viernes, 9 de septiembre de 2011

ERNESTO RAMÍREZ - Filón blanco


Nota: Publicamos este cuento de Ernesto Ramírez al  comienzo de la que nunca duerme  debido a que no estaba en el archivo correspondiente.  Con las debidas disculpas, pueden desde ya disfrutar de esta artesanía de Sañoram. (A:A:)               


Filón blanco                                                                   

Descendíamos la ladera hacía la quebrada cuando al alcanzar el rellano nos confirmó su presencia la sonrisa colgada en mitad de la noche. Justo al lado de la gran piedra donde unos años atrás, casi sin aliento, nos encontramos los cuatro. No creí se hubiera percatado de nuestra presencia y se alegrara del inminente encuentro al punto de sonreír para ubicarnos. Deduje lo hacía para sí mismo, como era su costumbre, cuando planeaba algo o se veía en apuros. También el peligro, en su justa medida, le dilataba esa expresión. Habíamos pasado buenos momentos juntos, aunque nunca lo pude considerar “mi amigo”. Hasta que lo prendieron, aquí mismo, en la redada de aquella noche de primavera. Llevaba algo más de cuatro años en la cárcel y ayer consiguió escapar. Los presidios del interior son menos herméticos que los de la capital y la relación entre preso y carcelero es más, digamos, familiar. Supongo que con la sonrisa y su inagotable paciencia se habrá granjeado la confianza de los guardias, como solía hacerlo con todos, y cuando la ocasión fue propicia se fugó –no a la primera posibilidad, sino luego de asegurarse que no desconfiaban de él, después de ir y retornar varias veces de su celda a la potencial veta de libertad elegida y sondeada cada día a la misma hora y sin esconderse. Preparando el entorno con su trato campechano y el imborrable rictus. Silbando como siempre el tema central de “El bueno, el malo y el feo” para cuando confiados le dieran la espalda, ser el que en verdad era. Aunque según supimos no resultó tan limpia la cosa. Al parecer alguien oportunamente advertido se dedicaba a observarlo. Lo descubrieron y como aquella vez hubo tiros y sangre. Él resultó herido y su compañero de fuga, muerto.
Ahora estaba ahí, delante de nuestra paciente espera. Apenas treinta metros nos separaban de Alcides cuando comenzaron, como en aquella noche, las voces de alto, las pérfidas caricias de los reflectores y los disparos. Exactamente igual que cuatro años atrás. Por un resquemor justificado aunque ilógico pensé en una trampa. 
Tal vez en lugar de fugarse hubiera pactado la conmutación de la pena a cambio de ubicarnos. Pero un agujero de luz cercó por unos segundos su rostro donde el pavor cundió renegrido y total. Un terror subiéndole desde el fondo mismo de su génesis de cadenas y bodegas me alertó de que aquello iba en serio, pues sólo el temor a la muerte podría arrebatarle la blanca confianza. Le vi tumbarse en la tierra y antes de que la patrulla llegase, descubrí la sonrisa, recuperada, salir corriendo unos metros más adelante en dirección a la espesura del monte. Las balas silbaban. Nosotros también emprendimos la huída, mejor dicho: la persecución. Corrimos en línea paralela a unos veinticinco metros de distancia de aquella hoz de marfil segando afanosamente la oscuridad. Ofreciéndose a intervalos ora arriba, ora más abajo, según los desniveles del terreno. Intuitiva y gradualmente nuestra paralela se fue inclinando en busca de una diagonal que lograra el vértice donde interceptarle. El negro fue el encargado de esconder el botín, sólo él sabía el lugar donde descansaba. Se las ingenió para hacerse con el dinero en el momento en que todo se complicó. Cuando el Tuerto disparó, sin acertar, sobre un individuo trajeado que muy nervioso estalló: “¡llamar pólice, please pólice!” y hubo que improvisar en la huída. Debimos separarnos y más tarde, según lo rápidamente acordado, nos encontramos aquí. Desde entonces esperamos el momento de verle y saber donde está enterrado el dinero. No podíamos desperdiciar la oportunidad.
