REINA ROFFÉ
Ave de paso (fragmento de "El cielo dividido")
Allí, donde están los leones, había oído la voz metálica de Irma en el teléfono. Los leones diminutos del parque que fianquean una escalinata.
Recorrió un tramo de césped seco que crujía a su paso, ¿o eran las hojas muertas de los árboles? El crepúsculo, la hora del crepúsculo engañaba los sentidos. Recorrió otro tramo sobre el pavimento de un sendero que bordeaba los juegos de los niños: el tobogán, el columpio y cinco, seis chicos con sus risas, vigilados por madres que demoraban el regreso a casa o habían transigido tras los ruegos infantiles de un rato más. ¿Cuánto más debería andar hasta toparse con los leones? ¿Los leones de bronce, de granito, de qué materia? Llegó a la parte trasera del teatro al aire libre. Leyó la cartelera: recital rock, concierto de jazz, zarzuela porla Compañía Nacional Española. Alguien, detrás, dijo: esto fue el mes pasado. ¿Por qué entonces había tantos viejos en las gradas, de cara al escenario, como si esperaran que de un momento a otro comenzara la función? En el crepúsculo de la vida, se dijo, en este crepúsculo del parque, reposan, descansan sus restos del día. Era una frase hecha, deshecha casi al final.
De pronto, se encendieron las farolas. En el sector opuesto, cerca de donde había venido, estaban los leones y también Irma. Apoyada en la baranda, tenía el mismo aspecto de una puta joven que había visto en el portal de un edificio de apartamentos en Nueva York. 13 East 31 Street. La dirección era fácil de recordar, aunque ya había olvidado quién vivía allí. Tal vez lo más interesante de quien vivía allí era esa putita en el portal incordiando la respetabilidad de la casa. Se acordaba del pelo pajizo y sucio cayéndole sobre la frente, de la mirada oblicua cuando tenía que cederle el paso, de la gabardina ostensiblemente abierta, con lamparones de mugre, miasmas, humedad de muchas lluvias, y de la minifalda de cuero rojo atenazándole los muslos. Las poetas pobres y las putas se parecen, se dijo. Ambas le inspiraban un rechazo similar y una idéntica fascinación. Mujeres de uniformes siempre tristes. El pelo de Irma necesitaba con urgencia un tratamiento de higiene y belleza, y su ropa un lavado intenso, si algún detergente milagroso podía salvarla de la basura.
Caminaron un tramo paralelo al lago, mientras Irma le recitaba poemas, desde los primeros a los últimos que había escrito. Luego, le empezó a contar su historia: telefonista, dependienta, correctora de pruebas, periodista a veces. Enumeró sus diversas profesiones y empleos; en ninguno había superado los nueve meses de trabajo continuo. La echaban o se iba. Me expulsan como si fuese un engendro de la naturaleza, dijo con una resignación alegre. Pensar que hay gente que pasa más de la mitad de su vida en el mismo trabajo, añadió. A veces envidio la rutina, ese orden mecánico, esa cotidianeidad de simetría absoluta. De cualquier forma, no la soportaría. Encendió un cigarrillo. La lumbre del mechero iluminó sus uñas. ¿Cómo haría para enroñárselas de esa manera, profanaría tumbas, arañaría el suelo, estregaría polvo, abono, resaca? Habían dado la vuelta completa al lago, y como los niños, las madres y los ancianos, ellas también abandonaron el parque.
