JACOBO FIJMAN |
Hay un testimonio indudable de que Jacobo Fijman preparaba, hacia 1930, una edición de sus cuentos, que no llegó a concretarse. La presente es, pues, la primera reunión en libro de los relatos (algunos de los cuales permanecían olvidados) que el poeta de Molino rojo publicó en diversos medios de aquella época: diario Crítica, revistas número y Martín Fierro.
La calidad de esta escritura autobiográfica, que sin duda aportará más que mera literatura, rebasa la problemática de la locura en la sociedad: poesía y crítica tienen aquí una perspectiva de alto nivel: están orientadas por esa gran divisa fijmaniana que dice, ‘‘El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad’’.
La calidad de esta escritura autobiográfica, que sin duda aportará más que mera literatura, rebasa la problemática de la locura en la sociedad: poesía y crítica tienen aquí una perspectiva de alto nivel: están orientadas por esa gran divisa fijmaniana que dice, ‘‘El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad’’.
La voz que dicta
Día de invierno . Cinco de la mañana. Aúlla el mar.
Camino desesperado por la escollera gris y fría. Una lucidez extraordinaria domina mi espíritu; pero mis pies están helados. Se diría que he cometido la locura de ponerme zapatos de hielo. Mis pies están helados; apenas obedecen a mi voluntad. Ahora siento circular en mí una avalancha de ideas claras, risueñas, como nunca.
Me aseguro a mí mismo:
–Todo el mundo duerme; pero yo estoy despierto.
Ningún deseo grosero entorpece mi sentimiento.
Abarco la ciudad pequeña y detallada irregularmente; torres, casas altas y bajas, luces, el mar, el cerro.
El viento, que hace aullar al mar, sacude, contrae, retuerce los árboles de ramas secas, y se reparte armoniosamente, en perspectiva.
Pienso en mis dos amigos, a quienes nunca les hablo ni de mis hambres ni de mis sueños: Mario Funes, alto, fornido, de ojos castaños enfermizos, que a pesar de sus treinta y cinco años y sus nueve hijos, es un divino solitario; Enrique Gabriel, hombrecillo de ojos brillosos, finos; semblante redondo, pálido, chupado por la vida de meditación. Funes me ha explicado días atrás el significado de ‘‘Los candelabros del Bautista’’, mientras Gabriel y un marino, que siempre cuenta aventuras amorosas, sonreían irónicamente.
Una gran lucidez domina mi espíritu, y mi negra, constante preocupación de la muerte, se transforma en alegría, en infinita, en cósmica alegría.
En un café próximo al puerto, juegan al billar dos individuos. Un vagabundo sucio, despeinado, que está de pie, a cierta distancia de los jugadores, se rasca y pone en el juego una atención cómica y desesperada.
Me siento en una silla. Miro la pizarra en donde está escrito un número entero y una fracción; indica la hora en que empezó el partido. Dos filas del contador están desordenadas.
Ahora duermo. La lucidez, visión sobrenatural, con una persistencia de imagen, sigue dominando mi espíritu; no se altera. Duermo con el cerebro despierto.
Una voz me dicta (‘‘la voz que dicta’’).
–Seríamos felices si no tuviéramos el sentido del tiempo; divinamente felices.
Duermo con el cerebro despierto. Mi cansancio se abandona a lo inesperado. Alguien ha encendido los ‘‘Candelabros del Bautista’’ y da vueltas alrededor de un tiempo peligroso, opresor; estremecido de alegría y locura.
Me sacuden violentamente.
Gritan:
–Aquí no se puede dormir. Parece mentira. ¡Un hombre joven!
En la mesa de billar rueda la bola roja, salta y cae sobre el piso de madera cubierto de aserrín, puchos y escupitajos.
–¿Lo ahorcaron? –pregunta uno de los jugadores, que lleva bufanda negra, bien envuelta al cuello.
Son unos bárbaros los... sanguinarios, inquisidores. Nadie debe matar a nadie. A eso le llaman justicia, comenta su acompañante.
Habla, sin duda, de un proceso.
‘‘La voz que dicta’’ me interroga.
–¿Aversión?
Los jugadores han interrumpido el juego.
Permanecen en silencio, mudos; con los ojos fijos, inexpre-sivos, muertos.
