domingo, 30 de enero de 2011

BERNARDO KORDON El misterioso cocinero volador aparecido en el Hotel y Pensión Esquina-



En esos tiempos un tango decía:
"¿Dónde hay un mango?" ¿Cómo
olvidar entonces ese día en que me
cayeron cinco mangos del cielo?
El Protagonista

Se llamaba Hotel y Pensión Esquina, aunque en verdad no se encontraba en ninguna esquina, sino a media cuadra. Tampoco tenía nada de pensión, porque Esquina (así se llamaba el dueño) no daba comida, ni agua caliente para matear, ni siquiera para tomar un té cuando de repente nos agarraba un dolor de barriga. El tal Esquina nos alquilaba unas piecitas de tablones alineadas contra el paredón de un frigorífico de donde venía mucho frío y humedad. Simplemente lo llamaba hotel para alquilarnos la pieza por día y rajarnos cuando nos atrasábamos en el pago o simplemente le entraba la real gana de darnos el olivo así no más.
    Cada uno alquilaba su pieza y de golpe o de a poco traíamos nuestras cosas: el catre o un colchón, una que otra silla, una mesita el calentador. El inquilino más viejo y también el más acomodado era el gallego Vicente, que trabajaba de mozo en esos años del primer gobierno de Perón, cuando los laburantes del gremio gastronómico ganaban la guita del mundo. El hecho es que el gaita pasó a ocupar la única pieza de ladrillos que tenía el hotel, como quien dice el lujo de la casa, donde antes vivió el mismo Esquina con muebles y cosas, así que las pasó todas al gallego cuando le ofreció el doble de alquiler. Como decimos a cada rato: el que tiene guita hace lo que quiere.
    La verdad es que no entiendo a ese gallego Vicente. Porque apenas yo empiece a ganar unos pesos pienso rajarme del hotel Esquina y no volver nunca más. Como hizo Gardel cuando empezó a empacar fuerte. Se fue del Abasto y no volvió ni para comprar fruta. Así voy a hacer yo cuando me vuelva famoso. A empilcharme como la gente y hacerme amigo de los bacanes. Como leí en la revista sobre la vida de Gardel: se hizo amigo de esos cosos como Anchorena y el Príncipe de Gales. Porque así se aprenden las cosas buenas de la vida y se olvida uno de las malas. ¿Acaso no sabe ese gallego loco que la mishiadura es una enfermedad más contagiosa que la gripe? ¡Si lo sabré yo que quiero remontar vuelo y no acierto por andar entre secos!
    Fui a vivir en el Hotel y Pensión Esquina cuando escapé de casa y después de pasar unos días de favor en el Boxing Club conseguí entrar de aprendiz tipógrafo en la imprenta del barrio. Una silla y una mesita me regaló Garibaldi (las afanó de su casa) y del club traje la colchoneta y con unos diarios a modo de frazada me arreglé de lo mejor en los primeros días. En unos clavos oxidados que ya estaban en la pared colgué el pantaloncito de box y la polera de entrenamiento. El resto de la ropa la llevaba puesta encima y nada de pensar en ropero o algo parecido.
    Lo verdaderamente extraño de ese hotel y pensión (además de no ser hotel ni pensión) consistía en que todos sus moradores laburaban o vagaban (para el caso es lo mismo) de noche y por eso apoliyaban todo el santo día. Esquina se veía obligado a cumplir el mismo horario de sus inquilinos. De noche tenía que cuidar las piezas, cobrar y controlar a quien entraba y salía del hotel. Esto lo pudo hacer de lo mejor mientras vivió en la pieza de ladrillos que estaba en la entrada de la casa, pero le resultó más difícil ese control cuando se cambió a una piecita de adentro.
    Esa noche volví agotado del entrenamiento del Boxing Club y al entrar en mi bulín no pude creer lo que vi: un billete de cinco mangos relucía encima de la mesa. Todavía me parece verlo al lado de la lata de bizcochos de grasa, con la pava puesta sobre el cocinero para que un golpe de viento no se lo llevara. Agarré el papel y lo miré por todos lados, buscando donde estaba la trampa o la cachada. Minga de ilusionismo ni nada parecido: un billete de verdad, no flamante pero tampoco demasiado viejo, cinco mangos corrientes, un cocinero como el mejor.
