Mario Delgado Aparaín
nació en Florida, Uruguay, en 1949. Escritor y periodista, es autor de cuatro libros de cuentos:Causa de buena muerte (Editorial Arca 1982), Las llaves de Francia(Editorial Banda Oriental, 1984),Querido Charles Atlas (Alfaguara, 1997) y La leyenda del Fabulosísimo Cappi y otras historias(Alfaguara, 1999) y de seis novelas:Estado de gracia(Editorial Banda Oriental, 1983), El día del cometa(Editorial Banda Oriental, 1985), La balada de Johnny Sosa (Ediciones B de Barcelona, 1995 - Primer Premio Municipal de Literatura de Montevideo), Por mandato de madre (Alfaguara, 1996 - Premio Foglia de Novela),Alivio de luto(Alfaguara, 1998 - Finalista del Premio Alfaguara Internacional 1998 y del Premio Rómulo Gallegos 1999) y No robarás las botas de los muertos(Alfaguara) Premio «Bartolomé Hidalgo» a la novela del año 2002 en la Feria Internacional del Libro de Montevideo. Su obra ha sido publicada en España y América latina y traducida al portugués, inglés, francés, alemán, italiano, holandés, griego y búlgaro. En 2001, recibió el Premio Instituto Cervantes del Concurso «Juan Rulfo» de Radio Francia Internacional por el cuento «Terribles ojos verdes».
Terribles Ojos Verdes
1
El forastero alto, flaco, y con la nariz tumefacta como un tomate apretado por la manito de un mono, se quitó el sombrero panamá, se ubicó casi al borde de la silla, como hacen aquellos que suponen que están abusando del tiempo de un jerarca, y se presentó diciendo que todo el mundo lo conocía como Sampedro, que en los tiempos en que tuvo que firmar documentos garabateaba Sampedro y que, cuando alguna vez recibió un par de cheques, muchos años atrás, se los extendieron también a nombre de Sampedro, y agregó que en aquel momento estaba allí para denunciar la violenta agresión que había sufrido la noche anterior en casa de la enfermera Guerra, y que necesitaba saber, además, qué se podía hacer al respecto, porque aquello no podía quedar así.
El detective Sherwood Cañahueca se levantó, abrió la ventana para renovar el aire caldeado de la oficina y volvió a sentarse, esta vez mirando al desconocido con un poco más de simpatía. Daba por sentado que, en adelante, le resultaría imposible llamarlo "señor Sampedro", sin tener que contener una estúpida sonrisa de ateo de pocas luces.
De todos modos, pensó, tampoco había mucha obligación de quedar bien parado ante el recién llegado, porque era la primera vez que lo veía por Mosquitos y su apariencia más bien hablaba de quejas y de pobreza, que de ser uno de esos forasteros que tienen previsto aportarle algo al sitio donde piensan radicarse.
—¿Usted conoce a la enfermera Guerra? —preguntó de pronto el hombre alto, flaco y de nariz tumefacta.
—Todo el pueblo la conoce —dijo Sherwood Cañahueca—. Trabaja en el hospital de Minas, pero vive aquí.
—Sí, señor, es verdad...
—¿Y...?
—Es que hasta ayer era mi mujer o algo así...
El detective frunció el ceño cuando escuchó el "algo así" y pensó que allí habría un buen chisme para el pueblo, pues a la enfermera Guerra todos la conocían como a una laboriosa mujer sin tiempo para amores ocultos, y desde que fracasara su único matrimonio cuatro años atrás, con su vida ocupada y entregada por entero al hospital Vidal y Fuentes de la ciudad de Minas.
Sin embargo, el detective sabía un poco más de lo que conocía el pueblo sobre la vida privada de la enfermera, por lo que tuvo la instantánea sospecha de que el hombre se había metido en territorios complicados.
—En la comisaría no nos ocupamos de problemas sentimentales... —advirtió Sherwood Cañahueca, pasando por alto las intimidades insinuadas.
Contrariado, Sampedro pensó que, en realidad, en aquella comisaría no se ocupaban ni de problemas sentimentales ni de ningún otro problema pues, por lo que estaba viendo, aquel policía no tenía nada entre manos que lo importunara y hasta podría asegurar que,sobre el escritorio, tenía todo lo indispensable como para dormir un buen par de horas. Es decir, un par de mugrientos expedientes policiales y un ajado ejemplar deEl Heraldo del día anterior.