‘‘La voz que dicta’’ prosigue:
–No sentía aversión por nadie. No sentía nada por nadie. Prefería huir de las compañías humanas.
Vuelven a sacudirme violentamente. Miro. Es el patrón. Sus hombros, sus manos de sapo, blancas, rosadas, callosas.
Ordena:
–Fuera, atorrante. ¡A trabajar! Parece mentira. ¡Un hombre joven, lleno de salud!
(Hacía poco que me habían dado de alta del manicomio, en Buenos Aires.)
Salgo. Mi paso es lento, inseguro.
Las calles siguen húmedas, frías. Camino durmiendo; mi cerebro está despierto, pero mis pies helados.
En el fondo de mi ser recobro la lógica; asocio ideas maravillosamente, en un estilo extraordinario, sobrenatural.
‘‘La voz que dicta’’ se quiebra como un vidrio y se divide en muchas voces: se sinfoniza.
Una de las voces dicta:
–Por este motivo.
Otra:
–¿Cómo era que no hablaban sus personajes?
Otra:
–No.
Otra:
–Se explica.
Un golpe duro, como un hachazo, me hace volver a la realidad. He chocado con un árbol que tiene las ramas limpias, peladas. Una opresión en el pecho me hace pensar si no estoy enfermo.
Interrogo al árbol y escucho ‘‘las voces que dictan’’.
Una voz:
–No tiene cabellos.
Otra:
–Ni voz ni nada.
Se me aparece Funes. Sonríe. Declara, resolviendo como una clave, el significado de las voces:
–Es tan puro que no sabe de la desnudez todavía...
Un borracho, en una esquina, grita:
–¡Viva las mulas del Estado!
En efecto, pasan los carros tirados por mulas. Dan la sensación de rascar piedras.
Duermo. Una lucidez ardiente domina mi espíritu; pero mis pies están helados.
Una de las voces dicta:
–Detestaba su cuerpo desproporcionado y feo.
Recuerdo una narración interrumpida que oí hace varios años entre dos mujeres turcas, vestidas con trajes pintorescos.
Estoy cerca de un mercado. Gente que va, gente que viene.
Una de las voces dicta:
–Todavía no ven.
Otra:
–Están ciegos.
Otra:
–Hay que modelarles los ojos.
Otra, piadosamente:
–No sabrían caminar.
¿Por qué me acuerdo de Teresa? Su hermano Ricardo me ha escrito que ella se casa muy pronto. Sufro amarga-mente.
Una de las voces dicta:
–¿Celos?
La oscuridad de la calle me despierta. Todas las luces están apagadas.
Ahora las voces se reducen a una sola, y la voz me dicta:
–De pronto aparecieron en su espíritu los celos; pero suavizados por un anhelo puro. No sospechó los inconvenientes...
Teresa es pelirroja, de ojos enfermos, manos regordetas y piernas redondas, como las de esas muñecas rellenas de aserrín que hay en los bazares.
Me pregunta (diálogo que sostuve el año pasado):
–¿Usted sería capaz de hacer vida burguesa?
–Pero si yo soy un burgués. Me han ofrecido un empleo de quinientos pesos –contesto.
La madre, que acaba de entrar, me aconseja:
–Acéptelo. No sea zonzo. ¿Para qué va a volver a Montevideo?
El padre, que nos ha vigilado, que nos ha descubierto, sacándose los lentes de armazón dorado, también me aconseja:
–No; no se quede; vuelva a Montevideo. Así terminará de curarse completamente.
Despierto sobresaltado.
Una puerta rechina. Viejas beatas se encaminan a oír maitines.
Un vendedor de diarios anuncia:
–‘‘El Día’’, ‘‘Tribuna Popular’’, y desaparece.
Aúlla el mar.
[Publicado por primera vez en la revista Martín Fierro (2da. ép.), Nº 35, Buenos Aires, 5 de noviembre de 1926.]
Camino desesperado por la escollera gris y fría. Una lucidez extraordinaria domina mi espíritu; pero mis pies están helados. Se diría que he cometido la locura de ponerme zapatos de hielo. Mis pies están helados; apenas obedecen a mi voluntad. Ahora siento circular en mí una avalancha de ideas claras, risueñas, como nunca.
Me aseguro a mí mismo:
–Todo el mundo duerme; pero yo estoy despierto.
