miércoles, 26 de enero de 2011

andrés aldao :aventuras y desventuras de ale aspis


¿AA o AA?


¿Quién es Alejandro Aspis? Para decirlo con las propias palabras de Andrés Aldao: “Ale Aspis [...es...], un individuo de inclinaciones anárquicas, algo delirante, dueño de un fuego interior que el tiempo no atempera, que no puede convivir con la indiferencia, encogerse de hombros, hacerle pito catalán al universo”
Sí, así se ve Ale Aspis a sí mismo a través de la pluma de su creador, otro AA. Y esta descripción, sospechosamente, es bastante parecida a la propia personalidad del Autor.
Entonces, si los dos AA son la misma persona, ¿podríamos concluir, como en un vulgar teorema, que todas las aventuras de Ale le han ocurrido a Andrés? Tal vez sí... Podrían haber ocurrido, y aunque no fueran verdaderas de cualquier modo son reales, ya que todas son fragmentos de la vida cotidiana de este siglo que no es, precisamente, el “de las luces”.
Hayan acaecido o no, nos provoquen la sonrisa o nos hagan lagrimear, las Aventuras Y Desventuras de AA son dignas  de ser leídas y, como todas las historias del otro AA, nos harán pensar un poco y contemplar nuestro entorno con una mirada más crítica y menos conformista.  ■
                                    Ester Mann, julio de 2006


* * *
1. Los censores de la UdeEF


En realidad, uno no sabe qué pensar de
la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman
a pecho la burda comedia que representan en todas
las horas de sus días y sus noches.
Arlt, Los Lanzallamas


Había terminado las correcciones esa mañana, abroché las hojas, metí el manuscrito en una bolsa de plástico y se lo llevé a un editor de apellido Bermúdez. Me lo recomendó un periodista del semanario Visión Borgiana.
Dejé la copia del libro sobre el escritorio y le pregunté cuándo obtendría una respuesta
−Déjelo nomás, Aspis, y deme su número de teléfono− dijo.
−No tengo teléfono, Bermúdez, no utilizo ese aparato− respondí.
−Pero ché, usted se quedó en la vitrola: ¿cómo es que no usa teléfono?
−Me fastidia, suena a la hora de la siesta, a las tres de la madrugada, me pone de punta, me saca de quicio. ¡No quiero teléfono! Dígame, ¿lo vengo a ver dentro de una semana?
−Como quiera, Aspis, no sé si voy a tener tiempo de leerlo.
Me despedí del editor. Bajé en el ascensor (de la época de las invasiones inglesas) y seguí caminando por Tucumán hacia Maipú.


Había puesto mi nombre con letras grandecitas en la tapa: Alejandro Aspis. Aunque los amigos, mi ex mujer, los alumnos de la secundaria donde enseñaba castellano y todos mis conocidos me llaman Ale. Y en la mitad de la página el título: DoReMiFaSoLa — Ar pe gio (Arlt—Perón—Giovani Papini).
Antes solía escribir cuentos y relatos bastante ingeniosos. Llevé algunos a Página13, el diario de los progrezurdos, se los mostré al secretario de la sección Antena y Antena libros, quien les echó una mirada y se quedó con dos para leerlos... Al mes lo llamé por teléfono: No, le juro que no le recuerdo −me dijo−... ¿Los cuentos? Mire, perdóneme, no sé dónde los dejé. Ahí terminó la conversación. Y la validez del teléfono como medio de comunicación. Desde ese punto comenzó la bronca: contra el golfo pituco de Página13. Contra la literatura y sus regentes. Una bronca que se iba propagando en mi sistema nervioso como una peste virósica.
Los cuentos que había concebido frenético y cúbico los reuní en forma de libro y se los di al editor.  En el último año cambié de estilo y me consagré a escribir notas de historia, literatura y política... Puro sarcasmo, tirria. el cerebro inyectado de sangre — no los ojos.
Nadie las leía fuera de los amigos. Y mis alumnos, que debían soportarlas. Me comentaban que les causaba un enorme placer... No les creía a esos descomunales chupamedias.


