GUILLERMO SACCOMANNO
Animales domésticos
Desde que Felipe trajo esa estufa de kerosene no se puede respirar en esta casa.
–Quería darte una sorpresa–dijo cuando cortaba el hilo del paquete.
–Sabés que no aguanto el kerosene. Me da alergia.
–En esta casa hace mucho frío.
–Siempre hizo frío –le dije–. Ahora se siente más porque estamos viejos.
–¿Que querés? ¿Qué la cambie por una eléctrica? Las de cuarzo gastan mucho y no calientan.
Así son los regalos de Felipe. Cuando éramos jóvenes, con el sueldo compraba una pila de libros.
–Para vos y los chicos –decía.
–Sabés que no me gusta leer. Y lo que los chicos necesitan es ropa.
Es inútil luchar con Felipe.
–¿Cuánto te costo esa estufa?
–No se dice el precio de un regalo.
–Un regalo es algo que le gusta a quien lo recibe.
–No te aflijas. La compré con unos pesos que me gané a la quiniela.
–Si vos no jugás.
–No me creés.
–No, no te creo. Metiste la mano en mi secreter.
Y agarré la bolsa y me fui a comprar el pan. Que terminara él de desenvolverla. Y, cuando volví, ahí estaba, como un chico con un juguete, estudiando el folleto con las instrucciones y el movimiento de las perillas.
–Me hace mal el kerosene–le dije.
Pero él me contestó:
–Esta casa apesta a meada de gato.
Cuando Felipe se pone así le doy la espalda. Y me meto en mí misma.
Doy vueltas en la cama, en la oscuridad. Deben ser las cuatro, según las agujitas verdes. Pero bien podrían ser las doce y veinte. Con estos relojes modernos es difícil precisar el tiempo que es. Antes los relojes traían todos los números. Y se oía el mecanismo. Tic-tac. Tic-tac. Y una se daba cuenta de que el tiempo iba pasando. Eso antes de la tragedia de los chicos.
De tanto en tanto, Ana y Susi se atropellan ladrando en el patio. Y los maullidos de Beto. Las dos corren y ladran como si fueran feroces. Le ladran a Beto que está en la azotea. Hace un rato me pareció que estaba en la azotea.
A veces pienso que Felipe quiere que los animales duerman afuera para que se mueran de frío.
–Es inhumano como los tratás–le dije.
–Inhumano es ponerles nombres de seres vivos.
–No están vivos –le dije.
Y se calló, arrodillándose junto a la estufa, aflojando una perilla y levantando la coraza.
–Por la mecha no gasifica bien–dijo.
No hay duda. Ese maullido es de Beto. Ahora saltó al techo del dormitorio. Anda por las chapas del techo.
Pensar que desde el veintiuno de este mes los días van a tener un minuto más me saca da las casillas. Un minuto más de insomnio, de pensamientos que no van a ninguna parte. Y afuera, el viento, oscuro, cortante. Sin embargo, hay noches que Felipe se queda en la puerta de calle mirando hacia la avenida hasta la hora de la cena, como esperando que aparezcan y vuelvan.
Y ahora, en la noche, mientras Ana y Susi ladran en el patio, me cuesta respirar en la oscuridad del dormitorio. La estufa ilumina el rincón de la ventana que da al jardín. Es tan fuerte el olor del kerosene. Una de estas noches vamos a morir asfixiados por la emanación del kerosene. Pero si me llego a levantar y saco la estufa al patio, Felipe va a protestar.
Por los ladridos cualquiera diría que Ana y Susi son guardianas. Y no. Ladran de miedo. Si por mí fuera, las perras dormirían debajo de nuestra cama. Pero Felipe se niega.
–Los animales y la gente no deben mezclarse –dice.
–¿Y eso; lo sacaste de un libro?
–Rosas lo decía. En el Manual para Capataces de Estancia.
Felipe siempre tiene un libro a mano para retrucar.
–Vos y tus libros –me fastidio–. Por tus libros estamos como estamos.
–Ayudan –me contesta.
–¿A qué ayudan?
–A comprender.
–No hay tanto para comprender en este mundo. Las cosas son como son. Y por más vueltas que les des, son como son y no se puede hacer nada para cambiarlas.
En la noche, por culpa del kerosene tengo nauseas y dolor de cabeza. Pero me callo. Porque Felipe duerme como un bendito. Cuando ronca, lo sacudo y se calla un rato. Entonces el silencio es como un gas mortal, igualito a la emanación de la estufa.
–Deberías aprender a manejarla–me dijo Felipe–. Te conviene saber como se prende y se apaga.
–Vos la trajiste, vos te encargás.
–Igual que vos con las perras y ese gato de mierda.
–No seas boca sucia. Beto ni te molesta.
Me levanto en puntas de pie, me calzo las pantuflas y me abrigo con un batón para ir a la cocina a prepararme un té de tilo. Parada frente a las hornallas, espero que hierva el agua. Dicen que el tilo hace dormir. Será a los jóvenes. Acerco las palmas al fuego azul. Es tanto mejor el gas que el kerosene. Y es más seguro también. Pero Felipe no quiso saber nada con poner estufas de tiro balanceado.
Con prudencia, abro la puerta de la cocina para que entren Ana y Susi y después Beto, que tarda en venir porque anda por la azotea todavía, pero ya va a volver. Y cuando Beto entra, cierro y los dejo que se queden un rato adentro.
Aunque Felipe pueda levantarse para ir al baño y descubrirme no me importa. Estos animales son como mis hijos. Por eso les puse sus nombres. Cuando los llamo me parece que los estoy llamando a ellos, que no se los llevaron, que todavía están estudiando en el comedor, como cuando iban a la facultad.
Para entretenerme, mientras tomo despacito el té, leo el folleto que vino con la estufa. Felipe lo tiene siempre sobre la mesa, al lado de los cigarrillos .
La vista no me da más que para leer las letras más gruesas:
1º) Desarmar la garganta
2º) Extraer la mecha
3º)Colocar la mecha
4º) Armar la garganta
No me viene el sueño, no hay caso. ■
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El insomnio de la gran soledad. La tragedia tras los nombres de los animales domésticos que ficticiamente llenan las ausencias. Bien relatado.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
¡Qué cuento! resucita los recuerdos, la tragedia en una simple escena familiar. Excelente. Ada Inés Lerner
ResponderEliminarlernerai@gmail.com