La línea del horizonte semejaba un mar ardiente, al que las pajas le daban color y movimiento. Una mancha móvil se perfiló en él y fue tomando forma poco a poco.
Jinete y caballo parecían una sola cosa.
A la sombra del alero del rancho, el hombre, la mujer y la niña compartían la mañana.
De la acequia que pasaba al lado, llegaba un intenso olor a menta.
Estaban sentados en rústicas sillas de madera con asiento de cuero de vaca, la de la niña era más pequeña.
La mitad de un tambor de metal servía de base a una mesa de madera rectangular, también de confección artesanal.
Sobre un mantel muy limpio confeccionado con tela de bolsas de harina, se habían dispuesto los implementos para el desayuno.
La niña tenía en su mano un trozo de torta casera y un jarro enlozado con leche tibia, endulzado con azúcar quemada con una brasa extraída del brasero de hiero fundido con base circular, que estaba al lado de la mujer. Ella, tomó el mate, colocó gajitos de menta y cedrón. Con una cucharita de alpaca fue colocando, lentamente la yerba que extrajo de una azucarera de madera. Colocó unas cucharaditas de azúcar y nuevamente yerba. Cuidadosamente, tomó la pava y volcó el agua en el mate hasta que asomó la espuma, sorbió y tiró el primer trago. Repitió la ceremonia. Más que limpiarlo lo acarició con un pulcro trapo.
Los dos, mujer y mate se entregaron al hombre. Él, interrumpiendo el trenzado del lazo, lo recibió con respeto tal como los feligreses reciben la hostia y acercando la bombilla a su boca, con la vista puesta en su mujer, besó a ambos.
La niña, entregó el tazón vacío a la madre y se sentó en el suelo como solo los niños, o los contorsionistas pueden hacerlo, con las piernas dobladas hacia fuera. Se entretenía con un palito con el que trazaba un sendero paralelo al sinuoso camino que transitaban las hormigas cargadas con hojas de olmo...
La silueta que se insinuaba, tomó forma, el jinete levantó su única mano en saludo y se perdió tras la curva de los chañarales.
La voz de la pequeña sonó cristalina en la mañana clara, mirando en dirección al hombre que acababa de pasar.
“¿Porqué le dicen el manco? –“
Se hizo un breve silencio en donde solo se escuchaba el bullicio de los loros en el naranjal. Fue la madre la qué dio la respuesta.
“-Dicen que un carro le piso la mano –“
El hombre miró a la mujer, inescrutable, no dijo nada. Se levantó despacio, se rascó la oreja derecha y guardó prolijamente sus enseres en una bolsa de lona que colgó de un gancho de alambre atado al olmo.
Tomó la niña en sus brazos y se dirigió al caballo que pacía tranquilamente bajo la sombra de un gran caldén.
“Ya venimos vamos a la represa a darle agua al petiso-“
Subió ágilmente al caballo y extendió su pierna en improvisado estribo. La niña colocó su piecito, cazado con zapatillas azules y pisando el pié del hombre, se elevó para sentarse por delante del mismo. Ambos tomaron las riendas del caballo.
La mujer los miró alejarse, pensó con ternura que tenían el mismo pelo negro y lacio, el mismo lunar al costado de la boca y hasta coincidían en rascarse la oreja derecha cuando una emoción los embargaba. Habían deseado tanto esa hija y ahora cocinaba para festejar la noticia que aún no le trasmitía al marido, el segundo hijo se anunciaba.
El bullicio en el gallinero le recordó que tenía que ir a ver una gallina clueca. Ingresó inclinada al gallinero porque estaba construido con sólidas ramas pero bajas.
Encontró que algunos pollitos ya habían roto el cascarón y la gallina les ayudaba a eliminar los restos. Tiró maíz para la gallina y “chancua” para los pollitos. En una lata de dulce de batata colocó poco agua. Acarició la gallina y tuvo que sacar, presta la mano porque el picotón casi la alcanza. Estaba destinado a un gato que se había acercado sigilosamente.
Pensó en la alegría de la nena cuando viera los pollitos, negros y amarillos. Cuando jugara con el hermano o la hermana.
Imaginó la cara del hombre cuando les diera la anhelada noticia.
Sale del gallinero y se sienta en un tronco cercano.