¡Es nuestra gran oportunidad! Aseguró Alcides la tarde en que nos propuso el asunto. Había llegado a Sañoram unos ocho meses antes procedente de Santa María y con su sonrisa se ganó a los lugareños, incluidos Lito, el Tuerto y yo, aunque a veces la actitud del negro me generaba dudas. Cada poco volvía a su pueblo. Decía tener allí un pequeño prostíbulo en sociedad con un judío. El lupanar existía. Era un tugurio poco frecuentado, resistido por el cura y el pudor local, pero dudábamos que el negro formara parte de la empresa. Vivía en la casa del flaco Avero, con quien forjara una buena amistad la vez que el flaco trabajó casi dos años en Santa María, en la construcción de la represa. Una noche en que bebimos mucho me confesó con su sonrisa radiante de caña: “sabés Eladio, me estoy cogiendo a la mujer del flaco, es buena hembra, es”. Lo quedé mirando sin decir palabra. El flaco le dejaba vivir en su casa y él le pagaba así. Todos en Sañoram sabíamos que Raquel, la mujer de Avero, le ponía los cuernos con cualquiera. Pero no a cualquiera se alberga en nuestra casa. Percibió mi desaprobación e intentó justificarse: “ya se que parece una canallada de mi parte pero tiene su lado positivo para mi amigo. Piensa que por lo menos ella no anda saliendo por ahí a encamarse con otros mancillando públicamente el honor del flaco. Te lo cuento a vos porque somos amigos y sos un tipo discreto”. Ni bien acabó la frase palmeo mi espalda sonriente y pidió otra ronda de caña. Velásquez le llamó la atención, tenía una deuda considerable y hacía dos meses no arrimaba nada. Pero él se las ingenió con su sonrisa y la promesa de que en pocos días, ni bien las putas estuvieran trabajando a tope con la zafra de la lana, le iba a pagar. Además lo invitaría a una noche totalmente gratis en su negocio incluida –y aquí le guiño un ojo y bajó la voz- la carne fresca. Como él mismo decía de sí tenía una sonrisa fantástica, capaz de cautivar y convencer a cualquiera. Una sonrisa que le allanaba los caminos.
El Tuerto, Lito y yo teníamos antecedentes: estafas de poca monta, apropiación indebida, créditos impagos, pequeños hurtos. Siempre fuera del poblado y cada uno por su lado, rara vez nos asociamos. Éramos la deshonra de Sañoram, pero aún así, en este microcosmos, nos sabíamos queridos.  Aquel mes de septiembre, cuando el negro Alcides nos propuso el trabajo, tuvimos reparos. Sobre todo Lito que argumentó: “no es para nosotros, si perdemos en las pequeñas cómo llevar a cabo con éxito un asalto de envergadura” Pero a los tres nos afligían dificultades económicas y estábamos cansados de visitar la comisaría por chucherías. Aceptamos. El banco Unión West and Company estaba en Santa María, distante 193 kilómetros de nuestro pueblo y la casa matriz en Norte América. En un lugar llamado, según el negro y su dudoso dominio del inglés, Yoknapatawpha. Tenía en el sur tres sucursales, una en San Pablo, otra en Buenos Aires y en el medio de ambas la de Santa María. Alcides sostenía que esa línea recta trazada en la ubicación de las sucursales bancarias no era casualidad. Los yanquis estaban preparando “el eje del mal financiero” en la región. Lito preguntó por qué en los países limítrofes se instalaron en grandes capitales  y aquí lo hacían en una ciudad pequeña del interior. “Mirá –dijo el negro- seguramente desde Santa María, por su condición de lugar tranquilo que no llama la atención de nadie, se llevaran la riqueza del continente. Harán una pista de aterrizaje en algún campo de los alrededores y en pequeños aviones cargaran semanalmente el dinero de nuestros pueblos hasta vaciarlos, como en el pasado lo hicieron los gallegos por el mar. Por eso debemos actuar rápido, ya llevan cinco o seis años instalados en el sur. Para que se lo queden los gringos mejor tenerlo nosotros”. El Tuerto escuchaba atento con su ojo sano tan inmóvil como el otro. Amante confeso de los procesos revolucionarios del momento no pudo contenerse y exclamó: ¡Hijos de una gran puta, la mitad de mi parte se la voy a donar a Fidel! Aquel mes viajamos cinco veces para hacer un seguimiento de la rutina del banco y elaborar el plan de atraco y la ruta de huida. Hasta que llegó el día de consumar el gran golpe.