Ningún deseo grosero entorpece mi sentimiento.
Abarco la ciudad pequeña y detallada irregularmente; torres, casas altas y bajas, luces, el mar, el cerro.
El viento, que hace aullar al mar, sacude, contrae, retuerce los árboles de ramas secas, y se reparte armoniosamente, en perspectiva.
Pienso en mis dos amigos, a quienes nunca les hablo ni de mis hambres ni de mis sueños: Mario Funes, alto, fornido, de ojos castaños enfermizos, que a pesar de sus treinta y cinco años y sus nueve hijos, es un divino solitario; Enrique Gabriel, hombrecillo de ojos brillosos, finos; semblante redondo, pálido, chupado por la vida de meditación. Funes me ha explicado días atrás el significado de ‘‘Los candelabros del Bautista’’, mientras Gabriel y un marino, que siempre cuenta aventuras amorosas, sonreían irónicamente.
Una gran lucidez domina mi espíritu, y mi negra, constante preocupación de la muerte, se transforma en alegría, en infinita, en cósmica alegría.
En un café próximo al puerto, juegan al billar dos individuos. Un vagabundo sucio, despeinado, que está de pie, a cierta distancia de los jugadores, se rasca y pone en el juego una atención cómica y desesperada.
Me siento en una silla. Miro la pizarra en donde está escrito un número entero y una fracción; indica la hora en que empezó el partido. Dos filas del contador están desordenadas.
Ahora duermo. La lucidez, visión sobrenatural, con una persistencia de imagen, sigue dominando mi espíritu; no se altera. Duermo con el cerebro despierto.
Una voz me dicta (‘‘la voz que dicta’’).
–Seríamos felices si no tuviéramos el sentido del tiempo; divinamente felices.
Duermo con el cerebro despierto. Mi cansancio se abandona a lo inesperado. Alguien ha encendido los ‘‘Candelabros del Bautista’’ y da vueltas alrededor de un tiempo peligroso, opresor; estremecido de alegría y locura.
Me sacuden violentamente.
Gritan:
–Aquí no se puede dormir. Parece mentira. ¡Un hombre joven!
En la mesa de billar rueda la bola roja, salta y cae sobre el piso de madera cubierto de aserrín, puchos y escupitajos.
–¿Lo ahorcaron? –pregunta uno de los jugadores, que lleva bufanda negra, bien envuelta al cuello.
Son unos bárbaros los... sanguinarios, inquisidores. Nadie debe matar a nadie. A eso le llaman justicia, comenta su acompañante.
Habla, sin duda, de un proceso.
‘‘La voz que dicta’’ me interroga.
–¿Aversión?
Los jugadores han interrumpido el juego.
Permanecen en silencio, mudos; con los ojos fijos, inexpre-sivos, muertos.
‘‘La voz que dicta’’ prosigue:
–No sentía aversión por nadie. No sentía nada por nadie. Prefería huir de las compañías humanas.
Vuelven a sacudirme violentamente. Miro. Es el patrón. Sus hombros, sus manos de sapo, blancas, rosadas, callosas.
Ordena:
–Fuera, atorrante. ¡A trabajar! Parece mentira. ¡Un hombre joven, lleno de salud!
(Hacía poco que me habían dado de alta del manicomio, en Buenos Aires.)
Salgo. Mi paso es lento, inseguro.
Las calles siguen húmedas, frías. Camino durmiendo; mi cerebro está despierto, pero mis pies helados.
En el fondo de mi ser recobro la lógica; asocio ideas maravillosamente, en un estilo extraordinario, sobrenatural.
‘‘La voz que dicta’’ se quiebra como un vidrio y se divide en muchas voces: se sinfoniza.
Una de las voces dicta:
–Por este motivo.
Otra:
–¿Cómo era que no hablaban sus personajes?
Otra:
–No.
Otra:
–Se explica.
Un golpe duro, como un hachazo, me hace volver a la realidad. He chocado con un árbol que tiene las ramas limpias, peladas. Una opresión en el pecho me hace pensar si no estoy enfermo.
Interrogo al árbol y escucho ‘‘las voces que dictan’’.
Una voz:
–No tiene cabellos.
Otra:
–Ni voz ni nada.
