jueves, 12 de agosto de 2010

ANDRÉS ALDAO


Virolita
  
Supongo que es algo que le ocurre a la gente. Hay caras y gestos de personas que conocimos en alguna etapa de nuestra vida cuya imagen persiste. Como un barbijo que permanece, anónimo e inolvidable,  en algún recodo invisible de nuestro cuerpo.
A Néstor Linares, Virolita, lo conocí en cuarto grado en la escuela de Canalejas. Tenía una jeta muy única; pibe esmirriado, cabello largo y lacio peinado hacia atrás, algo cargado de espaldas, que siempre caminaba como huyendo de algo. Tal vez de su sombra. Lo recuerdo con el guardapolvo sin tablas, la cara alauchada de nariz mínima, casi inexistente, y los lentes desproporcionados, gruesos; como dos faros de camión Ford en un autito de juguete.
A decir verdad, ignoro por qué se me ocurrió que los lentes de Virolita eran una exageración. Tal vez porque los ojos, escudados detrás de esos pantallones de vidrio, parecían dos pelotitas. Generalmente taciturno, hubiese pasado desapercibido a no ser por esos desgraciados lentes que le dieron el mote: Virolita. Infamante, grotesco. Un apodo que lo  humillaba. O una tara que lo distinguía del género humano
A veces lo veía pasar por las calles de Caballito, algo encorvado y adherido a las paredes, un libro de rezos ajado y viscoso debajo de la axila y las manos metidas en los bolsillos de un pantalón incoloro y algo deshilachado. Siempre cargando esos tremendos lentes que ocultaban su doblete: miope y bizco.
Andaba como una laucha perseguida por algún gato implacable y fascineroso. Y no sé por qué rara asociación consideraba a Néstor Linares una especie de Charles Lauhgton porteño interpretando a un Quasimodo corto de vista, cuyo teatro de operaciones era la iglesia de Nuestra Señora de los Buenos Aires en lugar de la catedral de Notre Dame, y las callecitas de Caballito ,entonces adoquinadas, y no las de París. Más tétrico que el original, fantaseaba, aunque merecedor de un cálido afecto de pietista.
Pasaron muchos años y Virolita, igual que todo el resto de la pibada, quedó clavado en mi memoria como un retrato desprolijo y desastrado que duerme deshauciado en un paquete de antiguas fotos.

Una tarde cualquiera, tres décadas después, iba yo caminando por Corrientes hacia El Foro cuando de la boca de la estación Uruguay del subte B me lleva por delante un tipo fruncido, de vista corta y unos lentes descomunales. Me pide disculpas y yo lo contemplo: Este tipo, pensé, parece Polifemo, me cache en dié… Y me resulta conocido. Se trataba de Virolita, por supuesto: cuarto grado tarde, año 1940, maestro Repetto, escuela de Canalejas, Caballito.
¡Virolita! – pego el grito con certeza inequívoca.
–¿Quién es usted? –me pregunta con voz de salame y ojitos de perdiz.
Le digo. Nos damos la mano. El mismo Néstor Linares de aquellos días. La misma cara alauchada, un traje gris de gabardina y los temibles anteojos en cuyos fondos se avizoran líneas paralelas y entre ellas dos ínasibles círculos parecidos al ojo humano.
–Vamos a tomar un café, Virola, invito yo le digo luego de recordarle mi nombre.
–No me llamés así –me dice en un susurro–. Queda feo, Ruso.
–Tenés razón, Néstor. Ya no estamos en la escuela.
Le cuento de mi vida. Y de pronto le pregunto, sin darle respiro:
–¿Y vos a qué te dedicás?
Me mira un rato. Se sonríe dejando ver algunos dientes escarpados.
–¿Sos de confianza, Ruso?
–¿Que te pasa Viro… Néstor? Te dije que ando en política. La yuta y yo no hacemos buenas migas. Soy zurdo, te lo expliqué. Ahora contame en qué andás.
–Ando en el bife, Ruso.
.–Ah, sos carnicero. Entonces andás pelechado. Pero no tenés pinta de carniza.
–No, no soy carniza, soy chorro, viejo, me dedico al choreo.
–No me jodas. ¿Con esta pinta de santurrón y esos lentes de chicato? No me cargués, no te veo con bufoso atracando gente que sale de los bancos. No me hagás reír.

