jueves, 8 de septiembre de 2011

TRUMAN CAPOTE

Crucero de verano

por Truman CapotePrincipio del formulario


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Truman Capote, terrible, atormentado y genial, intentó esconder entre sombras al mejor y más trágico de sus personajes, él mismo, que ahora vuelve a enseñorearse de librerías y pantallas. La fiebre Capote estallará en España el viernes 24, cuando se estrene la películaTruman Capote, protagonizada por Philip Seymour Hoffman (firme candidato a un Oscar por su interpretación) y basada en la biografía de Gerald Clarke. Ese mismo día, Anagrama lanza Crucero de verano, el último secreto literario del escritor. Abandonados en un sótano de Brooklyn Heights, cuatro cuadernos escolares y setenta y dos notas complementarias conforman esta novela descubierta en el sótano de una antigua vivienda de Capote. El lote salió a subasta y finalmente, fue la Public Library de Nueva York la que compró todo el material. El Cultural adelanta hoy, en primicia, uno de los mejores fragmentos de Crucero de verano. También publicamos algunas de las más sugerentes cartas de Un placer fugaz. Correspondencia (Lumen), en las que el escritor descubre amores y obras, y desnuda con sarcasmo a sus más queridos amigos.

Broadway es una calle; es también un barrio, una atmósfera. Desde que tenía trece años, y durante todos aquellos inviernos en las clases de la señorita Risdale, Grady había realizado, aunque ello significara hacer novillos, expediciones secretas y semanales a aquella atmósfera, cuya atracción al principio habían sido los conciertos de bandas en la Paramount, el Strand, películas curiosas que nunca se proyectaban en los cines al este de la Quinta o en Stamford y Greenwich. En el último año, sin embargo, sólo le gustaba pasear por allí o pararse en chaflanes rodeada por el gentío que pasaba. Se quedaba toda la tarde y a veces hasta que había anochecido. Pero allí nunca oscurecía: las luces que habían estado encendidas todo el día se tornaban amarillas al atardecer y blancas por la noche, y entonces las caras, aquellas caras ensoñadas, le revelaban más cosas que nunca. El anonimato formaba parte del placer, pero aun cuando no fuese ya Grady McNeil, no sabía quién era la que la había suplantado, y las llamas más altas de la emoción ardían con un combustible sin nombre. Nunca se lo contaba a nadie, aquellos negros perfumados y con ojos de nácar, aquellos hombres con camisas de seda o de marinero, rudos o de dientes pálidos, y con un traje de color espliego, aquellos hombres que miraban, sonreían, la seguían: ¿hacia dónde vas? Algunas caras, como la de la mujer que cambiaba dinero en los salones de tragaperras, no pertenecen a ninguna parte, son sombras verdes debajo de viseras verdes, efigies vespertinas, balsámicas y flotantes en un aire dulzón de caramelo. Deprisa. Megáfonos en puertas que escupen frenéticos, tristes estruendos rítmicos, que aceleran los sentidos hasta el colapso: corre, sal de la blancura a lo real, a la oscuridad alegre y sin sexo, sin bullicio: a nadie le hablaba de aquellos terrores que la encandilaban.

En una callejuela que salía de Broadway, no lejos del Roxy Theatre, había un parking al aire libre. Un solar solitario y de aspecto yermo, constituía el único paraje sustancioso en una manzana de tiendas de palomitas de maíz y comercios de tortugas. Había un letrero en la entrada que decía PARKING NEMO. Era caro y poco práctico, en conjunto, pero aquel año, meses antes, después de que los McNeil cerraran su apartamento y abrieran la casa de Connecticut, Grady había empezado a dejar su coche allí siempre que iba a la ciudad.

Cierto día de abril, un joven comenzó a trabajar en el parking. Se llamaba Clyde Manzer.
Antes de que Grady llegase al parking ya le estaba buscando: las mañanas insulsas, él se daba una vuelta por el vecindario o se sentaba a tomar café en un Automat del barrio. Pero no lo vio en ninguna parte; tampoco lo encontró cuando entró en el parking. Era mediodía y la grava despedía un olor caliente a gasolina. Aunque era evidente que él no estaba allí, ella cruzó el solar llamándole por su nombre, con voz impaciente; pareció que el alivio de la travesía marítima de Lucy, el año o la hora que ella había esperado para verle, todas las cosas que la habían animado durante la mañana, se derrumbaban de golpe a sus pies; al final desistió y guardó un silencio abatido en el resplandor vibrante. Después recordó que a veces él echaba una siesta en alguno de los coches.