Se me aparece Funes. Sonríe. Declara, resolviendo como una clave, el significado de las voces:
–Es tan puro que no sabe de la desnudez todavía...
Un borracho, en una esquina, grita:
–¡Viva las mulas del Estado!
En efecto, pasan los carros tirados por mulas. Dan la sensación de rascar piedras.
Duermo. Una lucidez ardiente domina mi espíritu; pero mis pies están helados.
Una de las voces dicta:
–Detestaba su cuerpo desproporcionado y feo.
Recuerdo una narración interrumpida que oí hace varios años entre dos mujeres turcas, vestidas con trajes pintorescos.
Estoy cerca de un mercado. Gente que va, gente que viene.
Una de las voces dicta:
–Todavía no ven.
Otra:
–Están ciegos.
Otra:
–Hay que modelarles los ojos.
Otra, piadosamente:
–No sabrían caminar.
¿Por qué me acuerdo de Teresa? Su hermano Ricardo me ha escrito que ella se casa muy pronto. Sufro amarga-mente.
Una de las voces dicta:
–¿Celos?
La oscuridad de la calle me despierta. Todas las luces están apagadas.
Ahora las voces se reducen a una sola, y la voz me dicta:
–De pronto aparecieron en su espíritu los celos; pero suavizados por un anhelo puro. No sospechó los inconvenientes...
Teresa es pelirroja, de ojos enfermos, manos regordetas y piernas redondas, como las de esas muñecas rellenas de aserrín que hay en los bazares.
Me pregunta (diálogo que sostuve el año pasado):
–¿Usted sería capaz de hacer vida burguesa?
–Pero si yo soy un burgués. Me han ofrecido un empleo de quinientos pesos –contesto.
La madre, que acaba de entrar, me aconseja:
–Acéptelo. No sea zonzo. ¿Para qué va a volver a Montevideo?
El padre, que nos ha vigilado, que nos ha descubierto, sacándose los lentes de armazón dorado, también me aconseja:
–No; no se quede; vuelva a Montevideo. Así terminará de curarse completamente.
Despierto sobresaltado.
Una puerta rechina. Viejas beatas se encaminan a oír maitines.
Un vendedor de diarios anuncia:
–‘‘El Día’’, ‘‘Tribuna Popular’’, y desaparece.
Aúlla el mar.
[Publicado por primera vez en la revista Martín Fierro (2da. ép.), Nº 35, Buenos Aires, 5 de noviembre de 1926.]
Los escritos de Fijman son todo un elogio de la locura personaje entrañable del Adán Buenos Aires de Marechal no conocía su prosa, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarSeríamos felices si no tuviesemos sentido del tiempo , eso para mí fue magnífico. Fijman en admirable en su poesía y ahora en este cuento, me sorprendió, no sabía que escribía narrativa.
ResponderEliminarAna María Campra
"Mis dos amigos a los que nunca les hablo de mis hambres y de mis sueños". Me preguntaba si hacía falta, tratándose de amigos, pero Fijman camina en una escollera gris y fría, la lucidez son maravillosas instantaneas que supongo el ha tomado para hacer textos llenos de luz en poesía y ahora esta narrativa que me sorprendió. Todo un hallazgo, felicitaciones a la revista.
ResponderEliminarIrene
El tremendo desamparo y la lucidez del poeta. Jacobo Fijman figura emblemática de Buenos Aires, él que vio a Dios con "pilchas de loquero" y sostuvo la lámpara en medio de la noche.
ResponderEliminarGracias Artesanías, un placer.
Ofelia
Siempre da placer encontrar a Fijman, recien en los últimos años se lo publica y se le hace un verdadero reconocimiento. Pienso en su vida y siento angustia.
ResponderEliminarMuy buena publicación, nunca había leído nada de él narrado.
Iris Valle
Marechal lo adoptó como Samuel Tesler en Adan Buenosayres, lo describió con un gran rosario de cuencas negras arrodillado ante la tumba del amigo Buenosayres en el cementerio del Oeste... Un rescate de la humillación y la soledad. Hallé otro cuento de Fijman, extenso, que publicaré para los lectores. Tal vez porque conocí a otros dos amigos que tuvieron la misma desconexión que Fijman, su nombre y su recuerdo me produce una inmensa piedad y reconocimiento.
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