sábado, 24 de septiembre de 2011

GUSTAVO MURILLO


  Alas en la Cabeza


Durante toda mi infancia tuve una especial afición por los pájaros. Podía pasarme tardes enteras observándolos detenidamente, miraba con deleite sus plumas, sus alas, sus costumbres nerviosas pero al mismo tiempo delicadas. También aprendí a reconocer su especie y hasta su sexo según sus trinos. Disfrutaba de ellos y me identificaba con su género.
Mucho se ha escrito ya sobre ellas. Ah, las aves, la libertad, la belleza, el espíritu, las ideas incluso… Con los años me di cuenta de que todas esas inspiraciones, esos pensamientos laterales son idealizaciones ciertas, pero solo como bosquejo. Los pájaros hoy me parecen frágiles entelequias de lo bello y lo profundo que hay en los horizontes de los buenos propósitos de los hombres.
En fin, me estaba alejando peligrosamente del tema. Me estaba volando. Cuando yo era niño me convertí en un pequeño sabelotodo sobre el universo de las aves. Mis padres, queriendo probar y disfrutar de mi aprendizaje me preguntaban de vez en cuando sobre el canto de tal o cual pájaro y si esto significaba la llegada de alguna lluvia, o viento, o simplemente sol. Yo no comprendía estas señales por más que me las enseñasen. Chocaba a mi sensibilidad que hubiese algo de instrumento en la belleza ofrecida por esas pequeñas vidas, como si al ser simples señales de lo que diaria y repetidamente ocurría fuesen a perder la etérea belleza, lírica, delicada, que mi imaginación les dotaba.
Mis idealizaciones infantiles chocaban tan fuertemente con la realidad del mundo que no tardé mucho tiempo en salir por las tardes a observar mis pájaros con una gomera y piedras en los bolsillos. Mis primeros crímenes tuvieron algo de ritual pero el tiempo pasó sobre esos paseos, y al volverse finalmente un hobby quedó solo algo de resentimiento y necesidad de dominio en mis ataques. Hoy lo puedo expresar pero estoy seguro que ya lo pensaba en esos lejanos años. Esos pequeños seres podían ser simples manojos de plumas que casi estallaban gracias a mi buena puntería, podían ser solo instrumentos meteorológicos (y bastante poco fiables en verdad) pero, aun así seguían siendo libres y hermosos. No porque yo los conociese ni los apreciara sino porque esas sencillas e inútiles criaturas volaban, brillaban y cantaban.
Inútiles, hermosos, libres. Ya no me caían simpáticos para nada, pero no le confesaría a nadie esa desilusión.
En mi hogar mis padres me festejaban la buena puntería, mis abuelos más aún. Un día mí abuela, ya senil, comenzó a rememorar frente a mí, un poco hablaba para mí, creo. Me contó una extraña historia. Aunque revuelta y confusa, aún recuerdo lo que pude entender.
En el pasado Bermejo recibía la cotidiana visita de los indios. Melancólicos todos, alcohólicos la mayor parte y vendiendo o trocando sus mercancías los menos. No constituían en absoluto un grupo homogéneo. Algunos con sus orejas, cejas, narices y labios traspasados con pequeños huesos, semillas o aun botones. Otros con todo su cuerpo dibujado con estilizadas cicatrices luego pintadas de oscuros colores. Muchos llegaban solo a mendigar comida. A ellos les parecía natural que la gente de trabajo los alimentase. A ellas debería decir porque casi siempre eran las mujeres cargadas de hijos las que recorrían las calles castigadas por el hambre y el sol, suplicando el pan ya viejo y duro de los criollos.
Extrañas gentes. Hoy que vuelvo hacia mi ayer muy de vez en cuando, las definiría como un desfile bizarro. Mi abuela me habló en especial de unas que a mí me hubiesen interesado especialmente. Indias polvorientas que llevaban pequeños colibríes iridiscentes que les revoloteaban, amaestrados. Estas criaturas iban y volvían desde las cabezas de sus dueñas. Me costaba creerlo, imaginaba a esas mujeres entrenando desde generaciones a esos pequeños pájaros para que habitasen allí entre sus cabellos revueltos. Es esa una imagen que traspasa cualquier pensamiento racional. Había allí verdadero arte, más allá de las razas y culturas, la belleza de esas mujeres coronadas de vuelo, coronadas de cielo.
Los chicos de Bermejo se escondían donde podían y desde allí trataban de matar a pedradas a los pájaros que orbitaban hipnotizados a las indias, más de una habrá caído desmayada, herida más o menos accidentalmente en esos ataques, pero ellas continuaron viniendo al pueblo. Creo que eran perfectamente conscientes del escándalo que armaban con su belleza extravagante, creo que disfrutaban viendo a las amas de casa que las miraban escondidas tras las puertas de sus casas, no porque no quisiesen compartir su pan con ellas sino solo porque no había ningún pañuelo o sombrero que pudiese competir con ese atavío vivo y libre.