—Lo que pasa es que fui golpeado por un tipo que se cree el dueño de la enfermera...
—Perdone, amigo... Yo conozco a la enfermera Guerra, pero de usted nunca había tenido la menor noticia. Habría que ver algunos detalles...
Sampedro entendió lo que quería decir. Entendió que no le harían ningún sitio en el pueblo hasta que no contara algo convincente o diera algunas señales de que no se trataba de un vagabundo cualquiera que había sido molido a golpes por vaya a saber qué malandanzas detrás.
—¿Qué detalles habría que ver? —preguntó Sampedro.
Sherwood Cañahueca volteó sus ojos hacia la luminosidad hiriente de la ventana y volvió a levantarse, pensando que, a menos que corriera la andrajosa cortina de lona, en poco rato estaría achicharrándose junto a un desconocido. Cuando volvió a su sitio en el escritorio, mientras se aflojaba aquella detestable corbata con la imagen del ratón Mickey remando sobre un huevo frito en una tempestad de chocolate, le preguntó a Sampedro quién era el sujeto que lo había golpeado de aquella forma.
—Un médico del hospital de Minas, el doctor Carreras...
Sherwood Cañahueca se sobresaltó, pero contuvo la expresión. Por un momento temió haberlo incomodado demasiado, de modo que distendió los brazos, tomó el paquete de tabaco Cerrito y se lo ofreció.
Sampedro aceptó. En poco rato, los dos estaban llenando de humo azul aquel recinto estéril, cargado eternamente de viejos olores a impaciencia ajena.
El detective observó con más detenimiento a Sampedro y se dijo que parecía un buen hombre que padecía la singularidad de haber sufrido un poco más que los demás.
—Perdone, amigo… Pero, ¿de dónde conoce usted a la enfermera Guerra?
Sampedro frunció el entrecejo, dando a entender que le molestaba la pregunta.
—De hombre a hombre… —se apresuró a aclarar el detective, como si diera por sentado que no había ninguna obligación de contestar.
Sampedro se quedó pensativo. Lo que tenía para decir era más apropiado para el rincón de un bar frente a un amigo, que para un escritorio de comisaría frente a un milico desconocido.
—Tengo sed... —dijo, antes de empezar.
—Eso se puede arreglar… —contestó Sherwood Cañahueca.
2
El principio de la historia parecía remontarse al año en que el ministro Villegas provocó aquella catastrófica devaluación que llevó al suicidio a decenas de hacendados arruinados y como consecuencia de la cual al infortunado Sampedro le tocó perder a su mujer, entregar a los acreedores las únicas hectáreas de campo que poseía al norte del río Negro y terminar, poco después, convertido en uno de esos alcohólicos empedernidos, capaces de vaciar el agua de los floreros cuando se les terminan las existencias.
Convencido de que a los cuarenta años le iba a resultar imposible rehacer su vida y su pequeña fortuna, abandonó los lugares que solía frecuentar y se dedicó a vagabundear por las carreteras en dirección a los misteriosos pueblos del Sur, tal vez con la idea de encontrar a un hombre que se hacía llamar el Capitán Lander, un viejo amigo que podía refrescarle la vida y ayudarlo a descubrir otro destino.
Hasta que una tarde de borrachera en un caserío desconocido de la Ruta 8, Sampedro golpeó rabiosamente sobre la mesa de un bar con la palma de la mano, gritó "¿Dónde te metiste, Capitán?", y a continuación se le desató una tormenta en el cerebro que lo dejó allí mismo, tieso como un palo y sin poder balbucear siquiera su propio nombre por varias días.
Seguramente Sampedro hubiera permanecido derrumbado sobre la mesa de aquel bar si un camionero, fastidiado por la indiferencia de los parroquianos, no lo hubiese cargado y llevado hasta el hospital Vidal y Fuentes de la ciudad de Minas, dejándolo allí para que la medicina decidiera qué demonios hacer con un hombre que no sabía decir quién era.
Cuando recobró la conciencia, tres días más tarde, Sampedro se encontró de buenas a primeras con los ojos irritados del doctor Carreras. Lo observaba desde los pies de la cama con una evidente expresión de intolerancia, tal como si lo hubiese sometido a un tratamiento de resurrección al que él no había respondido como se esperaba.
