sábado, 9 de abril de 2011

Silvina Ocampo - narrativa - 10 de abril





(Buenos Aires: 1903 - 1994) ha escrito libros de cuentos y poemas. Nombramos algunos: Viaje olvidadoEnumeración de la patria, Espacios métricosSonetos del jardínAutobiografía de IreneLos nombresLa furia (del cual sacamos este relato), Las invitadas y Lo amargo por dulce. Casada con Bioy Casares, fueron junto a su hermana Victoria grandes animadoras de la cultura argentina (del 40 en adelante), a través de la revista Sur. (Tienen una casa museo hermosa en Mar del Plata.) Si lo invitan a un coctel literario o a una tertulia, llámela "Silvina" a secas y deslice esta frase como al desgaire: "en su obra narrativa el terror surge de lo cotidiano". 

La boda
   
Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos dos chicas de siete años.
    Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera.   Estaba acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de Colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado "Gabriela, tírate por la ventana" o "pon tu mano en las brasas" o "corre a las vías del tren para que el tren te aplaste", lo hubiera hecho en el acto.
    Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas se encontraba la peluquería LAS OLAS BONITAS. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para la vuelta a la manzana, sin riendas y sin montura y que me distraía de mis estudios.
    El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas notas, las peores de mi vida, en aquellos días.
    Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al río.
    -¿Qué río? -preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
    -No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
    -Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete -había dicho Arminda-, mi peinado llamará la atención.
    Roberta reía y protestaba:
    -Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.
    -Estás equivocada. Se usan de nuevo -respondía Arminda-. Verás, si no llamo la atención.
    Los preparativos para la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de la abuela materna adornaba la bata, un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo de su padre, Arminda cruzó el patio de la casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mandó hacer un rodete muy grande, aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina, con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre, parecía una peluca.
    La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la suciedad. El cielo, de un color gris de plomo, nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé el palo de una escoba para matarla pero me detuve no sé por qué. Roberta exclamó:
    -Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que la araña por la noche es esperanza.
    -Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita -le dije.
    Como una sonámbula, porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una cajita.
    -Ten cuidado. Son ponsoñosas -me dijo.
    -¿Y si me pica?
    -Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Si no les haces daño, no te harán a ti.
    Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que perfore con un alfiler.
    -¿Qué vas a hacer con ella? -interrogó Roberta.
    -Guardarla.
    -No la pierdas -me respondió Roberta.
    Desde ese minuto, anduve con la cajita en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador.
    -Parecés un guerrero -le grité.
    Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la preciosa redecilla. Se me antojo que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía sólo el vacío, mirando fijamente a alguien.
    -¿Pongo la araña adentro? -interrogué, mostrándole el rodete.
    El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la cabeza como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña. Rápidamente volví a enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no me sorprendieran. Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en aquella obra de arte, como él mismo denominaba el rodete de la novia.
    -Todo esto será un secreto entre nosotras -dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo hasta que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído hacerlo a las personas mayores.
    -Seré una tumba.
    Roberta se puso un vestido amarillo con volantes y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado, con un entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo. La novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el prebisterio, le palmotearon la cara. Durante un rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como el mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en el ataúd. Tímidamente, turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la causante de su muerte.
    -¿Con qué la mataste, mocosa? -me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin cesar.
    -Con una araña -yo respondía.
    Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás me creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo.
 

7 comentarios:

  1. Se han editado ahora nuevos libros sobre las obras de Silvina Ocampo, siendo merecedora de su difusión.Sus relatos son de prosa cuidada y encierran un misterio escrito con levedad y naturalidad, relaciones ambiguas y con muchOS secretos.Como el texto seleccionado, que es magistral.
    MARITA RAGOZZA

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  2. A pesar que el misterio se torna previsible la ambiguedad del relato termina mostrando menos que lo insinua, Carlos Arturo Trinelli

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  3. La mujer de Bioy Casares, Silvia Ocampo, escribe con la misma dicción que los norteños de Buenos Aires. Es cuestión de pareceres, buena escritura y temas que no siempre atraen...

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  4. Para mí es importante leer a quienes nos conmovieron por su lenguaje o por sus temas, los felicito por traer este texto, así volvemos a opinar sobre Silvina Ocampo.
    Un abracito, Artesanías.
    Betty Badaui

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  5. Nunca me gustaron los escritores que pareciasn superiores en su gestos o en sus ropas o en la cantidad de idiomas que hablaran. Tenia ciertos prejuicios con los nacidos y educados en altas esferas de buenos aires. Los sigo teniendo debido segurametne a un prejuicio personal tan pobre de espìritu como cualquier otro prejuicio.
    Pues Silvina Ocampo no era así. No lo era. Más de una vez debí meter en mi propia bolsa de las estupideces este prejuicio personal.
    Era una mujer excelente, buena persona, generosa, eschadora, consejera, simple, aguda, graciosa, con un encanto personal de esfuerzo enorme pues era mucho menos bella que Victora.No me gustaba mucho como escribía. Pero la vi varias veces en reuniones de mi familia, conversé bastantes veces. La escuché de cerca, sin interrumpirla muchas, muchas veces.
    Era una persona genial... con un encanto como pocas veces ví... La conoci mucho y su habilidad para tratar con gracia y respeto a la gente menos sabia y más bruta como en mi caso, no la olvidaré nunca.
    Te escuchaba como si fueras la única persona que podía hablarle en el universo aunque no te parecieras en nada a ella.
    Esa era, detrás de sus anteoojos negrso, no se le veían las pupilas pero se le desbordaba el alma

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  6. Interesante el comentario que me precede... Es lamentable pero a veces los prejuicios se sobreponen al juicio sereno. Se opinó sobre Lamborghini aunque no creo que nadie ha ensombrecido o mancillado la figura de Silvina Ocampo. Tampoco la de Lamborghini...
    andrés

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  7. Un relato muy bien logrado. Extraordinario, para mi. Para leer despacio.
    amelia

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