ANDRÉS ALDAO
Se acerca el 24 de marzo, un importante mojón de los varios que conforman la historia de la represión, la tortura, la muerte, la desaparición y el duelo. A los caídos, a los desaparecidos, a los sobrevivientes, exiliados o retornados, a las madres y padres, a los hijos: recordemos siempre, hay una deuda sin cobrar. Andrés Aldao
Ojos Celestes
Entró a la casa y abrió la ventana que da al parque. Vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda.
Entonces surgieron los recuerdos como vorágines recortadas de la memoria. Pensó en Rubén, en su rostro suave sin pliegues, la voz tímida, los ojos iguales a los de Nora, celestes y profundos, como un océano calmo. A veces le parecía un bebé agigantado; el boceto frágil de un carácter de hierro asumido en la candidez del muchacho bueno. Volvió a su imagen, casi sin querer…
Es extraño –recuerda–, cuando era pequeño lo contemplaba con detenimiento y me parecía que Rubén guardaba la suavidad de Nora, su madre. Todo resultó distinto, ningún vaticinio se hizo realidad, presencia. Excepto la imagen apacible, la hondura y el tono celeste de sus ojos.
En la escuela primaria ─rememora─ Rubén era un chico dócil, pero ante las pullas sus reacciones eran irascibles. Luego retornaba a su diáfana quietud. Un día se trompeó con alguien mucho mayor. Fue un combate increíble, le explicó el maestro. Estaba aprendiendo a conocerlo.
Rubén penetró en la adolescencia con paso firme, sin rupturas. Protegió a sus hermanos mientras vivía en la casa. Escribía con su letra redonda –recuerda– y llenaba cuadernos. A veces me leía sus poemas, abría alguna rendija de su intimidad para volver a cerrarla. Abruptamente.
Terminó la secundaria y fue retrayéndose más aún, ensimismado, serio. Hubieron noches en que no volvía a la casa. Hablaba poco, lo que era habitual, pero el padre ya no sabría nada de su vida interior, de las amistades, de planes futuros. De los sueños que –hoy tiene la duda – no sabe si eran de Rubén o fueron suyos.
Tenía la sensación de que lo perdía. Una pérdida distinta, más abismal que la distancia física. Creía conocerlo. Ahora no está seguro. Sólo tiene presunciones y es un interrogante que le duele reabrir. A veces se pregunta, con crueldad, si hizo todo lo que debía. Uno no es dios —piensa—, y es imposible vivir alerta. Alerta siempre.
Una tarde gris, desapacible y hosca le dijo que se iba a vivir con un amigo y la novia a un departamento recién alquilado. No quiso darle datos de la calle ni el teléfono: no quiero crearles molestias a mis amigos. Cuando haga falta voy a llamarte. Y no te preocupés, pa, que sigo estudiando en la facultad. Y sigo en mi trabajo.
La separación, su madurez, las visitas esporádicas, lo tomaron desprevenido. Los hijos son nuestros retoños, pensaba. Reciben la influencia de los padres. Pero crecen y llegan a un punto nodal: se liberan o viven en el cono de sombra de la casa paterna por el resto de sus días. Surgió entonces la nostalgia de quien envejece y siente culpas y responsabilidades. Así ovilló anécdotas, detalles, gestos, instantes en común. Para tenerlos en la memoria. Y recrearlos en futuros sueños.
¿En qué andás, Rubén?, le preguntó ese domingo. Sos cargoso, pa, contestó. Mirá, quedate tranquilo. Y haceme un favor, no le preguntés a mis hermanos. Ellos saben lo mismo que vos y mamá. No se sulfuró. Calmo y tierno como siempre, aunque lejano.
Pero aquel día, contemplándolo, llegó hasta el fondo de sus ojos celestes. No sabe si fue intuición u otra cosa, pero advirtió reflejos de dudas, decepción; tal vez angustias que no quería compartir.
Rubén, le dijo en otra ocasión, sé que andás en asuntos políticos. A vos no te gustan los consejos y no pienso dártelos. Sólo quiero recordarte que hoy, con los milicos, la situación se puso muy seria. Soy incapaz de describirte lo que siento, la angustia que me aflige, el temor a que te ocurra algo. No sé cómo expresarlo. Sos mi hijo y significás mucho para mí. Tengo pesadillas terribles, Rubén.