Envié los escritos a una agencia de revistas y, oh sorpresa, en una de ellas me publicaron un par de notas dedicadas a mancillar la carrera de letras, a los profesores, al posmodernismo y a los académicos. Un famoso artículo de Arlt, en el que pregonaba la riqueza del idioma porteño y ridiculizaba el estilo finolis y elitista del gramático Monner Sanz (cuyos escritos ni la familia leía, o sólo la familia), despejaron mi mente. Luego continué con la tirada de Arlt contra los críticos literarios −tomé frases del prólogo a Los Lanzallamas− caricaturizando sus ínfulas de escritores porque −decía­− son incompetentes, torpes y frustrados.
Otro de mis dardos preferidos era contrastar las palabras con los hechos de toda la ristra de políticos contemporáneos, desde el inefable Alfonsín hasta el somnoliento y trasnochado De La Rua pasando por el saltimbanqui Menem… y la sombra del Viejo cubriendo a toda esa mersa con un manto de misericordia y chanza. A partir de las primeras colaboraciones la revista subió sus ventas y me exigieron nuevas notas. Cuanto más cáusticas mejor, Aspis, rogaban cada vez que iba a la Agencia.
Me causaba un enorme deleite martirizar a los mediocres, crucificar a los corruptos, descubrir las anemias de los grandes nombres, fueren políticos, historiadores o literatos.
Incluso comencé a recibir amenazas al estilo de las que emitían en su tiempo (y cumplían) los tenebrosos de la Triple A en 1974/75. Me mudé: me fui a la provincia... aire puro, un huertito modesto con radicheta y tomates, nada de aglomeraciones ni embotellamientos.
Largué el tubo, fuera los teléfonos, minga (la RAE no la acepta) de móviles, y le oculté  mi dirección a todo el mundo. Inclusé publiqué un aviso con mi nombre pidiendo datos sobre un conocido escritor (aclaro: él dice que es un gran personaje), al que los chupatintas de las gacetillas le hacen coro; algo así como un retintín de sus frases célebres. Di una dirección existente (no la mía) y un teléfono inexistente. Unos días después leí en el matutino Trombón que en una antigua casona del barrio de San Telmo estalló un artefacto de escaso poder explosivo haciendo moco (la RAE no la acepta) la ventana. Sí sí, es lo que imaginan...


Felizmente para mi osamenta, no estaban enterados de que daba clases de castellano en un par de escuelas secundarias. Hasta que en un programa de televisión, ante millares de televidentes, un tal Jorge Luis Borgia, escritor y visitante asiduo de las ferias de los libros, me estigmatizó con una descarga grosera de odio. Me tildó de analfabeto, de escribir desicion... y desconocer las reglas de acentuación.
Al día siguiente, ni bien entré al aula, mi alumno Sergio Zinoviev, biznieto de un bolchevique al que Stalin le achicó la estatura, comentó en voz alta − estentórea, diría más bien−, lo que había sucedido en el programa televisivo de Jorge Lanata durante el reportaje a Borgia.
Toda la clase me contempló con sorna, como si fuese un rumiante con terno gris y corbata roja. Ya no podría ser secreta mi actividad pedagógica... Fui a hablar con el director y le pedí una semana de licencia a expensas de mis vacaciones anuales. Me preguntó la razón y le expuse un pretexto. No me las dio.
Al día siguiente llegué a la escuela con un brazo metido en yeso, un certificado expedido por mi amigo Saulo (cardiólogo de categoría) en el que explicaba, con minuciosos detalles, que a raíz de una caída en la bañera me había roto el brazo, desde el codo hasta la muñeca. En lugar de la semana me concedieron un mes... Y desaparecí.


Volví a mudarme... De Ituzaingó fui a parar a Villa Ballester, a vivir entre ex−nazis, hijos de nazis, y nietos degenerados de nazis, chupadores de chopes y tragones de salchichas con chucrut. Allí pasaba desapercibido. Y cada vez que iba a la estación a tomar el tren entraba a la plataforma y levantaba el brazo al estilo hitleriano ante la mirada tierna y complaciente de los neonazis de la ciudad. En ese mes recopilé mis notas, les dí forma de libro y decidí que había llegado el momento de ser famoso con causa, dejar el anonimato y convertirme en un héroe, un titán literario. Así fue como llegué a la editorial de Bermúdez.


Se había cumplido una semana exacta desde el día en que estuve en su oficina. No le advertí que iría a verlo. Fui. Subí en el ascensor (antiquísimo remanente de las invasiones inglesas) hasta el cuarto piso.
Al entrar a la oficina su cara cambió a verde, o gris; parecía un cadáver destripado. Me hizo sentar, me convidó con un habano cubano y me dispuse a escucharlo:
−Aspis — dijo en un siseo indecente —la UdeEF no acepta que edite su libro. 
−De qué carajo me está hablando, Bermúdez, ¿es el partido de la Julita Alzogaray?
−No, hombre, es la Unión de Escritores Famosos, UdeEF.
Luego me explicó la perversa actividad que se esconde tras esa sigla esotérica. No podía creer lo que escuchaba. Le exigí la dirección de esa Unión de atorrantes.