¿Me invitas a un Café?, dijo Irma mostrando los bolsillos vacíos de su gabardina. La putita de la 31 Street, recordó, tenía las uñas cubiertas de una laca oscura, marrón. ¿Me convidas a una hamburguesa?, le había dicho aquella vez, cuando las llamadas al portero automático de la casa no obtuvieron respuesta y su rostro debió de trasuntar la decepción, el bochorno y, finalmente, la inquina. Que le pidiera una hamburguesa se había convertido en un regalo, en solidaridad femenina. Ahora era ridículo pensarlo así, pero entonces no; y la siguió dócilmente calle tras calle hasta la mesa donde la putita comió en silencio una hamburguesa doble que babeaba por toda su redondez una mezcla espesa de queso, mostaza y tomate, con la que se iba embadurnando los dedos. Todavía no había visto la mano gélida, de murciélago, que escondía en un guante de piel; la cita frustrada, el desencanto, ocupaba, desbordaba su mente. Calle tras calle volvió a seguirla sin una duda, sin un temblor de duda, nada, sólo el brillo de las aceras, el vapor de las alcantarillas, los contenedores de inmundicias, y después, las fachadas derruidas de los edificios, el óxido de los enrejados, las inscripciones obscenas en las paredes. Subieron tres, cuatro plantas de escaleras. Una, guiada por la familiaridad, el hábito de haberlo hecho cientos, miles de veces; otra, por el repiqueteo de los tacones y el crujir de la madera. Alguien abrió la puerta y se introdujeron en una atmósfera algo más tibia, más fétida, con olor a coles hirviendo, a bestias cautivas. Primera imagen: una botella de leche derramada sobre el suelo, la blancura irregular de la sustancia absorbida por los retazos de alfombra. Primer sonido: la respiración asmática del radiador. Luego, la turbulencia de los sentidos y una rajante sordidez lastimándolos. ¿Quién es ésa?, dijo una voz chillona, indefinida. En otro hueco del inmueble había una conmoción de sombras. Vamos al fondo, ordenó una voz grave, de hombre. Transcurrieron unos minutos en los que se podía cortar el aire y, sin embargo, las piernas no le respondían para escapar de los designios que se estaban dirimiendo tan sólo a unos pasos, donde seguramente también el aire se cortaba. La putita volvió sin prisa, con desgana, bajándose una manga de la blusa que manchó con sangre; la gabardina, del hombro; los ojos, sobre la botella inmóvil en el suelo. Con la misma lentitud, la misma abulia, se colocó el abrigo y miró sin miedo, desafiante. Esgrimió la mano deforme, que encajó dificultosamente en el guante de piel. Let's go, y agregó: no hay para las dos. Bajaron hacia la calle. ¿Qué era lo que no había para las dos? Consuelo, baby. La calle estaba desierta, era una arteria fantasma. I'm sorry, se despidió. Lo siento, chica, dijo en castellano antes de atravesar la niebla.
¿Dónde estás?, la sacudió Irma. ¿Había dicho consuelo, había entendido bien? Recordó las calles desiertas, recordó haber pisado mierda, andar con la sensación de que iba a resbalar, de que daría con el culo en la acera. Recordó haber visto la boca del metro a lo lejos. Después, la encrucijada subterránea, el zumbido del desconcierto, los pasajes haciala Pennsylvania Station. Y, de inmediato, el reloj de la estación, el tablero de salidas, el último tren a Princeton, su billete one way, ya sin retorno a la 31 Street. No, no había consuelo para ella.
Se te enfría el café, le dijo Irma. Sonrió. Había pasado el tiempo, había salido ilesa tan pronto de aquel día... Para que te sirva de consuelo, agregó Irma, a veces a mí también se me va la cabeza.
Noche cerrada. Regresó a su casa; el parque quedaba cerca del apartamento, un tramo corto, tan corto se le hizo que hubiese querido alcanzar el autobús en el que iba Irma y trepar a alguna parte. El ascensor del edificio donde vivía era el más pequeño y el más lento del mundo, exageró, un ascensor para novios que la transportaba sola a sus solitarios treinta metros cuadrados. Si hubiera alguien esperando, la lámpara encendida, un plato humeante de comida sobre la mesa, una canción en la radio, tal vez una carta debajo de la puerta... un mendrugo, baby. Sin embargo, había algo teatral y bello en el hecho de llegar a un lugar donde nadie espera y todo guarda el orden en que se lo dejó, un santuario consagrado al más íntimo y miserable yo.
