Angel Bonomini, autor atraído por las leyes secretas de la fantasía y los juegos de la imaginación, sabía despertar el interés del lector desde las primeras palabras hasta el renglón final de sus cuentos. Fue uno de nuestros grandes cuentistas; así lo reconocieron lectores y críticos locales e internacionales. También, últimamente, varias editoriales extranjeras. Pero en vano buscará el lector actual un libro suyo en las muchas librerías de Buenos Aires. Antonio Requeni
El ladrón Alberto Barrio
Alberto Barrio fue ladrón. Tenía nueve años y siempre lo mandaban al almacén de Las Heras y de Azcuénaga. Una mañana fue a comprar una latita de azafrán. El almacén estaba desierto. Había olor a lavandina y a garbanzos, a jabón y a queso, un olor mezclado y limpio y, aunque afuera la mañana brillaba amarilla de sol, allí parecía la hora de la siesta por las cortinas de lona que cuidaban las sombras y el fresco.
Como en una tarea secreta, don José apilaba con geométrica precisión una torre de tabletas de chocolate Aguila. Ante la mirada estupefacta de Barrio , levantaba una hueca torre de amarga delicia, edificio que no guardaba otro tesoro que el de sus propios muros.
Al día siguiente volvió al almacén. Había mucha gente y aceptó con gratitud la espera. Primero contempló la torre. Después se acercó a ella. Por último la tocó. Sintió un súbito escalofrío cuando sus dedos, involuntariamente, comprobaron que una tableta estaba suelta. Era fácil sacarla sin que la torre se derrumbara. Lo atendieron, pagó y se fue.
La batalla duró un mes. La fascinación y la ceguera del peligro lo pasearon por el placer y la angustia. A veces sentía el secreto como una riqueza. A veces se resolvía en catástrofe: lo sorprendían robando, lo perseguían., lo apresaban, no volvía a ver a su madre ni a sus hermanos, le ponían un uniforme y lo condenaban a soledad y a silencio.
Como en una tarea secreta, don José apilaba con geométrica precisión una torre de tabletas de chocolate Aguila. Ante la mirada estupefacta de Barrio , levantaba una hueca torre de amarga delicia, edificio que no guardaba otro tesoro que el de sus propios muros.
Al día siguiente volvió al almacén. Había mucha gente y aceptó con gratitud la espera. Primero contempló la torre. Después se acercó a ella. Por último la tocó. Sintió un súbito escalofrío cuando sus dedos, involuntariamente, comprobaron que una tableta estaba suelta. Era fácil sacarla sin que la torre se derrumbara. Lo atendieron, pagó y se fue.
La batalla duró un mes. La fascinación y la ceguera del peligro lo pasearon por el placer y la angustia. A veces sentía el secreto como una riqueza. A veces se resolvía en catástrofe: lo sorprendían robando, lo perseguían., lo apresaban, no volvía a ver a su madre ni a sus hermanos, le ponían un uniforme y lo condenaban a soledad y a silencio.
Sucesivas correcciones de su conducta lo convirtieron en presidiario, en beatífico renunciante de la tentación, en gozador exclusivo del chocolate, en dadivoso repartidor de barritas entre sus hermanos. Creyó -con confusión - que pensar el mal era igual que ejercerlo, que la tentación era el pecado mismo. Que después de haberlo pensado, robar o dejar de hacerlo no modificaban su responsabilidad. No desestimó la posibilidad de que adivinaran su proyecto y lo arrestaran. Durante un mes, cada día, vio la pila, se cercionó de la presencia de la tableta suelta, leyó en la cobertura la incomprensible aseveración de que el peso neto era de media libra, hizo sus compras y regresó a su casa.
No llevársela era casi tan terrible como robarla. Elaboró varios planes: emplear una bolsa; valerse del amplio bolsillo del impermeable; usar una tricota .
Visitó febrilmente una serie de horrores: don José lo veía por un espejo cuando ponía el paquete en la bolsa; o se le caía del bolsillo del impermeable; o una mujer lo delataba al verlo cometer el robo. Y así lo cometió una y mil veces sin soslayar la delectación del riesgo que lo hacía dar bruscos saltos en la cama mientras robaba y volvía a robar la golosina. Una y mil veces desechó la horrible idea para recobrar la calma que le permitiera la tregua del sueño.
En el colegio empezó a dibujar torres octogonales que guardaban su secreto. Con delirante fantasía llegó a verse escondido detrás del mostrador durante la noche entera, concretar el robo y no tener cómo después salir del negocio. Para ese momento, denunciada su ausencia, la policía lo buscaba. Hasta que de pronto un vigilante entraba en el a lmacén y bajo el poderoso foco de la linterna policial era sorprendido con el chocolate en la mano. Y vuelta otra vez la odiada y temida prisión con el uniforme y la soledad.
Una mañana, la madre repitió el encargo: una latita de azafrán "Rl riojano". La reiteración del hecho, sumada a la fortuita coincidencia de que ese día también había un sol muy pleno, se le manifestó a Barrio al principio como un signo inextricable. Pronto lo interpretó como el fin de su condena: debía robar la tableta.