Así se instaló una pequeña guerra no declarada ni reconocida pero aun así determinada y feroz. Una guerra de miradas duras, furiosas o despectivas y de lenguas filosísimas de las mujeres del pueblo hacia estas indias que respondían haciéndose las desentendidas y llevando sobre sus cabezas a sus amigos los pájaros.
Pero, pasado un tiempo, Bermejo respondió con inteligencia. Había algo que podía hacerse y no creo que la gente del pueblo actuase espontáneamente. No, yo creo que alguien un poco más espabilado, no sé si el cura, algún gerente o alguien con cierta autoridad definió una estrategia sencilla y eficaz. Nadie debía hablar de las aves, ni mirarlas ni atacarlas. Debían volverlas invisibles y desaparecerían con el tiempo.
Las indias continuaron llegando al pueblo y las amas de casa las recibieron altivas en las aceras, dándoles algunos mendrugos, mirándolas con lejanía pero siempre a los ojos, nunca más a sus pajaritos danzantes. Los hombres no hicieron menos: continuaron sus obligaciones o sus charlas en la plaza del pueblo pero ni se dignaron en mirar a esas mujeres que caminaban solitarias y descalzas, los niños continuaron sus juegos como debía ser.
Nadie recuerda hoy ya nada sobre esas mujeres. Yo pregunté y nadie supo decirme nada. Creo que la gente las olvidó profundamente. Aunque mi abuela no vio nunca a los hombres de aquella tribu (ellos no bajaban hacia el pueblo) yo prefiero creer que la belleza de los pájaros ha de haber sido un privilegio femenino.
Mi abuelo una vez soltó su lengua en medio de una de sus habituales borracheras y me dijo que eran todos inventos. Según él nunca hubo aquí mujeres elegantes y amigas de los pájaros sino solo unas cuantas indias con sus sucios cabellos nimbados de mariposas nocturnas, esos feos insectos gordos y pesados, de pardos colores, y que además te enferman de conjuntivitis si los miras fijamente.
Que me perdone mi abuelo pero pienso que en su vejez estaba demasiado derrotado por el alcohol y los sinsabores y no sé si habrá olvidado verdaderamente o si solo habrá callado por obediencia…
Hoy que los pobres (sus niños sobre todo), solo tienen piojos en sus cabezas, creo que añoro ese pasado y me hubiera gustado ver (aunque sea de lejos) a esas mujeres. Esas flores que visitaban el pueblo trayendo consigo la alegría de los pájaros y sobre todo la alegría de celebrar la vida más allá de la civilización o de la raza o del progreso que al final resulto solo un espejismo (al menos para nosotros).
Nunca pude saber que fue de ellas. Quizás su tribu desapareció por el paludismo o alguna otra enfermedad, quizás decidieron marcharse a donde no las ignorasen deliberadamente. O tal vez algún cura o pastor las convenció de que ganarían parcelas en el cielo o las escrituras de su tierra si rompían ellas su amistad con los colibríes. No lo sé pero, cualquiera haya sido su elección o destino creo que Bermejo perdió algo… Que inmediatamente olvidó.

Gustavo Andrés Murillo

4 comentarios:

  1. Señores Artesanos Literarios, agradezco infinitamente la publicación!
    No todos los días aparecen gestos humanos. ;-)
    Los sigo. Su revista es muy variada e interesante (maldición, debí decirlo antes. Ahora suena menos espontaneo). Gracias!

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  2. Con razón escogieron al escritor Gustavo Andrés, para ofrecer a sus lectores, escritores de cuentos de calidad literaria. Maravilloso este cuento. Fantasía y realidad se dan la mano, Imaginé mujeres con cabezas de colores vivos (los diminutos colibrís)revoloteando... Todo el cuento está escrito en una prosa deliciosa y el final contundente.
    Felicidades a los dueños de la revista y a Gustavo Andrés por su talento, hoy compartido en otro espacio para su difusión.

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  3. Un relato y un estilo diferente que nos abre una puerta al Norte Argentino donde hay muy buena letra no difundida.
    Muy bueno.
    Celmiro Koryto

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  4. tremendamernte bello este relato. y la imagen. susana zazzetti.

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