Hacía demasiado tiempo que no lograba encontrarse. Cosas del exilio, adaptarse, integrarse, hacerse un hueco. Luego defenderlo, llenarlo, darle sentido. Tratar de olvidar, no todo, lo necesario para no enloquecer viviendo simultáneamente en dos mundos. Ensayar una risa nueva y una nueva retórica del amor. Llamar a un perro por un nombre exquisito y sentir unas palabras como pedregullo en la garganta. Dormir en las horas en que nuestra epidermis está habituada a orearse al sol. Y salir a ganarse la vida cuando el alma, hambrienta de compañía, sigue aferrada a la sobremesa de la cena. Pero ahora estaba allí, al otro lado…¿del mundo? No, de la calle. La atravesó, entre parándose unos segundos avisado por los focos cansinos de un viejo y difuso coche. Subió la acera. Anduvo unos metros hasta el portal en penumbras. Titubeó… finalmente hizo sonar la aldaba un par de veces contra la puerta. Silencio, volvió a insistir. La puerta se abrió…era él mismo que lo hacía desde dentro. Alzando la banda de nylon sobre su cabeza se aceptó la invitación a pasar. Ya en el interior se dirigió al dormitorio. Dormía profundamente en pleno día. Colocó la mano en su hombro y se zamarreó. Al despertarse se sonrió comprensivo. Se hizo señas alentando a levantarse. Se dirigió a la biblioteca, acicalado, en discontinuas pinceladas, por la luna llena. Estaba leyendo a Onetti: “Juntacadáveres”. Apoyó la mano en el borde superior del libro y bajándolo se demoró en una mirada intemporal directa a sus ojos. Luego, con un movimiento leve de su cabeza, se invitó a seguirse. Fue a la cocina. Estaba sentado tomando unos mates. Se aceptó uno, lo saboreó, se lo devolvió y salió al patio. Regaba las plantas tarareando un tango. Cuando se vio, dejó la regadera a un lado, se buscó y se fundió en un abrazo. De pronto estaban todos sus yo solitarios en el patio de la casa en ruinas, precintada, lista para la demolición. Los viejos, ya demolidos. Los hermanos dispersos e inmersos en sus vidas los pocos amigos reencontrados. Los vecinos subrogados. El aire oliendo a letargo. El letargo a indiferencia. La indiferencia a olvido. Los reunió y alzando la botella de cerveza que lo apuntaló en su recorrido por el barrio, sí es qué era ése el barrio, en voz alta exclamó: “¡nos invito a beber, brindemos!”. Por mi vuelta, dijo el que abrió la puerta. Por el largo sueño truncado, sugirió el que dormía. Y por lo bien que se me ve, opinó el que leía. Y por que no, dijo el que cebaba mate, por como me ha sonreído la vida. O tal vez sea mejor brindar, observó el que regaba, por el tiempo ido. Creo, se oyó decir de pie en mitad del patio ganado por los yuyos y las sombras, que brindaré por el simple hecho de haber comprado un pasaje de ida y vuelta...giró sobre los talones volviendo sobre sus pasos y empinó la botella hasta vaciarla. Luego la arrojó al yuyal y sin mirar atrás abrió bruscamente los ojos… y los escindió para siempre.
Ernesto Ramírez
Ramirez, Ramirez, venía pensando en la maravillosa idea de encontrarse con uno mismo, tal vez fuera una ocasión para reirnos con ganas, solemos hacer cosas tan ridículas sin darnos cuenta...pero claro, como era de esperar de un escritor como vos, el cuento empezó a tensar la cuerda, y el final no podía ser otro, sabés, ahí me sonreí, te conozco Ernesto. Un abrazo, un abrazote.
ResponderEliminarLily Chavez
Como siempre, una trama que atrapa al lector hasta el último párrafo.
ResponderEliminarGracias.
amelia
El final que habla sobre la escisión sería el resumen del sentimiento del que se va. El título lo dice, esa escisión lo acompañará siempre, aunque imaginativamente vuelva y brinde. Me conmovió.
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA
Un juego de espejos que refleja una gran sensibilidad con una estética de un gran escritor ¡salud! Carlos Arturo Trinelli
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