Nació en Córdoba en 1918.
Inició su carrera literaria en 1942 con la publicación deÁlamos talados, una novela de iniciación que obtuvo el Primer Premio de Literatura de Mendoza, el Primer Premio Municipal de Buenos Aires y el Primer Premio de la Comisión Nacional de Cultura y que veinte años más tarde fuera filmada con guión del autor. En 1947 se publica La vara de fuego, seguida de El gran cobarde en 1956. Otras obras incluyen Límite de clase(1964), Minotauroamor (1966),La viña estéril (1969). También escribió cuatro diarios de viaje y varias obras teatrales. Fue director de la Biblioteca del Colegio de Escribanos de Argentina.
El niño muerto
No sé cómo pude haberlo muerto, pero lo había hecho. No busco excusas soy el único culpable. La vida vale aquello por lo cual estamos dispuestos a jugarla.
Lo había visto alzar un brazo, la mano sobresalía nerviosa de la manga del sobretodo gris; la otra sujetaba una cartera de útiles de colegio.
Era la primera vez que había encontrado a ese chico. Debía ser así y, sin embargo, me parecía conocerlo desde mucho tiempo.
La espera no se prolongó más de cinco minutos, pero me sobró para detallarlo. Entre cortas pestañas, ojos pequeños y claros, desafiantes o tristes, alternativamente; párpados prestos a abolsarse en llanto o a entrecerrarse en gesto de altanera insolencia. De nuevo, me atrajeron sus manos con largos dedos capaces de tamborilear en los vidrios de una ventana que mirara a las sierras o algo —cemento o piedra— que cortara imperativamente la visual. Debía sentir, entonces, la precoz desesperanza de las flores de los jacarandaes, que nacen antes de las hojas.
A mitad de cuadra, tras un carro arenero, surgió el ómnibus rojo. Las cubiertas de las ruedas tenían casi la altura del chico rubio. El viento levantó un mechón de su pelo caído sobre la frente; fue un aletazo desgarbado que corrigió con rápido ademán. Hasta el rubio de su pelo habría de cambiar y ya comenzaba a tornarse castaño cerca de la nuca y de las orejas.
El ómnibus giró hacia nosotros y. el chico avanzó; sus zapatos, de tacos gastados hacia afuera, se bambolearon en los adoquines.
Lo seguí casi pegado a sus talones. Comparé, con absoluta tranquilidad, que la rueda tenía el mismo ancho de su espalda, donde se marcaban los omóplatos descarnados. Las ventosas no prenderían en su piel tibia y estirada.
Sólo escucharía consejos antes de salir: "Querido, cuídese al cruzar las esquinas". A veces, pensaría que como era menudo, no causaría mayor entorpecimiento si cayera, bajo las ruedas de un vehículo; al imaginarse allí, creería estar mirando si el coche perdía aceite por el “cartel” del motor hasta que, de pronto, palidecería al pensar en su vientre hundido y teñido de rojo. Debía creer —cosas simples— que todo el cuerpo podría convertirse en sangre roja, igual a la brotada de un dedo que se pilló en la puerta del ascensor.
Como si la suya hubiese de ser mi muerte, en un instante de angustiosos segundos lo vi crecer chocando y desangrándose en todas las cosas.
Comprendí que ya tenía en la mirada: ese vivir irreal, ese creer que todas las cosas son bellas o puras, según la forma en que se las siente, ese dar íntegramente lo mejor de sí aunque estuviese manchado de barro, pues que el barro sólo es tierra yagua mezclados, ese aire y capacidad de valorar la verdadera pureza que sólo está al alcance de los sensuales, ese mirar de aquellos que están dispuestos a pagar en honra y vida el precio de lo que aman o en lo cual creen sin pensar en la retribución, pues, más que para vivir, para morir hace falta un ideal.
Pasmado de asombro, no podía comprender cómo y por qué descubría esto con tal clarividencia. Me pareció que todo había sucedido ya y desbordaba ese menudo cuerpo que tenía delante.
De improviso, y ya no sé si surgida de mi mente o de la tierra, escuché mia voz que creí suya al promediar las palabras:
—Amigo Dios, hasta los gusanos que nos arrastramos entre el barro sabemos que Tú nos miras, que sabes cuándo queremos ser menos repugnantes, puesto que Tú, que eras el Puro, el Perfecto, elegiste morir entre dos perdularios y uno fue tu amigo en la hora de la muerte. Perdóname si yo que soy un vil gusano (Tú me hiciste así con la misma constancia con que creaste a los hombres), perdóname si te siento mi amigo.