Las frases le salían a borbotones. Una historia increíble mezcla de surrealismo, lógica y paciencia, y de hormiga laboriosa. Compulsión y técnica. Pensaba en el comisario Cipriano Lombilla, en Meneses o en Villar (torturadores de la federal) y no podía imaginar al laucha Virola librar con vida de una apretada en Moreno 1550 o en Robos y Hurtos de la bonaerense.
      Fracasé en todo –me cuenta–. Abandoné en quinto, fui a aprender radio y televisión pero tenía que estudiar mucha matemática, fórmulas. La vista no me daba para esas soldaduras tan prolijas, ¡armé cada quilombo confundiendo los cablecitos! Un desastre, Ruso. Tampoco hice la colimba: en cuanto me vieron me bocharon. Ni la revisación médica quisieron hacerme. ¡Comprate un bastón blanco y andá a laburar de ciego, pibe! me aconsejaron. Me quedé mirándolo. Pedí otra vuelta de café y un par de ginebritas. En esos años conocí a Barbanegra –continuó–, un colo de primera, corazón de oro y jeta de póker. Un día me dijo: ¿Querés laburar conmigo, Chicato? Pienso que tenés condiciones para ser mi ayudante. Trabajás en serio, tenés mucho bocho, paciencia, dedos, sabés pasar desapercibido, aunque la vista es lo único que te falta. Pero todo el resto te sobra. Hace tiempo que te vengo junando, Chicato. Me da bronca tener este noble oficio artesanal sin poder pasárselo a alguien que valga la pena. Te doy la oportunidad, ¿querés o no, che? Sabía que Barbanegra andaba en negocios raros, tenía billetes de los grandes. Así fue como entré en el negocio de los bifes.
Tenía un par de horas libres y le propuse ir a comer a Pipo. Mientras manducábamos los fideos tuco–pesto del lugar y bajábamos los vasos borravino de la casa, Virolita me contaba los secretos del bife, que en realidad era sólo uno de los pasos de toda una operación sofisticada. Un increíble capítulo de Las Mil y Una Noches Rioplatenses. El teatro de operaciones de la dupla Barbanegra–Virolita era la zona de Lomas de Zamora. Operaban dos veces por mes y el trabajo de preparación les llevaba quince días. Una vez que elegían el chalé o la mansión, comenzaban la tarea de fichar las costumbres de los moradores, verificaban si salían los viernes o sábados, cuántas horas estaban fuera de la casa, la actividad de los vecinos, el movimiento en horas de la noche.
–Si nos gusta la casa, durante el primer fin de semana probamos la cerradura con las llaves maestras y las ganzúas. Durante la segunda semana seguimos vigilando el movimiento del vecindario, vemos si pasa la yuta muy seguido. A Barbanegra le gusta tener todo seguro. Una sola vez cayó en cana y zafó pronto. Pagó rescate a la de Wilde y libró –sonrió con una mueca de laucha inofensiva.
–Bueno, contáme qué pasa la noche del fato –le dije medio impaciente.
–Y, mirá, la noche que decidimos chorear, como la llave ya la tenemos pronta entramos y empezamos a apilar las cosas. Nosotros buscamos alhajas y guita en billetes, si hay dólares, mejor, adornos de valor que no hagan mucho bulto, los cuadros los cortamos del marco. Así podemos rajar con toda facilidad y rápido.
–Pero vos me hablaste del bife.  ¿De qué se trata, viejo?
–Sí, tenés razón. Resulta que en casi todas estas casas tienen perros, perros jodidos, policía, lobo, ovejero alemán. Preparamos un bife de nalga, lo mechamos con ajo, perejil y un par de tabletas de valium. Primero de todo le tiramos el bife al perro. A la media hora apoliyan como bebés y nosotros trabajamos tranquilos y seguros. A veces roncan y me ponen nervioso, pero a Barbanegra ni mu.
–¿Nunca caíste en cana, Néstor? –le pregunto.
–Tuve mucha suerte. Y no me puedo quejar: hice guita, compré un derpa por Constitución, estoy casado –mi mujer es chicata y bizca como yo–, no tenemos hijos. No queremos traer desgraciados al mundo, chicos que tengan problemas de la vista, ¿sabés?
Todo esto me lo explica con seriedad. Y en una fugaz reflexión pienso: Virola, si te hubiesen conocido Fontanarrosa, Bukowski o Buñuel. Lo miro y me cago de risa. Es para no creer.
Nos despedimos. Virolita me dio su teléfono y quedamos en vernos en otra oportunidad. No hubo.

Estuve encanutado un año y en el 75 tuve que exiliarme. Cuando volví a la Argentina, en el 85, encontré en casa de un viejo amigo algunos papeles que le dí para guardar. En uno de ellos había anotado un teléfono: Virolita, 391–6263.
Me acordé de Néstor y los bifes, e hice algo inusitado: marqué. Me atendió una voz de mujer; yo pregunté por Néstor Linares:
–¿Quién es usted?
–Soy un viejo amigo de Néstor –le dije–, desde la época de la primaria. Estuve fuera del país muchos años y quería reencontrarme con antiguos compañeros. Por eso llamo, señora. –Se hizo un silencio medio turbio.
–Néstor está en el negocio. Trabaja muchas horas. –agregó la mujer.
–¿Y de qué trabaja, señora? –pregunté medio confundido.
–Tiene una carnicería en Lomas de Zamora. Desde hace años, señor.
–No me diga. ¿Y desde cuando tiene la carnicería?
–Se la dejó el tío cuando murió. Y, mire, la trabaja desde el 65 –me explicó.

