Silvia Plager |
Un libro no hace biblioteca |
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Creo que sólo de un equívoco puede nacer la certeza de que en verano el cerebro se pone traje de baño. Pero para escapar del lugar común que significa hablar de vacaciones durante las vacaciones, lo hago en otoño, después del rebrote vacacional de Semana Santa y a la espera de un nuevo feriado. Empujando el año que parece arrancar como un motor ahogado, recuerdo que apenas me recupero de los brindis que se desperezan a mediados de enero, me propongo encerrarme en casa a leer a mi antojo, sin esas interrupciones que conducen a la constante relectura de las páginas del libro abandonadas justo en lo mejor. Estaba leyendo Tokio Blues de Haruki Murakami, cuando el hecho de que Watanabe, el joven protagonista de la novela, se hiciese amigo de un compañero de estudio sólo porque ambos habían leído El Gran Gatsby, me ventiló el pasado. Salté del sillón, fui a la cocina, y puse la pava sobre el fuego: necesitaba una pausa para resucitar aquella tarde en la peluquería de mi barrio. A la tortura de tener decenas de pinzas calientes clavadas en el cuero cabelludo, le sumaba la tensión que me causaba sostener el Ulises como si fuese la ofrenda a un dios despiadado. Debo aclarar que soy politeísta y que mi devoción, a pesar de los breves períodos de descreimiento, renace, fortalecida, apenas descubro a un escritor que “me mueve el piso”. La peluquera levantó la escafandra y pude oír una voz desconocida que me preguntaba: “¿No te resulta pesado?” Pensé en mis manos acalambradas e hice un gesto de asentimiento, cuando en realidad estaba fascinada con el monólogo de Molly Bloom. La de la pregunta, profesora de letras y vecina nueva, dictaminó: “No es un libro de peluquería”. Le respondí que si me enganchaba, se convertía en mi inseparable. “En eso somos iguales, pero ni loca sostengo en alto un libro de más de cien páginas.” Entablamos un diálogo sobre lo apolíneo y lo dionisiaco en la obra de James Joyce como si estuviéramos hablando de amantes. La peluquera aseguró que en el secador sólo debían leerse revistas, que los libros que hicieran pensar provocaban electricidad en el pelo. Entonces razoné que para algunas personas los libros son como los zapatos. Yo, que calzaba los de taco aguja para correr el colectivo, y nunca había pensado que el libro formara parte del atuendo confortable, tuve la revelación de que pesar de los diferentes puntos de vista sobre cuánto debía pesar la literatura de mano, entre la profesora y yo, gracias al Ulises, había nacido una “bella amistad”. Cavilando sobre esa circunstancia equiparable al final de la película Casablanca- aunque no se tratara de ceder a la mujer amada por el bien de la humanidad- y en Watanabe y Nagasawa, amigos en las letras, me serví el primer mate, unté la tostada, y abrí el diario. Ahí me enteré de una novedosa forma de promoción editorial: ofrecer a pasajeros de micros de larga distancia, adelantos de novelas. Las estrategias publicitarias suelen inspirarse en métodos ya utilizados con éxito. Borges, un adelantado, creó su propia distribuidora al esconder en los bolsillos de los abrigos que cuelgan en los percheros de los cafés, su primer libro publicado. Antes de El nombre de la rosa a nadie se le hubiese ocurrido pensar en páginas envenenadas, y como no existían aparatos de televisión ni computadoras ni celulares y el libro era gratis, por qué no darle un confiado vistazo. Distinta tal vez sería la reacción de los que se iban a encontrar con el regalo en el asiento del micro. ¿Los habituados a la lectura intentarían completar lo incompleto comprando la versión no extractada? ¿Los que se duermen apenas salen de Retiro lo guardarían para después o lo tratarían igual que a volante de propaganda? ¿Los que confraternizan hasta en la fila del baño lo utilizarían para iniciar una charla? Encontré similitudes entre la estrategia de seducir al viajero con una lectura inesperada y concertar matrimonios a través de casamenteras, no con afán de crítica, pues algunas de esas uniones resultan felices y duraderas. Pero los que tenemos afición por la búsqueda solitaria, alimentada por las librerías que permiten intimar con el libro antes de dar el sí, somos, además de promiscuos, duros de convencer. En nosotros persiste aún la compulsión juvenil de llevarle la buena nueva a nuestros “hermanas/os en la lectura” y leerles en voz alta: “Tomar el Gran Gatsby de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se convirtió en una costumbre y jamás me decepcionó. No había una sola página de más. “Es una novela extraordinaria”, pensaba. Me hubiera gustado hacer partícipes a los otros chicos de la maravilla.” Se me ocurrió plantearme lo que nunca me plantee: ¿Tokio blues era un libro para las vacaciones o la peluquería? El mismo ejemplar de Ulises seguía en mi biblioteca, pero si se me ocurriera sostenerlo a la altura de los ojos, el dolor me haría desistir. Me consolé con el siguiente enganchado de refranes populares: “una golondrina no hace verano ni un libro de verano hace biblioteca ni una contractura mata juventud.” Entonces traje Tokio Blues, lo puse sobre la mesa de la cocina y, apoyada en el respaldo de la silla, retomé la lectura. |
Silvia Plager
El placer de leer una buena novela, de compartir la vivencia con los amigos y de simpatizar con alguien sólo porque gusta del mismo libro que uno.
ResponderEliminarExcelente escrito que concierte en literatura las experiencias de la vida diaria. Ester
Suscribo el coemntario de Ester, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarNarrativa sin caprichos intelectuales, que trata de la vida cotidiana con sus reflexiones del día a día de cada uno. Excelente.
ResponderEliminarandrés