La logia de censores literarios − la pandilla masónica −  tiene su guarida en la calle Corrientes y San Martín, donde funcionó en una época la ALN de Kelly y Queraltó (el matrimonio transexual del nacionalismo criollo).
Subí en el ascensor sónico hasta el piso cuarto (es mi destino estrellado: todo lo malo me ocurre en cuartos pisos). Vi la placa cobriza de UdeEF. Golpeé con discreción: tuve por respuesta el silencio más estridente. Ningún sonido. Menos que nada. Decidí entrar y me encontré en una sala de espera. Escuchaba el farfulleo de voces engoladas, risas, a la salud de mis queridos colegas, grititos y otras sandeces por el estilo
Sobre la puerta de la que provenían las voces distinguí la mirilla y entonces pude verlos: estaban casi todos los grandes nombres de las letras, desde Jorge Luis Borgia, Mirta Lagrande, Jorgito Atchís (el que robó flores en los jardines de Quilmes) hasta la distinguida poetisa Susanita Giménez de Alcorta, incluidos otros relevantes personajes del mundillo literario, jugando con serpentinas, pomos de carnaval, matracas, pitos, con una escalofriante curda y exiguas ropas, brincando lastimosos y delirantes en la singular parafernalia de la UdeEF.
Dudé un par de minutos y, siguiendo mis impulsos, recordé una de las famosas frases de  don José de San Martín...  Entré a la sala de debates en pelotas, como los indios, y les pregunté en medio del jolgorio: ¿Están jugando al carnaval? Permítanme participar, y sin darles tiempo a nada caché un par de sifones y, a sifonazos limpios, empapé sus jetas de censores literarios vociferando: ¿Censores a mí? ¡Vamos, hombre!
No fue una pesadilla... Esto ocurrió, pero no recuerdo cuándo. Los médicos me tratan muy bien pero me quitan los cuadernos y lápiceras y no me permiten escribir porque −aducen− tengo fea letra y horribles faltas de ortografía. 


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9 comentarios:

  1. Me conmueve la introducción. Me conmueve Ale. Me conmueve Andrés y su nostalgia.
    Abrazo, queridos .
    amelia

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  2. A mi particularmente (por más correcciones que haga el autor al texto), me será muy difícil opinar sobre cada entrega de la novela. Difícil porque diría siempre lo mismo. No he leído sólo una vez la novela, entonces ALE ASPIS es ya un personaje que se parece mucho a ese pariente que se conoce en demasía. Aparte, más de una vez, muchas más, he dicho lo que significa la narrativa de Andrés Aldao, esa forma de escribir tan particular, que no se consigue en todos los escritores. Y si algo tuvo de positivo estar alejado de su tierra, es que la memoria de A.A dejó intacta todos aquellos modismos, vocabulario, lenguaje que el tiempo borró en la mayoría de los habitantes de esa Buenos Aires tan recordada.
    Hace muy bien la pregunta el autor: ¿A.A. o A.A.? ambos están sumamente ligados, compenetrados, hay una simbiosis de por vida.
    A los que no lo leyeron, sigan la novela, sigan cada capítulo y sabrán que esto que digo es una certeza.

    Lily Chavez

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  3. Yo no leí la novela y por lo que pude leer ahora, vale la pena y más con las recomendaciones de quien precede mi comentario.

    Vicente Loza

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  4. AMIGO ALDAO, ES SIEMPRE UN GUSTO LEERLO, VOY A IR ACOMPAÑANDO ESTAS ENTREGAS CON EL PLACER DE SABER DE ANTEMANO QUE SE TRATA DE BUENA LECTURA.

    EDGAR BUSTOS

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  5. Me resultó muy interesante y espero poder leer la continuación. Me llama la atención el lenguaje tan propio de ese Buenos Aires que fue. Adela A.

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  6. Leo y obsrevo algunos cambios. Éstos no desvirtúan a Ale Aspis, sino que lo hacen más vibrante, más osado, más enfático en la incomfomidad.
    Insisto que una de las claves de la novela es el lenguaje con que el autro narra y/o hace hablar a los personajes, y le cabe lo que dice Borges y es que" lenguaje es una manera de sentir la ralidad."
    ¡Adelante querido Ale!
    MARITA RAGOZZA

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  7. Andrés, decile a Ale que estoy con él, un abrazo, C.A.T.

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  8. A mi entender, Ale Aspis debería ser considerado patrimonio cultural. Es un personaje de gran actualidad porque representa, dramatiza a todos los artistas desprotegidos y desorientados en un mundo banal donde el jet-art y el mercado invaden los específicamente artístico y cultural.Personaje hábilmente construido y narrado en la pluma de Andrés Aldao.
    Un placer
    Ofelia

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  9. Primero me conmovió la introducción de Ester y después volví a meterme en la piel de este artista Aspis-Andrés que pasó por todo tipo de orfandades y aún lleva algunas a cuestas, pero no obstante crea, crece y su memoria le da forma a un personaje que nos acerca un lenguaje de otro tiempo, aunque las vicisitudes para otros colegas de hoy no cambiaron tanto. De ahí, tal vez , sea la riqueza del personaje. No es sólo pasado.
    Cristina

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