Se quitó los zapatos y los abandonó en la sala. Cuando salió del baño, le pareció que los zapatos ya no tenían la forma de sus pies, como si ahora los calzara un ser invisible que levantaba los dedos con infinito dolor. Volvió a ponérselos, estaban fríos; la luz mala teñía el cuero con ese negro indefinible de los ataúdes. Penso en las cosas muertas que, en su momento, habían respirado con la tensión de lo más vivo, con la urgencia de la vida, y que habían desaparecido hasta del recuerdo. Porque en su recuerdo súbito de la tarde prevalecieron los detalles, un par de sensaciones, un número, la putita del portal, la noche ciega, el pico de heroína; las circunstancias colaterales de un episodio que había languidecido en la memoria: no sabía cómo ni por qué, quien vivía en la 13 East 31 Street había existido acaso durante semanas, quizá meses, con su aparato de atributos y sustancias. Y de todo ello no quedaba nada. En la cama, se arropó más de lo debido. No quería que llegara el invierno ■
Recorrió un tramo de césped seco que crujía a su paso, ¿o eran las hojas muertas de los árboles? El crepúsculo, la hora del crepúsculo engañaba los sentidos. Recorrió otro tramo sobre el pavimento de un sendero que bordeaba los juegos de los niños: el tobogán, el columpio y cinco, seis chicos con sus risas, vigilados por madres que demoraban el regreso a casa o habían transigido tras los ruegos infantiles de un rato más. ¿Cuánto más debería andar hasta toparse con los leones? ¿Los leones de bronce, de granito, de qué materia? Llegó a la parte trasera del teatro al aire libre. Leyó la cartelera: recital rock, concierto de jazz, zarzuela por
De pronto, se encendieron las farolas. En el sector opuesto, cerca de donde había venido, estaban los leones y también Irma. Apoyada en la baranda, tenía el mismo aspecto de una puta joven que había visto en el portal de un edificio de apartamentos en Nueva York. 13 East 31 Street. La dirección era fácil de recordar, aunque ya había olvidado quién vivía allí. Tal vez lo más interesante de quien vivía allí era esa putita en el portal incordiando la respetabilidad de la casa. Se acordaba del pelo pajizo y sucio cayéndole sobre la frente, de la mirada oblicua cuando tenía que cederle el paso, de la gabardina ostensiblemente abierta, con lamparones de mugre, miasmas, humedad de muchas lluvias, y de la minifalda de cuero rojo atenazándole los muslos. Las poetas pobres y las putas se parecen, se dijo. Ambas le inspiraban un rechazo similar y una idéntica fascinación. Mujeres de uniformes siempre tristes. El pelo de Irma necesitaba con urgencia un tratamiento de higiene y belleza, y su ropa un lavado intenso, si algún detergente milagroso podía salvarla de la basura.
Caminaron un tramo paralelo al lago, mientras Irma le recitaba poemas, desde los primeros a los últimos que había escrito. Luego, le empezó a contar su historia: telefonista, dependienta, correctora de pruebas, periodista a veces. Enumeró sus diversas profesiones y empleos; en ninguno había superado los nueve meses de trabajo continuo. La echaban o se iba. Me expulsan como si fuese un engendro de la naturaleza, dijo con una resignación alegre. Pensar que hay gente que pasa más de la mitad de su vida en el mismo trabajo, añadió. A veces envidio la rutina, ese orden mecánico, esa cotidianeidad de simetría absoluta. De cualquier forma, no la soportaría. Encendió un cigarrillo. La lumbre del mechero iluminó sus uñas. ¿Cómo haría para enroñárselas de esa manera, profanaría tumbas, arañaría el suelo, estregaría polvo, abono, resaca? Habían dado la vuelta completa al lago, y como los niños, las madres y los ancianos, ellas también abandonaron el parque.
