sábado, 27 de marzo de 2010



andrés aldao

Susana Buconic (der.) y Ester
Mann en París, abril, 1984 

Por la causa (2)

En memoria de Susana Buconic,
compañera de cárcel y exilio




                                                                                  «vuelve a sentir en la sangre aquel

vértigo de promesas que un día no muy lejano
la vida les susurró a todos
ellos, y que ya no se iban a cumplir.»
Juan Marsé


Estaba agotada por tantas vigilias nocturnas. A pesar de su promesa, Ignacio había salido a la caída de la tarde y no regresó. Le dio un beso de compromiso y ella lo miró con bronca. Otra noche de vigilia y miedo, pensó.
Aquella vez, sin saber por qué, echó una mirada a los estantes de libros y su vista se posó en uno de Jauretche que él le había regalado. Lo miró con enfado, resentida. Espiaba la calle desierta entre los visillos. Encendió un cigarrillo, y mientras las volutas se aplastaban sumisas contra el vidrio del cerramiento, advirtió desde la ventana el trajinar nervioso y callado de los hombres con metralletas. O era una increíble casualidad o venían por ellos...
No dudó. De alguna manera, y a pesar del miedo, se había preparado para esa circunstancia. “Qué suerte que Ignacio se fue a tiempo... Qué suerte que no me fui a dormir”, farfulló. Se puso la peluca rubia, vistió el abrigo, agarró la cartera con los documentos y el dinero. Presta, con los zapatos en la mano bajó por la escalera desde el séptimo piso hasta el segundo y pasó por la puerta de hierro que comunicaba con el estacionamiento. Descendió hasta el entrepiso y se metió en el Renault Dolphine. Allí se quedó acurrucada, quieta, sin fumar a pesar del deseo acuciante. Escuchó los disparos y alaridos de la patota armada que, de seguro, estaba destrozando la puerta de la vivienda. Después, un silencio de campo santo. El tiempo le pareció estanco y ella, inmóvil, horadaba la oscuridad. Por momentos tiritaba...
Muy temprano, algunos pocos vecinos madrugadores entraron en el estacionamiento y salieron con sus autos. Al rato, otro inquilino se sentó en el coche. Ella puso en marcha el Renault y lo siguió: los pararon en la esquina exigiéndoles que se identificaran. Examinaron el documento a nombre de María del Carmen Sanguinetti: “Soy hija del cónsul del Uruguay”, adujo con todo el aplomo que pudo exhibir. Le dieron vía libre, sin mirarla. Inquieta, dobló en la esquina de Anchorena y sin entender el porqué estacionó a las pocas cuadras.
Fue caminando con lentitud, el corazón atrapado por el miedo. Atrás quedaron los gritos, los estampidos, los autos de la patota, y la muerte... Su muerte. Hubiese preferido echarse a volar. Eran las cinco de la mañana.
Anduvo confundida, sin posibilidad de pensar o tomar alguna decisión. Las calles vacías; por allí algún grito solitario quebrando el silencio. Subió a un taxi. Temblaba y no podía sostener el cigarrillo. Bajó en Recoleta. Podría viajar a Córdoba, a la casa de la tía Noemí, se le ocurrió mientras le pagaba al tachero.
Debía esperar algunas horas. La madrugada era fría y húmeda, cerrada por una niebla fastidiosa. Entró a un bar donde algunos pocos idiotas reían sin motivo; tal vez el alcohol, o algo más. Luces – como disparos de focos – se alternaban perforando la bruma opaca que confundía la visión de los conductores. Mientras, el miedo y la soledad le infundían coraje. Amaba a la vida más que a ninguna otra cosa. Escuchaba resonar sus tacos en la menguada penumbra, como acompañando los restallantes latidos de su corazón estragado por el temor y la incertidumbre.
Ni una nota. Ningún mensaje o señal. Prefirió darlo por muerto, considerarlo desaparecido. No tenía indicios de que aún estaba vivo. Pese al terrible riesgo telefoneó a viejos conocidos, preguntó, tomó contacto con la tía, con familiares de presos y desaparecidos, mandó mensajes a compañeros exiliados en Perú, Méjico, España, incluso un telegrama en clave a Antoine en Marsella: era una cuestión de compañerismo. Ninguno de los cumpas conocía la casa, ningún amigo o familiar. Ni siquiera los padres. Era el secreto que sólo había compartido con Ignacio. Aun viviendo en el horror, un detalle tan nimio le daba una pizca de certeza. Sólo pudieron llegar hasta la casa a través de una rastrillada. Una mentira complaciente...
Sabía que se estaba engañando. Como un rayo fugaz que penetraba su temor, comenzó a intuir otra posibilidad. Se le ocurrió una estupidez: llamar a la casa de la madre de Ignacio desde un teléfono público. Marcó el número. Sonó seis o siete veces y escuchó el seco hola de esa voz tan conocida. Comprendió la verdad; tiritaba conteniendo apenas el sollozo. Era hora de huir, irse del país. Sólo habían transcurrido tres días y tres noches. Para ella, una eternidad. La casa de la antigua condiscípula le pareció una ratonera.