Se quedó mirándolo. Sus ojos celestes lo consolaban sin palabras. Respetarle el silencio, pensó entonces, era valorar su dignidad. Aunque le fue muy duro y difícil.
Otra tarde de un otoño borrascoso, por eso quizás la recobra, Rubén apareció en la casa. Estaba delgado, desconocido, óvalos oscuros resaltaban sus ojos celestes. Me voy, pa; les escribiré cuando pueda. No me preguntes nada, por favor. Y no se preocupen.
Era una despedida. Desde entonces, nunca volvió a verlo ni supo nada de él.
Las hojas del calendario no cesan su monótono destierro cotidiano. Tiempo y ausencia que se suceden inflexibles. El recuerdo de Rubén es para él como abrir un diario en cuyas páginas se hubiesen consignado las anécdotas comunes, las evidencias compartidas. Y otras que no ocurrieron. Fantasías. Levísimos estímulos, imaginados apenas, que fueron enhebrando ensueños de lo que no existió, idealizando así su relación con Rubén. Como una antología de nostalgias, idílica, desesperada e irreal. Ahora recupera en la memoria, en los intrincados laberintos de los sueños, aquella presencia callada y expresiva; sus gestos, ese silencio tan lleno de sugerencias, la intriga de su vida y el desvanecimiento en la ausencia irrecuperable.
Sólo sueños y memoria. De ellos regresó cuando ese día entró a la casa y, al abrir la ventana que da al parque, vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda. Como cuando Rubén era pequeño y tenía los ojos celestes ·
más allá del mensaje explícito que implica el texto, es una de
ResponderEliminarlas narraciones más emotivas que te he leído. y creo que en vos, está rubén, su padre y tantos que no encontrás detrás de la ventana.un recuerdo a todos ellos. susana zazzetti.
"Todo fue distinto . . .frase tremenda que nos llega con dolor a todos. Narración muy buena alrtededor de un signo presente-ausente de unos ojos celestes de inocencia.
ResponderEliminar¡Bravo Andrés !
MARITA RAGOZZA
Andrés: Reencontrar tu palabra ,siempre es reencontrar la cara de una cruda realidad, que nos golpeó, que nos golpea.Pero también la palabra transformada vuela en celeste y busca elpoema. Mi abrazo. Amelia
ResponderEliminarBusco el cielo en los ojos de Rubén: encuentro su inocencia. Fernando de Zárate.
ResponderEliminarTestimonio vivo. Escribir par no olvidar. Gracias ALDAO
ResponderEliminarBuena memoria, justo recuerdo, hermano. Gastón Peña
ResponderEliminarPág. 54 de Calles empolvadas de recuerdos.Texto bellísimo que conmueve de manera inmensa, todavía, siempre todavía. Abrazo
ResponderEliminarPág.54 de Calles Empolvadas de Recuerdos. Bellísimo texto que conmueve siempre, siempre todavía. Abrazo
ResponderEliminarNo hay como plumerear el polvo de ciertos relatos que tienen siempre vigencia en tu pluma. Narrado desde el corazón se adentra en la profundidad del dolor y se siente pleno en la piel.
ResponderEliminarEmociona y nutre como toda tu obra.
Celmiro Koryto
Que cierto es lo que dice Celmiro sobre la vigencia. Y eso es también lo que deseamos conquistar quienes escribimos. Esa solvencia, esa perseverante emotividad en tus textos permanecerán por siempre. Es la obra del hombre lo que perdura, es su palabra la que queda murmurando en los oídos sensibles. Bellísimo relato, bellísimo. Mi admiración.
ResponderEliminarLily Chavez
¡Cuánto desasosiego!!! Culpas y vaticinios, respeto y dignidad... Consignas arraigadas que van girando hacia otros ángulos con la maduración del tiempo.
ResponderEliminarUn relato desgarrador, una prosa que toca a la puerta de la memoria, para no olvidar.
ResponderEliminarTodo mi cariño y aprecio,
Juany Rojas
Debo agradecer a todos los amigos, lectores y colaboradores, por los comentarios que han dejado en esta narrativa muy apreciada por mí. Me ha conmovido la comprensión y la solidaridad con Rubén, el personaje que es una de las víctimas del sadismo, y que en este texto asume la representación colectiva de los muertos y desaparecidos. Hay momentos en que la literatura es la ficción hecha realidad. Muchas gracias, amigos. Andrés
ResponderEliminary la realidad hecha ficción, me faltó completar.
ResponderEliminarAndrés Aldao