El de ella, un Buick azul descapotable, con sus iniciales en la matrícula de Connecticut, era el último de la fila, y mientras aún buscaba, varios coches más allá, comprendió que le encontraría allí. Estaba dormido en el asiento trasero. Aunque la capota estaba bajada, no le había visto porque estaba hecho un ovillo y quedaba oculto. En la radio sonaba el débil zumbido del noticiario, y Clyde tenía en las rodillas una novela policíaca abierta. Una de las muchas magias que existen es la de observar cómo duerme alguien a quien amamos: sin ojos e inconsciente, por un momento te adueñas de su corazón; indefenso, es entonces, por irracional que sea, todo lo que esperabas que fuese: puro como un hombre, tierno como un niño. Grady se inclinó para mirarle y el pelo le cayó un poco sobre los ojos. El joven al que miraba, y que tendría unos veintitrés años, no era guapo ni feo; habría sido difícil caminar por Nueva York sin ver a alguien parecido a cada trecho, pero como se pasaba todo el día a la intemperie estaba mucho más curtido que la mayoría de la gente. Tenía, no obstante, un aire de flexibilidad fornida, y el pelo, negro y con ricitos, se le ajustaba como una pulcra gorra de cordero persa. La nariz ligeramente rota prestaba a su cara, que, con su arrebol rústico, no carecía de cierta fuerza ingeniosa, una virilidad exagerada. Le temblaron los párpados y Grady, sintiendo que el corazón del joven se le resbalaba entre los dedos, aguardó tensa a que se abrieran.
-Clyde -susurró.
No era su primer amante. Dos años antes, a los dieciséis, cuando por primera vez dispuso del coche, recorrió Connecticut acompañada de una joven pareja de neoyorquinos reservados que buscaban una casa. Cuando la encontraron, una casita encantadora en el terreno de un club de campo y al lado de un pequeño lago, la pareja, los Bolton, ya profesaba un gran afecto a Grady, la cual, por su parte, parecía obsesionada: supervisó la mudanza, diseñó el jardín con rocas, les encontró una criada y los sábados jugaba al golf con Steve o le ayudaba a segar la hierba: Janet Bolton, una chica bonita, callada e inofensiva recién salida de Bryn Mawr, estaba embarazada de cinco meses y en consecuencia era reacia a realizar grandes esfuerzos. Steve era abogado y, como trabajaba en una empresa que tenía negocios con el padre de Grady, los Bolton eran invitados asiduos en Old Tree, el nombre con que los McNeil habían dignificado las hectáreas de su finca: Steve utilizaba su piscina y las pistas de tenis, y Lamont McNeil le había dado más o menos por propia iniciativa una casa que había pertenecido a Apple. 

Peter Bell estaba bastante perplejo, al igual que los otros pocos amigos de Grady, porque ella sólo veía a los Bolton o, tal como ella misma lo entendía, sólo veía a Steve; y si bien todo el tiempo que pasaban juntos no era suficiente, Grady se acostumbró a tomar con él de vez en cuando el tren a la ciudad, y vagaba de un cine de Broadway a otro, haciendo tiempo para tomar con él el tren de vuelta a casa por la noche. Aun así, no estaba en paz consigo misma; no comprendía por qué el primer júbilo que había sentido se había convertido primero en dolor y luego en desdicha. él lo sabía. Ella estaba segura de que lo sabía; los ojos de Steve, que la observaban cuando ella cruzaba una habitación o nadaba hacia él en la piscina, aquellos ojos sabían y no les desagradaba saberlo; así, junto con el amor, ella aprendió algo de odio, pues Steve Bolton lo sabía y no hacía nada por ayudarla. Entonces todos los días eran adversos, un hormigueo constante, los pellizcos de unas alas de luciérnaga, las cóleras, o eso parecían, contra todo lo que estaba tan desamparado como su persona desvalida y despreciada. Y se aficionó a llevar los vestidos más ligeros que encontraba en las tiendas, tan finos que cada sombra de hoja y cada onda de viento eran de un frescor acariciante; pero no comía, sólo le gustaba beber Coca-Cola, fumar cigarrillos y conducir su coche, y se quedó tan plana y flacucha que sus vestidos livianos flotaban a su alrededor.
Steve Bolton tenía por costumbre nadar antes del desayuno en el pequeño lago contiguo a la casa, y Grady, que lo había descubierto, no se lo podía quitar de la cabeza: al despertar por la mañana se lo imaginaba en la orilla del lago, plantado entre los juncos como un pájaro del alba, dorado y desconocido. Una mañana fue al lago. Un pequeño pinar crecía cerca y allí se escondió, tumbada de bruces sobre las agujas húmedas de rocío. Una penumbra de niebla otoñal se cernía sobre el agua: él no acudiría, por supuesto, ella lo había postergado demasiado, el verano había transcurrido sin que ella se hubiese percatado siquiera. Entonces lo vio en el sendero: despreocupado, silbando, con un cigarrillo en una mano y una toalla en la otra; sólo llevaba un albornoz que se quitó al llegar al lago y lanzó sobre una roca. Fue como si la estrella de Grady hubiera caído y al contacto con la tierra no se tornase negra, sino que ardiera más azulada aún: medio arrodillada, con los brazos extendidos hacia fuera, como para tocarle, para saludarle mientras él se adentraba en el agua y se volvía tan alto, le pareció a ella, como en un cuento de hadas, y se alargaba hacia Grady hasta que, casi sin previo aviso, se sumergió por debajo de los juncos: a Grady, a pesar de todo, se le escapó un grito, retrocedió contra un árbol y lo abrazó como si fuera un fragmento del amor de Steve, un trozo de su esplendor.