La actitud de defensa de la gallina y el pensar en su niña y en el que se anuncia, no sabe porque la llevan al recuerdo de su madre.
Lo que no entendía cuando niña, lo entendió después, le lastima el recuerdo.
Era muy pequeña, tendría la edad que su hija tiene ahora. Pero el recuerdo es nítido. Estaban ambas en una isleta de chañares, ella por fuera cortando frutos de piquillín y su madre cortando leña seca. Los ruidos del monte llegaban nítidos, el canto de un benteveo, el grito de algún zorro y el vuelo de pájaros asustados.
De pronto, gritos, ruidos, murmullos .Cuando se acercó agitada por la carrera, su madre salía de la isleta, y se sacudía los pastos de la pollera y en el hachita de mano brillaba un puntito, que al sol, parecía un granates simultáneamente escucho el galope de un caballo que se alejaba.
Su madre estaba muy seria, parecía apurada.
-¿Qué pasó madre?-
-No pasó nada, vamos.
Y sintió que la mano temblorosa la tomaba con fuerza.
Nunca entendió ese episodio. Tampoco porque al capataz empezaron a llamarlo “pilón”.
No recuerda a su padre, cuenta mamá que falleció muy joven en una domada, que fueron muy felices y que siempre lo iba a esperar. Parece que fue ayer que también perdió su madre, el sulky se desbarrancó cuando al caballo lo asustó una víbora.
El lamido cariñoso del pero la sacó de sus recuerdos.
El hombre y la niña regresan con la noticia de que el petiso ha roto los alambrados y se pasó a campos vecinos
-Voy a ver que pasó y de paso le llevo la nena a la vieja –
Toma una lata de aceite, muy brillante y se dirige al aljibe, el perro la sigue cojeando y moviendo la cola. El girar de la roldana y el roce de la cadena producen un ronco ruido metálico. Vuelca el agua del balde en la lata y se dirige hacia el rancho.
Destapa una batea de madera para cercionarse si el bollo de masa está listo. para ello introduce en la mezcla el dedo índice. No conforme la vuelve a tapar con un mantel.
De una estructura de madera forrada con tela metálica, que sirve como protección contra los insectos, saca el único trozo de carne fresca, en los otros ganchos cuelgan varias lonjas de charqui. Sobre un papel, hay quesillos frescos y queso de cabra.
Hoy comerán empanadas fritas en grasa de cerdo, uno de los platos preferidos del hombre. Están de festejo.
Toma de un antiguo escritorio se latón que hace las veces de aparador un cuchillo grande con mango de madera. Corta fetas de carne y las dispone sobre la mesa. Asesta con rudeza golpes repetidos para la trozar la carne hasta que quede semipicada. Cuando levanta la mano dispuesta a un nuevo golpe con el cuchillo, un recuerdo candente le viene a la memoria.
Después que su mamá muere ella queda en la casa en calidad de ahijada y de “criada”. Tuvo más beneficios que los otros empleados le permitieron asistir a la escuelita y terminar la primaria, le adjudicaban tareas más livianas y le daban ropa y comida. Luego pasó a ser una integrante más de la familia ya que los padrinos no tenían hijos.
No tiene malos recuerdos de ellos, al contrario siempre estuvieron a su lado y cuando tuvieron que jugarse lo hicieron. Aunque viejitos, aun los visita y también le dieron la niña de ahijada.
El padrino es un gringo grandote y colorado, por el contrario ella es bajita y gorda recuerda que sentía angustia y se sentía excluida cuando ellos hablaban en italiano. Una sonrisa viene a su rostro, los extranjeros o los gringos les decían, ella preguntó a su mamá si eran de Extranja y ella sonriente asistió con la cabeza.
Pocas mujeres y muchos hombres.
Desde niña le enseñaron a reconocer la mirada de codicia de los hombres, tanto su mamá como su madrina le inculcaron que no confiara en cualquiera. De ese modo creció avergonzada de los cambios que se producían en su cuerpo a medida que crecía.
Cuando empezó a adquirir formas de mujer también comenzó a usar ropa dos talles más grandes.
Al que mas aversión le tenía era al capataz. Sus ojos biliosos siempre la seguían y su mirada le recordaba a la de un tigre cebado que presenció como mataba el padrino con la escopeta.
Miraba de costado y se movía, silenciosamente, como una víbora.
