miércoles, 26 de enero de 2011

AMELIA ARELLANO - DESTIEMPO



LE ESCRIBO esto por las santas dudas, pero mi denuncia está hecha y ya estoy más tranquila
Nunca se lo dije a nadie pero mi odio por los relojes empezó a los 16 o 17 años. Si por mí fuera, los haría desaparecer de la faz de la tierra.
Pero a todos, ¿Si? Los de arena, los de sol, las clepsidras, en fin, todos.
Cuando cumplí quince años me regalaron un absurdo regalo para una niña tan joven: un reloj con malla de oro, la trama era de un entretejido muy vistoso. Me decía que en cualquier momento, por él, los chorros me cortaban la mano.
Me las ingeniaba para no ponérmelo, me parecían grilletes o esposas.
Me casé muy joven, quizá no fue casual, pareciera que una fuerza infernal hizo que me casara con un hombre que colecciona relojes.
Están por todas partes y los hay de todos tipos, de madera, de piedra, de porcelana, de distintos colores y diferentes formas y sonidos. Es increíble lo que puede hacer un hombre obsesionado por los relojes: en el quincho había un gran tronco e incrustado en él un reloj!
Nos sentábamos en la mesa del comedor y al frente el famoso reloj.
Íbamos al living y lo que podría haber sido una hermosa caja de madera tallada estaba arruinada por ese círculo ridículo con dos varillas tiesas que parecen flacas patas de arañas.
Usted dirá que es cosa de locos, pero ¡hasta en el baño había un reloj! Había, así, en pretérito imperfecto. Por supuesto imperfecto, no podía ser de otra forma. Era de porcelana blanca con flores rosas y estaba en la repisa de vidrio frente al inodoro. ¡Pavada de vigilante en nuestra intimidad! ¿No? Cuando me disponía a hacer palabras cruzadas, como era mi costumbre, me anunciaba que ya habían pasado diez minutos, con lo que no podía hacer otra cosa que levantarme y salir del lugar.
Estaban por todas partes y todos los años aumentaban, claro, como también la manía de mi marido.
Cualquier ocasión era buena para regalar un reloj. Hasta en nuestro aniversario nos regalaron uno de mármol negro. Muchas veces dejé de tomar mate en la cocina al sentir en la nuca la presencia de ese alcahuete con cara de sol. Mirando retrospectivamente, creo que el pobre de mi marido primero intentó avisarme, pero yo no me di cuenta.
Un día se levantó cantando esa canción tan vieja que casi no recuerdo:
“...reloj no marques las horas...”
Otra vez insistió que viéramos esa película cuyo género él sabe que no me agrada, “La hora señalada”. Otras veces me mandaba a discar el 113... ¡Y cuando me regaló el libro de la Bullrich “¿A qué hora murió el enfermo?”!
Recién empecé a sospechar cuando mi cumpleaños me regaló otro reloj de oro. Las mallas eran dos serpientes que se entrecruzaban y en ambos ojos tenían piedrecillas rojas. ¡Casi me muero cuando me encontré con la mirada de... esas bichas!, mire, no me atrevo ni a nombrarlas.
Desde allí comenzó una persecución implacable. Los relojes se ingeniaban para estar donde yo estaba, me perseguían. No podía escapar a su control.
Recuerdo cuando una tarde fresquita de abril me senté en un banco de la plaza, pensaba que por fin había logrado eludirlos, cuando el reloj de la torre del campanario dio las 11 hs. Me estremecí, y no de frío, puedo asegurarle.
El escalofrío se acentuó cuando una mujer se sentó a mi lado ostentando un reloj en la mano derecha y si quedaba alguna duda se encargó de disiparla mirando a cada momento la hora. Se debe haber dado cuento que yo la miraba porque disimuló diciendo:
“¿Qué le habrá pasado a mi prima que tarda tanto?
”. ¡Si usted hubiera escuchado la voz!, metálica, de ultratumba. Pegué un salto y me fui a casa. Cuándo estaba abriendo la puerta de calle, un hombre con anteojos me preguntó la hora. Adiviné que él sabía que no llevaba reloj, es más, percibí una velada amenaza en su... ¿Tiene hora señora?”.
No me salió ni una palabra por lo que negué con la cabeza. El hombre se alejó con una sonrisa sarcástica.
La cosa se complicó cuando sentí que me miraban y que la mirada me perseguía por toda la casa. Empecé a cubrir los relojes. Paradójicamente, estaba pendiente de la hora en que se iba mi marido para comenzar con la tarea. Un día noté algo raro en su mirada (claro, ahora me doy cuenta, pobrecito, ya lo habrían metido en la conspiración): al irse miró la hora y me preguntó con expresión helada “¿Te sentís bien?”.
Apenas se iba parecía que me acometía un acceso de fiebre. Transpiraba, tenía calor y frío al mismo tiempo. Comenzaba a cubrir los relojes con toallas, repasadores, con cuanto trapo tuviera a mano. Pero no había caso, podía tapar los relojes pero el tic-tac exasperante y diabólico me perseguía.