Sacó el pasaje en
la Chevalier disponiéndose a viajar a Villa María: Noemí iría a esperarla. El ómnibus se puso en marcha internándose en las cerradas sombras de la ruta ocho. Estaba agotada por el estrés, el miedo y la incertidumbre.
Cerró los ojos, pero no pudo dormirse. Fue recordando, una tras otra, las detenciones, las caídas, las delaciones, los compañeros asesinados durante los últimos meses. Y comenzó a enhebrar, con el sutil hilo de la memoria, cada uno de los hechos hasta cerrar el collar. Botón hijo de puta. Es como si la felonía les descubriera a estos gusanos su verdadera vocación – pensó con rabia –, les extrae la auténtica personalidad. La vida de un tipo como Ignacio cobra sentido con la traición – discurrió luego –. El pasado le habrá resultado una pesadilla, una desesperada búsqueda de su verdadero yo. Ya lo encontró...

No supo si era el despecho, la cólera, pero los recuerdos se ensamblaban, tenían coherencia, todo coincidía. Entonces la angustia la desplomó en el llanto contenido.
Lágrimas furtivas cayeron sobre el libro de Jauretche que sacó de la cartera, mientras lo iba desgajando... hasta las últimas hojas. Venganza pueril. Se quedó dormida. A la madrugada arribó a Villa María. La tía Noemí la abrazó y se dirigieron a la casita que tenía en las afueras de la ciudad.

A la semana siguiente se integró a un grupo turístico que partiría de Córdoba hacia las Cataratas del Iguazú. Uno de los viajeros se le había pegado. Le contó la historia de su vida, el divorcio, las hijas pequeñas que vivían con la madre. Ausente, no le prestaba atención.
El avión planeó en la pista de aterrizaje. Trató de despegarse del tipo, buen mozo, cabello gris y simpático. Él le dijo que iba a recoger la maleta y ella aprovechó para subir a un taxi y viajar a la frontera paraguaya. A pesar del miedo se sentía casi feliz.
Se había documentado: Cerca de las cataratas se encuentran la ciudad argentina Puerto Iguazú y la brasileña de Foz do Iguaçú, comunicadas por el puente Tancredo Neves. Hasta éste llegaba la ruta 12 que conduce a Foz do Iguaçu y a Ciudad del Este (Paraguay). Aún no había decidido si se iría a Paraguay o al Brasil. Como primer paso se dispuso a cruzar la frontera. Le pagó al taxista, tomó su bolso y se dirigió a pie al control fronterizo. Allí anclaría la pesadilla
Dos tipos de civil estaban parados detrás de la casilla de control de pasaportes. Acercándose le dijeron: Acompáñenos señorita, es una cuestión de rutina,. La tomaron de los brazos y la metieron en el auto sin chapa que se perdió en medio de la polvareda.
Sólo polvareda. Como si jamás hubiese existido ■








4 comentarios:

  1. nombres conocidos, lugares conocidos, destinos desconocidos. cuánto horror.tantos: como si jamás hubiesen existido. un abrazo.

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  2. Mi silencio, mi respeto, mi dolor ...entre tierras de cipreses y de horror. Abrazo. amelia

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  3. La realidad supera a la ficción en este relato enhebrado con maestría, C.Arturo Trinelli

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  4. Lic ROBERTO BLANCO2 de abril de 2010, 6:37

    Cuantas otras historias parecidas existen

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