    Me asomé para ver si andaba algún tipo en el corredor desierto y oscuro. El runrún que siempre se escuchaba del motor del frigorífico y ningún otro ruido. Tuve miedo de que alguien me viera allí espiando en la noche como un ladrón y volví a meterme en la pieza. Apagué la luz y me puse a pensar en el misterio. No podía creer que simplemente volando por los aires ese billete hubiera llegado a mi mesa: si así fuera no tendría la pava encima para que no siguiera volando.
    En la oscuridad compuse la cara de un duende que se parecía a mí en su sonrisa torcida, petiso el tipo, y de gorra igual a la mía. Posiblemente era yo mismo sonriendo a la suerte. Y de repente dejé de pensar en cualquier cosa: nockaut por la fajina del entrenamiento y el remate de la emoción de esa noche.
    Desperté avanzada la mañana por los gritos que llegaban del corredor. Como otras veces, me dolía la cabeza por culpa del entrenamiento con el estómago vacío.
Afuera estaba Esquina con su mugriento piyama a rayas azules y blancas (entre presidiario y patriota) acorralado por sus inquilinos. Vicente lo tenía arrinconado como si fuera contra las cuerdas de un ring.
    -¿Nos robaron a todos y vos sos el dueño y responsable del hotel! ¿Cómo no vas a tener ninguna culpa?
    Amagó como si fuese a pegarle un tortazo a Esquina, pero solamente lo apuntó con un dedo gordo y tembloroso, como si se tratase de una pistola lista para disparar:
    -¡Y todavía conservás la llave de la pieza donde vivo ahora! ¿Qué me dicen, eh? ¿Sos responsable o no?
    El gallego me vio aparecer y me encaró:
    -¿Qué te afanaron a vos?
    -¿A mí?
    -Entraron chorros en tu pieza como en toda la casa, ¿verdad?
    -¿Ladrones? -abrí los ojos con sincero asombro.
    -¿Qué te robaron? -insistió Vicente-. Andá a fijarte bien. Seguro que te falta algo.
    -No me falta nada.
    Todos me miraron con extrañeza.
    -¿Así que nos robaron a todos, menos a vos? ¿Tenés coronita o qué?
    -Bueno -se le ocurrió a Esquina-. Es que el pibe habrá estado adentro. Por eso no entraron en su pieza.
    -Debe ser eso -aprobé con repentino entusiasmo-. Llegué del club muy cansado y cerré bien la puerta y me acosté en seguida. No me robaron nada... ¿Y qué podían robarme? ¿El calentador de alcohol, los bizcochos de grasa, el mate?
    Pensé en la pava, pero no la nombré, porque debajo de la pava fue donde encontré el billete de cinco pesos.
 Vicente dejó caer ese dedo acusador como si pesara media tonelada y dijo resignadamente:
-Paciencia: no somos nada. Nunca se sabe cuándo llega la desgracia. Mejor ir a la comisaría no más.
-Me visto y después hago la denuncia –se ofreció Esquina con gesto amistoso-. También a mí me robaron.
Todos se miraron como si lentamente despertaran de un mal sueño, con el triste regusto del robo, pero ya sin la desesperación del primer momento.
-Algunos de ustedes deben acompañarme a la comisaría. Como damnificados, testigos y algo así. ¿Acaso no nos robaron a todos por igual? –volvía a levantar la voz, como siempre, el patrón del Hotel y Pensión Esquina.
-No cuente conmigo -se disculpó Vicente-. Estuve toda la noche trabajando en el café y me muero de sueño.
La mirada de Esquina recorrió a todos sus inquilinos: evidentemente a ninguno le agradaba la idea de ir a la comisaría. De pronto me señaló_
-¿Y vos, pibe? Aprovechá que ya dormiste: vení conmigo. ¿O vos también le tenés miedo a la cana?
Negué moviendo la cabeza, como si Esquina quisiera llevarme al mismo infierno. Yo apretaba el billete de cinco pesos en el bolsillo hasta enterrarme las uñas en la palma de la mano.
El gallego Vicente bostezó igualito a un león y dijo:
-¿Si dejamos las cosas como están? Al final ni Esquina ni la policía no nos devolverán nada y perderemos un tiempo precioso, que para mí equivale a dinero contante y sonante. De modo que mejor me echo un sueñecito para volver de noche a mi turno en el café. ¡Buen día, compañeros, y hasta la noche, cuando todos nosotros (incluyendo al ladrón) volvemos a trabajar!