El bebé de Janet Bolton nació al final de la estación: otoñal, la semana, punteada de coloridos faisán, antes de que los McNeil cerrasen Old Tree y regresaran a sus cuarteles de invierno en la ciudad. Janet estaba bastante desesperada; en dos ocasiones había estado a punto de perder al bebé y su enfermera, después de haber ganado una especie de concurso de baile, se había vuelto cada vez más irreverente: la mayoría del tiempo no se tomaba la molestia de aparecer y, de no haber sido por Grady, Janet no habría sabido qué hacer. Grady aparecía, preparaba un pequeño almuerzo y hacía una limpieza rápida en la casa; había un quehacer que ella abordaba siempre con euforia: a saber, le gustaba recoger la colada de Steve y colgar su ropa. El día en que nació el bebé, Grady encontró a Janet doblada en dos y chillando. Siempre que tenía ocasión de hacerlo, Grady se sorprendía de lo mucho que ella misma se preocupaba en realidad por Janet: una persona insignificante, como una concha de mar que alguien recoge y que conserva para admirar su barroca perfección nacarada, pero no la coloca entre sus tesoros serios de coleccionista. La nimiedad era tanto el encanto como la protección de Janet, porque para Grady era imposible considerarla una amenaza o tener celos de ella. Pero la mañana en que Grady entró y la oyó gritar experimentó una satisfacción que, aun sin ánimo de ser cruel, al menos le impidió precipitarse a prestarle ayuda, pues era como si todos los tormentos que ella misma conocía se vieran triunfalmente plasmados en aquellos momentos angustiosos de Janet Bolton. Cuando por último se forzó a hacer lo necesario lo hizo todo muy bien: llamó al médico, llevó a Janet al hospital y telefoneó a Steve a Nueva York.

él tomó el siguiente tren; pasaron juntos una tarde incómoda en el hospital; llegó la noche y aún no había noticias, y Steve, que había logrado intercambiar algunas bromas con Grady, jugar una partida de cartas, se retiró a un rincón y dejó que el silencio se instaurase entre ellos. El tedioso desespero de los horarios de tren, el trabajo y las facturas que pagar parecían desprenderse de él como un polvo cansado,y allí en su asiento exhalaba anillos de humo, ceros tan huecos como Grady había empezado a sentirse..., fue como si se alejara de él en una voluta que ascendía en el aire, como si la imagen del lago que tenía de Steve se retirase para dejar paso a otra visión real, a una imagen que le pareció la más conmovedora de todas, pues, con los hombros caídos de extenuación y la lágrima que le asomaba al rabillo del ojo, Steve pertenecía a Janet y a su bebé. Grady avanzó hacia él con la intención de mostrarle su amor, no como amante, sino como hombre abrumado por el amor y el nacimiento. Una enfermera se acercó a la entrada y Steve Bolton no cambió de expresión cuando supo que su hijo había nacido. Se levantó despacio, con los ojos tan claros que parecían ciegos, y con un suspiro que balanceó la habitación descansó la cabeza en el hombro de Grady: “Soy un hombre muy feliz”, dijo. Esto fue el final de todo, ella ya no quería nada más de él, los deseos del verano los había barrido la semilla del invierno: los vientos los separaron mucho antes de que un nuevo abril quebrase su plenitud.
-Vamos, enciéndeme un pitillo.

