mitchell se despide con una sentencia para escritores: “Hay un elemento de esquizofrenia en escribir, un elemento de desorden de la personalidad, de agresión pasiva y de megalomanía. Y todas estas cosas son necesarias”.

                                                                                ÁLVARO P. RUIZ DE ELVIRA
                                                                                   para diario El País


      

Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez



ENTRE “INSTANTES” Y “REMORDIMIENTOS” DE BORGES EN MÉXICO

La exposición “Borges en México: crónica visual y literaria”, inaugurada en la capital mexicana, se realizó con el objetivo de dar a conocer la relación que el  escritor argentino Jorge Luis Borges, tuvo con estas tierras que visitara en los años 1973, 1978 y en 1985.
En la misma se presentó el libro “Borges y México” del editor Miguel Capistrán. La viuda del escritor María Kodama, traductora y profesora de literatura al referirse externó: “un excelente libro, pero criticó el “error verdaderamente imposible de imaginar” de la escritora mexicana al atribuir al autor el poema “Instantes”.
Kodama se refería a la periodista y escritora Elena Poniatowska, una figura emblemática de las letras mexicanas que participó en el libro.
“El poema Instantes de Nadine Stair en realidad es un mal ejemplo para la juventud porque la incita a vivir en lo banal. Borges nunca se arrepintió de su vida. Y es más, jugaba que en caso (de que) hubiera rencarnación quería volver a ser escritor”;  dijo la viuda del escritor nacido en Buenos Aires en 1899 y fallecido en Ginebra en 1986.
A raíz de esta situación se retiraron los 2000 ejemplares que se habían puesto a la venta con motivo del homenaje y la escritora mexicana Elena Poniatowska publicó en el Periódico La Jornada de la capital mexicana el sábado 4 de agosto bajo el título “Sobre Borges y México”, lo siguiente:
“En los días 9, 10, 11 y 12 del mes de diciembre de 1973, hace 39 años publiqué en Novedades, una entrevista en 4 partes que le hice a Jorge Luis Borges con reverencia y timidez, muy consciente de mis limitaciones y el me trató con bondad.
Cuando la entrevista  se publicó de nuevo en Diana, en la serie Todo México en diciembre de 1990 (páginas 115 a 154), mi gran amiga Rosa Nissan me trajo ya enmarcado y manuscrito por ella el poema Instantes: “¡Mirá que maravilla es de Borges!”, que de inmediato incluí en el texto para el libro. Resultó no ser de Borges, pero en esa época todomundo creía que era de él.
También para el Tomo I de la serie Todo México incluí un segundo encuentro con Borges en el hotel Camino Real, en 1979, en una entrevista de prensa a la que asistimos muchos periodistas y escogí otro poema, Remordimiento, ese sí de Borges escrito en 1975, después de la muerte de su madre.
Mi descuido fue haber mezclado las dos entrevistas para la edición de Diana, guiada por la emoción del segundo encuentro en el hotel y no volver a revisar la entrevista como tampoco la revisaron los editores de Todo México y ahora los del libro Borges y México.
Espero que esta aclaración pueda enmendar en parte el enojo de la heredera y viuda de Borges, María Kodama, a quien describí en Todo México como una mujer “serena, sedante, prudente, erudita, entregada a él y sobre todo a su obra”.
Indudablemente que los errores son varios, más viniendo de una mujer que ha dedicado su vida al periodismo y a la literatura. Incluso dicho por ella, más identificada con el oficio periodístico, del cuál violó reglas de oro en este trabajo.
En lo literaria me queda la duda de como una escritora y por supuesto lectora como Poniatowska no detectó que un poema como “Instantes” jamás pudo haber sido escrito por Borges ya que simplemente como lo calificó María Kodama en México con la poesía era un “tallador de diamantes”.
“Borges fue como alguien que está tallando un brillante y cada una de esas correcciones que hacía, era como buscar a través de ese tallado que era brillante maravilloso que fascinara a los lectores”.
A su vez la compañera de Borges sobre los poemas Instantes y Remordimiento, presentes en la parte del libro escrito por Poniatowska dijo:
“Es muy grave porque ella agrega algo a una entrevista que ya había sido publicada y que no aparecen estos datos. Nunca pudo leerle a Borges estos poemas (en la entrevista) ya que Instantes aparece en Internet después de la muerte de Borges y el poema Remordimiento me lo dictó Borges tres días después de morir su madre. Dos años después de la entrevista”.
Recuerdo que en el año 2000 fui invitado por una Universidad a integrarme a su área de Desarrollo Humano Integral. Al entregarme una compilación para usar en los cursos me encuentro con el poema Instantes adjudicado a la autoría de Jorge Luis Borges como “maravilloso”.
Sabiendo yo como lector de Borges que el mismo no era de su cosecha, y que se le adjudicaba a él erróneamente al hacérselo saber al instructor, este recibe el comentario con molestia y considera que “eso no es importante”, máxime que el libro ya estaba impreso por la universidad.
Transcribo el poema Instantes para que el lector lo conozca y analice:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida
en la próxima trataría de cometer más errores
no intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de hecho
tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico, correría menos riesgos,
haría más viajes, nadaría más ríos,
iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos
imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente
cada minuto de su vida; claro que tuve
momentos de alegría,
pero si pudiera volver a atrás, trataría de tener
solamente buenos momentos;
no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin un
termómetro, una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas.
Si pudiera volver a vivir viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir comenzaría
a andar descalzo a principios
de la primavera y seguiría hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita, contemplaría más
atardeceres,
y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por
delante.
Pero, ya ven tengo ochenta y cinco años y sé que me
estoy muriendo.