Soy un cándido idiota. O quizás más idiota que cándido. De todos modos, no me satisfizo la explicación que elucubré: que se trataba de un fabulador acomplejado por el problema de la vista, que necesitaba autocompensarse urdiendo una vida aventurera, pletórica de emociones peligrosas. Resentido y exasperado, supuse, Virola habrá pensado que lo arrojaron al arrabal miserable en el que vegetan los discapacitados, los tullidos, los fracasados, la resaca humana. Decidí borrarlo de la memoria. Para siempre.

Algunos recuerdos son como paredes que no se repintan ni restauran. Comienzan por agrietarse, luego se descascaran y finalmente uno pasa de largo ante ellas, distraído, ausente. El asunto Virolita quedó archivado en la caja fuerte del olvido. A veces lo mencionaba en esos cuentos que se inventan para los nietos. O boludeces narradas para levantar el ánimo en reuniones de amigos que naufragan de aburridas una vez que entrás en la resaca...

En 1994 estuve de visita en Buenos Aires. Una vez más, la consabida masoqueada por la urbe revolviendo pretéritas nostalgias que uno arrastra igual que antiguas penas. O sobrelleva como una maldita hernia inguinal, abominable e hiperinflada.
Me acuerdo que esa mañana me senté en el bar de La Rioja e Independencia con el Clarín abierto. Fue entonces que leí:
     La Delegación Lomas de Zamora de la Policía Bonaerense detuvo a una banda de ladrones que operaba en la zona atracando viviendas de los barrios residenciales. La banda era dirigida por un veterano delincuente con abultados antecedentes de robo a la propiedad, Néstor Linares (a La Cieguita, o Bella Vista), argentino de 64 años, casado, propietario de una antigua carnicería de Lomas de Zamora..
   Indudablemente, soy cándido e idiota. ¿O no? 




11 comentarios:

  1. El detalle puntual de este texto, la terminología de las distintas etapas, el cuestionamiento final sobre un perfil que al lector se le presenta clarísimo. Dominio de la palabra para estas situaciones de la memoria o totalmente reales que Aldao maneja con maestría.
    No deja de surgir en general en sus escritos, un cuestionamiento de nostalgia y de ternura como perfil paralelo a la historia. Eso todo lo enriquece.
    Abrazo.
    María

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  2. primero me enamoró la imagen y luego, en contra de toda moral, me encantó Virolita. secuencias narradas con realismo, nostalgia, donde cada palabra tiene su lugar exacto. y no es casualidad. susana zazzetti.

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  3. Qué decir! Que decir que no se haya dicho sobre la narrativa de Aldao. Todo giro es una pollera acampanada que sacude nostalgia y nos lleva por los ricos caminos del tiempo, de los personajes, de una realidad que a Aldao no le es extraña. Virolita es una imagen latente y me quedo con el inicio "hay caras y gestos de personas que conocimos en alguna etapa de nuestra vida cuya imagen persiste". Bravo Andres!!
    Leerte sigue siendo un deleite.

    Lily Chavez

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  4. Virolita, parte de un ayer, que como tantos otros acompañan nuestra historia.
    Y le digo mi capi , Ud no es idiota...talvez con esa candidez que acopaña a los niños y ojálá siempre la conserve.
    Un abrazo. amelia

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  5. Narración que me atrapa con un personaje que obliga a ser representado. Brillante. Fernando de Zárate.

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  6. COMO SIEMPRE, EXCELENTE TRABAJO DE ESTE NARRADOR!

    EDGAR BUSTOS

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  7. Una narración con el mérito que en el diálogo también se forma el perfil del personaje, además del lenguaje pìntoresco, pero también es una ficción de muchas realidades personales, y de nuestra Argentina.
    Excelente narrativa urbana.
    MARITA RAGOZZA

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  8. ...lo interesante de tus relatos es que pasado y presente son tarjeta de visita y además atemporales porque el hoy se entremezcla al leer y al releerlos nos deja siempre frescos.
    Hay siempre ese -no se qué- que compra al lector y lo lo lleva a las profundidades de la historia de la que no queremos salir.

    Celmiro

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  9. Virolita se suma a una lista de personajes en la narrativa Aldao descriptos con exactitud inimitable y con un dejo de ternura que los hace queribles, luego está la historia y suscribo el concepto de Celmiro, un abrazo de Carlos Arturo Trinelli

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  10. Aldao sigo sin entender porque en tu blog no hay un relato o cuento tuyo!!!! Me parece muy bueno lo de Zucker,(lo conocí al padre a quién respeté mucho) no conozco a su hija pero sí lo importante de su búsqueda y de su denuncia, pero me encantaría que el mundo cuándo busca tus letras además de la generosidad de difundir cosas importantes, encuentre tus escritos.
    Por favor...
    Abrazo a medias
    María

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  11. Zuker lo escribí mal, el apuro, mil perdones
    María con menos dedos parece o menos cerebro...

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