De pronto nos percatamos de que el alboroto de voces, luces y tiros había cesado. Así, sin más, como hace cuatro años. Miré atrás y vi las sombras de la justicia, ducha en estos lares en ocultar el prefijo, manchando la noche en las cercanías del lugar donde estuvo el negro. Era muy tarde y tal vez daban por concluida la cacería hasta la mañana siguiente. El monte es una trampa para quién nunca ha intimado con él. Pero algo más había cambiado: ya no se veía la sonrisa de Alcides por ningún lado, igual a cuatro años antes. Nos detuvimos. Al mirarnos nos sorprendimos perturbados por el mismo pensamiento: el pozo. Alcides conocía el lugar como lo desteñido de su mano, era nacido y criado aquí. Fue el quien esa noche indicó el camino de huída “por ese trillo que sale a la derecha, muchachos”. Era él quién hoy marcaba el rumbo con su sonrisa libre y escurridiza. Lito propuso desistir: “ya no tiene sentido seguir con esta obsesión, llevamos casi un lustro pendientes de él. Aquel día perdimos y punto. Dejémoslo en paz” sugirió. El tuerto le replicó: “estás loco, ahora que casi lo tenemos. Que estamos tan cerca de hacernos con el dinero. No podemos perder el tiempo invertido”. Yo propuse dividirnos, buscarlo por separado para abarcar un radio mayor. Aunque sólo fuese quería tenerlo frente a mí unos minutos y la espera sería recompensada. Cada uno de nosotros confirmaba el rasgo más típico de su personalidad: Lito la eterna actitud pusilánime, el Tuerto su agudeza de lince disminuido y sin promontorio y yo, valga la obviedad, el de ser la cabeza fría del grupo. De pronto a menos de cien metros de distancia apareció nuevamente en la oscuridad del monte la pequeña media luna echada, levitando apenas alzada sobre la tierra.
“No hay sobre la tierra negro con una sonrisa así de luminosa ni más simpático que yo, en el infierno tal vez, pero aquí no” -solía decir cuando estaba borracho provocando la hilaridad de los presentes. ¿Qué opina usted don Lugones? –preguntó en una ocasión. El interrogado, ser triste si los hubo en el pueblo, de tristeza crónica como un asma que no claudica, y el único que no hallaba gracia a sus ocurrencias, lo miró, bebió lentamente un trago y replicó: “ De poco ha de servir la simpatía y la sonrisa en el infierno, dudo que allí haya incautos que den acogida”. En el rostro del negro cicatrizó por un segundo la blancura, pero al instante se abrió buscando refugio en la tertulia de los parroquianos. Lugones era un dolor andante lleno de profecías que nadie atendía. No se sabía los motivos de su tristeza ya que con ella llegó a Sañoram años atrás y con ella se instaló entre la gente. Era considerado un enajenado aunque respetado y querido por todos. Contaba con pocos amigos y de ellos, el flaco Avero le era muy querido. No tenía familia alguna, salvo un primo lejano que trabajaba en una dependencia del ministerio del interior. Aunque era parco se notaba que era un hombre leído. Bebía todo el día y esa noche, no se por qué, intenté disuadirlo de su hábito, a lo que replicó: “mirá muchacho, no hay nada más indicado para el alma que el alcohol, en cuanto al organismo tanto da”.    
