miércoles, 4 de agosto de 2010

GRISELDA RULFO. 


LA CLAVE. 

Lo vi sobre el empedrado de la calle sin salida, caminaba agachado, con el peso de la vida doblándole la espalda, parecía errático en su trayectoria, desplazándose de una a otra reja de los jardines protegidos de la rapiña y el quebranto.  Al llegar frente a cada una de ellas repetía un extraño gesto con su mano izquierda enguantada, al mismo tiempo que musitaba una cadencia cuyo significado yo no alcanzaba a comprender, y reiniciaba luego su rutina de marcha.
    Al cabo de un tiempo encontré cierto significado a su desplazamiento. Sobre todo, cuando atiné a contar sus pasos: diez hacia la derecha, tocar el enrejado y volver doce, tras repetir este rito una media docena de veces, giró bruscamente y se dirigió hacia donde me encontraba.  Me asusté creyendo que había notado mi presencia, y trastabillando por el apuro, intenté ocultarme en el cono de sombra del cartel anunciador del hipermercado de moda.  Pero siguió su camino, ignorándome. En realidad, no existía para él.
 
  Al observarlo de cerca cotejé que tenía algunos rasgos vagamente familiares para mí, y que me atraían. Me sentí confundido, una angustia visceral recorrió el camino desde mi estómago hasta la garganta, la incertidumbre me atormentó, fui invadido por la ansiedasd y el agobio, porque gran parte de la existencia que me tocó vivir estaba formada por una sucesión de imágenes que estallaban en mi cerebro, ya que por momentos nada tenía sentido como de pronto todo lo tenía. Los recuerdos se agolparon. ¿ quién era yo?.
  Sólo un niño extraviado bajo un puente a los siete años, que atinó a trepar al último vagón de un tren de carga donde se ocultó, protegido del viento y del agotamiento.  Al despertar, llamado por la estridencia del sonido del silbato de la locomotora, estaba entrando a una gran ciudad.  Vagabundeó por desconocidas calles, rescatando de los tachos algún mendrugo de pan seco, o cáscaras de manzana con el aroma aún insistente entre sus pliegues o durmiendo en una plaza, galería, jardín.  Así pasaron los días de ese verano tardío y otoño turbulento. Sin duda, el invierno hubiera  dado fin a mi corta vida, pero me rescató la dulce señora que me adoptó como su hijo y me regaló dos hermanos.
  Sin embargo, hoy, treinta años después, el no saber mis orígenes me sume en un abismo de desconcierto, que me confunde cada vez más ya que me encuentra recorriendo lugares que no dejan de gestar una punzada de dolor.  Y allí está la vieja calesita, quieta ya, silenciada, en las proximidades del río.  Una y otra tarde uní ese lugar con una sensación nacida, quizás, del inconsciente reprimido. Mis pasos, el callejón, y el hombre agobiado parecían querer abrir el umbral poderoso, la censura que mantenía oculto mi pasado. ¿ O sólo era un anhelo, más esperanzas fabulada que realidad?  Mis neuróticos mecanismos defensivos me cercaban otra vez.
Estaba dispuesto a no dejarme vencer. La pulsión repetida me obligaba a huir, a abandonarlo todo.  Pero la ilusión y ese hombre...De nariz aguileña como la mía, de ojos azules con un mar embravecido en sus pupilas mimetizándose en las olas turquesas de las mías me mantenía allí.  Ese hombre, ¿ es alguien que conozco? ¿ O es sólo la presunción lo que me hace creer que todos son el padre que dejé?
  Durante dos semanas retorné al mismo paraje. Catorce días conté sus pasos. Registré sus obsesivos ritos. Me oculté. Pero nada retornaba a mi conciencia.  Sólo alocadas palpitaciones y un sudor pegajoso entre las manos.
  Volví por última vez ese domingo, decidido a retornar al país que me alojó durante tanto tiempo y abandonar la búsqueda. Esta vez él parecía más abatido aún. Dejó caer un papel doblado en la intersección de sus diez y doce pasos.  Cuando se alejó corrí hacia ese trozo de hoja arrugada.  Con temor la desplegué. Una letra apretada y diminuta ( dirigida a don José Ellena) daba cuenta de la desaparición de su hijo de siete años bajo el puente Avellaneda, una tarde de primavera de hacía treinta años.
  Llorando de alegría, giré para para llamarlo, para ¡ por fin! abrazarlo, hablarle, intentar saber.  Corrí hacia la esquina. Trepé las escaleras del puente de mi infancia y un grito desgarrador nació en mí. Una bufanda roja flameaba en los pilares de cemento.
 Abajo, los círculos del río se extendían en anillos concéntricos cada vez más y más.
 
    de "Nueve y diez... el que no se escondió se embromó"

corresponsal Susana Zazzetti

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