Me pareció, entonces, que desde el comienzo de los siglos se levantaba un coro de voces airadas y atravesaba la humanidad hasta su extinción, y eran las voces de los fariseos que clamaban rasgando sus vestiduras:
—¡Un repugnante gusano se atreve a llamarse "amigo de Dios" cuando nosotros, que somos honrados, que vamos al templo y damos limosnas a los pobres, sólo nos atrevemos a adorarlo de rodillas!
Y todas las voces se lanzaban sobre el chico rubio.
Fue entonces cuando obré y lo hice impulsado por una fuerza superior a todo contralor.
Los jueves por la tarde, cuando era chico, nos llevaban al campo de deportes del colegio; allí, en la cancha de fútbol y al formar filas, había aprendido esa triquiñuela: cuando el compañero que me precedía levantaba el pie para avanzar, le rozaba el taco con la puntera de mi zapato ambas piernas se le trababan y, perdido el equilibrio, caía hacia adelante.
Escuché el golpe sordo de la cartera de útiles o el del cuerpo del chico rubio al caer. No sé precisarlo. El ómnibus dio un pequeño barquinazo, tal como si hubiera pasado una de esas zanjas mal cerradas que abren para componer las cañerías de gas o los cables telefónicos subterráneos. Sentí, luego, el impacto de una ventanilla que escapa a los resortes gastados. El clásico chillido de mujer asustada por una rata se mezcló al chirriar de los frenos. Apreté los dientes que se me destemplaban y me alejé.
El niño rubio tendría una de sus manos, palma hacia arriba, cerca del caño de escape por donde brotaría acompasadamente el humo azulado. Ya no se le irritarían los ojos. No habría de crecer ni llorar nunca más. Nunca habría de estar solo repitiendo con monótona desesperación ese nombre elegido entre todos los nombres, como a veces se escoge una sola hoja entre todas las de un bosque por el cual pasamos. No sentiría, jamás, esa soledad que se mide en cada golpe de sangre escuchado en silencio, mientras los minutos van amontonándose y afinan los nervios, como un constante sacapuntas que ni esa misma sangre mella.
Anduve unas cuadras y me di cuenta de que no experimentaba ningún remordimiento; antes bien, me sentía cómodo y feliz, tal si me hubiese librado de una carga obsesionante o hubiera retirado, en un descuido del "croupier", una apuesta perdida en la ruleta.
Sólo me quedaba la preocupación, casi simple curiosidad, de saber dónde había visto esas manos y esos ojos.
Un gran cartelón de remate enrojecía la mansarda de una casa de departamentos; si tuviese dinero podría comprarla y, luego, venderla ganando algunos miles. El niño rubio, destrozado bajo el ómnibus, no pensaría más en las palomas que anidaban en los cornisones.
La noche me encontró maquinando formas de ganar dinero, con ansiedad hasta entonces desconocida.
Un vigilante me miró con aire desconfiado. Comprendí que no era honesto ni correcto andar vagando por las calles. Tenía que levantarme temprano para salir a comprar y vender, para atesorar dinero, mucho dinero, montañas de dinero.
Entre los intersticios de los adoquines, la tierra sorbería la sangre del niño muerto en la calle. .
En el diario de la mañana siguiente, los accidentes de tránsito ocupaban un cuarto de columna con letra menuda; leí a saltos, busqué en toda la página, luego en las demás. Ni la menor noticia.
No era posible: lo había visto caer delante de mí. Un chico así tenía que caer con una triquiñuela; además, fue como si algo mío se desprendiera desgarrándome.
Rotundamente movía la cabeza el vigilante.
—No señor, ¡le digo que ayer no hubo ningún accidente!
El diariero afirmaba lo mismo. El almacenero aseguró que desde años no ocurría un accidente en esa esquina y agregó, con aire de comerciante ofendido, que esa era la esquina más saludable de Buenos Aires.
Empezaban a mirarme como. si tuvieran que vérselas con un loco. ¡Estaría desvariando! No era posible, ese niño rubio me había parecido tan existente y real como yo mismo.
¡De dónde había sacado esta imagen! ¡Dónde la había llevado tan oculta! Comprendía que cuando la verdad irremediable puede herir a quienes amamos o nos aman, es lícito, hasta noble y generoso, ocultarla; pero también sabía que era imposible esconder un niño a los ojos de los demás, que no era comprensible que muriera así, sin que nadie lo viera, ni lo comprendiera, ni lo llorara en una inmensa ciudad.
Debía comenzar a enloquecerme. Eché a caminar pesadamente, mientras repetía en acongojante retórnelo:
—¡Pobre niño, si no ha muerto está perdido para siempre!