“Borges muchas veces decía que él era como un ícono, es decir, la gente lo reconocía como figura, pero nunca lo habían leído”  (María Kodama en México).
                             


Fernando Sorrentino

Sobre Marco Denevi


Uno de mis grandes amores literarios es Rosaura a las diez, la justamente célebre novela con la que el entonces ignoto Marco Denevi (13 de mayo de 1920* - 12 de diciembre de 1998) ganó, en 1955, el Premio Kraft para la Novela Argentina.

Concursos son concursos, y, en rigor, lo insólito no es ganar un concurso sino no haber ganado nunca un concurso. Pero, dentro de dos años, Rosaura cumplirá seis décadas de vida, y su lectura -que suelo repetir cada tanto- me resulta siempre fascinante.

Antes de cumplir los treinta años, tuve la fortuna de que mi segundo libro de cuentos, Imperios y servidumbres (1972), fuera publicado en Barcelona por la Editorial Seix Barral. En realidad, en aquella época yo no sabía bien qué se debía hacer después de publicar un libro. Cierta conjunción de retraimiento y de desdén me condujo a no hacer nada, a -simplemente- esperar los acontecimientos, sin tener la menor idea, por otra parte, sobre qué acontecimientos podrían ser aquéllos.

No sé cómo, en 1975, me atreví a enviar por correo un ejemplar del libro, con una timidísima dedicatoria, a mi admirado Marco Denevi. No muchos días más tarde recibí una carta hermosa -ésta es la palabra adecuada- en la que el maestro me transmitía su opinión sobre mis cuentos.

Y, como una carta suele traer otra, y ésta una tercera, y así sucesivamente, llegó el día en que Denevi -con el que jamás hablé por teléfono: sólo nos comunicábamos por carta- me invitaba a tomar un café en la desaparecida confitería Saint James, que quedaba en la esquina de Córdoba y Maipú.

Allí estaba yo, mesa por medio, con ese hombre de aspecto muy atildado, de traje tradicional, de camisa y corbata. Ese hombre canoso, de estatura más bien escasa, de ojos algo hundidos y de preclara inteligencia, se hallaba sentado frente a mí. Él tenía cincuenta y cinco años; yo, veintidós menos.
No pude no pensar: “Parece un sueño. Estoy conversando, muy suelto de cuerpo, con el maravilloso autor de Rosaura a las diez, con la persona que inventó a Camilo Canegato, a David Réguel, a la señorita Eufrasia Morales… Éste es el creador que tejió esa trama compleja y perfecta de la novela que yo leí y releí tantas veces…”.

Y ese hombre mágico me trataba con toda llaneza y sencillez, y me formulaba preguntas y se interesaba en la poquita cosa que yo podría escribir. Y contaba anécdotas y hacía bromas y se reía con ganas.

Corriendo los años, seguí -de modo más espaciado- intercambiando cartas con Denevi. Lo percibí como un hombre de integridad total, un hombre probo y honestísimo, de insobornable rectitud, que siempre decía lo que le daba la gana.

Por terceras personas, supe más adelante que era una persona difícil, de carácter áspero. En la última parte de su vida, rompiendo el contacto con el mundo exterior, se recluyó en su casa, y parecía estar enfermo de amargura contra todos y contra todo. Sé que amigos que lo querían mucho y bien recibieron, de su parte, respuestas duras e injustas. Por fortuna para mí, nunca fue ése mi caso.