Nos dirigimos con lentitud a su encuentro envueltos en un halo de resabio por no saber a ciencia cierta qué encontraríamos además de la sonrisa. El negro era muy astuto, a pesar de todo podía fingir y hacernos creer, -por lo menos dudar- lo que se propusiera. Alcanzamos su ubicación y nos quedamos de pie frente a él. Ninguno intento saber. Una turbación neófita tornaba inútiles las preguntas. Hacía más de cuatro años no compartíamos algo y la situación había cambiado radicalmente. Ya nada para nosotros era lo mismo. Aquella noche de principios de octubre, en que casualmente en otro monte según indagó para su pesar el Tuerto- y siguió haciéndolo desde entonces- había caído el Che, determinó que nuestra relación se enfriara. Sin perder la sonrisa –como si ésta fuera más que nunca un salvoconducto- nos indicó con un gesto el árbol emplazado sobre un montículo rocoso a su derecha. Exactamente la piedra tapando una pequeña cueva formada entre las gruesas raíces. Los tres nos miramos. Era ahí donde estaba. A menos de quinientos metros del pozo. Tan a mano todo estos años y sin embargo, inservible. Un tiempo desdeñado enfrentaba los silencios. Un tiempo único e impreciso. Ni largo ni corto, simplemente impreciso. Tenía la sonrisa a menos de medio metro de mí y percibí que iba perdiendo intensidad. Como si recién ahora acusara la transición del miedo a la calma. O tal vez su dueño comprendiese que en tales circunstancias no le era de provecho. Que ese tajo blanco ya no podía allanarle ningún camino, rodeado como estaba de realidad y desprecio. De repente algo pasó. Algo dejó de ser lo que era. Algo que tornó el vacío promiscuo e insoportable…Los tres nos miramos como perdonándonos el odio que nos mantuvo en vilo, viramos y echamos a andar. Sin proponérnoslo en el mismo orden en que huimos aquella noche de hace cuatro años. Lito, el tuerto, yo, y cerrando la marcha, un tanto separada como entonces, la sonrisa del negro. Todo el monte estaba calmo cuando entramos en el viejo trillo. Al llegar se escuchaba ya el canto de los primeros gallos agradeciendo el don de ser un día más. Nos detuvimos sin romper la fila y sentí que esta vez, a diferencia de la otra, Alcides estaba casi pegado a mí. Lito fue el primero. Luego el Tuerto, que antes me miró cómo diciendo: “¡ni se te ocurra!” Cuando fue mi turno me di vuelta y comprobé que el negro tenía intenciones de seguirme. Le hice seña de que no podía. De que allí, en la intimidad de aquella traición profunda no había cabida para él. Para su sonrisa que cuatro años antes, aprovechando la confusión y el tiroteo en la huída, nos había baleado por la espalda al borde del pozo empujándome a mi que no acababa de caer, para luego tirar el arma y tapar el agujero con unas ramas que había cortadas justo al lado. Seguidamente, en la breve agonía, bastante alejado a mi derecha evidenciando haber cambiado el rumbo, pude escucharlo cuando se entregó: “¡No disparen, me entrego! Fui victima de una extorsión. Me obligaron a ayudarlos. Me abandonaron y se fueron por allí llevándose todo el dinero. Temí por mi vida”  Mientras bajaba vi como la sonrisa del negro se diluía en la soledad de la nueva noche hasta apagar por completo ese filón blanco que la vida había olvidado entregar un rato antes… al capitular, poco después de abandonar tambaleante el rellano de la quebrada. ■


  

3 comentarios:

  1. La poesía ilumina el filón blanco.
    La narración me atrapó de tal modo que quedé atrapada en el cuerpo de un personaje . No diré cual.
    Saludos

    ResponderEliminar
  2. AH , perdón me identifiqué tanto en el anonimato que no firmé el comentario.
    amelia arellano

    ResponderEliminar
  3. Una historia sombría que el Filón blanco como metáfora no alcanza a iluminar, dinámica y atractiva la narración atrapa con dejos de humanidad producida en esos códigos lumpenes, disfruté la lectura, saludos, Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar