sábado, 24 de septiembre de 2011

JUAN MARTINI



Nació en Rosario (provincia de Santa Fe) en 1944. Vivió veinte años en su ciudad natal y en Barcelona desde 1975 hasta 1984. Hoy vive en Buenos Aires. Ha sido librero, periodista y editor. Entre otras, recibió las siguientes distinciones: Premio de Novela Ciudad de Barbastro (España, 1977), Beca de la Fundación Guggenheim (Estados Unidos, 1986), Premio Municipal de Literatura (Buenos Aires, 1990), Premio Boris Vian (Buenos Aires, 1991). Ha publicado en castellano en Argentina, España y Cuba. Relatos y novelas fueron traducidos al esloveno, holandés, francés, italiano y alemán.   Ha publicado cuatro libros de relatos y diez novelas.   En 1999 se publicó un nuevo libro de relatos, Barrio Chino, y en el año 2000 la novela El autor intelectual.

Vía Layetana

        Fue el martes 17 de octubre de 1978. Lo recuerda bien porque se encontró allí, a primera hora, con Pacho Soulé y hablaron de todo esto. Mientras esperaban, él leyó: "Annuntio vobis gaudium magnum. Habemus Papam. Eminentissimun ac reverendissimun dominum Carolum. Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Wojtyla qui sibi nomen imposuit Joannem Paulum Secundum." Eso decían los diarios en un latín que él imaginó transcrito con apremio y desconcierto inmediatamente después de las precisas palabras del cardenal Pericle Felici, anunciante del suceso y hombre ufano –según fuentes confiables de la Santa Sede– de su dominio de la lengua de Virgilio.
   La elección de Karol Wojtyla había desencadenado alúdes de cables, informes, notas, artículos, editoriales, opiniones, fotos, interrogantes, vaticinios, interpretaciones y pronósticos, y de pronto los periódicos precisaban la identidad de ese ignoto purpurante polaco y hablaban de Katowice –diócesis de Cracovia– y "La Vanguardia" traducía Karol al latín como Carolum y "El País" como Karlo –o habían copiado así el télex, o habían oído eso, por teléfono, de boca de sus corresponsales o enviados especiales, o el latín muerto de Barcelona no era el mismo que el muerto de Madrid– y un periodista acreditado recomendaba pronunciar –en nombre de la fonética polaca– Voitiua el apellido Wojtyla.
   Pacho Soulé se retorció sus bigotes de gondolero veneciano en una tarjeta postal y dijo:
   –¿Será posible?
   El dobló el diario y miró a través de la lluvia al agente de la Policía Nacional de guardia en aquella puerta lateral de la Jefatura, en la vereda opuesta, iluminados como estaban a las siete de la mañana por los faroles de gas de mercurio. Pero no pensó nada. Tampoco se preguntó si el dichoso Cardinalem Wojtyla sería un moderado, un ultra, un posibilista, un prusiano, un cretino o un cristiano. Se sentía resignado. Contemplaba al agente de la Policía Nacional, miraba la franja roja en su gorra gris, la metralleta entre las manos, los zapatos negros y humedecidos, como los de él, por la lluvia y recordaba algunas de las divagaciones que acaba de leer. Por ejemplo: "En Roma se ha tratado de buscar explicación a las relaciones del pueblo romano con el Papa. Sólo los romanos parecían tener prisa en estos días de cónclave. Hay quien ha creído ver una sensación de orfandad, merecedora de psicoanálisis, en aquellos que han acudido cada día a esperar la fumata y que silbaban y protestaban cuando aparecía el humo negro. Otros, apoyándose en la antropología, han visto lo que el cónclave tenía de fiesta en la antigua Roma: una fiesta que llenaba las calles de presos amnistiados y que ahora constituye uno de los pocos espectáculos gratuitos que ha dejado la historia." Pensó, entonces sí, que una frase como ésa era impenetrable –Hay quien ha creído ver una sensación de orfandad–, y también pensó que la historia ha dejado no pocos sino demasiados espectáculos gratuitos.
   La tarde anterior él había puesto la radio a las seis y cuarto. Sólo dos minutos después se había producido la fumata blanca. De modo que había encendido el televisor y se había quedado esperando. A las siete la plaza de San Pedro había aparecido en la pantalla y él había visto al latinista Pericle Felici anunciando: "Habemus Papam" –¿Joannem o Joanus?, se preguntó, es claro, aquella mañana del 17 de octubre de 1978, en Vía Layetana, bajo la lluvia–, y en seguida también había visto a Karol Wojtyla ya investido, hablando en italiano primero y a continuación impartiendo la "Urbi et Orbi" en latín, desde luego: es decir, toda la irreal ceremonia bajo la luz de los reflectores en el oscuro atardecer romano. Para colmo el único diccionario que le fue posible consultar ese mismo día, el 17, en la casa del Gurí Roldán –la octava edición corregida y aumentada del "Nuevo Diccionario Latino-Español Etimológico", de Raimundo de Miguel y El Marqués de Morante, Madrid 1926–, traducía Juan como Joannes, desconcierto y desilusión que el Gurí aprovechó para decir:
   –Lo que pasa es que Habemus Papam pero Non Habemus Pampa.
   Sin embargo Pacho Soulé y él no estaban en Vía Layetana. En realidad esa era la calle de Mieres, puesto que debían entrar en la Jefatura por la puerta lateral después de hacer la cola en la vereda de enfrente. Pero estar allí era estar en Layetana, como se sabe, y debían obedecer las indicaciones del agente de guardia, cruzar de uno en uno, mostrar el pasaporte, subir las escaleras y hacer otra cola para presentar por fin la solicitud de permiso de residencia y los comprobantes necesarios, sabiendo de antemano que no les concederían la residencia sino, en cambio, como un premio consuelo, un nuevo visado de permanencia en el país sólo válido para otros tres meses, y que les devolverían el pasaporte con un sello rojo que rezaba: No autorizado a trabajar en España.
   Así que Pacho Soulé dijo:
   –Me tendría que haber puesto un pullover.
   El recuerda todavía esas palabras por algo que aparentemente no tiene nada que ver: Pacho Soulé siempre le preguntaba por qué los personajes literarios no hacen las cosas que uno hace todos los días. Y él nunca encontraba más que una respuesta paradójica, lineal, y más o menos estúpida, aunque sospechaba que en un cierto sentido los personajes literarios pretendían hacer esas cosas y en muchos otros ni siquiera lo intentaban, pero también era posible –y ésta fue aquella mañana su etérea respuesta– que no las hicieran por falta de tiempo. A veces los personajes tenían que realizar tantos actos trascendentes, o puramente novelescos, que no les quedaba tiempo para otros, quizás nimios, pedestres, oblicuos o diletantes pero a la vez, sin duda, justificables. Esta explicación no le aclaraba nada a Pacho Soulé, que seguía pensando que esa gente –los personajes, claro– lo único que hacía era perder el tiempo, de modo que el martes 17 de octubre de 1978 repitió textualmente esta convicción y agregó que tenía mucho frío.
   Dos marroquíes se sumaron a la cola.
   –Sí, refrescó –dijo él–, de ayer a hoy. Se viene el invierno.
   Pacho Soulé se frotó las manos y dio pataditas en el suelo. Estaba más pálido que de costumbre.
   –Suerte que por lo menos me puse una camiseta –dijo–. Mirá, con la cuestión del despertador, que tenía que sonar a las seis, me desperté a las cinco y media. Yo siempre me levanto temprano, más o menos a esta hora: siete y cuarto, siete y media... Tomamos unos mates con Ofelia y charlamos. A veces discutimos un poco. Uno también discute, ¿no? La cuestión es que a mí el mate me despeja, me hace bien. Antes de tomar mate, por ejemplo, pienso que en cualquier momento se va todo a la mierda. Pienso en Hugo, ¿sabés? El pibe no tiene papeles y no sé cómo se va a arreglar para que no lo echen. Bueno, me da por pensar cosas así. Pero después de tomarme unos mates ya me siento mejor. Entonces me afeito y me baño. De todas maneras hay días en que no quiero ni mirarme en el espejo. Es tal la bronca que tengo. A veces me dan ganas de cagar y entonces leo un poco... La cuestión es que en total debo tardar unas dos horas en ponerme a punto. Por lo general a las nueve ya estoy listo y empiezo a laburar.
   Después de los marroquíes apareció una filipina, y, en seguida, el Bulldog. Cuando llegara la hora de comenzar a entrar en la Jefatura serían más de doscientos en la calle de Mieres. Así eran las cosas por aquel entonces en Vía Layetana.
   El Bulldog no sabía ni quién era ni de dónde había salido el cardenal Karol Wojtyla, pero en un bar había oído que el nuevo Papa se llamaba Juan Pablo II. Albino Luciani se había ido como un pajarito. La elección decidida por el Espíritu Santo, evidentemente, no le había caído bien sino indigesta como una torta frita. "Christus vincit, Christus regnat."
   El Bulldog era peruano, hacia veintitrés años que vivía en Barcelona y estaba casado con una mujer española.
   –Pero parece que ahora quieren echarnos a todos de este país –dijo.
   –Sí –respondió Pacho Soulé–. Sobre todo a los que no tienen papeles.
   –Yo tengo –repuso el Bulldog.
   Sacó un carnet de la Federación Catalana de Lucha y se los mostró. En la foto parecía menos feo de lo que en verdad era. Tenía, simplemente, cara de bulldog, con ojos de chino y pelo gris. Por eso le habían puesto ese nombre: una cuestión profesional.
   –Y usted, ¿de dónde es? –preguntó.
   –De la Argentina –dijo Pacho Soulé.
   –Ah. Yo luché en el Luna Park, ¿sabe? –El Bulldog hizo una pausa y agregó–: Luché con Karadagián.
   –¿Con Karadagián?
   –Claro que sí. –Miró al agente de guardia, en la vereda opuesta, y señaló los diario que él sostenía bajo un brazo–. Dicen que nos van a echar nomás, pero yo la nacionalidad española no pienso pedirla, por más que me corresponda.
   –¿Por qué no piensa pedirla? –le preguntó él–. Si su mujer es de acá no pueden negársela, y así terminaría con todo este quilombo.
   –Mire –dijo el Bulldog–, a mí la renovación del pasaporte peruano me cuesta nueve mil quinientas pesetas todos los años, ¿sabe?, pero yo prefiero pagarlas.
   –¿Por qué? –le preguntó Pacho Soulé.
   El Bulldog se retiró unos pasos y durante varios segundos les dio la espalda. Cuando giró nuevamente hacia ellos, bajo la lluvia, sus ojos chinos era apenas dos rayitas. Abrió la boca y se le vieron los dientes:
   –¿Quiere saber por qué?
   –Sí –dijo Pacho Soulé.
   –Bueno, se lo voy a decir.
   –¿Por qué? –insistió entonces él.
   Y el Bulldog dijo:
   –Por la nostalgia.






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