Finalmente, me permito opinar que -aunque la mayor parte de su producción es excelente, y que tiene libros insuperables como Falsificaciones, Un pequeño café, Hierba del cielo y Los asesinos de los días de fiesta- nunca ninguno de sus títulos posteriores pudo igualar el prodigio de su primera novela.

A la calidad literaria la acompañó un inusual y continuo éxito de ventas. Por eso, Denevi solía decir que nunca una mujer había sido tan explotada por un hombre como lo fue Rosaura por parte de su autor.

Cometió los terribles errores de redactar en una sintaxis excelente, de tener vasta y profunda cultura, de saber latín, de no ejercer la demagogia, de no fingirse un profeta angustiado, de carecer de codicia comercial. Las despiadadas y lucrativas sectas autodenominadas progresistas que monopolizan la literatura y rigen los medios “culturales” en la Argentina han decidido ignorarlo.

Sin embargo, junto a Borges y Cortázar, forma el triunvirato de los mejores narradores argentinos del siglo xx.



* Desde que Denevi comenzó a existir como escritor, se dio como su fecha de nacimiento el 12 de mayo de 1922. Sin embargo, la puntillosa investigación de Juan José Delaney (tan admirador de Denevi como yo mismo) estableció que la llegada a este mundo se produjo el 13 de mayo de 1920. Esta información, y otras cuantas que destruyen ciertos errores trasmitidos con ligereza, se encuentran en este libro esencial: Delaney, Juan José, Marco Denevi y la sacra ceremonia de la escritura. Una biografía literaria, Buenos Aires, Corregidor, 2006, 244 págs.



Fernando Sorrentino




Andrés Aldao



La señora Teresa

...porque entonces yo aún no sabía que
a pesar de crecer y por mucho que uno mire
hacia el futuro, uno siempre crece hacia el pasado,
en busca tal vez del primer deslumbramiento.
Juan Marsé – El embrujo de Shanghai



Figueroa al 1200 era la réplica de otras calles de la Buenos Aires de los años treinta y cuarenta. Las anécdotas y las emociones, la vida a cámara lenta; inquietudes calcadas del protocolo de la ciudad, la vida diaria con cadencia de la música de la urbe que él iría asumiendo con fascinación y curiosidad.

A la escuela Iba de tarde. Y durante las mañanas recorría las calles del barrio de Caballito, exploraba el espíritu del nuevo vecindario y se extasiaba contemplando a los quinieleros, los cafiolos, los esgunfiados y los atorrantes que le escapaban al trabajo. O a los viejitos jubilados sentados en las puertas de sus casas fumando en soledad cigarrillos Tecla, Barrilete, o los abusivos toscanitos Avanti. Lo asombraban las mujeres que iban al mercadito, a la feria y a comprar todos los días las flautas crocantes, los pebetes y los bizcochitos de grasa en la panadería Del Carmen, en Gaona y Paisandú. En esas rondas iba conociendo a las nuevas vecinas, a las hermanas y las madres de los amigos.
El aprendizaje. La mirada diferente compartida entre las pibas de su edad y las mujeres maduras que estimulaban sus fantasías, el tenue despertar de instintos y sensaciones que ignoraba hacia adónde lo llevarían.
Se empapaba de vida cotidiana. Tenía la sensación de haber entrado en un mundo oculto. Y para ciertas cosas, con un prematuro discernimiento que se abría paso dentro de su turbada conciencia de hijo de inmigrantes. Era como haber cruzado un límite, o haber entrado en un espacio virgen para su reciente ayer.

