lunes, 9 de agosto de 2010

ISABEL ALI


La receta de la virgen 


--¡Te digo que no falla, Misericordia! Es una receta secreta de familia. Empiezas batiendo tres huevos con una taza de azúcar. De las grandes, y no dejas de batir hasta que parezca una espuma. Y cuando esté amarilla como un canario viejo, le echas unas gotas de vainillita, de la que viene en frasco. Mi abuela lo hacía con la chaucha, pero es todo un engorro eso de meterla y sacarla porque a veces se te olvida y se ablanda y es un desperdicio ¡con lo cara que cuesta!
--¡Espera, Encarna! No me apures, no me lances todo de una vez… Estoy tomando nota y vas a tanta velocidad que me he quedado allí por lo de la espuma y no pude copiar lo de la chaucha…
--¡Pero, Misericordia! ¿En qué tienes la cabeza? ¡Qué no puedes ser tan tonta! Tú sólo anota los ingredientes y al resto te lo acuerdas de memoria. O estaremos aquí toda la tarde… ¡Agiliza la cosa, mujer! Que también tengo que hacer la cena y no voy a estar aquí, al teléfono, repitiendo una receta treinta veces como una cotorra.
--¡Cómo digas, Encarna! No te enojes… Entonces, nos quedamos en la espuma…
--Eso es. Anota: luego le agregas un pocillo de aceite.
--Bien. Ya anoté el aceite.
--Vuelves a batir. Y cuando esté ligado, le añades poco a poco dos tazas de harina mezcladas con dos cucharadas de polvo de hornear.
--¿Los mezclo primero?
--¡Por supuesto! Aparte, revuelve el polvo con la harina y después los arrojas sobre la pasta del huevo. Y vas intercalando: un tanto de harina, un tanto de leche. Hasta terminarte las dos tazas de la una y una taza entera de la otra.
--Repasemos, Encarna… dime si voy bien: tres huevos, una taza de azúcar, vainillita, un pocillo de aceite, dos tazas de harina con dos cucharadas de polvo de hornear y una taza de leche.
--¡Éso es! ¿Ves que no es tan difícil?
--¿Y ésto es todo? ¿Estás segura de que no se te olvida nada? Me parece muy pobre la receta para que dé semejante resultado…
--Es que faltan los ingredientes secretos…
--Díctamelos de una vez… estoy ansiosa…
--Escucha con atención y no escribas nada de lo que voy a decirte. No debes dejar evidencia o lo arruinarás todo, Misericordia.
--Ya, ya… soy toda oídos, Encarna.
--Cuando la masa esté lisa y sin grumo alguno, le echas unas gotas de tu perfume. Es mucho mayor el efecto si el perfume sale de tu cuerpo y no del frasco. ¿Entiendes?
--Pues, no…
--Mira, primero te perfumas y luego sudas…
--¿Y cómo hago eso?
--¡No lo sé, mujer! Sal a correr por la vereda, agítate subiendo y bajando escaleras, siéntate junto a la estufa… ¡Qué sé yo!
--Bien. ¿Y enjugo el sudor de mi piel?
--¡Correcto! Lo reúnes y lo pones en la masa del bizcocho. Luego, le pones parte de tu aliento…
--¡Eso no será complicado! Puedo soplar sobre la mezcla.
--¡Muy bien! Vas entendiendo… Pero es mejor un suspiro que un soplido, es más intenso… Y por último, el ingrediente más importante, Misericordia… ¡Que no se te olvide! De esto depende que tu virginidad se rompa de una bendita vez, tras tantos años de noviazgo…
--Dime ya…
--Le dejas caer encima unas gotas de tu saliva. Deben caer desde tu boca y esto es imperativo: no debes escupir, deben caer por sí solas.
--¿Y cómo hago? ¿Me quedo boquiabierta hasta babearme?
--¡Tampoco he de decírtelo todo, Misericordia! Y ahora, arréglate con la receta… Yo debo preparar la cena antes de que llegue mi Juan.
--¡Gracias, Encarna! Y si esta noche, mi Antonio…
--¡Lo hará! Te aseguro que lo hará. Ten confianza.
--Entonces, te deberé el favor más grande de mi vida. 
Misericordia empezó por perfumarse. Luego tomó un cazo y siguió al pie de la letra la receta de su amiga Encarna. Mientras batía con ímpetu, pensaba en que por fin su Antonio la tomaría en sus brazos y la haría suya, dejándose de joder con eso de llegar virgen al matrimonio, posponiendo la boda cada año por duelo o por quiebra del negocio, como si la desgracia los persiguiera empeñada en no permitirles dar el “sí” frente al cura. Ya estaban grandes para andar besándose a hurtadillas, magreándose en los umbrales y poniendo paños fríos en la cabeza y entre las piernas al separarse cada noche.