¿Me invitas a un Café?, dijo Irma mostrando los bolsillos vacíos de su gabardina. La putita de la 31 Street, recordó, tenía las uñas cubiertas de una laca oscura, marrón. ¿Me convidas a una hamburguesa?, le había dicho aquella vez, cuando las llamadas al portero automático de la casa no obtuvieron respuesta y su rostro debió de trasuntar la decepción, el bochorno y, finalmente, la inquina. Que le pidiera una hamburguesa se había convertido en un regalo, en solidaridad femenina. Ahora era ridículo pensarlo así, pero entonces no; y la siguió dócilmente calle tras calle hasta la mesa donde la putita comió en silencio una hamburguesa doble que babeaba por toda su redondez una mezcla espesa de queso, mostaza y tomate, con la que se iba embadurnando los dedos. Todavía no había visto la mano gélida, de murciélago, que escondía en un guante de piel; la cita frustrada, el desencanto, ocupaba, desbordaba su mente. Calle tras calle volvió a seguirla sin una duda, sin un temblor de duda, nada, sólo el brillo de las aceras, el vapor de las alcantarillas, los contenedores de inmundicias, y después, las fachadas derruidas de los edificios, el óxido de los enrejados, las inscripciones obscenas en las paredes. Subieron tres, cuatro plantas de escaleras. Una, guiada por la familiaridad, el hábito de haberlo hecho cientos, miles de veces; otra, por el repiqueteo de los tacones y el crujir de la madera. Alguien abrió la puerta y se introdujeron en una atmósfera algo más tibia, más fétida, con olor a coles hirviendo, a bestias cautivas. Primera imagen: una botella de leche derramada sobre el suelo, la blancura irregular de la sustancia absorbida por los retazos de alfombra. Primer sonido: la respiración asmática del radiador. Luego, la turbulencia de los sentidos y una rajante sordidez lastimándolos. ¿Quién es ésa?, dijo una voz chillona, indefinida. En otro hueco del inmueble había una conmoción de sombras. Vamos al fondo, ordenó una voz grave, de hombre. Transcurrieron unos minutos en los que se podía cortar el aire y, sin embargo, las piernas no le respondían para escapar de los designios que se estaban dirimiendo tan sólo a unos pasos, donde seguramente también el aire se cortaba. La putita volvió sin prisa, con desgana, bajándose una manga de la blusa que manchó con sangre; la gabardina, del hombro; los ojos, sobre la botella inmóvil en el suelo. Con la misma lentitud, la misma abulia, se colocó el abrigo y miró sin miedo, desafiante. Esgrimió la mano deforme, que encajó dificultosamente en el guante de piel. Let's go, y agregó: no hay para las dos. Bajaron hacia la calle. ¿Qué era lo que no había para las dos? Consuelo, baby. La calle estaba desierta, era una arteria fantasma. I'm sorry, se despidió. Lo siento, chica, dijo en castellano antes de atravesar la niebla.
¿Dónde estás?, la sacudió Irma. ¿Había dicho consuelo, había entendido bien? Recordó las calles desiertas, recordó haber pisado mierda, andar con la sensación de que iba a resbalar, de que daría con el culo en la acera. Recordó haber visto la boca del metro a lo lejos. Después, la encrucijada subterránea, el zumbido del desconcierto, los pasajes hacia
Se te enfría el café, le dijo Irma. Sonrió. Había pasado el tiempo, había salido ilesa tan pronto de aquel día... Para que te sirva de consuelo, agregó Irma, a veces a mí también se me va la cabeza.
Noche cerrada. Regresó a su casa; el parque quedaba cerca del apartamento, un tramo corto, tan corto se le hizo que hubiese querido alcanzar el autobús en el que iba Irma y trepar a alguna parte. El ascensor del edificio donde vivía era el más pequeño y el más lento del mundo, exageró, un ascensor para novios que la transportaba sola a sus solitarios treinta metros cuadrados. Si hubiera alguien esperando, la lámpara encendida, un plato humeante de comida sobre la mesa, una canción en la radio, tal vez una carta debajo de la puerta... un mendrugo, baby. Sin embargo, había algo teatral y bello en el hecho de llegar a un lugar donde nadie espera y todo guarda el orden en que se lo dejó, un santuario consagrado al más íntimo y miserable yo.
Se quitó los zapatos y los abandonó en la sala. Cuando salió del baño, le pareció que los zapatos ya no tenían la forma de sus pies, como si ahora los calzara un ser invisible que levantaba los dedos con infinito dolor. Volvió a ponérselos, estaban fríos; la luz mala teñía el cuero con ese negro indefinible de los ataúdes. Penso en las cosas muertas que, en su momento, habían respirado con la tensión de lo más vivo, con la urgencia de la vida, y que habían desaparecido hasta del recuerdo. Porque en su recuerdo súbito de la tarde prevalecieron los detalles, un par de sensaciones, un número, la putita del portal, la noche ciega, el pico de heroína; las circunstancias colaterales de un episodio que había languidecido en la memoria: no sabía cómo ni por qué, quien vivía en la 13 East 31 Street había existido acaso durante semanas, quizá meses, con su aparato de atributos y sustancias. Y de todo ello no quedaba nada. En la cama, se arropó más de lo debido. No quería que llegara el invierno ■
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