En una de las casitas de la cuadra se asomaba a veces , en el balcón que daba a la vereda, una mujer solitaria. No sabía precisar si era bonita, palabra que no era parte del vocabulario de la calle. Pero lo atraía. Rubia, de ojos claros, ojeras marcadas debajo de los ojos, figura esbelta, mirada algo sobradora e incitante (provocativa, diría después), contemplaba al pibe con fijeza, envolviéndolo con sutileza y garbo. Y él, turbado, bajaba la vista. Sólo sabía que la llamaban “la señora Teresa”.
El detalle de la ojeras era para los pibes que tenían calle un signo definitorio: se trataba de una “puta”, término que les sabía a mácula, signo de que sus salidas por las tardecitas eran para “hacer la vida”, algo criticado por las viejas. “Putas, rameras”, pontificaban los mayores sobre esas minas arregladas, pintaditas, de zapatos de taco alto y polleras ceñidas y cortonas. Él intuía que se trataba de algo que tenía que ver con esas sensaciones agradables provocadas cuando se meneaba el pito y alcanzaba un estado de gozo incontrolable.
Sin saber qué implicaba esa mirada, el pibe pasaba por la vereda de la casa intimidado por esos ojos que lo observaban con simpatía. No podía imaginar en aquella mañana de barrio
− recordaría años después − que ese rostro de mujer despertaría en su candor un secreto estremecimiento, la atracción por una mujer adulta. Que nada tenía que ver con los juegos y las experiencias infantiles, nada que ver con los recuerdos de la edad feliz, de las evocaciones conscientes, de los primeros compinches, la escuela y sus pequeños traumas.
El recuerdo regresaría bastante después, claro, como una sensación de ternura frustrada, algo de piedad y mucho de objeto inalcanzable. Como si los deseos de acercársele, rozar las ojeras − que eran como una lacra infame, decían −, fuesen espejismos, fantasías, el desgarro ante la certeza pueril de lo quimérico y pecaminoso, la orfandad acompañándole como un profuso apretón de espinas.
Pasaban los días y durante las andanzas solitarias por el barrio, cuando los ojos de la “señora Teresa” lo agobiaban, bajaba la vista escurriéndose, deplorando no convertirse en El Hombre Invisible, o en La Sombra. De todos modos, la imagen de Teresa le servía de estímulo, ensoñación obscena para las masturbaciones que celebraba algunas mañanas en su honor.
Esta historia de pibe seducido por la mina madura, tan distinta a las mujeres gordas que vivían en la barriada, no alteraron demasiado la rutina de su niñez, hasta el día aquél en que la señora Teresa, contemplándolo con su mirada insistente, le hizo una seña con el índice. Confundido, con un julepe atroz a lo desconocido, vaciló: disparar o hacer la comedia del chicato que no ve. Parada sobre el escalón de mármol de la casita con puerta de chapa, seguía haciéndole señas mientras bajaba del peldaño a la vereda y, espléndida, contoneándose, se lle acercó.
−¿Qué quiere, señora? −murmuró apocado.
− A ver, ¿cómo te llamás vos? −dijo con suave sarcasmo.
−Para qué me pregunta −musitó.
−Hablá más fuerte, che rusito, que no se te escucha. A ver, dale, decime...
Le dijo el nombre. “Qué nombre más raro, che”, y comenzó a sonreírse. Él se sonrojó.
−Quiero pedirte un favor... Necesito que me hagás un mandado, te voy a dar una propina. ¿Sí? Por favor...
Se lo pidió con dulzura, y él, atemorizado, le dijo «Bueno, señora». Ella lo miró con cara agradecida, y agregó:
−Vos vivís enfrente, ¿no pibe? Y llamame Teresa, ¿de acuerdo?
Le pidió que le compre un churrasco de cuadril, una lechuga, un tomate y verdurita. “Y decile al carnicero que es para Teresita” −agregó−, y que lo anote.”.

Cuando volvió con el mandado golpeó con el llamador mientras miraba para todos lados. «Si me llega a ver la vieja, uy, que despelote...». Estaba asustado.
−¿Ya estás acá? Qué rápido, che. A ver, muy bien... bueno, tomá, estos diez centavos son para vos. Decime, ¿cuando te necesite me vas a hacer la gauchada?
−Sí, señora.
−Llamame Teresa. A mi no me gusta que me llamen así ¿sabés? parece el nombre de una virgen −Y se echó a reír.
−Sí... −la cara se le puso bermellón cuando farfulló el nombre: señora Teresa.
−Sin señora, nene, bueno, andá, y gracias. Chau.
Cuando volvió del cole miró hacia la casa de Teresa. La ventana que daba a la calle estaba cerrada, no se veían luces. Se sintió abatido. Fue la primera vez que la buscaba. Como si la experiencia de la mañana lo hubiese acercado a la vida de la mujer, bajo la impresión de su voz y la cara, no habituales en el barrio. Su cabello era rubio claro, “como el de las muñecas de las jugueterías”, se le ocurrió. Y recordó el perfume que desprendía su cuerpo. No quería ir a jugar con la barra, estaba retraído, sentía algo raro. Se fue a la casa.

Teresa anegaba sus días con cálidas imágenes... Fantaseaba escenas en las que ella le confesaba su cariño, tomaba sus manos o le acariciaba las mejillas. Y, aunque en la escuela estaba prendado de una pibita del grado (ni bola que le daba), la figura de Teresa le invadió el tinglado. La vieja le interrumpió los sueños: “¡vení a comer!”. Fue a sentarse a la mesa. Comía embutido en el silencio. Hubiera querido preguntarle al viejo cosas de las “curves” (el sinónimo de puta en ruso), pero el padre leía el diario. Con la curiosidad insatisfecha se fue a dormir. A la mañana siguiente se masturbó imaginando a Teresa desnuda, con las ojeras de puta bajo sus ojos profundos... Empezó a intuir la relación. Era un secreto que debía guardar, no mentárselo a nadie. Ni a los amigos...
Continuó haciéndole mandados y siempre le daba la moneda. Una mañana, Teresa le pidió que fuese a comprarle un par de medias a la mercería de Gaona. Se ruborizó y ella se rió a carcajadas. Le pasó un papel en el que había anotado los detalles. Avergonzado, se encaminó hacia Gaona y cumplió el encargo. Ella le dio los diez centavos y un suave pellizco en la mejilla. Se sonrojó por segunda vez. Imaginó que pasaba los dedos por su mejilla y luego los besaba con pasión... No lo hizo.
Una tarde la vio doblar por la esquina de Paisandú hacia Gaona. Un irrefrenable impulso lo llevó a seguir sus pasos, descubrir, quizás, el secreto de sus caminatas por las tardes, develar las incógnitas de esas salidas vespertinas, pintada, elegante, las ojeras acentuadas, su contoneo sugerente. Garuaba; la llovizna, como un nimbo gris, resaltaba la efigie de Teresa que caminaba sin apurar el paso. La lánguida figura de la mujer se iba diluyendo en las sombras del atardecer. La vio cruzar Gaona, subir al tranvía 99 y esfumarse. “Hacia la perdición”, pensó con pena repitiendo frases de los “mayores”, sin saber muy bien de qué se trataba. Una angustia imprecisa, preguntas que no sabía responder. Las mejillas se le fueron cubriendo de lágrimas y regresó a la calle protectora...

Hacía varias mañanas que no veía a Teresa. A veces ocurría. Aunque todos los jueves lo aguardaba tras la puerta, en una especie de rito secreto. Cuando lo advertía le hacía señas y le encargaba las compras. Pero ese jueves no estaba. Sintió una extraña inquietud. Los pibes de la barra habían comenzado ha observarlo, cosa que despertaba su ira. Y temor. Pensó que habían descubierto sus mandados, O mucho peor, sus secretas ensoñaciones con Teresa. La sospecha le agobió. Algunas de las viejas podría ir con el chisme a la casa, o las amigas de la hermana referirle lo de los mandados. No entendía qué tenía de malo, aunque sabía −puro pálpito− que debía hacerlos con discreción, como un furtivo acto conspirativo.
Ese viernes salió de la casa y, mientras recorría el pasillo, sintió una vez más la angustia imprecisa. Llegó a la calle: allí estaban las matronas parloteando como arpías excitadas. Se fue acercando y escuchó que la vieja de Adel les decía a las otras: «Se la llevaron antiayer, sí... Vino el autito de la 13ª. Esa atorranta... yo les dije que ésa no es trigo limpio, es una ramera», musitó bajando la voz al ver al pibe. Y vos andáte de acá, Rusito, que nadie te llamó».
Volvió a la casa. Se sentía como el protagonista de una tragedia. Recluido en el baño se masturbó, desesperado y afligido. Después secó sus lágrimas.

Luego de un tiempo la “señora Teresa” regresó. Estaba más pálida y las ojeras parecían delineadas con espejuelos negros. Un mediodía, yendo hacia el colegio, la vio. Tenía la cara seria y se adivinaba triste. Ella lo miró a los ojos, con ternura, necesitada de un gesto amistoso, y él, turbado, dio vuelta la cara... Ya no volvería a pedirle mandados.
Esa tarde se hizo la rabona; se sintió desdichado e infeliz, con una vaga e incomprensible sensación de culpa.
A los pocos días un camión de mudanzas se llevó a Teresa, a sus muebles, las plantas y unas canastas de mimbre. Las brujas de la cuadra contemplaban la escena con sus ojos de arpías.
Durante un tiempo siguió vislumbrando la puerta de chapa y el escalón de mármol desde donde Teresa lo convocaba los días jueves. Sin saberlo, fue su primer desgarro amoroso. Nunca volvió a verla. Jamás la olvidó ●





Martha Goldín

Un Lugarcito...