La voz de Clyde Manzer, rezongando de sueño pero siempre muy ronca y pastosa, poseía una cualidad singular: era fácil tener una impresión de cualquier cosa que dijese, porque aquella forma de hablar balbuciente, atenuada como una obstrucción de una garganta que se aclara, arrastraba en cada sílaba la espoleta lenta de la virilidad; sin embargo, tropezaba con las palabras, y las pausas a veces separaban frases de tal modo que el sentido se esfumaba. “No me lo babees, niña. Siempre lo babeas.” La voz, aunque atractiva en sí misma, podía ser engañosa: debido a ella, algunos le consideraban un estúpido; lo cual sólo demostraba que eran poco observadores: Clyde Manzer no era tonto en absoluto; su inteligencia particular, de hecho, residía en lo que era a todas luces obvio. La sabiduría de cuatro letras que extiende un diploma en conocimientos prácticos -dónde esconderse, cómo correr, viajar en el metro, ver una película y utilizar una cabina telefónica sin pagar nada-, esos conocimientos que acompañan a una infancia urbana de guerras entre barrios y tardes desesperadas en que sólo sobreviven los crueles y los listos, los rápidos y los valientes, eran la instrucción que confería a sus ojos su ágil intensidad.
-Ah. Me lo has babeado. Cristo, lo sabía.
-Me lo fumo yo -dijo Grady, y le encendió otro con el mechero que Peter había considerado tan vulgar. Un lunes, que era el día libre de Clyde, habían ido a un puesto de tiro al blanco y él había ganado el encendedor y se lo había regalado a ella; desde entonces a Grady le gustaba encender los cigarrillos de todo el mundo; era emocionante ver cómo su secreto, disfrazado de débil llama, surgía de un salto, desnudo, entre ella, que lo conocía, y alguna otra persona que pudiera descubrirlo.
-Gracias, pequeña -dijo él, aceptando el nuevo cigarrillo-. Eres una buena niña: no me lo has babeado. Estoy de un humor de perros, nada más. No debería dormir así. Estaba soñando cosas.
-Espero que yo estuviera en el sueño.
-No recuerdo nada de lo que sueño -dijo él, frotándose el mentón como si necesitase un afeitado-. Dime, entonces, ¿has despedido a tus viejos?
-Ahora mismo; Apple quería que la llevase a casa y se ha presentado un viejo amigo: todo ha sido muy confuso, he venido derecha del muelle.

-Hay un viejo amigo mío que me gustaría que apareciese -dijo él, y escupió en el suelo-. Mink. ¿Conoces a Mink? Te lo dije, el tío con el que estuve en el ejército. Aprovechando lo que me dijiste, le dije que viniera y que me tomaría la tarde libre. El cabrón me debe dos dólares: le dije que si venía se los perdonaba. Así que, pequeña -alargando la mano le tocó la seda fría de la blusa-, si Mink no aparece -y acto seguido, con una suave presión, la deslizó hasta el pecho de Grady-, me figuro que tendré que quedarme aquí encerrado.
Se miraron en silencio el tiempo que tardó una gota de sudor en resbalar desde lo alto de la frente de Clyde y recorrerle la longitud de la mejilla.
-Te he echado de menos -dijo. Y habría dicho algo más si un cliente no hubiera entrado en el parking.’ ■

4 comentarios:

  1. Truman Capote un escritor que compra con su estilo y nos alimenta con su escritura dejándonos con ansias de más. Tiene la particularidad de encendernos y llevarnos a velocidades sónicas por las que desaparecemos en los lugares de su historia y vivimos en el aire sin tiempo/ sin horas.

    Celmiro

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  2. Las descripciones de los personajes son como puntas de lanza, filosas, certeras, dejan al lector en un lugar neutro a la espera que la tensión del relato estalle solo un gran escritor puede sugerir estos climas, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Un escritor que no copia, estilo propio y sin reverencias, sorprende por la profundidad de sus escritos y la hondura de sus temas, aunque cuesta hallar relatos cortos de Capote. admirable.
    andrés

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  4. Uy Truman Capote ! Lo leí antes de la película "A sangre fría" Para colmo en casa había una eascalera y yo lo leí en planta baja , escalofriante! Creo que su vida , su audacia de mostrarse como gay en esos tiempos , no de reflejan en su obra.- Gracias.
    amelia

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