Pidió el azafrán. No estaban sino el almacenero y él en el local, Barrio se encontraba junto a la pila y pensó fugazmente que almacén debería llamarse el lugar donde se encuentra el alma. El viejo se agachó detrás del mostrador. Barrio tomó la tableta y la largó por la abertura de su camisa. El paquete se deslizó contra su pecho y quedó retenido por el conturón. En el momento en que el objeto robado recorría su piel, el almacenero se levantaba. "Qué más?" preguntó el hombre. "Nada más" respondió el ladrón.
Con las piernas flojas, que no obedecían a su voluntad sino a su costumbre, salió del almacén. Se metió en su casa. Desde la puerta de calle hasta la de su departamento se alargaba un estrecho y profundo corredor.
También por allí lo llevaron de memoria sus piernas. Apenas aceptó la realidad de que el corredor estuviera desierto cuando, antes de meterse en el departamento, se volvió seguro de ver a los mil imaginados vigilantes.
Entregó el azafrán a su madre y se encerró en el baño. Primero se lavó las manos y la cara. No quiso mirarse en el espejo por miedo de haber cambiado de rostro. Se sentó en el borde de la bañera y sacó el paquete que se había calentado por el contacto con su cuerpo. Lo abrió cuidadosamente. Primero, la cobertura amarilla que ostentaba la imagen de un águila con las alas desplegadas, después el papel plateado. Pero no había chocolate. Era una tableta de madera ●
del "Libro de los casos" Ed. Sudamericana.
No llevársela era casi tan terrible como robarla. Elaboró varios planes: emplear una bolsa; valerse del amplio bolsillo del impermeable; usar una tricota .
Visitó febrilmente una serie de horrores: don José lo veía por un espejo cuando ponía el paquete en la bolsa; o se le caía del bolsillo del impermeable; o una mujer lo delataba al verlo cometer el robo. Y así lo cometió una y mil veces sin soslayar la delectación del riesgo que lo hacía dar bruscos saltos en la cama mientras robaba y volvía a robar la golosina. Una y mil veces desechó la horrible idea para recobrar la calma que le permitiera la tregua del sueño.
En el colegio empezó a dibujar torres octogonales que guardaban su secreto. Con delirante fantasía llegó a verse escondido detrás del mostrador durante la noche entera, concretar el robo y no tener cómo después salir del negocio. Para ese momento, denunciada su ausencia, la policía lo buscaba. Hasta que de pronto un vigilante entraba en el a lmacén y bajo el poderoso foco de la linterna policial era sorprendido con el chocolate en la mano. Y vuelta otra vez la odiada y temida prisión con el uniforme y la soledad.
Una mañana, la madre repitió el encargo: una latita de azafrán "Rl riojano". La reiteración del hecho, sumada a la fortuita coincidencia de que ese día también había un sol muy pleno, se le manifestó a Barrio al principio como un signo inextricable. Pronto lo interpretó como el fin de su condena: debía robar la tableta.
Pidió el azafrán. No estaban sino el almacenero y él en el local, Barrio se encontraba junto a la pila y pensó fugazmente que almacén debería llamarse el lugar donde se encuentra el alma. El viejo se agachó detrás del mostrador. Barrio tomó la tableta y la largó por la abertura de su camisa. El paquete se deslizó contra su pecho y quedó retenido por el conturón. En el momento en que el objeto robado recorría su piel, el almacenero se levantaba. "Qué más?" preguntó el hombre. "Nada más" respondió el ladrón.
Con las piernas flojas, que no obedecían a su voluntad sino a su costumbre, salió del almacén. Se metió en su casa. Desde la puerta de calle hasta la de su departamento se alargaba un estrecho y profundo corredor.
También por allí lo llevaron de memoria sus piernas. Apenas aceptó la realidad de que el corredor estuviera desierto cuando, antes de meterse en el departamento, se volvió seguro de ver a los mil imaginados vigilantes.
Entregó el azafrán a su madre y se encerró en el baño. Primero se lavó las manos y la cara. No quiso mirarse en el espejo por miedo de haber cambiado de rostro. Se sentó en el borde de la bañera y sacó el paquete que se había calentado por el contacto con su cuerpo. Lo abrió cuidadosamente. Primero, la cobertura amarilla que ostentaba la imagen de un águila con las alas desplegadas, después el papel plateado. Pero no había chocolate. Era una tableta de madera ●
del "Libro de los casos" Ed. Sudamericana.
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Dios, que belleza y que ternura de cuento. Me encantó. Abrazo. Mercedes Sáenz
ResponderEliminarComo el huevo de madera con que se engaña a mamá gallina. Pero un poco la trampa, lo que tantas veces la vida rescata en sus anzuelos. Muy bueno, felicitaciones.
ResponderEliminarUn abrazo.
Lily Chavez
no entiendoo el cuentoo :S sorry :S
ResponderEliminara que genero pertenece
ResponderEliminaralbero barrio es culpable
ResponderEliminarGracias por compartir esta maravilla del olvidado maestro Angel Bonomini
ResponderEliminarPero cuando dice que se convierte en presidiario es porque robaba seguido o se lo imaginaba que estaba en la carcel?
ResponderEliminarse lo imaginaba
Eliminarque bello cuento,me encantó
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