Prendía la radio y los locutores, todos, de cualquier radio, me anunciaban la hora. Prendía la tele y lo primero que aparecía en la pantalla, en su costado superior derecho, era la hora.
Un día, lo recuerdo como si fuera hoy, había tapado los aparatos y estaba sentada, sin saber qué hacer, cuando el sonido del timbre me alertó. Miré por la mirilla (ya no contestaba el portero, por las dudas que alguien viniera y viera los relojes tapados) y horrorizada vi a un hombre con un portafolios en la mano que miraba atentamente su reloj. Cuando nuestras miradas se encontraron, mirilla mediante, ahí me asusté realmente. Sentía que el hombre me miraba a través de la puerta. Esperé un ratito paralizada, tocó nuevamente el timbre y se fue, no sin antes dirigirme una mirada indescifrable.
Creo que fue ese mismo día cuando mi marido llamó por teléfono (para saber cómo estaba, dijo...) me preguntó si había salido a realizar las compras y cuando le respondí que no, dijo
¿ Sabés la hora que es?
Casi me desmayo. Allí comprendí, confirmé, lo que venía sospechando: él estaba en la conspiración.
También a mi pobre vieja la metieron.
Ella me decía que me encontraba cada día más pálida, más demacrada, más silenciosa, insistió que fuera al médico de la familia, es más, me acompañó. ¿Puede creerme que hasta él estaba metido? Pasó por el pasillo y mirando su reloj le dijo a mí vieja:
“ Esperen un minuto, ya las atiendo.”
Los enfermeros igual, pendientes del reloj y del teléfono. Al darme cuenta que eran parte del complot, por supuesto no entré al consultorio y volví a casa con mi madre que me miraba con cara medio rara. En ese tiempo aún no me daba cuenta que ella no había podido zafar. Por otra parte, ¿cómo creerlo?. Mi madre... ¿Entiende usted? ¡Mi madre! Fue otro día cuando me avivé, me dijo que eran ideas mías, que estaba enferma, que tenía que descansar. Como no le contestaba, (imagine usted como me sentía, uno puede esperar cualquier cosa de cualquier persona pero…¡de su madre!) Se volvió loca, tipo exorcista, pero en vez de tener una cruz en la mano levantaba un reloj.
“No hacen nada, ¿ves?. ¡Es solo un reloj!”
No sé cuanto tiempo me quedé quieta, acurrucada en el sofá, en posición fetal. Después me di cuenta que le había contado a mi marido por qué él suspendió sus eternos ¿qué hora es? A veces jugaba conmigo, mire usted qué cruel, comenzaba con la frase: ¿qué...? y se interrumpía o cambiaba el sentido de la frase.
Ya no sabía qué hacer, sentía que no había ningún lugar en el mundo en donde descansar, para colmo un día mi marido volvió de sorpresa y cuando vio los relojes tapados, no dijo nada, me miró con ojos inescrutables y se fue sin saludar. Me sentí descubierta, expuesta.
¡Ay! ¿Y mi suegra? Esa viejecita de apariencia dulce y de cabellera cana ¿quién lo hubiera creído? Comencé a sospechar de ella el domingo. Estábamos los tres comiendo cuando el horrendo pajarraco saltó para dar la hora, me asusté tanto que de un manotazo derramé la copa de agua. Cuando levanté la vista, descubrí una mirada cómplice entre ambos. Otro día, en misa, me agarró un acceso de tos y me ofreció un caramelo al desenvolverlo lo dejé caer con horror. En el envoltorio rezaba “Caramelos media hora”. La vieja me miraba con ojos burlones. Salí de la Iglesia y regresé a casa sola.
Desde allí, el hombre con el que nos habíamos jurado amor eterno, no se preocupó por fingir más. Me miraba hosco. A veces su amenaza era explícita, aunque no verbalizada. Miraba al reloj y a mí simultáneamente. En una oportunidad me invitó a dar un paseo en auto, no sé cuanto tiempo hacía que no salíamos por que él “no tenía tiempo para nada”. Por supuesto el reloj del tablero me acechaba con un guiño maligno, cuando no aguanté más le pedí regresar.
Una noche que pasaba al lado del piano, sobre él observé algo que fue una revelación. Un portarretratos, en el costado izquierdo, mi fotografía; en el derecho, la suya. En medio, una mujer desnuda sosteniendo una manzana, a sus pies una serpiente. Alrededor, el círculo maligno. Cuando daba la hora la serpiente iniciaba un movimiento hacia la manzana. Lo que hasta ese momento era una curiosidad pasó a ser una amenaza siniestra. ¡Y allí tomó sentido todo! “Menage a trois”, dije en voz alta, casi resignada.
Esa noche no dormí. Creo que era de madrugada cuando una premonición me alertó. Me di vuelta y en la oscuridad, los ojos de mi marido, convertidos en círculos pendulares fosforescentes me observaban. Me volví de nuevo y me quedé tan quieta que las piernas se me acalambraron. Fue una noche eterna hasta que sonó la famosa musiquita. Cuando él me tocó, me hice la dormida, pero quizá se dio cuenta por que no pude evitar estremecerme. Sentí en el brazo la viscosidad y el hielo de la serpiente.