Fue en víspera de navidad del año 69`. Sus padrinos se habían ido por todo el día y la dejaron sola desde la hora del almuerzo, en realidad ella decidió quedarse para cuidar un perro enfermo.
Estaba inquieta, el viento caliente del norte le traía mal augurio, sentía que algo malo iba a suceder. Pensó que podría morir el perro que ella quería tanto.
Se disponía a irse al cuarto que estaba al frente de la casa y que antes compartía con su madre cuando unos pasos sigilosos la alertaron. El corazón empezó a latirle como queriendo salir del pecho. La sombra de la figura corpulenta del capataz se perfiló en la puerta. La muchacha de espaldas retrocedió un paso, El no emitió sonido alguno, ingresó en la cocina saco agua de una tinaja en un abollado jarro de aluminio y se marchó. En el umbral se dio vuelta y su mirada torva la lleno de aprehensión.
Se retiró a su habitación, cerró la puerta y cruzó en ella una tranca de gruesa madera. No conforme con eso cruzó la cadena de seguridad. También cerró la única ventana del cuarto.
Era domingo y había carreras de caballo en el pueblo cercano y fiesta de la cooperadora escolar por lo que los hombres desde temprano se juntaban a beber. No quedaba nadie en la estancia.
Rogaba que la Micaela que siempre venía a pedir prestado pan, yerba, azúcar, etc., viniera.
El silencio gritaba.
Una pequeña ventana daba al patio trasero y fue allí que sintió nuevamente los pasos. No supo que hacer. Los oídos le zumbaban. Se le ocurría que eso debía sentir los corderos ante el anuncio del tigre cebado.
Respiraba despacito y sintió un gran alivio cuando escuchó que los pasos se alejaban.
El calor insoportable de siesta era agobiante y aun más con la ventana y puerta cerrada. Se recostó en el lecho y quedó adormecida. Los ladrido del perro y los pasos, ahora al frente de la puerta hicieron que el miedo recorriera su cuerpo como una centella, sentía la frente caliente y las manos heladas. Esta vez los pasos no se alejaron. Observó como el picaporte de la puerta giraba, y escuchó un aullido lastimero del perro, intuyó que le había dado una patada, le pareció que la puerta se abría y que alguien llegaba. Ni una cosa ni la otra eran reales.
Ahora el hombre sacudía la puerta. Las gruesas tablas empezarón a moverse.
Le parecía que todo se movía como un terremoto.
Saltaron los goznes de la puerta y esta se entreabrió, pero aun quedaba la cadena. La mano del hombre se introdujo lasciva, ultrajante, buscaba la cadena, siguió avanzando hasta que el grosor del brazo no le permitió continuar. Estaba a centímetros del gancho de la cadena,
Se quedó quieta con las manos cruzadas en el pecho. Casi resignada a la inminencia. No lo pensó. Tomó el hachita de mano que colgaba al lado de la puerta y asestó un solo golpe feroz. Sonó a jarilla seca quebrada...
La mano desapareció de su vista y escuchó un quejido sordo y los pasos que ahora se alejaban. Tenía la blusa empapada de transpiración. No abrió la puerta, Se acostó en la cama y quedó en posición fetal hasta que llegaron sus padrinos.
No supo cuanto tiempo había pasado.
Con el tiempo al capataz le empezaron a decir el manco.
La mancha nunca salió del umbral de madera de la puerta.
Lo sucedido esa siesta solo lo sabían cinco personas: los padrinos, ella, el ahora su marido y el manco.
Mientras, casi automáticamente ha terminado de picar la carne. Saca de una caja de cartón tres cebollas doradas,
El tranco manso del caballo en el patio y el rumor de voces la conecta de nuevo con la realidad. Siente como unos pasos se aproximan. Esta vez resuenan a protección y amor.
No tiene que explicar el porqué de las lágrimas. Estaba cortando la cebolla. ●
Aunque con cauteloosos pasos y un idioma campero Amelia nos sirve una historia de siempre con muy buena letra.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Creo que la puntualidad en este relato de Amelia es la de una observadora conocedora de estas escenas. Los personajes muy bien delineados, los diálogos y los timepos...El hacha chiquita y el golpe certero. Todo en el campo, por más fuerte que fuera, tiene su forma de mirada en la hora de la siesta. Felicitaciones, me gustó mucho. Abrazo. Mercedes Sáenz
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