Nos separamos y me encaminé hacia la Avenida Sáenz. Tenía resuelto desprenderme urgentemente de ese cocinero que me quemaba la mano, convertirlo en pesos y monedas que lo hicieran irreconocible.  Me instalé en una mesa con mantel de la confitería “Nueva Pompeya”, la única elegante del barrio, y pedí doble café con leche con doble porción, es decir, seis medialunas de confitería.
Esperando ser servido miré la calle a través del cortinado de velo que esfumaba las durezas de la vida. Pensé que era lindo tener un amigo capaz de robar a los otros para ayudarlo a uno. Pensé en Domingo, un lunfa simpático y charlatán que casi todas las noches andaba por el Boxing Club vendiendo peines, jabones, hojas de afeitar y cosas así. Una vez yo estaba como siempre en la mala y me invitó a morfar en la cantina. A lo mejor aparecía por allí y entonces podía invitarlo yo. Sin hablarle, claro, de esos cinco mangos: invitarlo y nada más. Un buen día Domingo o quien fuese se deschavaría solo y entonces yo conocería la verdadera cara del duende que me tiró ese billete.
Estaba así como soñando despierto cuando de repente sentí como un mazazo: entraba nada menos que el mismo Esquina. El degenerado se había puesto el sobretodo encima del piyama y en alpargatas me había seguido hasta la confitería.
-¿Puedo sentarme, verdad?
Y lo hizo sin esperar mi respuesta, y sin tomar en cuenta el gesto de asombro condenatorio del mozo que corrió hacia mi mesa.
-¿El señor desea algo?
Acentuó lo de señor con irrisoria deferencia.
-Un cafecito, por favor.
Permanecimos callados sin saber qué decir. Llegó el mozo con la bandeja cargada. Le sirvió el cafecito a Esquina y a mí me llenó la taza de café con leche y dejó el montículo de seis doradas medialunas de manteca y un buen platillo de dulce de leche. Esquina observó todo detenidamente.
-¿Te desayunás así todas las mañanas?
-Bueno: no siempre. A veces me conformo con un mate en la pieza.
Quise tomar el café con leche pero estaba hirviente. Comencé a masticar la punta de una medialuna y no la podía tragar.
Esquina suspiró como si le doliera decir:
-La policía, ¿sabés, pibe?, para agarrar a un chorro con la mano en la masa simplemente le sigue los pasos e investiga si gasta más de la cuenta. ¿Es que anoche ganaste a la quiniela o peleaste en el Luna Park?
-Nada de eso.
-¿Qué pasó entonces? Porque ayer te pedí el alquiler y me dijiste que andabas seco seco.
-Es que encontré cinco pesos que acá los tengo.
Para terminar ese insoportable interrogatorio saqué el billete del bolsillo y lo puse sobre la mesa.
-Si lo necesita –le ofrecí- se lo doy por el alquiler. Lo que quede después de pagar el café, porque palabra que no tengo ninguna otra guita.
 Esquina se hizo el tranquilo y bondadoso. Me pidió que guardara el billete. Quiso tomar su café de un sorbo y se quemó la lengua. Allí comprendí que estaba nervioso y no tan calmo como quería parecer.
-Si encontraste ese billete, como decís, seguro que no fue en la calle. En tal caso lo hubieras festejado anoche mismo, porque hambre no te falta a ninguna hora del día ni de la noche. Sin contar que todos los inquilinos que fueron robados estaban pálidos de rabia, y en cambio te vi colorado, como con vergüenza de algo. Te pregunté si querías venir conmigo a hacer la denuncia y pusiste cara de susto. Por eso resolví seguirte los pasos. ¿Pero por qué no tomás tu café con leche? Se va a enfriar. ¿Y las medialunas las dejás? Parecen muy ricas, parecen. ¿Siempre las pedís, así, por mayor?
-Mire, Esquina –le dije-. Le juro que tengo cinco pesos y nada más. Encontré este billete, en la calle, en mi pieza o en cualquier lado. ¿Qué carajo importa el lugar? Pero no tengo más. Mientras tomo mi café con leche vaya a mi pieza (nunca le pongo llave) y revise todo. Y si quiere puede revisarme los bolsillos aquí mismo. Cinco mangos no es una fortuna: me lo dan cada vez que hago guantes con un profesional, o puedo pedirlo de adelanto en la imprenta donde hago changas. La verdad es que el billete apareció en mi pieza. Algo raro, es cierto, pero es la pura verdad. 
