Manuel Peyrou (1902-1974) era abogado pero nunca ejerció esta profesión, y se dedicó desde joven al periodismo. Fue crítico de cine del diario "El Pueblo" y redactor y editorialista de " El cantor —pegado al micrófono— reiteraba un lloroso capítulo de la vida privada del suburbio. Alrededor de cien hombres —de los que se reconocen y confiesan en el tango— se agrupaban frente a las mesas, pendientes de ese melódico resumen de amarguras. Sólo de tanto en tanto, de algún Porteñito, Independencia o Muela cariada,en ejecución moderna, saltaba una chispa de la vieja narrativa del coraje, la jactancia y la zafaduría. Luego volvían la realidad y los temas cotidianos. Eran las dos de la mañana y el humo y el tango se dividían el espacio y el tiempo; desparramados, florecían algunos diálogos. En una mesa, cuatro hombres ahorraban palabras. Después de un largo intervalo, uno de ellos rompió el silencio: —¿Tenés un negro? La llama ardió un instante en sus dedos y luego se achicó, absorbida por la punta del cigarrillo; era el cuarto que encendía en veinte minutos. Echó el cuerpo hacia atrás, levantó con el pulgar el chambergo hacia la nuca, y lanzó con aplomo una espesa bocanada, que subió perezosa, cada vez menos densa, pasando del gris azulado y compacto al más pálido tono de gris, ya disuelto, borroso: era su viril aporte al enrarecimiento del aire. Alto, moreno, con una palidez enfermiza en el rostro, vestía de oscuro y sus manos eran largas y blancas; ostentaba en la derecha un anillo grande, con una piedra oscura. —¡Qué calor...! —exclamó, por decir algo. —No es el calor... es la humedad —le rectificaron, con positiva lógica popular. Tres hombres rodeaban al Chueco Manfredi. De los tres, uno guardaba silencio; había faltado a una cita y no encontraba palabras para justificarse. Era una cita en la que hubieran dado fin a un antiguo plan, surgido en largas noches de discusiones y de cálculos. —Vos me dijiste a las ocho y yo pensé que era a las ocho de la mañan—arriesgó por fin. —¡Las ocho, las ocho! ¿Qué vamos hacer a las ocho de la mañana? Yo te dije a las ocho de la noche... —replicó Manfredi, con leve irritación, mientras encendía un nuevo cigarrillo; su palidez, apenas alterada por la contrariedad que le producían las postergaciones del negocio, hallaba su contraste en el brillo afiebrado de las pupilas y en el fino dibujo de las cejas. La voz del cantor cortó los diálogos, y los amigos enmudecieron, siguiendo el hilo invisible de la melodía. Rodeaban al Chueco un tal Andrés, Enrique (a) El Pibe de Wilde y Luis Ramírez. De todos, el único hombre de acción, animoso y sustantivo, era el Chueco. Conocido en Devoto, en Las Heras y hasta en el Sur, acometía cualquier aventura con inalterable y fría resolución. Era bajo, delgado, con un rostro duro, gris y sombrío, que matizaban las huellas borrosas de la viruela. El Pibe de Wilde, en cambio, gozaba íntimamente con la idea de vivir al margen del delito, aunque apenas vivía al margen de las buenas costumbres. Delgado, bajo, supersticioso, vestía un corto saco color ladrillo. Andrés era alto, de ojos claros y pelo rojo: le llamaban el Ruso. Luis Ramírez tenía el físico y la vestimenta de un empleado modesto y había llegado a la encrucijada de su vida. Y la encrucijada ofrecía, de un lado, la permanencia en ese empleo modesto y, del otro, la aventura y el riesgo. —El asunto tenemos que decidirlo mañana —afirmó el Chueco Manfredi, cuando terminó el canto. —Mañana podemos hablar —contestó Andrés—; yo no sé si podré estos días; mi hermana consiguió otro conchabo y la tengo que acompañar a la salida, porque es muy lejos. —Y vos, ¿no podés mañana? —interrogó el Chueco a Luis. —Y, no sé... los domingos voy a lo de mi cuñado. Van también el gordo Gariboto y los muchachos. Me parece que lo mejor es que hablemos el lunes. El chico del almacén quedó en avisarme la hora en que el viejo cruza el puente. — ¡Pero eso ya lo sabemos hace meses! —replicó el Chueco, ya molesto. —Sí... claro... pero ahora, con el horario de verano. —¡Phs...! ¡No hablés más aquí! —cortó el Chueco, receloso, después de lanzar una mirada circular. Acodado a una mesa próxima, un hombre, sobre