A lo largo de los días siguientes, Sampedro supo que el médico era un hombre extraño, de temperamento tormentoso y variable, un candidato a diputado con complejo de culpa, borrachín igual que él y, al parecer, empecinado en lograr con el enfermo lo que jamás había podido lograr consigo mismo.
Sin embargo, eso le valió que las autoridades del hospital hiciesen una excepción y permitieran su internación durante todo el tiempo que fuese necesario. No sólo para experimentar en él con algunos tratamientos presuntamente novedosos, sino porque además presumían que en pocos días aquel paciente se convertiría en una excelente motivación para que el médico volviera a recuperar, por lo menos tres días a la semana, sus mejores tiempos de frescura.
Pero también, cuando volvió en sí, Sampedro se encontró por primera vez con los tremendos ojos verdes de la enfermera Guerra, la mujer que comenzó por administrarle somníferos y antidepresivos contra el síndrome de abstinencia, y terminó por meterse en su cama durante las heladas madrugadas de aquel invierno interminable, hasta enamorarse como sólo las encargadas del turno de la noche de un hospital departamental saben hacerlo.
En realidad no fue el doctor Carreras sino la enfermera Guerra, una mujer morena y de hermosas facciones indígenas, quien se llevó los laureles de la recuperación de Sampedro.
Una noche, al final de la segunda madrugada de amor que le cambió la vida, ella se irguió sobre la cama, se abotonó la túnica blanca con olor a alcohol rectificado, y sin dejar de tratarlo de usted, le dijo en tono dulce y firme:
—A partir de hoy se pondrá una túnica de enfermero y me ayudará con las tareas del hospital...
Desde entonces, parecía otro. Bien peinado, afeitado y vestido con ropas limpias, Sampedro se había dejado convencer por ella de que nada hay como el trabajo para un hombre obsesionado con el propósito de borrar años de su vida y hacer como si nunca hubieran existido. (Le agradaba incluso mirarse al espejo con el torso desnudo y bromear con ella acerca de su propia apariencia, en un tono cómicamente abrasilerado:"Vien vañao, vien feitao y vien peinao... ¡Lindo macho! ¿No?", decía).
Por aquellos días nadie hubiera dicho que Sampedro no era un funcionario más del hospital, pues todo el mundo se había habituado a verlo arrastrar en los horarios exactos el carro de las comidas, a lavar con desinfectante los pisos de las salas y a colaborar como un especialista en las primeras caminatas de los fracturados.
Luego se dedicaba a seguir en silencio a la enfermera Guerra y a observarle con reconcentrada atención sus tareas con los pacientes más complicados.
A juicio de Sampedro, lo más encomiable que tenía ella era que no hacía preguntas molestas, ni tampoco demostraba curiosidad por el pasado de nadie. Sin embargo —misterios de la relación humana—, su sola presencia, sostenida en su maternal mirada aguamarina, era al mismo tiempo un bálsamo para quienes, como él, tenían el espíritu torturado por las pérdidas. En suma, sin que ella misma se diera cuenta, por su especial virtud de permanecer a un tiempo cerca y alejada, la enfermera parecía convertirse en uno de esos apoyos invisibles e incondicionales que suelen necesitar los enfermos terminales cuando todo comienza a derrumbarse.
De ahí que los viernes, cuando ella abandonaba el hospital por el fin de semana para volver a su pueblo, Sampedro la extrañaba como un perro abandonado.
Recién el lunes a la madrugada, cuando ella se metía sigilosamente en su cama y lo despertaba con sus cálidos aromas a baños perfumados traídos de su casa lejana, él lograba como por encanto recuperarse de aquella depresión abismal.
—Perfume de Mosquitos... —explicó ella en voz baja, la primera vez que él le olisqueó las nacientes del cuello.
En aquella oportunidad él se sorprendió al escuchar por primera vez el nombre del pueblo en que vivía.
—¿De Mosquitos? Hace más de veinte años, tuve un amigo que se fue a vivir allí. Nunca más supe de él...
—¿Cómo se llama?
—Si aún está vivo se llama Lander. El Capitán Lander, un marinero...