Las cosas se complicaban cada vez más, los relojes comenzaron a robarme los pensamientos e iban conmigo a todas partes. Un día no pude más. Demasiado me controlaba para no estallar, ¿sabe? Cuando él burlándose me preguntó: “¿Qué hora es?” sentí que el calor me subía a la cara. Me levanté con violencia de la silla de algarrobo que cayó estrepitosamente y, parada, con las dos manos apoyadas en la mesa, le espeté en un arrebato: “¿Por qué, tenés algo qué hacer?”
. Me miró sintiéndose descubierto y balbuceó:
“nada, preguntaba, no más...”
Sentía que ya estaba al límite de mis fuerzas.
La mañana del miércoles (¿o era el lunes?) descubrí cuando desperté que me habían puesto un reloj dentro del cuerpo, en el costado superior izquierdo. Su tic-tac acompasado me seguía a todas partes.
Al otro día me pusieron dos más. Uno en cada oído, por lo que casi no podía escuchar. Ese día estaba en el baño, tomé el reloj de porcelana y lo tiré con todas mis fuerzas al piso, los fragmentos se desparramaron y cuando escuche el tic-tac infernal que seguía sonando, supe que no podía hacer nada. Me parecía que era como haber matado a alguien y que el corazón le saltara del pecho y le siguiera palpitando. En ese momento descarté el suicidio que venía planificando ¿para qué si estaba segura que me seguirían en el más allá?
Nadie dijo nada, ni mi madre, ni mi marido, ni esa mujer que habían contratado supuestamente para que me ayudaran. A la tarde el baño lucía impecable. Del reloj, ni rastros. Desde el primer momento dudé de la mujer, busqué en su bolso y encontré una credencial de enfermera y un reloj colgante. Me perseguía con su cantinela: “señora, es la hora de su medicamento señora, es la hora de su té”,”
etc. , etc. Una mañana, por el reflejo de la puerta, observé que ponía algo en mi taza. No dije nada. Nadie supo por qué se secaron los geranios del ventanal.
El jardín era uno de los pocos lugares donde los relojes me dejaban en paz. Sentada en la reposera observaba al jardinero que con cuidado cortaba los gajos de un rosal. Parecía no importarle la hora de llegada, ni de partida por lo que se acordó pagarle por la tarea realizada. Al principio desconfié de él, decían que era un alcohólico recuperado, después pasó a formar parte del parque, como el cedro, por ejemplo.
La enfermera llegó sigilosamente trayéndome una taza de té. Dirigiéndose al hombre le dijo: “Don Pedro, son las cuatro y usted no ha almorzado”
. El viejo estaba inclinado, se paró y dijo solemnemente:
“Yo ya he escapado de la esclavitud del tiempo”.
Cuando la mujer se alejó, tiré el té en la maceta de los pobres geranios. Fui donde el hombre y le pregunté cómo había hecho para escaparle al tiempo y esperé con una esperanza nuevita y pequeña la respuesta:
“Me ayudó el doctor Enrique”.
Lo demás fue fácil, conseguir la dirección, salir de casa con una excusa. Cuando llegué al lugar me tranquilizó no ver placas ni carteles. Entré al consultorio, me llamó la atención el desorden que reinaba en el cuarto, papeles dispersos, libros aquí y allá. Busqué en el desorden un reloj, no lo encontré. Ni en las paredes ni en las manos del hombre. Alto y flaco. Su barba terminada en punta, me recordó al Quijote.
Me dije “no tengo otra alternativa” y le conté toda la verdad. Toda. Por primera vez conté todo. Le hablé de la persecución de los relojes, de cómo los cubría, de mi marido, la enfermera, de cómo tiraba la medicación, de los relojes que tenía adentro del cuerpo. Todo. Absolutamente todo.
A medida que hablaba intentaba descifrar en su expresión, sorpresa, estupor o incredulidad. Pero el hombre, cuya pipa se había apagado, me devolvió una imagen serena y una escucha con afecto y respeto.
Asintió con la cabeza y cuando me dijo que éramos dos para luchar, sentí que había encontrado la punta del otro ovillo, el de la contraconspiración.
Cuando salí del consultorio me sentí otra. Me miré en una vidriera y mis ojos opacos ya habían recuperado el brillo. Detrás de la misma, una remera colorada me cautivó. Entré y me la compré. Ya no me preocupó la persecución, esa muchacha con el reloj colgante no me importó. La denuncia estaba hecha y alguien ya la había receptado. No sabía que vendría ahora pero, confiada, me entregué a la sensación tibia de no estar sola. Caminé descansada disfrutando la brisa fresca que venia del este...