las ruinas de un café negro, ocupaba sus fascinados minutos en contemplar a los músicos. Pagaron y salieron. Luis Ramírez comprendió, caminando por la calle Corrientes, que la farsa había llegado a su punto final. Tres meses antes, después de un diálogo deshilvanado en el café, el Chueco Manfredi había lanzado una pregunta candente: "Si a tu tío, el de la barraca, le pasa algo, vos sos el único heredero, ¿no?" Ramírez pescó la sugestión al vuelo y decidió aprovechar un creciente prestigio que lo señalaba como hombre audaz y decidido. "Mientras no haga testamento, sí... yo soy el heredero; hace tiempo que estoy masticando eso —había contestado—; pero siempre es mejor hacerlo teniendo compañeros decididos." Después, en apasionadas noches, fueron planeando el hecho. El tío de Luis, don José, poseía una barraca en Avellaneda, y su fortuna, según ellos la veían desde el fondo de sus estrecheces cotidianas, era considerable. Por lo menos doscientos mil pesos, de los cuales la mitad para Luis y la otra a dividirse entre los cómplices. Manfredi, en un principio, pretendió más, pero aceptó después un arreglo. Don José era un ebrio consuetudinario. Dejaba la barraca a las siete de la tarde, cruzaba el puente del Riachuelo, y luego visitaba cuatro o cinco almacenes. El asunto era fácil. Una noche de niebla lo seguían; esperaban a que en una de sus infinitas evoluciones estuviera cerca del agua; un distraído empujón, y Luis y sus cómplices quedaban dueños de una fortuna. Luis había tomado el asunto como una de las tantas jactancias de café; las postergaciones, la falta de asistencia a tal o cual cita, le habían hecho sospechar que Andrés y el Pibe trataban, como él, de ganar tiempo, con la esperanza de que el proyecto quedara en nada. Pero el Chueco Manfredi no era hombre de perder un negocio y ahora lo veía sobre él, amenazador, listo a exigir el cumplimiento del convenio. La confusión dominaba su espíritu. Cruzó la calle, agitado, y se acercó a un mostrador: "¡Café y una caña grande!" En una semana, era el tercer día que no iba a trabajar; imaginaba el sermonear de su tío al día siguiente. "También, viejo roñoso —pensaba—, pagar trescientos pesos a un hombre de treinta años." Instintivamente se miró en el espejo y se arregló la corbata. Se sentía un poco en poder de Manfredi. El sombrío ex presidiario nunca mostraba vacilaciones y seguramente guardaba sus cartas para más adelante. Era muy posible que aumentara sus exigencias una vez cometido el hecho, amenazando con la delación. Y es que, en realidad, era el único de todos ellos que había tomado el asunto en serio. "Es un canalla", pensó Ramírez, con íntima sorpresa. Era cerca de medianoche. Pegada a los muros, bajo el verde, el azul y el rojo exasperado de los letreros, temblaba una leve llovizna, como una telaraña de agua. Compró un diario y entró en un café. Media hora después, nervioso, salió a la vereda. Una niebla fina, que llegaba del Este, había reemplazado a la lluvia. En el intermedio indeciso del otoño al invierno, la humedad, que brillaba en el asfalto, parecía regir los impulsos y los deseos. Era una de esas noches enervantes de Buenos Aires en que todo puede ocurrir, por desesperación o por agotamiento. La niebla se desgarraba en partes y en lo alto se perdía en el cielo. Ramírez caminó unas cuadras y se detuvo. Vio su rostro, duplicado en una vidriera, inverosímil y ceniciento bajo un reflejo de neón. Por primera vez en mucho tiempo le pareció que la oscuridad y la noche eran conmovedoras. La resolución se concretó: esa misma noche hablaría a sus amigos del abandono del plan. No sabía qué decir, pero algo iba a inventar. Y experimentó un profundo alivio al notar que desde tiempo atrás ese viraje estaba resuelto en su espíritu. Caminó por Corrientes hacia el Este. Los avisos eléctricos chorreaban una luz humedecida y desfalleciente. Otra vez la llovizna flotaba en el aire pesado. Cuando llegó al café, los canillitas voceaban los primeros diarios de la mañana. Hendió los grupos compactos y silenciosos y se acercó a la mesa. Desde lejos vio que los tres amigos lo esperaban con inusitada expresión de gravedad. —Estuvo bien... —dijo Manfredi, con