Ella se quedó pensativa, como si buscase sin apuro entre los seres que conocía. Pero al parecer, aquel nombre no le dijo nada.
—Cuando termine el tratamiento lo buscaremos, ¿sí?
Pero aquella historia secreta vivida entre los dos tuvo de pronto un giro inesperado, que obligó a Sampedro a dar un golpe de timón y desbaratar antes de tiempo algunos planes que tenía.
Si bien los médicos jamás visitaban a sus pacientes durante los fines de semana, un domingo, previendo que nadie los importunaría, el doctor Carreras apareció sorpresivamente sentado en la mesa del comedor con una expresión agria e impropia de un día de descanso, justo cuando Sampedro terminaba un café con leche caliente acompañado de pan untado en margarina del Brasil.
Sampedro pensó que aquel hombre había nacido con la lápida del rechazo de los demás a cuestas. Había días en que le resultaba verdaderamente detestable y no era para menos, pues el doctor Carreras, más que por su condición de alcohólico que bebía a escondidas en el horario de trabajo, era cuestionado por su pasado indigno y del cual ya nadie quería hablar, a menos que fuese para descreer a su costa en la justicia de los hombres.
De todos modos, algún precio estaba pagando en los últimos tiempos, pues se decía que su propia hija adolescente le había abofeteado y escupido a la cara al enterarse, a través de la prensa y no de él mismo, que una década atrás había prestado sus servicios profesionales en el cuartel militar, precisamente por los días en que los interrogatorios a los presos políticos eran muy difíciles de soportar. Y por más que el médico aseguraba a sus colegas del hospital que su hija estudiaba en el colegio de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la capital, nadie ignoraba que la muchacha se había fugado de su casa con rumbo desconocido y con el firme propósito de no volver nunca más.
Pero a Sampedro le provocaba un particular rechazo otro aspecto de la personalidad del doctor Carreras. De observarlo a diario en sus rondas matutinas por las salas del hospital, había comprobado que pertenecía a esa especie de médicos partidarios de decirle la cruda verdad a sus pacientes. Con la diferencia de que él sumaba a esa condición, un detestable humor negro que le hacía disfrutar en grande el momento en que el desgraciado de turno tenía que escuchar que aquello que aquejaba su estómago no era otra cosa que un cangrejo insaciable que a lo sumo le permitiría andar no más de dos meses deambulando entre los mortales.
En especial recordaba a un gordo funcionario del Correo, aficionado a leer las cartas ajenas y aquejado de un cáncer terminal en el páncreas, quien una mañana en que llovía torrencialmente afuera, le preguntó con voz débil y deprimida: "doctor Carreras, ¿qué puede hacer por mí?".
Tal vez irritado porque aún no había tenido su ración de whisky aquella mañana, el médico se detuvo, simuló que meditaba sobre el asunto y antes de seguir su camino entre las camas, le contestó: "A juzgar por lo que te queda, tal vez me dé tiempo para hacerte un huevo duro...".
De ahí la inquietud de Sampedro cuando lo vio acomodarse a su lado de aquel modo, pues temió que le trasmitiera sin más trámite alguna novedad nefasta, vinculada tal vez a su rebelde palidez o a la terca resistencia a sumar más quilos a su castigada masa muscular.
Sin embargo, no fue así.
Es decir, fue muy desagradable, pero de otro modo. El doctor Carreras se rascó el pescuezo con una morosidad perfectamente calculada y pareció entretenerse en juguetear un instante con su víctima, hasta que le largó a la cara aquello que nada tenía que ver con la medicina:
—¿Quién carajo le dijo a usted que puede encamarse con las enfermeras del hospital, eh?
Sampedro se atragantó con un trozo de pan y por un momento lo quedó mirando sin saber qué decir. Al final, sorbió de un tirón el resto del café con leche y se repuso con vehemencia, luego de reflexionar acerca de lo humillante que es ser sorprendido en falta cuando se está solo, pobre y a merced de los demás.
—Nunca se meta en mi vida, hermano... —le dijo Sampedro, desafiante, mirándolo a los ojos y sin llamarlo "doctor", como hacía siempre. Habló con calma, sin dejar que ningún músculo de su rostro se moviera, aunque era evidente que la mano que sostenía la taza, temblaba.