                                                                                Para los sueños hay llaves
                                                                                 la realidad se abre sola

                                                                            Wislawa Szymborska



  Finalmente encontré un buen lugarcito. Es pequeño pero me  acomodé sin dificultad. Me preocupa que sea un invierno muy frío o lluvioso pero no sería el primer año difícil para mí. Otra vez pensando , siempre pensando . Prefiero dormir. Duermo mucho, casi todo el tiempo . Es que cuando estoy despierto pienso, pienso. ¿Cuándo perdí mi casa? ¿En qué momento me encontré en la calle con unas pocas pilchitas , estas frazadas, el mate y eso sí, mi termo. No sería yo sin mi termo. Pero ¿acaso soy yo durmiendo en la calle, agazapado en la noche oscura, con la memoria intacta?
Cierro los ojos y te veo. Veo la mesa familiar, escucho las risas , huelo la comida humeante
. Fueron los noventa, ya sé . Escucho a otros que, como yo, se quedaron así en esos días .
La familia se desintegró. Me alejé avergonzado, loco de dolor y de furia. No conseguía trabajo, rodaba de un lado a otro.
 Primero se fue Rosarito vaya a saber con quién, después Raúl que se metió en un grupo muy raro y un día vos,  con esa tos persistente, cerraste los ojos y me dejaste aquí.
 Solo.

·····


  
                                                  a lo lejos

                                                             algunos árboles 

                                                   busqué refugio entre sus  ramas

                                                   la primavera estallaba

                                                           y yo necesitaba hacer mi nido
                        
                                                   entonces ¿ soy un pájaro,

                                                                              pensé, mientras volaba ?

                                                                                    




Ester Mann


HACIENDO LA CALLE
          
La basura no me molesta para nada. No sólo no me afecta, sino que me complazco en hurgar dentro de esos inmensos contenedores para buscar mi comida...
Lo más extraño es que el olor no me disgusta...Y eso que ahora mi olfato es muy fino... Puedo encontrar entre la masa de bolsas de plástico, papeles y cartones, el paquete que tiene los mejores restos comestibles.
En fin, evidentemente no es sólo mi forma lo que cambió, también mis gustos, mis costumbres, la calidad de mis sentidos, mi sexo...
Sin embargo, hay algo que conservo de mi vida pasada: mi andar rítmico y elegante, mi piel sedosa, mis ojos grandes y verdes...Perdí en cambio mi grácil cintura, mis largas piernas, mi negra mata de pelo. Los hombres se volvían locos por mí, y yo, ¡Dios me salve! los aproveché...
Empleé mi talento para atrapar a los hombres en mis redes, para conseguir su dinero, sus regalos de joyas, pieles, ropa...Ellos me mantuvieron durante trés décadas al nivel de una mujer rica. Luego vino la enfermedad, que rápidamente me llevó a la muerte.
Mi vida anterior fue corta, es verdad, pero la disfruté por entero. Me placía el poder de mi belleza, y aunque era muy inteligente, y podría haber estudiado para bien de mis semejantes y del mío propio, preferí ser una "mantenida", ejercer mi poder y mi inteligencia entre las sombras de los dormitorios, en la penumbra de los bares con la complicidad de los camareros.
También mi cultura y mi sensibilidad eran la mercancía que atraía a los mejores postores. Los pobrecitos podían encontrar en mi regazo comprensión, consuelo y un contrincante apropiado para sus veleidades intelectuales.
Nunca amé: en la soledad de mi cuarto... despreciaba y me mofaba de los amantes ocasionales. Me alejé de mi familia; mis padres y hermanos no podían entender el sentido de esa vida mía. Mis padres se culpaban de haberme dado demasiada libertad y no haberme insuflado ideales, responsabilidad, un objetivo...¡¡Pobres! Una vez que se prueba el sabor del poder, todo el resto es insulso. Si hubiera dedicado mi vida a una carrera política, me hubieran aplaudido. No sospecharon que realmente fui una política, aunque no me presenté nunca a elecciones...
Sí, esta vida es mi castigo. Ahora estoy solo, sin hogar, sin una mano amiga, huyendo constantemente de chicos y piedras, refugiándome entre los tachos cuando arrecia la lluvia.
Si tenía que aprender que la vida tiene el sentido que uno le da, y que la búsqueda de poder desnaturaliza ese sentido, pues lo he aprendido...
Nada mejor que ser un gato callejero para saberlo....