-Te creo –aceptó Esquina-. ¿Pero vos no creés en Dios, verdad pibe? Digo un Dios que te haya dejado un pelpa de cinco mangos en tu pieza para darte el gusto no más. Tenés que aceptar que el que lo puso donde lo encontraste es un tipo de carne y hueso como nosotros, y seguro que es el mismo que afanó a los demás. Mirá pibe: vos no sabés nada de la vida y yo la conozco un kilo. Hasta te puedo decir por qué ese chorrito te dejó el billete. Seguramente lo hizo por cábala, ¿comprendés? Al ver la mishiadura en que vos vivís el tipo pensó: le dejo unos mangos a este muerto de hambre y su bendición me salva de la cana y todo lo demás. O puede ser un hincha de vos, ¡hay cada iluso!, alguien que espera que un buen día triunfés en el boxeo, y cuando te conviertas en campeón aparecerá un buen día para decirte que fue él quien te tiró ese billete. Porque, ¿sabés?, nadie da nada por nada. De algún modo el tipo vendrá a cobrarte y con intereses esa guita que creés que cayó del cielo.
-No sé nada, Esquina –opiné modestamente.
-¡Claro que no sabés nada de la vida! ¿Te digo sin conocerlo quién es ese coso que con cinco mangos rasposos se quiere hacer pasar por un tipo generoso? ¡Un resentido que nunca va a triunfar en la vida! Miráme a mí, me crié en la calle. ¡Y nada de engrupirme con el boxeo o el fóbal! A tu edad era ciruja en el bañado de Flores. Y ahora soy dueño de un hotel. Por eso me robó: por puro resentimiento de lo que tengo. Seguro que es un tipo que me debe favores. A lo mejor sabés quién es, o lo sabrás dentro de poco. Seguro que sí.
-¿Qué quiere que le diga, Esquina? ¿Quién fue y por qué lo hizo?
-No te pregunto eso. No soy batidor ni te pido que lo seas. Te quedaste con parte de lo robado, eso es complicidad, pero no lo pienso contar a nadie. El asunto es entre los dos. Nunca más volveremos a hablar de esto. Pero ese chorro se te va a presentar hoy o mañana como tu ángel guardián. A cobrarte con amistad esos cinco mangos que te largó como se tira un hueso al perro para que no ladre. Mirá: vos ni tenés que señalármelo. Simplemente los voy a ver juntos y sabré quién es. Lo sabré enseguida: vos sos de los que se ponen colorado por cualquier cosa, como te vi en esta mañana.
Y se fue Esquina y me dejó solo con ese desayuno que cuando lo pedí me pareció propio de pachá, pero nada de eso, ni de lejos. Mi pobre viejo no fue tan gil a la guarda como me pareció cuando me dijo que lo ganado sin laburar no tiene gusto a nada. La verdad es que a ese café con leche le ponía azúcar y más azúcar y siempre lo encontraba amargo.







4 comentarios:

  1. Hermoso relato!!!Cómo me gustaría escribir así, sencillo, con las palabras de todos los días, y sin embargo, más expresivo que todo el diccionario de sinónimos!!(¿porqué se llamarían cocineros los billetes de 5 pesos?)

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  2. Un cuento genial de un genial escritor, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Me encanta este autor, pero me había olvidado del "cocinero" Gracias por desburrarme Ester , habrá que investigar.
    Cada vez mejor la revista querido Andrés.
    Amelia

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  4. Hola Bernardo! Como dice Ester, la sencillez al escribir (cosa que ella también tiene, sólo que desde una postura más femenina) y tus relatos transmiten tanta realidad. Con vos me sucede como con el propio Andrés, son testimoniales de toda una época, la realidad mezclada con algo de ficción pero dejando indicios de la época. Es tan importante esto, y son tan pocos los que se dan cuenta de que a través de la escritura hay que rescatar épocas, tan pocos... Felicitaciones por supuesto!
    un abrazo.

    Lily Chavez

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