Levantaron vuelo las palomas que anidaban en el cornisón de la casa de departamentos en remate. Tuve necesidad de acercarme para acariciar el lomo de un gato atigrado, que ronroneaba sobre el mostrador de un quiosco de cigarrillos.
—Pobre chico —repetí.
Quizás, algún día, estaría solo y la espera interminable. Su mano, ya vigorosa, recorrería distraídamente la mejilla hasta que uno de los dedos fuera a caer en ese hueco tibio que forma el lóbulo de la oreja, donde tan cómodamente parece que puede encañonarse un revólver. Comprendería, entonces, que todas las cosas que se amontonan sobre los muebles y a las que antes creyó sin vida, ahora estaban realmente muertas. Sentiría que toda esa dolida lucha por sus ideales, hecha del pequeño y diario renunciamiento, sería grotescamente vana por causa de esa fisura que le atravesaba de parte a parte el corazón y resquebrajaba la columna maestra de su vida.
Le quitarían, quizá, todo lo que amara, como por costumbre o codicia de sus frutos se poda un árbol, sin pensar que ningún daño hicieron las ramas mutiladas; quedaría, entonces, vacío, pura fachada, como esas casas desventradas por una bomba voladora en un momento cualquiera en que sus habitantes fueran prodigiosamente felices; porque, a veces, los pobres seres humanos suelen aspirar a ser dichosos en su dulce, en su amarga, en su nimia o inmensa manera.
Sentiría que era semejante a una campana cuyo sonido enternece sin que nadie piense en el molde de barro que soflamándose le dio forma. Y su vida se hundiría, de nuevo, como un tren rechinante en un túnel, un tren enrojecido hasta los ejes por el deslumbramiento del alba. Sólo quedaría unido a la tierra por esa brutal arrogancia del toro de lidia que tiene conciencia de su destino de embadurnar con sangre la arena, mientras las gentes aplauden al que hundió el acero.
De pronto, un cansancio de eras, edades, siglos, me agobió. Las casas, las máquinas y pilas interminables de dinero pesaban sobre mis hombros. Ya no quedaban más que unas manos y unos muertos ojos de niño. Hubiera deseado llamar a las gente y sentarlas a orillas del mar, del camino, de cualquier lugar en que las cosas y los seres pudiesen desplazarse, y explicarles; pero comprendí que sería inútil y apreté los carrillos. Cada hombre mide la vida con su propia medida.
Volví a caminar y en el eco de mis pasos escuché los del chico rubio. Poco a poco fue creciendo, otra vez, el vocerío; logré distinguir las que clamaban cotizaciones de bolsa y de ganado. Máquinas y motores se unieron al estruendo. Ya no pude escuchar el eco de sus pasos, ni el ruido del mar, ni el del viento en los pinos, ni el de los álamos en la candorosa burlería de sus hojas; ni ver sobre las manzanas la entera luz de la entera luna.
Todo estaba perdido irremisiblemente.
Me arrojé de espaldas en la cama. A través de la ventana, una pared altísima me enclaustraba, me encajonaba. Una trinchera de álamos me contemplaba impasible desde su fotografía esfumada. Las gentes y las cosas debían vivir en las fotografías hasta que llegaran las manos y el corazón capaces de tomarlas. Unos ojos y unas manos podían quedar puros, igual que en un retrato de la niñez, a la espera del encuentro milagroso; debían quedar como las manos y los ojos de ese chico que yo había matado en la calle.
De improviso, di un salto y busqué ansiosamente en un viejo maletín. Entre antiguas fotografías apareció la de un chico montado en un perrazo danés.
Allí estaban esas manos y esos ojos. ¡Era exactamente el mismo chico rubio! No había lugar a confusión alguna. Era una fotografía suya .
En el reverso, mi madre había escrito: "Ignacio a los nueve años"
Hacía mucho tiempo que no miraba ese retrato mío.
Abelardo Arias no es tan reconocido en Córdoba lugar donde nació. Y por suerte, La Agencia Córdoba Cultura en el año del Bicentenario sacó una colección de 10 o 12 libros sobre narradores cordobeses, uno de ellos es de quien se habla en esta oportunidad y eso está muy bueno , creo que hay autores que no deben ser perdidos en el camino de la literatura.
ResponderEliminarLily Chavez
Final para mí casi esperado, de todos modos, Arias nos lleva con entusiasmo por su historia. Me gustó y no conocía a este escritor
ResponderEliminarMariano Lazarte
Arriba Junín!
Abelardo Arias es otro ninguneado de la literatura argentina, desconocido, muy de tanto en tanto se lo recuerda. Y seguimos en la línea de rescatar...
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