Cuando notó que los suspiros se le iban por entre los labios, pensando en el deseo vigente e incrementado por el tiempo como una tortura sin escapatoria, los soltó uno tras otro sobre la masa sin preocuparse de que fueran demasiados. Le brotaban cada vez más profundos, ya casi rayanos al gemido, a la par que recordaba las manos de Antonio entremetiéndose por debajo de su falda, en busca de sus nalgas abultadas para sobarlas en la oscuridad del pórtico. Un dolor zigzagueante le trepó las ingles para instalarse como un fuego que le subía y bajaba desde el vientre hasta la garganta. Y una remembranza trajo la otra y la boca se le hizo agua evocando la lengua de Antonio metida entre sus dientes, frotándosele en las encías y quitándole el oxígeno en cada beso. Casi sin proponérselo, aflojó el belfo y un hilillo se deslizó por la comisura de sus labios, directo a la preparación del bizcocho.
Sintió que los pezones se le endurecían apuntando al frente como cuando él se regodeaba en palparlos y halagárselos, apoyándole su erección sobre la pelvis y empujándola contra la pared como si deseara traspasarla. Tomó la cuchara que estaba sobre la mesa y juntó las perlas de sudor que le corrían por las axilas, las mezcló con la masa y la invadió la satisfacción de la tarea consumada. Aún presa de los ardores de la excitación, se sentó frente al horno a esperar a que el bizcocho leudara y se cociera. Y sólo cuando lo hubo sacado y envuelto en un repasador, tras estacionarlo sobre la mesa con un papel que ordenaba “no tocar, es para Antonio”, se metió al baño con la intención de darse una ducha que le aliviara el calor y la dejara lista para el pecado que planeaba cometer esa noche.
Pero al salir del baño, se encontró con que el bizcocho no estaba y con la noticia de que Antonio había venido y que, también, se había ido, llevándose su bizcocho, dejándole un “gracias, mañana nos vemos” que le transmitió su madre.
Presa de la duda sobre el efecto, no pegó un ojo en toda la noche. Amaneció ojerosa y atribulada. Y, en cuanto pudo, se fue derecho a la casa de su novio.
Antes de tocar la puerta, se acomodó los senos y el cabello, dispuesta a lo que fuera.
Mas lo que fue sobrepasó todas sus fantasías ya que, al entrar en casa de su Antonio, vio ropas desparramadas por toda la sala y a cuatro hombres en paños menores riendo a carcajadas y yaciendo en los sillones y en el suelo, vecinos a una acumulación de botellas vacías. Aunque Antonio le aseguró que sólo se trataba de una reunión de amigos, que siguió con una prolongada partida de cartas que excedió los límites de la madrugada, al ver que del bizcocho no quedaba ni una migaja, rompió a llorar y corrió a buscar consuelo en los brazos de Encarna. Jurando que esa misma tarde se metía a un convento para hacerse moja de clausura.

º º º º  º º

5 comentarios:

  1. Qué tiempos aquellos, Isabel!! Muy bueno, me hizo reir mucho. Un abrazo de Ester

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  2. ¡Gensantísima! Chapó, una vez más.

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  3. Está genial Isa, me encantó.¡Qué final, flor de sorpresa!jajaj muy bueno . Un abrazo Neli ☼

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  4. Que ritmo , que vértigo.
    Magistalmente delineados los dialogos.
    Genial, pobre Encarna !Que destino!
    Un abrazo. amelia

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  5. La maestría narrativa de Isa Ali (que acaba de ganar un primer premio de concurso y cuyo libro premiado comentaremos al tenerlo en nuestras manos) se pone de manifiesto en este cuento. Siempre bienvenida, Isa, y ¡felicitaciones!
    andrés aldao

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