No obstante, lejos de pensar que se trataba del temblor del borracho que aún no ha cumplido con el primer trago de la mañana, el médico comprobó que allí, sin que se lo hubiese propuesto, había provocado en el paciente una saludable recuperación del amor propio.
—Escuche, idiota... Cuando usted ingresó al hospital, fue precisamente para que yo me metiera en su vida —dijo, apretando los dientes como si estuviera partiendo un yeso—. Pero ahora veo que ya está bien curado. Así que lo primero que haré será darle el alta y espero que nunca más lo vea por este hospital.
Acto seguido, el médico se levantó de la silla y se fue con los puños hundidos en los bolsillos del guardapolvo, dejándolo allí, entre las migas y la incertidumbre, con la impropia sensación de haberse quedado sin trabajo y en la calle.
Sin embargo, por algún motivo misterioso, en lugar de caer en uno de aquellos pozos depresivos de los fines de semana, Sampedro experimentó, una vez más, aquella reconfortante impresión de tener el apoyo invisible y lejano de la enfermera Guerra. De modo que abandonó el comedor, volvió a la sala y permaneció allí durante un buen rato, sentado en su cama con las piernas colgando y meditando sobre lo que haría en las horas siguientes.
En realidad, no tenía más que un par de opciones. La más importante era buscar a la enfermera Guerra, continuar de algún modo aquella historia de amor con olor a medicamentos y tratar de realizar entre los dos alguno de los pequeños sueños que habían manejado mientras los demás pacientes dormían.
Pero también pensó en que no debía descartar la posibilidad de que ella, al tenerlo frente a sí, tuviese la tentación de arrepentirse de lo que habían vivido o que le respondiese con una de esas frases desconcertantes que suelen largar las mujeres no bien conocidas, al estilo de "Perdóname, Sampedro, pero lo nuestro fue tan sólo una aventura de hospital".
También había otra posibilidad, sin duda la más incierta, pero con algunas buenas razones para ser atractiva. La de rastrear el paradero del Capitán Lander, aquel viejo amigo marinero al que había dejado de ver más de veinte años atrás, para retomar la amistad y analizar algunos proyectos que podían emprender entre los dos.
Afortunadamente, para tentar cualquiera de las historias, alcanzaba con caminar hasta la terminal del Café Bertochi y esperar allí hasta las tres de la madrugada, hora en que la enfermera Guerra solía descender del ómnibus que la traía desde Mosquitos para reanudar su trabajo en el hospital. ■
CUENTISTA QUE RECONOZCO NO LO HABÍA LEIDO Y QUE ME DEJA AÚN PEGADO A SUS LETRAS. El humor, la sátira, el perfecto ajuar de tiempo lugar y anécdotas y el juego especÍfico de los nombres donde se apoya el cono descriptible de la historia.
ResponderEliminarPequeño yo...para opinar lo bueno que me pareció ante el premio recibido.
CELMIRO Koryto
El cuento publicado días atrás en Artesanías me hizo descubrir a éste autor y encargar en una librería alguno de sus libros. En este cuento me da la sensación que la historia queda demasiado inconclusa, es decir, el final, a mi gusto, es demasiado abierto y deja al lector con una sensación de orfandad. Sensación que devenga del excelente entramado y construcción de los personajes. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarExcelente escritor. Felicitaciones. Daniel López
ResponderEliminarCuando subí el cuento se me escapó la siguiente cola: "el cuento completo solo está disponible
ResponderEliminaren la versión papel de libros & lectores nº 2".
Los cuentos de Mario Delgado están imperturbables en sus libros, e inconseguibles en internet. Es como que el autor nos hace un corte de manga desdeñable.
Como diría un amigo de este páramo (Maalot Tarshija Caballito): "Se trata de un final abierto", cuando le tocaba analizar un cuento...
Como tal puede pasar. Cuando Trinelli lo consiga, su piedad resolverá el enigma de Terribles Ojos Verdes
P/s. mi fidelidad a la murga verde no puede auxiliarme...
Siempre existió ese terrible meterete ,leyendo las cartas…..
ResponderEliminarParece tan lejano !!!
La lectura es amena ,cuando el escritor nos lleva a nuestros propios
recuerdos y nos ayuda a soñar- Felicitaciones,a comprar sus libros !!!!
Mi saludo desde argentina,Liliana Lucki