(Del libro “Sin cuenta caras de la moneda”)

Amelia Arellano 

7 comentarios:

  1. Qué suerte que tuvo esta señora al encontrar alguien que la comprenda!!! Ojala yo tambien pudiera resolver mi problema!!! Pero es muy dificil encontrar una persona de confianza...Dejo aquí porque el perro otra vez está queriendo leer lo que escribo, shh! (anónimo)

    ResponderEliminar
  2. El relato es como un espiral que crece al compás del tiempo que enajena a la protagonista hasta encontrar la contención de alguien que comprende, podría explayarme más pero miré la hora y debo cenar, saludos, Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar
  3. ¡Qué persecución! Hasta los conocidos caramelos, la mítica película del Oeste,y el tradicional reloj de los quince años.
    Una manera ingeniosa de escribir sobre las obsesiones. Me entretuvo muchísimo.
    MARITA RAGOZZA

    ResponderEliminar
  4. Este cuento (o fragmento) ya fue publicado en la las ARTESANÍAS LITERARIAS saqueada por un hacker. Forma parte de los "recuperados" y decidí editar este texto que expresa obsesión, intriga, y aparente final "feliz": no lo veo así y creo que se trata de un "respiro", un "alivio circunstancial". Comparto con Trinelli la sensación de espiral que hallamos en su desarrollo: a veces los fragmentos son traicioneros...
    Andrés

    ResponderEliminar
  5. Queridos amigos, en efecto, es un respiro para la protagonista.Este es un caso con base real. La narración se basa en el delirio de una esquizofrénica que a veces la familia no puede entender que el enfermo no es que no quiere sino que no puede salir de ese cuadro tan doloroso.
    Mi querida Ester, deja que tu perro lea , por ahí le interesa la psicopatología.
    Abrazos. amelia

    ResponderEliminar
  6. Excelente cuento. Lo leí. Lo volví a leer y me olvidé del tiempo.
    Amelia consiguió magistralmente que yo también me olvidara del tiempo.
    Cristina

    ResponderEliminar
  7. Está muy bien llevado este cuento, no nos deja, una imagina a la mujer en ese círculo que el reloj le marca.
    Un gran abrazo
    Betty

    ResponderEliminar