una aprobación condescendiente, que resultaba casi un insulto. —¿Qué es lo que estuvo bien? —interrogó Luis, con sorpresa. Los amigos se miraron entre sí y le tendieron un diario. Con asombrados ojos, Ramírez leyó: "Anoche a las nueve, en las proximidades del Puente Pueyrredón, un hombre como de sesenta años, que después resultó ser José Bongiomo, viudo, comerciante, cayó en las aguas del Riachuelo, resultando inútiles los esfuerzos realizados para salvarlo. Se efectúan averiguaciones para establecer las causas del suceso". En un silencio tirante Ramírez escuchó los latidos de su corazón. “A pedido, el bonito tango de Amaro Lenzi..." Pero no escuchaba la voz del cantor. Contuvo su perplejidad un instante y después, escrutando las caras de los amigos, dijo: —No he sido yo; no lo veía desde anteayer. Pero esto es mejor. Ya estaba harto de postergaciones y si no pasa esto yo mismo lo hubiera liquidado mañana o pasado... Claro que ahora el asunto es diferente... Después, ya tranquilo, sacó un paquete y convidó cigarrillos. Pero no debió tranquilizarse, porque Manfredi era incapaz de creer en el arrepentimiento. Y tampoco creyó en esa débil metáfora de la impaciencia, inventada para cubrir un prestigio. Al día siguiente llovió. Cerca de las nueve de la noche, los parroquianos del almacén de Robino escucharon tres disparos, muy próximos. Corrieron y encontraron a Luis Ramírez, de espaldas bajo el cordón de la vereda, con un borbotón de sangre en la boca. Mientras lo examinaban, incrédulos, un brusco chaparrón sonó con fuerza sobre su traje azul marino y le lavó la cara. ■ | |
martes, 18 de enero de 2011
MANUEL PEYROU - Muerte en el Riachuelo
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Largo el cuento señor editor...me hubiese conformado con los diez renglones que tiene "La confesión" un excelentísimo cuento de este autor nacido en San Nicolas de los Arroyos. Hay muchos autores que se inician en la escritura siendo ya grandes pero lo hacen con tal solvencia que me pregunto cómo hicieron para conservar dentro de ellos , sin sacar fuera un don que evidentemente les era natural. Y de este cuento me llevo la imagen final...tantas veces reflejada en palículas. Dejo que suene fuerte el chaparrón sobre el traje azul marino de Luis Ramirez y el agua le lave la cara.
ResponderEliminarLily Chavez
Comida liviana, sombra, agua para no deshidratarnos. Se sufre estar frente a la compu leyendo, es cierto. Dentro de un rato nomás voy directo a la pileta de lona, a la antigua.
ResponderEliminarNo conocía al autor pero es muy bueno y ya Liliana me hizo dar ganas de leer La confesión
Irene
Un cuadro de costumbre, un plan, las tensiones y el destino que como siempre se interpone entretenido y sin tropiezos con imagenes literarias de primer nivel, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarLa lectora poeta Liliana hubiese preferido un cuento corto de Manuel Peyrou. Tenía algunos de sus libros de cuentos (La espada dormida (cuentos, 1945); La noche repetida (cuentos, 1953); El árbol de Judas(cuentos, y Marea de fervor (cuentos, 1967).
ResponderEliminarMas ocurre que hay lectores que disfrutan con la prosa, cuentos, relatos y breves ensayos o notas periodísticas interesantes. Por esa razón editamos literatura para cumplir con todos los gustos: las obras publicadas deben satisfacer a una amplia gama de público, y cada lector lee lo que prefiere.
El editor
(¡qué trabajo me da usted, Liliana Teresa Chavez!)
hagan un resumen!
ResponderEliminar¿los resúmenes reemplazan la riqueza del texto, la belleza de la prosa? Resumir a un autor es un delito, una cachetada al autor.
EliminarMe gusto mucho
ResponderEliminar^o^ ta bueno
ResponderEliminarCuales son los hechos que desencadenan el final del cuento
ResponderEliminarUn cuento extraordinario, más por la solidez de su prosa que por su trama. Es difícil asegurar quién mató a Ramírez porque si lo hubiera hecho Manfredi, como se sugiere en el cuento, no podría haber obtenido ningún rédito. En cambio, con Ramírez vivo, hubiera podido chantajearlo. En definitiva, Manfredi pierde con la muerte de Ramírez....
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